La noche del ministerio
Caminaron sin ruido, uno tras otro, y, desde la casa, no se les oía llegar. Aquella parte del río debía haber pertenecido en otro tiempo a una gran finca, y la chocita, entonces, la utilizaría uno de los guarda-jurados.
Los contornos no estaban cuidados. Una valla caída en varios sitios rodeaba lo que había sido un huertecillo. Por la ventana iluminada, Maigret y Janvier divisaron las vigas del techo, las paredes blanqueadas y una mesa ante la cual dos hombres jugaban a las cartas.
Janvier miró a Maigret en la oscuridad, como para preguntarle qué iban a hacer.
—Quédate aquí —le susurró el comisario.
Él, por su parte, se dirigió hacia la puerta, que estaba cerrada con llave, y llamó.
—¿Quién es? —respondió una voz desde el interior.
—Abre, Benoît.
Se produjo un silencio; luego, ruido de pasos. Janvier, desde la ventana, podía ver al antiguo policía, de pie junto a la mesa, dudando qué decisión tomar; empujó luego a su compañero hacia una habitación vecina.
—¿Quién es? —preguntó, acercándose a la puerta.
—Maigret.
Un nuevo silencio. El cerrojo fue, por fin, corrido, y la puerta se abrió. Benoît, atónito, se quedó mirando a Maigret.
—¿Qué quiere usted de mí?
—Charlar un rato. Puedes entrar, Janvier.
Las cartas continuaban encima de la mesa.
—¿Solo?
Benoît no respondió inmediatamente, sospechando que Janvier podía haberlo vigilado desde la ventana.
—¿Hacías acaso solitarios?
Janvier señaló la puerta, y dijo:
—El otro está ahí, jefe.
—Ya lo sospechaba. Ve a buscarlo.
Difícilmente pudiera haber huido Piquemal, porque la puerta daba a un lavadero sin comunicación con el exterior.
—¿Qué quiere usted de mí? ¿Trae la orden de arresto? —decía Benoît, esforzándose por recobrar la sangre fría.
—No.
—En ese caso…
—En ese caso, nada. Siéntate. Usted también, Piquemal. No me gusta hablar a la gente cuando está de pie.
Revolvió unas cartas.
—¿Le enseñabas a jugar a la belotte entre dos?
Seguramente era cierto. Piquemal pertenecía, con toda certeza, a esa clase de hombres que en su vida han tocado una baraja.
—¿Quieres sentarte, Benoît?
—No tengo nada que decir.
—Bueno. En tal caso, seré yo quien hable.
Había una botella de vino encima de la mesa, y un solo vaso. Piquemal, que no jugaba a las cartas, tampoco fumaba ni bebía. ¿Se habría acostado alguna vez con una mujer? Quizá no. Miraba a Maigret con expresión huraña, como un animal acorralado en su guarida.
—¿Hace mucho tiempo que trabajas para Mascoulin?
En realidad, Benoît, en aquel marco, desentonaba menos que en París, quizá porque aquí estuviese más en su sitio. Seguía siendo un aldeano; probablemente había debido de ser el chulo de su aldea, y había cometido el error de abandonarla para probar suerte en París. Sus astucias, sus chapucerías, eran las astucias y las chapucerías de un aldeano en la feria.
Para tranquilizarse, se sirvió de beber, y bromeó:
—¿No quiere usted?
—No, gracias. Mascoulin necesita gente como tú, aunque no sea más que para comprobar los informes que recibe de todas partes.
—Siga hablando.
—Cuando recibió la carta de Piquemal, comprendió que era la mayor oportunidad de su vida, y que, de jugar bien sus cartas, dependerían todas las posibilidades de tener a un montón de políticos en la mano.
—Eso es lo que usted dice.
—¡Lo que yo digo!
Maigret permanecía de pie. Las manos a la espalda, la pipa en los dientes, iba y venía de la puerta a la chimenea, se paraba a veces ante uno de los dos hombres, mientras Janvier, sentado en una esquina de la mesa, escuchaba con atención.
