Las señoras casadas eran guapas; y la misma soltera no debía de haber sido fea a los veinticinco años; pero Sofía las superaba a todas.
Puede que no fuese tan bella como sentía nuestro amigo, pero no lo era poco. Pertenecía a esa casta de mujeres que el tiempo, como un escultor cuidadoso, no acaba en seguida y sigue puliendo en el curso de largos días. Esas esculturas lentas suelen ser prodigiosas; Sofía, que frisaba los veintiocho años, era ahora más bella que a los veintisiete; y cabía suponer que sólo a los treinta el escultor daría los últimos retoques, si es que no quería prolongar el trabajo dos o tres años aún.
Los ojos, por ejemplo, no son los mismos que en el tren, mientras Rubião hablaba con Palha, iban subrayando la conversación… Ahora parecen más negros y ya no subrayan nada; escriben las frases por sí mismos, con letra firme y vistosa, y no ya una línea o dos sino capítulos enteros. La boca parece más fresca. Hombros, manos y brazos son mejores, y ella los vuelve óptimos por medio de actitudes y gestos escogidos. Incluso un rasgo que la mujer nunca soporta bien —y que el propio Rubião lamentara al principio—, la sobreabundancia de cejas, parece, sin haber disminuido, darle al conjunto del rostro un carácter muy particular.
Viste bien; se ciñe la cintura y el tronco en un corpiño de fina lana castaña, prenda sencilla, y lleva en las orejas dos perlas auténticas, detalle que Rubião tuvo para con ella en Pascua.
La buena moza es hija de un funcionario público. A los veinte años se casó con Cristiano de Almeida y Palha, holgazán de plaza que contaba entonces veinticinco. El marido gana dinero, es bien parecido, altivo y hábil para los negocios y las oportunidades. En 1864, pese a que era un recién iniciado en el oficio, adivinó —imposible emplear otro término— las quiebras bancarias.
—Nosotros tenemos algo, tanto da un día más o menos; esto se está poniendo oscuro. A la menor voz de alarma lo retiramos todo.
El problema era que gastaba más de lo que ganaba. Tenía inclinación a ostentar; reuniones frecuentes, vestidos caros y joyas para su mujer, adornos para la casa, sobre todo si eran de invención o adopción frecuente, se habían llevado los beneficios presentes y futuros. Consigo mismo, salvo en la comida, era sobrio. Iba mucho al teatro sin que le gustara, y a bailes en que no se divertía mucho —iba, más que por él mismo, por ostentar los ojos de su mujer, los ojos y los senos. Ésa era su vanidad singular; exhibía a la mujer siempre que fuese posible, e incluso cuando no lo fuese, para mostrar a los demás sus venturas particulares. Hombre de dos caras, era hosco por un lado, y por el otro público.
Y en este punto hemos de hacer justicia a nuestra dama. Al principio había cedido sin ganas a los deseos del marido; pero tanta fue la admiración recogida, y a tal punto la costumbre acomoda al humano a las circunstancias, que a Sofía acabó gustándole mostrarse, y mostrarse mucho, para recreo y estímulo de los demás. No la hagamos más santa de lo que es, pero tampoco menos. Para los gastos de vanidad le bastaba con los ojos, que eran risueños, inquietos, atrayentes, y sólo atrayentes: podríamos compararlos con el rótulo de un hotel en que no quedasen habitaciones libres. Ante ese rótulo todos se paraban, tal es la belleza de su color y la originalidad de su emblema; pero se paraban, miraban y se iban. ¿Para qué entreabrir las ventanas? Finalmente ella había decidido entreabrirlas; pero la puerta, si así podemos llamar al corazón, estaba cerrada y atrancada.