—¿Y dónde está el perro, doña comadre? —preguntó Rubião, indiferente pero pálido.
—Entre usted y póngase cómodo —respondió ella—. ¿Qué perro?
—¿Que qué perro? —espetó Rubião cada vez más pálido—. Pues el que le he mandado. ¿No recuerda que le mandé un perro para que lo tuviera unos días descansando, a ver sí… En suma, un animal muy apreciado. No es mío. Vengo para… ¿Es que no lo recuerda?
—¡Bah! ¡No me hable de ese animal! —respondió ella apretando las palabras.
Era menuda, temblaba por cualquier cosa y, cuando se apasionaba, se le hinchaban las venas del cuello. Repitió que no le hablara de ese animal.
—¿Pero qué le ha hecho, doña comadre?
—¿Qué me ha hecho? ¿Qué puede hacerme el pobre chucho? No prueba bocado, no bebe, llora como una persona y no hace más que mirar hacia fuera a ver si puede escaparse.
Rubião respiró. Ella continuó quejándose del cachorro; él, ansioso, quería verlo.
—Allá está, en el fondo, en el corral grande. Lo puse solo para que los otros no lo molesten. ¿Pero ha venido usted a buscarlo, compadre? No es eso lo que arreglamos. Me pareció oír que era para mí, que me lo había dado.
—Si pudiese, le daría cinco o seis —respondió Rubião—. Pero éste no puedo dárselo. Yo soy apenas el depositario. Pero espere usted un tiempo y le regalaré una cría. Ya imaginaba yo que le habían dado mal el recado.
Rubião echó a andar; la comadre, en vez de guiarlo, lo acompañaba. Allí estaba el perro, dentro del corral, tumbado a unos metros de un barreño de comida. Fuera, perros y aves saltaban por todas partes. A un lado había un gallinero, más lejos una pocilga; más lejos aún una vaca echada, soñolienta, con dos gallinas que, a picotazos, le arrancaban las garrapatas de la barriga.
—¡Mire cómo esta mi pavo! —dijo la comadre.
Pero Rubião sólo tenía ojos para Quincas Borba, que olisqueaba impaciente y se abalanzó sobre él no bien un muleque abrió la puerta del corral. Fue una escena de delirio; el cachorro devolvía las caricias de Rubião ladrando, brincando, besándole las manos.
—¡Dios mío! ¡Cuánta amistad!
—Ni se imagina usted, comadre. Adiós, le prometo una cría.