—Lo que más me confundió fue que, habiendo visto a Piquemal y pudiendo conseguir el informe, lo hubiese enviado al Ministro de Obras Públicas.
Benoît sonrió, fanfarrón.
—Lo comprendí hace un momento al ver, en casa de Mascoulin, una máquina de fotostatar. ¿Quieres que relatemos los acontecimientos por su orden cronológico, Benoît? Puedes interrumpirme, si me equivoco.
»Mascoulin recibe la carta de Piquemal. Como hombre prudente, te manda venir y te encarga de informarte. Tú te das cuenta de que la cosa es seria, y de que el tipo está efectivamente bien situado para conseguir el informe Calame.
»Entonces, dices a Mascoulin que conoces a alguien de Obras Públicas, al jefe de gabinete. ¿Dónde lo has conocido?
—Eso no le interesa.
—Carece de importancia. Fleury nos espera en mi despacho, y aclararemos estos detalles dentro de muy poco. Fleury es un pobre diablo, siempre necesitado de dinero. Únicamente tiene la ventaja de ser recibido en medios donde a un «la-me-c…» como tú se le da con la puerta en las narices. A cambio de unos billetes, ha debido de informarte acerca de alguno de sus amigos.
—Siga, siga.
—Ahora, trata de comprender. Si Mascoulin recibe el informe de manos de Piquemal, está prácticamente obligado a publicarlo y a desencadenar el escándalo, porque Piquemal, a su modo, es un hombre honrado, un fanático al que habría que matar para cerrarle la boca.
»Si llevaba el informe a la Cámara, Mascoulin se convertiría en protagonista durante algún tiempo, de acuerdo.
»Lo que es mucho menos interesante que si, conservándolo en su poder, tiene en vilo a todos los comprometidos por el informe.
»Me ha llevado tiempo este razonamiento. No soy lo suficientemente depravado como para poder ponerme en el lugar de Mascoulin.
»Piquemal, pues, se dirige a casa de Mme. Calame, donde sabe, por haberlo visto hace tiempo, que existe una copia del informe. Lo mete en su cartera, y corre a casa de Mascoulin, en la calle de Antin.
»Una vez allí, no necesitas seguirle, porque sabes cómo se van a desarrollar las cosas, y te diriges a Ministerio de Obras Públicas, donde Fleury te introduce en su despacho.
»Bajo un pretexto cualquiera, Mascoulin retiene a Piquemal mientras su dulce secretario fotostata el informe.
»Con todas las apariencias de un hombre honrado, Mascoulin aconseja inmediatamente a su visitante que lleve el documento a quien debe llevarlo, es decir, al ministro.
»¿Me equivoco?
Piquemal, replegado sobre sí mismo, violentamente emocionado, miraba con intensidad a Maigret.
—Tú estabas en el despacho de Fleury cuando Piquemal entregó los papeles. No te quedaba más que averiguar, por Fleury, cómo, dónde y cuándo podías apoderarte de ellos más fácilmente.
»De ese modo, gracias a la honradez de Mascoulin, el informe Calame hubiera sido puesto a disposición del público.
»Pero, gracias a ti, Auguste Point, el ministro comprometido, sería incapaz de presentarlo en la Cámara.
»De ese modo, la historia habría tenido un héroe: Mascoulin.
»También habría tenido un traidor, acusado de haber destruido el documento para salvarse a sí mismo y a sus colegas comprometidos: un tal Auguste Point, que ha cometido el error de ser honrado y de haberse negado a estrechar manos sucias.
—No está mal, ¿verdad?
Benoît se sirvió otro vaso, y lo empezó a beber lentamente al tiempo que miraba a Maigret con aire dubitativo. Como si jugara a la belotte, parecía preguntarse cuál era la carta que debía arriesgar.
