—Volvamos adentro —murmuró Sofía.
Quiso retirar el brazo; pero él lo retuvo con fuerza. No; ¿para qué volver? Si allí estaban tan bien… ¿Qué mejor? ¿O acaso la estaba aburriendo? Sofía respondió que no, al contrario; pero debía atender a las visitas… ¡Hacía tanto que estaban allí!
—No hace ni diez minutos —dijo Rubião—. ¿Qué son diez minutos?
—Pero les inquietará nuestra ausencia…
Al oír el posesivo Rubião se estremeció: nuestra ausencia. Veía en él un atisbo de complicidad. Aceptó que nuestra ausencia podía inquietarlos. Ella tenía razón: debían separarse; sólo le pedía una cosa, dos cosas: la primera, que no olvidara aquellos diez minutos sublimes; la segunda, que todas las noches a las diez en punto mirara la Cruz del Sur; él también la miraría y los pensamientos de ambos se encontrarían allí, íntimos, entre Dios y los hombres.
La invitación era poética, pero sólo la invitación. Rubião devoraba a la joven con ojos de fuego, le aferraba una mano para que no huyese. Ni en los ojos ni en el gesto había la menor poesía. A punto de decir una palabra áspera, Sofía se la tragó porque Rubião era un buen amigo de la casa. Quiso reír pero no pudo; se mostró entonces disgustada, después resignada, por último suplicante; le rogó por el alma de la madre de él, que debía de estar en el cielo… Rubião no quería saber de cielos, ni de madres, ni de nada. ¿Qué era una madre? ¿Qué era el cielo?, parecía decir su rostro.
—¡Ay, me romperá usted los dedos! —suspiró la moza en voz baja.
Fue entonces cuando él empezó a volver en sí. Aunque no soltó los dedos, aflojó la presión.
—Vaya —dijo—. Pero antes…
Se inclinaba ya para besarle la mano, cuando una voz, a unos pasos, vino a despertarlo por completo.