—¡Dios mío, qué hermosa es! ¡Me siento capaz de hacer una locura! pensaba Rubião por la noche. Estaba de pie junto a una ventana, dando la espalda al jardín, miraba a Sofía, que le devolvía la mirada.
Estaba cantando una señora. En atención a ella, los tres maridos invitados interrumpieron la partida de voltereta y entraron un momento en la sala; la cantante era la esposa de uno de ellos. Palha, que la acompañaba al piano, no advertía la contemplación mutua de su mujer y el capitalista. No sé si lo mismo pasaba con los demás. Pero había alguien que sí la había advertido: doña Tonica, la hija del mayor.
—¡Dios mío, qué hermosa es! ¡Me siento capaz de hacer una locura! seguía pensando Rubião, apoyado en la ventana, los ojos olvidados en la mujer, que a su vez lo miraba.