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Siete semanas después llegó a Barbacena la siguiente carta, fechada en Río de Janeiro, de puño y letra de Quincas Borba:

Estimado amigo:

Mi silencio ha debido de extrañarte. No te he escrito por razones particulares, etc. Regresaré en breve; pero quiero comunicarte ahora mismo un asunto reservado, reservadísimo.

¿Quien soy yo, Rubião? Soy San Agustín. Sé que sonreirás, Rubião, porque eres un ignorante; nuestra intimidad me permitiría usar una palabra más cruda, pero te hago esta concesión, que es la última. ¡Ignorante!

Oye, ignorante. Soy San Agustín; lo descubrí anteayer: óyeme y calla. Todo coincide en nuestras vidas. Tanto el santo como yo pasamos una parte del tiempo en placeres y herejías, pues por mi parte considero herejía todo lo que no sea mi doctrina de la Humanitas; ambos robamos: él, cuando niño, unas peras de Cartago; yo, ya muchacho, un reloj de mi amigo Brás Cubas. Nuestras madres eran religiosas y castas. Como yo, en fin, él pensaba que todo aquello que existe es bueno, y así lo demuestra en el capítulo XVI del libro VII de las Confesiones, con la diferencia de que, para él, el mal es un desvío de la voluntad, ilusión propia de un siglo atrasado, concesión al error, pues el mal ni siquiera existe y sólo la primera afirmación es verdadera; todas las cosas son buenas, omnia bona, y adiós.

Adiós, ignorante. Si no quieres perder las orejas, no cuentes a nadie lo que te acabo de confiar. Cállate, guarda, y agradece la suerte de tener por amigo a un grande como yo, por mucho que no me comprendas. Pero has de comprenderme. En cuanto llegue a Barbacena te daré en términos elementales, simples, adecuados al seso de un asno, la verdadera noción del gran hombre. Adiós, recuerdos al pobre Quincas Borba. No te olvides de darle leche; leche y baños; adiós, adiós… De todo corazón,

QUINCAS BORBA.

Rubião apenas podía sostener el papel entre los dedos. Pasados unos segundos se dijo que acaso aquello fuera una gracia de su amigo, y releyó la carta; pero la segunda lectura confirmó la primera impresión. No cabía duda: estaba loco. ¡Pobre Quincas Borba! Las extravagancias, la frecuente alteración del humor, los arrebatos sin motivo, las ternuras sin proporción no eran más que preanuncios de la ruina total del cerebro. Se estaba muriendo antes de morir. ¡Un hombre tan bondadoso! ¡Tan alegre! Verdad que tenía sus impertinencias; pero se explicaban por la locura. Rubião se enjugó los ojos húmedos de emoción. Luego lo asaltó el recuerdo de la posible herencia, que lo afligió más aún al mostrarle qué buen amigo iba a perder.

Quiso leer la carta una vez más, ahora lentamente, analizando las palabras, descoyuntándolas para captar bien su sentido y descubrir si acaso no se trataba de una chanza de filósofo. Conocía bien aquella manera de amonestar en broma; pero el resto confirmaba la sospecha del desastre. Ya casi al final, se interrumpió alarmado. ¿No podría suceder que, demostrada la alienación mental del testador, quedara nulo el testamento y perdida la herencia? Rubião sintió un mareo. Permanecía aún con la carta desplegada en las manos cuando se presentó el médico, que iba por noticias del enfermo. Sabía por el agente de correos que había llegado una carta; ¿era ésa?

—Sí, es ésta, pero…

—¿Contiene algún mensaje privado?

—Precisamente. Contiene un mensaje privado, reservadísimo. Asuntos personales. Si me perdona usted…

Diciendo lo cual Rubião se guardó la carta en el bolsillo; y marchado que se hubo el médico, pudo respirar. Había eludido el peligro de hacer público un documento tan grave, del que podía deducirse el estado mental de Quincas Borba. Minutos después ya se arrepentía; habría debido entregar la carta, sintió remordimientos, pensó en enviarla a la casa del médico. Mandó a llamar un esclavo; cuando éste acudió, ya había vuelto a cambiar de idea; ahora pensaba que era una imprudencia; el enfermo no tardaría en regresar —apenas faltaban unos días—, preguntaría por la carta, lo acusaría de indiscreto, de delator… Remordimientos fáciles, perecederos.

—No quiero nada —le dijo al esclavo. Y de nuevo se puso a pensar en la herencia. Calculó los guarismos. No menos de diez contos[3]. Compraría un pedazo de tierra, una casa, cultivaría esto o aquello, o se dedicaría a la orfebrería. En el peor de los casos cinco contos… ¿Cinco? Era poco; pero, en fin, tal vez no pasara de eso. Cinco contos era un pobre arreglo, pero aun así mejor que nada. Cinco mil escudos… Peor sería que declararan nulo el testamento. ¡Sea, cinco mil!