XXXIX

La luna era magnífica. En el morro, entre el cielo y la llanura, el alma menos temeraria era capaz de lanzarse contra un ejército enemigo y destrozarlo. A qué no se atrevería pues frente a ese ejército amigo. Estaban en el jardín. Sofía lo había tomado del brazo para ir a ver la luna. También había invitado a doña Tonica, pero la pobre dama había dicho que tenía un pie acalambrado, que ya iría, y no lo había hecho.

Permanecieron los dos un rato en silencio. Por las ventanas abiertas se veía conversar a otras personas, e incluso a los hombres, que habían concluido la partida de voltereta. El jardín era pequeño; pero la voz humana tiene un registro amplio, y ambos podían recitar poemas sin que nadie los oyera.

Rubião recordó una comparación vieja, muy vieja, incluida en no sé qué décima de 1850 o en alguna página en prosa de cualquier época. Dijo que los ojos de Sofía eran los ojos de la tierra, y las estrellas los ojos del cielo. Todo esto trémulo y en voz muy baja.

Sofía se quedó pasmada. De repente envaró el cuerpo, que hasta entonces había apoyado en el brazo de Rubião. Estaba tan habituada a la timidez de ese hombre… ¿Estrellas? ¿Ojos? Quiso decirle que no se burlara, pero no supo cómo dar forma a la respuesta sin rechazar una convicción que también ella sentía, pero sin animarlo además a continuar. Sobrevino pues un largo silencio.

—Con una diferencia —prosiguió Rubião—. Las estrellas no son tan lindas como sus ojos, y en el fondo ni siquiera sé qué pueden ser en verdad. Si Dios las ha puesto tan alto ha de ser porque no pueden ser vistas de cerca sin que su belleza pierda mucho… Pero sus ojos no; están aquí, junto a mí, grandes, luminosos, más luminosos que el cielo…

Locuaz, desinhibido, Rubião parecía otro. No se detuvo allí; dijo muchas cosas más, aunque siempre dentro del mismo círculo de ideas. No le sobraban, por cierto; y, pese su repentina mudanza de ánimo, la situación antes tendía a cercenárselas que a inspirarle otras nuevas. Sofía no sabía qué hacer. Se había llevado al pecho un gorrión, manso y tranquilo, y se le había transformado en gavilán —un gavilán ganchudo y voraz.

Era preciso responder, detenerlo, decirle que ella no quería seguir ese camino, y todo sin que se ofendiese, sin que se fuera… Sofía buscaba una salida; y no la hallaba porque tropezaba con el dilema, insoluble para ella, de si era mejor demostrar o no que comprendía. Le vuelven aquí a la mente sus propios gestos, las palabritas dulces, las atenciones particulares; y concluye que, en tal situación, no puede ignorar el sentido de las delicadezas del hombre. Pero confesar que comprende, y sin embargo no despedirlo de la casa, he ahí el punto peliagudo.