XL

En lo alto, las estrellas parecían reírse de esa situación inextricable.

¡Ah, si los viera la luna! La luna no sabe escarnecer; y si los poetas la consideran nostálgica, será porque han percibido que en otro tiempo amó a un astro vagabundo que la dejó al cabo de muchos siglos. Hasta podría ser que aún se amen. Acaso sus eclipses (perdón por la astronomía) no sean sino citas amorosas. El mito de Diana bajando a encontrarse con Endimión bien puede ser verdadero. Lo único que está de más es el descenso. ¿Qué hay de malo en que se encuentren en el cielo, como los grillos en los follajes de aquí abajo? La noche, madre caritativa, se encargará de protegerlos a todos.

Y luego, la luna es solitaria. La soledad vuelve seria a la gente. Las estrellas, en turba, son como muchachas de quince a veinte años, alegres, charlatanas, que ríen y hablan de todo y de todos al mismo tiempo.

No niego que sean castas; pero tanto peor —se reirán pues de cosas que no entienden… ¡Castas estrellas! Es así como las llaman Otelo el terrible y Tristram Shandy el jovial. Estos extremos de sentimiento y espíritu concuerdan sin embargo en un punto: las estrellas son castas. Y eran ellas (¡castas estrellas!) las que oían todo lo que la temeraria boca de Rubião iba volcando en el alma azorada de Sofía. Aquél por tantos meses recatado era ahora (¡castas estrellas!) nada menos que un libertino. Se hubiera dicho que el Diablo había engañado a la joven merced a las dos grandes alas de arcángel que Dios le puso en la espalda; hasta que de repente se las guardaba en el bolsillo y, quitándose el sombrero, descubría los dos malignos cuernos que le crecían en la cabeza. Y riendo con la risa oblicua de los malos le proponía comprarle, no sólo el alma, sino el alma y el cuerpo… ¡Castas estrellas!