XXIX

Rubião pasó alegremente el resto de la mañana. Era domingo; habían ido a comer con él dos amigos, un joven de veinticuatro años que roía los primeros restos de los bienes de su madre, y un hombre de cuarenta y cuatro o cuarenta y seis años que ya nada tenía que roer.

Carlos María llamábase el primero; Freitas el segundo. Rubião los apreciaba, aunque de modo distinto a cada uno; no sólo la edad lo ligaba más a Freitas, sino la índole de este hombre. Freitas lo elogiaba todo, saludaba cada plato y cada vino con una frase particular y delicada, y se iba de la casa con las faltriqueras llenas de puros, demostrando así que los prefería a todos los otros. Se lo habían presentado en un restaurant de la Rua Municipal donde una vez habían comido juntos. Allí le habían contado la historia del individuo, de su buena y mala fortuna, pero sin entrar en detalles. Rubião no le había prestado mayor atención; era obviamente un náufrago como tantos, cuya amistad no le aportaría ni placer personal ni consideración pública. Pero con el tiempo Freitas había atenuado la primera impresión; era listo, interesante, conversador y alegre como un hombre con cincuenta contos de renta. Como Rubião hablara de los hermosos rosales que tenía, le pidió permiso para ir a verlas: le volvían loco las flores. Pocos días después se presentó diciendo que sólo quería ver las rosas, que serían unos minutos apenas, que Rubião no se molestase si tenía cosas que hacer. A Rubião, al contrario, le gustó que el hombre no hubiera olvidado la conversación y bajó al jardín, donde el otro estaba esperando, para mostrarle las rosas. Freitas las encontró admirables; las examinaba con tal ahínco que era necesario arrancarlo de un rosal para llevarlo hasta otro. De todas sabía los nombres, y hablaba además de especies que Rubião no tenía ni conocía —hablando y describiéndolas: es así y así, de este tamaño (y aquí abría la mano para formar un círculo con el pulgar y el índice); para después mencionar a los poseedores de buenos ejemplares. Pero las variedades de Rubião eran de las mejores —ésta, por ejemplo, era muy rara; aquélla también, etc. El jardinero escuchaba asombrado. Una vez hecho el recorrido, Rubião dijo:

—Venga a tomar algo conmigo. ¿Qué prefiere?

Freitas se conformó con cualquier cosa. Arriba, la casa le pareció muy bien puesta. Examinó los bronces, los cuadros, miró el mar.

—¡Sí señor! —dijo—. Vive usted como un hidalgo.

Rubião sonrió; hidalgo, aun como comparación, era una palabra que sonaba muy bien. Apareció el criado español con la bandeja de plata, varios licores y copas, y aquél fue para Rubião un buen momento. Él mismo se encargó de ofrecerle a Rubião los distintos licores; y finalmente le recomendó uno que le habían mentado como superior y que en tal calidad se vendía en el mercado. Freitas sonrió incrédulo.

—Quizá lo digan para encarecerlo.

Bebió el primer trago, lo saboreó lentamente, luego el segundo, luego el tercero. Al fin, pasmado, confesó que era un primor. ¿Dónde lo había comprado? Rubião respondió que un amigo, dueño de un gran almacén de vinos, le había regalado una botella; y a él le había gustado tanto que había encargado tres docenas.

En poco tiempo las relaciones se estrecharon. Y Freitas iba muy a menudo a comer o cenar con Rubião —más a menudo aun de lo que quería o podía, porque era difícil resistirse a un hombre tan obsequioso, tan amigo de ver caras amigas.