Quincas Borba calló, exhausto, y se sentó jadeando. Rubião se apresuró a atenderlo, llevándole agua y pidiéndole que se echase a descansar; pero al cabo de unos minutos el enfermo replicó que no era nada. Había perdido la costumbre de dar discursos, eso era todo. Y, apartando con un gesto la persona de Rubião para poder encararla sin esfuerzo, inició una brillante descripción del mundo y sus excelencias. Mezcló ideas propias y ajenas, imágenes de toda suerte, idílicas, épicas, a tal punto que Rubião se preguntó cómo era posible que un hombre próximo a morir pudiera tratar aquellas cuestiones con tanta elegancia.
—Ve a reposar un poco.
Quincas Borba reflexionó.
—No, voy a dar un paseo.
—Ahora no; estás muy cansado.
—¡Qué va! Ya ha pasado.
Enderezóse y apoyó paternalmente las manos en los hombros de Rubião.
—¿Eres mi amigo?
—¡Qué pregunta!
—Di.
—Tanto o más que este animal —respondió Rubião en un arrebato de ternura.
Quincas Borba le apretó las manos.
—Bien.