—¡Por fin dejó de sufrir! —suspiró Rubião.
En seguida, releyendo la noticia, observó que hablaba del difunto con aprecio y consideración, atribuyéndole una querella filosófica. Ninguna alusión a la demencia. Todo lo contrario, al final mencionaba el delirio de la última hora, efecto de la enfermedad. ¡Menos mal! Rubião leyó la carta una vez más y la hipótesis de la broma volvió a parecerle verosímil. Aceptó que tenía gracia; seguramente había querido mofarse; había recurrido a San Agustín como habría podido hacerlo a San Ambrosio o San Hilario, y había escrito una carta enigmática para confundirlo y, al regresar, reírse de haberlo logrado. ¡Pobre amigo! Estaba cuerdo —cuerdo y muerto. Sí, ya no sufriría más. Mirando al perro, Rubião dejó escapar un suspiro:
—¡Pobre Quincas Borba! Si supiese que su amo ha muerto… —Y luego, para sí, añadió—: Ahora que ya no tengo obligaciones, se lo daré a la comadre Angélica.