Horas más tarde a Rubião se le ocurrió algo horrible. Podían creer que él mismo había incitado al amigo a hacer el viaje, para matarlo así más deprisa y entrar en posesión de la herencia, si era que realmente estaba incluido en el testamento. Le remordía la conciencia. ¿Por qué no había empleado todas sus fuerzas para contenerlo? Vio el cadáver de Quincas Borba, pálido y hediendo, clavando en él una mirada vengativa. Resolvió que, si el fatal desenlace se producía durante el viaje, repartiría la herencia.
El perro, por su parte, vivía olisqueando, gimiendo, queriendo huir; no podía dormir tranquilo, de noche se levantaba varias veces, recorría la casa y volvía a su rincón. Por las mañanas Rubião lo llamaba a la cama y el perro acudía alegre; imaginaba que era su amo; y aunque enseguida veía que no, aceptaba las caricias y hacía otras, como si Rubião fuese a llevárselas a su amigo o hacer que regresase. Además le había cobrado afecto, y para él era el puente que lo ligaba a la existencia anterior. Los primeros días no quiso comer. Como la sed la soportaba menos, Rubião consiguió que bebiera leche; por algún tiempo fue el único alimento que tomó. Más tarde empezó a pasarse las horas callado, triste, encogido, o bien con el cuerpo extendido y la cabeza entre las patas delanteras.
Cuando el médico fue de visita, se asombró de la temeridad del enfermo; debían haberle impedido que viajara; moriría, sin duda.
—¿Sin duda?
—Tarde o temprano. ¿Se ha llevado el perro?
—No, lo ha dejado conmigo. Me pidió que lo cuidase, y lloró, créame que lloró a mares. Cierto es —añadió Rubião en defensa del enfermo— que el animal merece el amor de su dueño: parece un ser humano.
El médico se echó hacia atrás el sombrero de paja para ajustar la mirada; luego sonrió. ¿Un ser humano? Rubião insistió primero, y en seguida se explicó: no un ser humano como los seres humanos, pero tenía sentimientos, hasta sentido común. Mire usted, le contaré lo que ocurrió el otro día…
—No, hombre, tengo que irme en seguida a ver a un enfermo de erisipela… Si llegan cartas de él que no sean reservadas, quiero que me las enseñe, ¿me ha entendido? Y recuerdos al chucho —dijo al salir.
Ciertas personas empezaron a burlarse de Rubião y de la singular ocurrencia de cuidar a un perro en vez de que el perro lo cuidase a él. En seguida estallaba la risa, llovían los apodos. ¡En qué había ido a dar el profesor! ¡Guardián de cachorros! Rubião era temeroso de la opinión pública. Empezó a sentirse ridículo; rehuía los ojos extraños, miraba al animal con fastidio, mentaba al diablo, renegaba de la vida. Sólo lo consolaba la esperanza de una herencia, por pequeña que fuese. Era imposible que no le dejase un recuerdo.