XXI

En la estación de Vassouras subieron al tren Sofía y su marido, Cristiano de Almeida e Palha. Era éste un mocetón de treinta y dos años; ella estaba por cumplir los veintiocho. Se sentaron enfrente de Rubião, acomodaron las cestas y el montón de recuerdos que se llevaban de Vassouras, adonde habían pasado una semana; abotonaron el guardapolvo y, en voz baja, intercambiaron algunas palabras.

Fue Palha, cuando el tren hubo continuado viaje, quien reparó en la persona de Rubião, cuyo rostro, entre tanta gente cejijunta o aburrida, era el único plácido y satisfecho. Cristiano inició la conversación, diciéndole que los viajes por ferrocarril eran agotadores, a lo que Rubião respondió que sí; para el que estaba acostumbrado al lomo del burro, añadió, el ferrocarril era cansado y no tenía gracia; no se podía negar, sin embargo, que era un progreso.

—Sin duda —concedió Palha. Un progreso enorme.

—¿Es usted agricultor?

—No.

—¿Vive en la ciudad?

—¿En Vassouras? No. Hemos venido a pasar una semana. Vivimos en la Corte. No me sentiría capaz de ser agricultor, aunque lo considero un oficio bueno y honrado.

De la agricultura pasaron a la ganadería, a la esclavitud y a la política. Cristiano Palha maldijo al gobierno, que había introducido en un discurso de la corona una frase relativa a la propiedad servil; pero, para gran sorpresa suya, Rubião no compartía su indignación. El proyecto de éste era vender los esclavos que el testador le había dejado, excepto un criado; en el caso de que perdiese algo, el resto de la herencia cubriría la pérdida con creces. Además el discurso de la corona, que él también había leído, sólo ordenaba respetar la propiedad actual. ¿Qué le importaban a él los esclavos futuros, si no pensaba comprar ninguno? No bien él entrase en posesión de los bienes, el criado recibiría un sueldo. Cambiando de tema, Palha pasó a la política, a las cámaras, a la guerra del Paraguay, asuntos generales todos ellos a los que Rubião prestó no excesiva atención. Sofía apenas escuchaba: tan sólo movía los ojos, que sabía bonitos, posándolos ora en su marido, ora en el interlocutor.

—¿Se quedará usted en la Corte o regresará a Barbacena? —preguntó Palha tras veinte minutos de conversación.

—Mi deseo es quedarme, y lo haré —respondió Rubião—. La provincia me tiene cansado. Quiero gozar de la vida. Puede incluso que haga un viaje a Europa, pero aún no sé cuándo.

Los ojos de Palha se encendieron de inmediato.

—Pues hace muy bien. Yo haría lo mismo si pudiera, pero de momento no puedo. Seguramente ya ha estado usted allí otras veces…

—No, nunca he ido. Quizá por eso se me ocurrió la idea al partir de Barbacena. ¡Bien, adiós! Es hora de sacudirse la morriña. Todavía no sé cuándo será; pero he de…

—Tiene usted mucha razón. Dicen que hay allá cosas magníficas; y no me asombra, son mucho más viejos que nosotros. Pero ya los alcanzaremos; y a buen seguro que en algunas cuestiones estamos a la par de ellos, si no por encima. Nuestra Corte, por ejemplo, no digo que pueda competir con París o Londres, pero verá usted qué hermosa es.

—Ya lo vi.

—¿Ah, sí?

—Hace muchos años.

—Ahora la encontrará mejor. Ha progresado muy rápido. Luego, cuando vaya a Europa…

—¿La señora ha estado en Europa? —interrumpió Rubião dirigiéndose a Sofía.

—No, señor.

—Se me ha olvidado presentarle a mi mujer —intervino Cristiano. Rubião hizo una inclinación respetuosa; y, volviéndose hacia el marido, le dijo sonriendo—: ¿Y usted no se presenta?

Palha también sonrió; comprendiendo que ninguno de los dos sabía el nombre del otro, apresuróse a decir el suyo.

—Cristiano de Almeida e Palha.

—Pedro Rubião de Alvarenga; pero todos me llaman Rubião.

El intercambio de nombres los hizo sentirse más cómodos. De todos modos Sofía siguió sin intervenir en la conversación; dio rienda suelta a los ojos, que se dejaron ir a su gusto. Rubião hablaba, risueño, y atendía a las palabras de Palha, agradeciendo la amistad que le brindaba un joven a quien nunca había visto. Llegó a decirle que acaso pudieran ir a Europa juntos.

—¡Oh! No creo que yo pueda ir en los próximos años —respondió Palha.

—No estoy hablando de ahora; tampoco yo iría tan pronto. El deseo que sentí al partir de Barbacena fue nada más que un deseo, sin término fijo. Claro que iré, no hay duda, pero más adelante, cuando Dios lo quiera.

Palha replicó al instante:

—¡Desde luego! También yo, cuando digo dentro de unos años, reconozco que la voluntad de Dios puede ordenar lo contrario. ¿Quién sabe si no será de aquí a unos meses? La Divina Providencia es la que ha de decidirlo.

El gesto que acompañó estas palabras fue pío y convencido; pero ni Sofía lo vio (se estaba mirando los pies), ni el propio Rubião escuchó a Cristiano. Nuestro amigo se moría por hablar del motivo que lo llevaba a la capital. Tenía la boca llena de confesiones y estaba dispuesto a volcarlas en el oído de su compañero de viaje, y sólo lo frenaba un resto de escrúpulos, por lo demás ya débil. ¿Pero por qué se estaba reteniendo si no era un crimen decirlo, y el caso pronto se haría público?

—Primero tengo que encargarme de un inventario —murmuró por fin.

—¿Su padre de usted, quizá?

—No, un amigo. Un gran amigo que tuvo la generosidad de nombrarme heredero universal.

—¡Ah!

—Universal. Yo creía que en este mundo había amigos; pero como aquél, pocos. El hombre era oro puro. ¡Y qué mente! ¡Qué inteligencia! ¡Qué instrucción! En los últimos tiempos padeció una enfermedad, de lo cual le vino alguna impertinencia, ciertos caprichos. Me comprende usted, ¿no? Rico y enfermo, sin familia, es natural que tuviera sus exigencias… Pero era oro puro, oro de ley. Un hombre que, cuando quería, quería para siempre. Éramos muy amigos, y no me dijo nada. Pero el caso es que un día, cuando ya había muerto, abren el testamento y me encuentro con todo. Puede creerme. ¡Heredero universal! Ni una moneda para otra persona. Claro que no tenía familiares. Su único familiar habría sido yo, si hubiese llegado a casarse con mi hermana, ¡pero la pobre murió! Yo era el único amigo que tenía; pero él supo corresponderme, ¿no le parece?

—Sin duda —afirmó Palha.

Ya los ojos de éste, más que brillar, refulgían profundamente. Rubião se había internado en un bosque cerrado donde todos los pájaros de la fortuna cantaban para él; se regocijaba en hablar de la herencia; confesó que aún no conocía la suma total, pero podía hacer un cálculo somero…

—Lo mejor es no calcular nada —lo interrumpió Cristiano—. Aunque supongo que no serán menos de cien contos…

—¡Qué va!

—Pues de allí para arriba, a esperar callado. Y algo más…

—Creo que no menos de trescientos…

—Algo más. No cuente esto a ningún extraño. Le agradezco la confianza que me ha deparado, pero no vuelva a entregarse a la primera impresión. La discreción y las caras serviciales no siempre van juntas…