Bien se comprende que doña Tonica estuviese atenta a la mutua contemplación de aquellos dos. Desde que Rubião llegara, no había hecho otra cosa que intentar atraerlo. Sus pobres ojos de treinta y nueve años, ojos sin compañeros en el mundo, de puro cansancio al borde ya de la desesperanza, habían logrado encontrar algunas chispas. Y entonces los volvió muchas veces, requebrándolos: era una tarea que había practicado largamente. No le costó nada armarlos contra el capitalista.
El corazón, medio desganado, se agitó una vez más. Algo le decía que aquel mineiro rico estaba destinado por el cielo a resolverle el problema del matrimonio. Era incluso más rico de lo que ella pedía; pues ella no buscaba riquezas, sino un marido. Todas sus campañas las había llevado a cabo sin consideración pecuniaria alguna; en los últimos tiempos había ido bajando, bajando, bajando; la última había sido contra un pobre estudiantillo… ¿Pero quién sabía si el cielo no le tenía destinado justamente un hombre rico? Doña Tonica tenía fe en su madrina, Nuestra Señora de la Concepción, y con arte y valor se fue insuflando fortaleza.
—Todas las demás son casadas —se dijo.
No tardó en advertir que los ojos de Rubião y los de Sofía se buscaban unos a otros; notó, sin embargo, que los de Sofía eran menos asiduos y menos reposados, fenómeno que le pareció explicable dada la natural cautela que exigía la situación. Tal vez se amaban… Esta sospecha la afligió; pero el deseo y la esperanza le dijeron que un hombre bien podía casarse después de haber tenido uno o más amores. La cuestión era ganarlo; la perspectiva de una familia bien podía acallar cualquier otra inclinación, en caso de que hubiese alguna.
Así pues, la vemos redoblar sus esfuerzos. Todas sus gracias han sido convocadas a filas y, aunque algo mustias, obedecieron. Movimientos de abanico, mohínes de los labios, marchas y contramarchas para mostrar cabalmente el cuerpo elegante y la cintura fina, se utilizó todo. Era el mismo formulario de siempre en acción; nada le había reportado hasta entonces, pero así suele ser la lotería: de pronto cae un billete que paga todos los desvelos.
Sin embargo fue ya de noche, a causa de la cantante y el piano, cuando doña Tonica los sorprendió embebidos el uno en el otro. Desaparecieron sus dudas; aquéllas no eran miradas fortuitas, breves como las que había visto hasta entonces: era una contemplación que eliminaba al resto de la sala. Doña Tonica oyó el graznido del viejo cuervo de la desesperanza: Quoth the Raven: NEVER MORE.
Aun así continuó luchando; llegó a conseguir que Rubião fuese a sentarse unos minutos al lado de ella, e intentó decir cosas agradables, frases que había leído en novelas, otras que la propia melancolía de la situación le iba inspirando. Rubião oía y respondía, pero inquieto cada vez que Sofía abandonaba la sala y no menos cuando volvía. Una de esas veces la distracción fue excesiva. Doña Tonica le estaba confesando que tenía muchas ganas de conocer Minas, principalmente Barbacena. ¿Cómo era allí el clima?
El clima, repitió Rubião maquinalmente.
Miraba a Sofía, que en ese momento estaba de pie, de espaldas a él, hablando con dos señoras sentadas. Rubião admiró una vez la figura, el busto bien tallado, estrecho en la cintura, ancho en los hombros, emergiendo de las caderas amplias como un gran ramo de hojas emerge de un vaso. Se hubiera dicho que la cabeza era como una única magnolia erguida en el centro del ramo. Era eso lo que Rubião estaba mirando cuando doña Tonica le preguntó por el clima de Barbacena, y él repitió la palabra de ella sin darle siquiera la misma forma interrogativa.