XXXI

¿Quieres conocer el caso opuesto, lector curioso? Fíjate en el otro invitado a comer, Carlos María. Si Freitas es de «manera franca y expansiva» —en el sentido laudatorio— éste es todo lo contrario. Así pues, no te será difícil verlo entrar en la sala, lento, frío y suficiente, y mirar hacia otra parte mientras le presentan a Freitas. Freitas, que ya lo ha enviado cordialmente al diablo por llegar tarde (ya es cerca de mediodía), ahora lo halaga generosamente, con grandes alabanzas íntimas.

También puedes ver por ti mismo que, si bien quiere más a Freitas, nuestro Rubião tiene por el otro mayor consideración; lo ha esperado hasta ahora y lo esperaría hasta mañana. Y sin embargo Carlos María no tiene la menor consideración por ninguno de los dos. Examinémoslo bien: es un joven airoso, de ojos grandes y plácidos, arrogante consigo mismo y mucho más arrogante con los demás. Mira desde arriba; su risa, antes que jovial, es socarrona. En este momento, al sentarse a la mesa, al desplegar la servilleta, al tomar los cubiertos, se ve que le está haciendo al dueño de casa un insigne favor —o tal vez dos: comer su comida y no llamarlo imbécil.

Pero a pesar de tanta disparidad de caracteres el almuerzo fue alegre. Freitas lo devoraba todo, cierto que con alguna pausa, confesándose a sí mismo que, si lo hubieran servido a la hora acordada (las once), tal vez el almuerzo no habría tenido el mismo sabor. Los primeros bocados, ahora, valían por los que calman el hambre de un náufrago. Al cabo de unos diez minutos Freitas pudo empezar a hablar, todo risas, multiplicándose en gestos y miradas, derramando una recua de frases agudas y anécdotas picarescas. A fin de humillarlo, Carlos María las escuchaba con seriedad, a tal punto que Rubião, a quien realmente Freitas le parecía gracioso, casi no se atrevía a reírse. Hacia el fin del almuerzo Carlos María se aflojó un poco la corbata espiritual, se expandió y contó algunas aventuras amorosas ajenas. Freitas, para lisonjearlo, le pidió que contara una o dos propias. Carlos María se echó a reír.

—¿Qué papel pretende usted que haga? —dijo.

Freitas se explicó; no era una apología lo que le estaba pidiendo, sino hechos, meros hechos. Ni había inconveniente alguno, ni nadie podría suponer que…

—¿Qué le parece la vida en Botafogo? —lo interrumpió Carlos María dirigiéndose al dueño de casa.

Freitas, frustrado, se mordió los labios y por segunda vez mandó al mozo al diablo. Tenso, grave, se reclinó en la silla con la mirada en un cuadro. Rubião respondió que le gustaba mucho, que la playa era magnífica.

—La vista es bonita, pero yo nunca he podido tolerar el mal olor que hay a veces —dijo Carlos María; y volviéndose a Freitas preguntó—: ¿Usted qué opina?

Freitas se enderezó y dijo todo lo que pensaba, que tanto podía tener razón uno como el otro; pero insistió en que la playa, no obstante, era espléndida; habló sin rabia ni vergüenza; hasta se permitió señalar a Carlos María que se le había quedado un trocito de fruta en el bigote.

Al cabo de poco más de una hora habían acabado. Rubião, silencioso, recomponía mentalmente el almuerzo plato a plato, miraba complacido las copas con restos de vino, las migas dispersas, el aspecto final de la mesa a la espera del café. De cuando en cuando echaba un vistazo a la chaqueta del criado. Llegó a sorprender el rostro de Carlos María en un instante de placer flagrante, mientras expulsaba la primera bocanada de humo de uno de los cigarros que él había mandado repartir. En eso entró el criado con una cestita tapada con cambray y una carta que acababan de traer.