XXVIII

«¿Pero qué pecado es éste que me persigue?», pensaba Rubião paseándose por la casa. «Ella es casada, se lleva bien con el marido, él es mi amigo, confía en mí como nadie… ¿Qué clase de tentación es ésta?»

Entonces se paraba, y los sentimientos paraban también. Él, un San Antonio laico, se diferenciaba del anacoreta en que amaba las sugerencias del diablo si eran lo bastante insistentes. Por eso se alteraban los monólogos:

«¡Es tan hermosa! ¡Y parece quererme tanto! Si eso no es gustar, no sé qué podrá serlo. Me estrecha la mano con tanto placer, con tanto calor… No puedo alejarme; y por más que ellos me dejen, soy yo el que no resistirá».

Oyendo los pasos, Quincas Borba se puso a ladrar. Rubião se apresuró a soltarlo; y, por un instante, fue como si se librara a sí mismo de aquella persecución.

—¡Quincas Borba! —exclamó abriéndole la puerta.

El perro se lanzó hacia fuera. ¡Qué alegría! ¡Qué entusiasmo! ¡Qué saltos alrededor del amo! Llega a lamerle la mano de contento, pero Rubião le da un soplamocos, que le duele; un poco triste, recula con el rabo entre las patas; entonces lo llama chasqueando los dedos, y él vuelve con la misma alegría.

—¡Calma! ¡Calma!

Quincas Borba sale al jardín tras Rubião, da la vuelta a la casa, ora andando, ora a los saltos. Saborea la libertad pero no pierde al amo de vista. Husmea aquí, allí se para alzando una oreja, más allá se mata una pulga en la barriga, pero de un salto cruza el espacio y el tiempo perdidos y se pega otra vez a los talones de Rubião. Le parece que éste no piensa en otra cosa, que si ahora se pasea de un lado a otro es únicamente para hacerlo andar a él y recuperar el tiempo que ha pasado encerrado. Cuando Rubião se detiene, él mira hacia arriba, expectante; naturalmente, está pensando en él; ha de ser algún plan, salir juntos u otra cosa igual de agradable. Ni se le ocurre la posibilidad de un puntapié o un mamporro. Es confiado, y para los golpes tiene la memoria corta. Los halagos, por el contrario, se le quedan impresos por distraídos que sean. Le gusta que lo quieran. Se contenta creyendo que es así.

La vida allí no es totalmente buena ni totalmente mala. Hay un mulatito que todos los días los lava con agua fría, como a los diablillos, y él no acaba de acostumbrarse. Al cocinero Jean el perro le gusta, al criado español no le gusta nada. Rubião se pasa muchas horas fuera de casa, pero no lo trata mal, consiente que le salte a las rodillas, que asista al almuerzo y la cena, que lo acompañe a la sala o el gabinete. A veces juega con él; lo hace saltar. Si alguna vez hay visitas lo manda llevar afuera o abajo y, como él siempre se resiste, el español lo agarra primero con gran delicadeza pero en seguida se venga, lo arrastra por una oreja o una pata, se lo lleva lejos y le corta todas las comunicaciones con la casa:

—¡Perro del demonio!

Magullado, separado de su amigo, Quincas Borba va a echarse en un rincón y allí, en silencio, se queda mucho tiempo; se agita un poco hasta encontrar la posición definitiva y cierra los ojos. No duerme: repasa las ideas, mezcla, recuerda; la vaga imagen del amigo muerto pasa a veces a lo lejos, desmembrada, hasta que se mezcla con la del amigo actual y ambos parecen una sola persona; luego vienen otras ideas…

Pero ya son muchas, demasiadas ideas; en todo caso son ideas de perro, polvo de ideas —menos que polvo, argüirá el lector. Pero lo cierto es que este ojo que de cuando en cuando se abre para otear el espacio, este ojo tan expresivo, parece traducir algo que brilla allá dentro, muy al fondo de otra cosa que no sé cómo llamar, para explicar una parte canina que no es la cola ni las orejas. ¡Pobre lengua humana!

Al fin se duerme. Entonces, en el sueño, juegan dentro de él imágenes de vida, vagas, recientes, un jirón aquí, una hilacha allá. Al despertarse ha olvidado ya el dolor; pero tiene una expresión que no llamaré melancolía para no irritar al lector. De un paisaje se dice que es melancólico, pero no se dice lo mismo de un perro. La razón no puede ser sino que la melancolía del paisaje está en nosotros mismos, mientras que atribuyéndosela al perro la dejamos fuera. Sea lo que fuere, ya no es la alegría de hace un rato; pero basta un silbido del cocinero o un gesto del amo para que se levante en seguida, brillen los ojos de nuevo, el placer le arrugue el hocico y las patas vuelen como alas.