—¿Quién lo manda? —preguntó Rubião.
—Doña Sofía.
Rubião no conocía la letra; era la primera carta de ella que recibía. No imaginaba qué podía ser. Los dedos y la cara delataban la conmoción. Mientras él abría la carta, Freitas, con familiaridad, destapó la cesta: eran fresas. Trémulo, Rubião leyó las líneas siguientes:
Le envío esta fruta, si llegara a tiempo, para que acompañe su almuerzo; y, por orden de Cristiano, queda invitado a cenar hoy con nosotros, sin falta. Su amiga verdadera
SOFÍA
—¿Qué fruta es? —preguntó Rubião cerrando la carta.
—Fresas.
—Han llegado tarde. ¿Fresas? —repitió él sin saber lo que decía.
—No hay por qué avergonzarse, mi querido amigo —dijo Freitas riendo, una vez el criado se hubo ido—. A los enamorados les pasan estas cosas.
—¿A los enamorados? —repitió Rubião ruborizándose—. Puedes leer la carta, mira.
Iba a mostrarla pero, arrepintiéndose, se la guardó en el bolsillo. Estaba fuera de sí, medio confundido, medio alegre. Divertido, Carlos María le dijo que no podía ocultar que la carta era de alguna amante. Por lo demás, no veía en ello nada censurable; el amor era una ley universal. Y si acaso la dama era casada, parecía admirablemente discreta…
—¡Pero por amor de Dios! —lo interrumpió el anfitrión.
—¿Viuda, entonces? Es lo mismo —continuó Carlos María—. En ese caso la discreción sigue siendo una virtud. Después del pecado, el pecado mayor es difundir el pecado. Yo, si fuese legislador, propondría quemar a todos los hombres indiscretos en estas cuestiones; e irían a la hoguera como los reos de la Inquisición, pero en vez de sambenito llevarían una capa de plumas de papagayo.
Desternillándose de risa, Freitas golpeaba la mesa a manera de aplauso; Rubião, un poco turbado, aseguraba que no era ni casada ni viuda.
—Así pues, será soltera —replicó el joven—. ¿Casamiento en puerta? Ya sería hora. Fresas de novio —continuó, tomando algunas entre los dedos—. Huelen a alcoba de doncella y a latín de cura.
Rubião ya no sabía lo que estaba diciendo; finalmente dio marcha atrás y se explicó; las enviaba la mujer de un amigo suyo. Carlos María guiñó un ojo. Freitas intervino diciendo que ahora sí quedaba todo explicado, pero que al principio, entre el misterio, el arreglo de la cesta y el perfume de las propias fresas —fresas adúlteras, dijo riendo—, el asunto todo había cobrado un aspecto inmoral y pecaminoso. Ahora estaba aclarado.
Tomaron el café en silencio; luego pasaron a la sala. Rubião se deshacía en obsequios, pero preocupado. Unos minutos después empezó a sentirse satisfecho con la suposición de los invitados: la de un amor adúltero; le pareció aun que se había defendido con excesivo ardor. Siempre que no diese nombres, podría confesar que, en verdad, era un asunto íntimo. Pero también podía ocurrir que el propio ardor de la negativa hubiese dejado en los dos una duda, alguna sospecha… Aquí sonrió consolado.
Carlos María consultó su reloj; eran las dos, tenía que marcharse. Rubião le agradeció calurosamente la visita y pidió que se repitiese; podían pasar algunos domingos así, en compañía agradable.
—¡Apoyo la propuesta! —exclamó Freitas acercándose.
Se había metido media docena de puros en el bolsillo y, al salir, dijo al oído de Rubião:
—Me llevo el recuerdo de costumbre; seis días de delicias, una delicia por día.
—Llévese usted más.
—No. Ya vendré a buscarlos.
Rubião los acompañó hasta el portón de hierro. En cuanto oyó las voces, Quincas Borba acudió corriendo a saludarlos, sobre todo a su amo; hizo fiestas a Carlos María, le quiso lamer la mano; el joven se apartó repugnado. Rubião dio al perro un puntapié que lo hizo retroceder gimiendo. Por fin se despidieron todos.
—¿Para dónde va usted? —le preguntó Carlos María a Freitas.
Freitas calculó que el mozo iría a visitar a alguien por la zona de São Clemente y quiso acompañarlo.
—Voy hasta el final de la playa —dijo.
—Yo voy hacia el otro lado —respondió Carlos María.