IV

Este Quincas Borba, si por casualidad me hiciste el favor de leer las Memorias póstumas de Brás Cubas, es el mismo náufrago de la existencia que aparece allí, mendigo, heredero inopinado e inventor de una filosofía. Helo aquí ahora en Barbacena. Nada más llegar se enamoró de una viuda, señora de condición mediana y parcos medios de vida; pero tan inflexible que los suspiros del enamorado no encontraron eco. Se llamaba María da Piedade. Su hermano, que era el Rubião de quien hablábamos antes, hizo todo lo posible para casarlos. Piedade se resistía, una pleuritis se la llevó.

Fue ese fragmentito de novela lo que vinculó a los dos hombres. ¿Sabría Rubião que nuestro Quincas Borba llevaba dentro esa pizca de locura que un médico había supuesto encontrarle? Seguramente no; lo tenía por un hombre exquisito. Y, aparte, es cierto que la pizca no llegó a despegarse del cerebro de Quincas Borba ni antes ni después de la enfermedad que lentamente se lo comería. Quincas Borba había tenido allí unos parientes, muertos ya en 1867; el último había sido un tío que lo había nombrado heredero de sus bienes. Rubião acabó siendo el único amigo del filósofo. Dirigía entonces una escuela de niños, que cerró para ocuparse del enfermo. Antes de ser profesor había participado en algunas empresas que se habían ido a pique.

La tarea de enfermero duró más de cinco meses, casi seis. El desvelo de Rubião era real: paciente, risueño, múltiple, oía las órdenes del médico, daba las medicinas a las horas señaladas, salía a pasear con el enfermo y no se olvidaba de nada, ni del servicio de la casa, ni de leer los periódicos no bien llegaba la maleta de la Corte o la de Ouro Preto.

—Qué bueno eres, Rubião —suspiraba Quincas Borba.

—¡Vaya hazaña! ¡Como si tú fueras malo!

La ostensible opinión del médico era que la enfermedad de Quincas Borba se iría extinguiendo poco a poco. Un día nuestro Rubião lo acompañó hasta la puerta de la calle y le preguntó cuál era el verdadero estado de su amigo. Oyó entonces que estaba perdido, completamente perdido; pero que no obstante él lo animara. ¿Para qué hacerle la muerte más penosa con una certeza…?

—No, de ninguna manera —interrumpió Rubião—. Morir, para él, es asunto fácil. No he leído un libro que escribió hace años, pero sé que los asuntos de la filosofía…

—Sí, pero una cosa es la filosofía y otra morirse de veras. Adiós.