—Para que entiendas bien qué es la muerte y qué es la vida, bastará con que te cuente cómo murió mi abuela.
—¿Cómo fue?
—Siéntate.
Rubião obedeció, dando a su rostro el mayor interés posible mientras Quincas Borba seguía caminando.
—Fue en Río de Janeiro —comenzó Quincas Borba—, frente a la Capilla Imperial, que entonces era Real, un día de fiesta grande. Mi abuela salió y cruzó el atrio para ir hasta la litera, que la esperaba en el Largo do Paço. Había un hormiguero de gente. El pueblo quería ver a las grandes señoras en sus ricos carruajes. En el momento en que mi abuela abandonaba el atrio, ocurrió que a cierta distancia se asustó una de las bestias de un coche. La bestia echó a correr, la otra la imitó, hubo tumulto y confusión, mi abuela cayó al suelo y tanto las mulas como el coche le pasaron por encima. La llevaron en brazos a una farmacia de Rua Direita; acudió un sangrador, pero ya era tarde. Tenía la cabeza abierta, rotos una pierna y un hombro, toda ella era sangre. Minutos después expiró.
—Una verdadera desgracia —dijo Rubião.
—No.
—¿No?
—Escucha lo que falta. He aquí la otra cara de la historia. El dueño del coche estaba en el atrio y tenía hambre, mucha hambre, porque era tarde y él había almorzado poco y temprano. Desde su sitio le hizo una señal al cochero, que fustigó a las mulas para ir a buscar al patrón. A mitad de camino el coche encontró un obstáculo y lo derribó: ese obstáculo era mi abuela. El primer acto de la serie fue un movimiento de conservación: la Humanitas tenía hambre. Es cierto que si en vez de mi abuela se hubiese tratado de un ratón o un perro, mi abuela no habría muerto; pero el hecho seguiría siendo el mismo: la Humanitas necesita comer. Si en vez de un ratón o un perro hubiese sido un poeta, Byron o Gonçalves Dias, el caso habría sido diferente en el sentido de dar motivo a abundantes necrológicas; pero el fondo no cambiaría. El universo nunca se ha parado porque le faltaran unos cuantos poemas muertos en flor en la cabeza de un varón, ilustre u oscuro; pero la Humanitas (y es esto, sobre todo, lo que importa), la Humanitas necesita comer.
Rubião escuchaba con el alma en los ojos, sinceramente deseoso de entender; pero no le parecía que fuese necesidad aquello a lo cual su amigo atribuía la muerte de la abuela. Sin duda el dueño del coche, por muy tarde que hubiese llegado a su casa, no se habría muerto de hambre, mientras que la buena señora se había muerto de verdad y para siempre. Tras explicar estas dudas lo mejor que pudo, preguntó:
—¿Y qué es eso de la Humanitas?
—La Humanitas es el principio. Pero no, no diré nada, tú no eres capaz de entenderlo, mi querido Rubião. Hablemos de otra cosa.
—Vamos, sigue.
Quincas Borba, que no había dejado de andar, se detuvo unos instantes.
—¿Quieres ser mi discípulo?
—Sí.
—Bien, poco a poco irás entendiendo mi filosofía. El día en que la hayas penetrado por completo, ¡ah!, ese día tendrás el mayor placer de tu vida, porque no hay vino que embriague como la verdad. Créeme, el Humanitismo es la culminación de las cosas: y yo, que lo he formulado, soy el hombre más grande del mundo. Fíjate, ¿ves cómo me mira mi buen Quincas Borba? No es él quien me mira, es la Humanitas…
—¿Pero qué es la Humanitas?
—La Humanitas es el principio. En todas las cosas hay cierta sustancia recóndita e idéntica, un principio único, universal, eterno, común, indivisible e indestructible. O para usar las palabras del gran Camoes:
Una verdad que en las cosas anda,
que mora en lo visible y lo invisible.
»Pues bien, esa sustancia o verdad, ese principio indestructible es la Humanitas. La llamo así porque resume el universo, y el universo es el hombre. ¿Vas comprendiendo?
—Un poco. Pero aun así, ¿cómo es que la muerte de tu abuela…?
—La muerte no existe. El encuentro de dos expansiones, o la expansión de dos formas, puede determinar la supresión de una de ellas; pero, en rigor, no hay muerte, sólo hay vida, porque la supresión de una es condición de supervivencia de la otra, y la destrucción no atañe al principio universal y común. De ahí el carácter conservador y benéfico de la guerra. Imagina un campo de boniatos y dos tribus famélicas. Los boniatos apenas alcanzan para alimentar a una de las tribus, que de este modo obtiene fuerzas para sortear la montaña e ir hasta la otra ladera, donde hay boniatos en abundancia; pero si las dos tribus se dividieran en paz los boniatos del campo, no llegarían a alimentarse lo suficiente y morirían de inanición. En este caso la paz es la destrucción; la guerra, la conservación. Una de las tribus extermina a la otra y recoge los despojos. De donde la alegría de la victoria, los himnos, las aclamaciones, las recompensas públicas y todos los demás efectos de las acciones bélicas. Si la guerra no fuera eso, no llegarían a producirse tales demostraciones, por el motivo muy real de que el hombre sólo conmemora lo que ama y que le es apreciable o ventajoso, y por el motivo racional de que ninguna persona canoniza una acción que virtualmente la destruya. Para el vencido, odio o compasión; para el vencedor, los boniatos.
—¿Y la opinión del exterminado?
—No hay tal exterminado. Desaparece el fenómeno; la sustancia es la misma. ¿Nunca has visto agua hirviendo? Recuerda que las burbujas se forman y se deshacen continuamente y todo permanece en la misma agua. Los individuos son esas burbujas transitorias.
—De acuerdo, pero la opinión de la burbuja…
—La burbuja no tiene opinión. ¿Hay, aparentemente, algo más triste que una de las terribles pestes que suelen devastar algún lugar del planeta? Y sin embargo ese supuesto mal resulta un beneficio, no sólo porque elimina los organismos débiles, incapaces de resistir, sino también porque permite la observación, el descubrimiento de la droga curativa. La higiene es hija de putrefacciones seculares; algo que nos han legado millones de corrompidos e infectados. Nada se pierde, todo es ganancia. Repito, las burbujas permanecen en el agua. ¿Ves este libro? Es el Quijote. No por destruir el ejemplar yo eliminaría la obra, que se mantendrá eterna en los ejemplares subsistentes y las futuras ediciones. Eterna y bella, bellamente eterna, como este mundo divino y supradivino.