Cuando abrieron el testamento Rubião casi se cae de espaldas. Supongo, lector, que habrás adivinado por qué. El testador lo nombraba heredero universal. No cinco, ni diez, ni veinte mil escudos sino todo, el capital entero, incluidos bienes, casas en la Corte, una en Barbacena, esclavos, pólizas, acciones del Banco de Brasil y de otras instituciones, joyas, dinero en moneda, libros: todo pasaba finalmente a manos de Rubião, sin retaceos, sin legados a terceros ni limosnas ni particiones. Una sola condición figuraba en el testamento: que el heredero guardara consigo al pobre cachorro Quincas Borba, nombre que le fuera dado por el gran afecto que el amo le tenía. Se exigía al mencionado Rubião que lo tratase como si fuese el propio testador, sin escatimar nada para su beneficio y resguardándolo de enfermedades, fugas, robo o muerte que alguien quisiese darle por maldad; que lo cuidase, en suma, como si fuese, no perro, sino ser humano. Item, se imponía a Rubião la condición, cuando el animal muriese, de darle sepultura en terreno propio, que cubriría de flores y plantas fragantes; y de que, pasado el tiempo idóneo, desenterrara sus huesos y los recogiera en una urna de madera preciosa para colocarlos en el lugar más honorable de la casa.