Rubião los miró alejarse, volvió a la sala y leyó una vez más el billete de Sofía. Cada palabra de esa página inesperada era un misterio; la firma, una capitulación. Simplemente Sofía; ni el apellido de familia ni el de casada. Verdadera amiga era, obviamente, una metáfora. En cuanto a las primeras palabras, le mando esta fruta, si llegara a tiempo, para que acompañe su almuerzo, rezumaban la candidez de un alma buena y generosa. Rubião vio, sintió y palpó todo por la sola fuerza del instinto y lo hizo suyo besando el papel; digo mal: besando el nombre, el nombre dado a la mujer en la pila bautismal, repetido por su madre, entregado al marido como parte del contrato moral del casamiento y robado ahora a tantos orígenes y derechos para enviárselo a él al final de una cuartilla… ¡Sofía! ¡Sofía! ¡Sofía!