—¿Por qué llega usted tan tarde? —le preguntó Sofía al abrirle la puerta del jardín.
—Luego del almuerzo, que acabó a las dos, estuve ordenando unos papeles. De todos modos no es tan tarde —añadió Rubião mirando el reloj—. Son las cuatro y media.
—Siempre es tarde para los amigos —le reprochó Sofía.
Rubião comprendió; pero ya no había tiempo de enmendar el error. Frente a él, al pie de la casa, cuatro señoras sentadas en bancos de hierro lo miraban curiosas; eran invitadas de Sofía que esperaban la llegada del capitalista Rubião. Sofía se las presentó. Tres de ellas eran casadas y una soltera, o más que soltera. Tenía treinta y nueve años y unos ojos negros cansados de esperar. Era hija de cierto mayor Siqueira, quien unos minutos después apareció en el jardín.
—Nuestro amigo Palha ya me había hablado de usted —dijo el mayor luego de ser presentado a Rubião—. Puede creerme que tiene en él un amigo para todo. Me ha contado que se conocieron por casualidad. Ésas son por lo general las mejores amistades. Yo, allá por el treinta y tantos, poco antes de que me hicieran mayor, tuve un amigo, el mejor amigo de aquellos tiempos, que también conocí por azar. Fue en la botica de Bernardes, a él lo apodaban João de las pantorrilleras… Creo que las había usado de muchacho, entre 1801 y 1812. Lo cierto era que le había quedado el mote. La botica estaba en la Rua de São José, en la esquina con la de la Misericordia… João de las pantorrilleras… Era una forma de engrosar la pierna, sabe usted… En realidad se llamaba Bernardes, João Alves Bernardes… Tenía la botica en la Rua de São José. Allí se conversaba mucho, por la tarde, por la noche… La gente iba con su capote y su bastón; alguno llevaba una linterna. Yo no; yo sólo llevaba mi capote… En aquella época se usaba capote. Bernardes —João Alves Bernardes era el nombre completo— había nacido en Maricá; pero se había criado aquí, en Río de Janeiro… Lo apodaban João de las pantorrilleras; decían que de muchacho las había llevado, parece que había sido uno de los petimetres de la ciudad. Nunca lo he olvidado: João de las pantorrilleras… En aquel entonces se iba con capote…
El alma de Rubião intentaba bracear bajo el torrente de palabras; pero estaba en un callejón sin salida. Había muros por todas partes. Ni una puerta abierta, ningún corredor, y una lluvia despiadada. De haber podido mirar a las mujeres, al menos, habría visto que era objeto de la curiosidad de todas, sobre todo de la hija del mayor, doña Tonica; pero no podía; estaba escuchando, y de la boca del mayor llovían palabras a cántaros. Fue Palha quien por fin le alcanzó un paraguas. Sofía había anunciado a su marido que Rubião acababa de llegar; a poco Palha estaba en el jardín y saludaba a su amigo reprochándole la tardanza. El mayor, que por enésima vez iba a repetir el apodo del boticario, abandonó a la presa y se volvió hacia las damas; un rato después se marchó.