Al entrar en su casa, Rubião y el perro sintieron la presencia y oyeron la voz del amigo muerto. Mientras el animal husmeaba por todas partes, Rubião se sentó en la silla donde se había sentado la tarde en que Quincas Borba le contara la muerte de la abuela con argumentos científicos. Aunque un poco confusa y desgajadamente, su memoria reconstruyó los argumentos del filósofo. Por primera vez puso atención a la alegoría de las tribus hambrientas y comprendió la conclusión: «¡Al vencedor, los boniatos!».
¡Tan sencillo! ¡Tan claro! Se miró los pantalones de brin gastado y el chaleco zurcido, y se dio cuenta de que hasta hacía poco había sido, por decirlo así, un exterminado, una burbuja; y de que ahora no: ahora era un vencedor. No había duda: los boniatos se habían hecho para la tribu capaz de eliminar a la otra, sortear la montaña e ir a buscarlos al otro lado. Ése, justamente, era su caso. Iba a abandonar Barbacena para recoger y comerse los boniatos de la capital. Era poderoso y fuerte: tendría que ser duro e implacable. Y levantándose de golpe, alborozado, alzó los brazos y exclamó:
—¡Al vencedor, los boniatos!
La fórmula le gustaba, le parecía ingeniosa, breve y elocuente, además de verdadera y profunda. Imaginó las diversas formas de los boniatos, los clasificó por el sabor, el aspecto, el poder nutritivo, se hartó por anticipado del banquete de la vida. Ya era hora de acabar con las raíces pobres y secas que apenas servían para engañar al estómago, triste comida de largos años; había llegado el momento de lo grueso, lo sólido, lo perpetuo, de comer hasta morir y de morir entre colchas de seda, que es la mejor de las telas. Y a cada momento volvía la resolución de ser duro e implacable, y con ella la fórmula de la alegoría. Hasta llegó a confeccionar mentalmente una divisa privada con el lema: AL VENCEDOR LOS BONIATOS.
No tardó en olvidar el proyecto de la divisa; pero el emblema siguió viviendo unos días en el espíritu de Rubião: ¡Al vencedor los boniatos! Antes de lo del testamento no la había comprendido; al contrario, ya hemos visto que le resultaba oscura e inexplicable. Tan cierto es que el paisaje depende del punto de vista y que la mejor manera de apreciar el látigo es teniéndolo por el mango.