Tal era la cláusula. Rubião la encontró natural, absorto como estaba en la idea de la herencia. Había esperado unas migajas y ahora le caía la masa entera de los bienes. No acababa de creérselo; fue preciso que le estrecharan mucho las manos, con fuerza —la fuerza de las congratulaciones— para que lo diera por cierto.
—Sí, señor, calcule usted —le decía el dueño de la farmacia que había provisto a Quincas Borba de medicamentos.
Ya era mucho ser heredero; pero universal… La mera palabra le hinchaba las mejillas. Heredero de todo, hasta de la última cucharilla. ¿Y cuánto sería todo?, iba pensando. Casas, pólizas, acciones, esclavos, ropa, vajilla, algunos cuadros que tendría en la Corte, porque era hombre de buen gusto, trataba de cuestiones de arte como el más conocedor. ¿Y libros? Debía de tener muchísimos, solía citarlos. ¿Pero cuánto sumaría todo aquello? ¿Cien contos? Doscientos, quizá. Era posible; y no sería de admirar que hasta trescientos. ¡Trescientos mil escudos! ¡Trescientos mil! Y a Rubião le entraban ganas de bailar en la calle. Luego se tranquilizaba; aunque fueran doscientos mil, o cien, era un sueño que le estaba regalando Dios Nuestro Señor, pero un sueño realizado, de nunca acabar.
El recuerdo del perro logró hacer pie en el torbellino que era la mente de nuestro hombre. A Rubião la cláusula le parecía natural, bien que innecesaria: el perro y él eran amigos, y ninguna duda cabía de que permanecerían juntos para recordar al tercer amigo, el fallecido, el autor de la felicidad de ambos. Había en la cláusula, cierto, algunas peculiaridades, algo sobre una urna y no sabía qué más; pero todo se cumpliría aunque el cielo se derrumbase… No, se corregía Rubião, se cumpliría con la ayuda de Dios. ¡Buen perro! ¡Excelente!
Rubião no olvidaba que más de una vez había intentado enriquecerse con empresas que habían muerto en flor. Pensando en aquellos tiempos, se vio como un desgraciado, un bobo, cuando la verdad era que «no vale tanto que madrugues como que Dios te ayude». Tan poco imposible era enriquecerse, que se había vuelto rico.
—¡Imposible! —exclamó en voz alta—. Lo único imposible es que Dios cometa pecado. Dios no olvida a quien le promete.
Y así iba, bajando y subiendo las calles de la ciudad, sin volver a su casa, con la sangre agitada. De repente le surgió un grave dilema: si se iría a vivir a Río de Janeiro o se quedaría en Barbacena. Sentía deseos de quedarse, de brillar allí donde todo era opaco, de cerrar la puerta en las narices de los que antes no le habían hecho caso, y sobre todo de los que se habían reído de su amistad con Quincas Borba. Pero en seguida le venía a la mente la imagen de Río de Janeiro, ciudad que conocía, llena de hechizos, de movimiento, de teatros, de mujeres guapas «vestidas a la francesa». Decidió que era mejor: a la ciudad natal podría viajar tantas veces como quisiera.