—Esto es casi todo. Fleury te reveló que su jefe había llevado el informe Calame al bulevar Pasteur. Tú no te atreviste a entrar por la noche, a causa de la portera, y, al día siguiente por la mañana, esperaste a que ésta fuese a hacer su compra. ¿Ha quemado Mascoulin el informe?
—Eso no es cosa mía.
—Que lo haya quemado o no, no importa, puesto que lo ha fotostatado. Esto es suficiente para tener en sus manos a cierto número de personas.
Fue un error, Maigret lo comprendió inmediatamente, insistir en el poder de Mascoulin. Sin eso, ¿hubiera Benoît adoptado otra actitud? Probablemente no, pero era un riesgo que se corría.
—La bomba estalló, como era previsto. Había más personas a la caza del documento, por razones diversas, entre otros cierto Tabard, que fue el primero en recordar el papel desempeñado por Calame y en aludirlo en su periódico. Tú conoces a ese crápula de Tabard, ¿no? No hubiera conquistado el poder por medio del informe, pero sí hubiera ganado dinero contante y sonante.
»Labat, que trabaja para él, debía merodear en torno a Mme. Calame.
»¿Vio salir de allí a Piquemal? Lo ignoro, y es posible que no lo sepamos nunca. Por lo demás, carece de importancia. El caso es que Labat envió a uno de sus hombres a casa de la viuda, y, luego, a casa de la secretaria del ministro.
»Todos vosotros me hacéis pensar en un montón de cangrejos que rumorean en una cesta.
»Hay otras personas que, de manera más oficial, se han preguntado qué era lo que pasaba, e intentaron saberlo.
Se refería a la calle de los Saussaies. Era natural que, una vez advertido el Presidente del Consejo, se llevase a cabo una investigación más o menos discreta por el sentido de la Sûreté.
Ahora, la cosa resultaba casi cómica. Tres grupos diferentes habían perseguido el informe, cada uno por razones determinadas.
—El punto débil era Piquemal, porque resultaba difícil saber si, interrogado de cierta manera, hablaría o no.
»¿Fuiste tú quien tuvo la idea de traerlo aquí? ¿Fue Mascoulin? ¿No contestas? ¡Bueno! Esto no cambia nada.
»En cualquier caso, se trataba de retirarlo de la circulación durante algún tiempo. No sé cómo te las has compuesto, ni lo que le has podido contar.
»Observarás que no le interrogo. Hablará cuando le apetezca, es decir, cuando se dé cuenta de que no ha sido más que un juguete en manos de dos sinvergüenzas, uno grande y otro pequeño.
Piquemal se estremeció, pero continuó sin decir palabra.
—Como ves, ya he vaciado mi saco. Nos encontramos fuera del departamento del Sena, que es, sin duda, lo que me vas a decir, y yo estoy procediendo fuera de derecho.
Pasado un instante de silencio, dejó caer:
—Las esposas, Janvier.
Benoît, en un principio, intentó resistirse, y era bastante más fuerte que Janvier. Pero reflexionó y extendió las manos, sobre cuyas muñecas se cerraron las esposas haciendo un ruido metálico.
—Os va a costar caro a los dos. Fijaos que no he dicho nada.
—Ni una palabra. Usted, Piquemal, acompáñenos también. Aunque está usted en libertad, supongo que no tendrá intención de permanecer aquí solo.
Fue Maigret quien, una vez fuera, se volvió para apagar la luz.
—¿Tienes la llave? —le preguntó a Benoît—. Vale más cerrar la puerta, porque pasará algún tiempo antes de que vuelvas a pescar.
Apretados en el cochecillo, permanecieron en silencio durante todo el trayecto.
En el Quai des Orfèvres encontraron a Fleury, sentado aún en la misma silla, quien, al ver entrar al antiguo inspector de la calle de los Saussaies, se sobresaltó.
—No necesito presentarles —murmuró Maigret.
Eran las once y media de la noche. La P.J. estaba casi desierta, y sólo había luz en dos de los despachos.
—Llama al ministerio.
Lapointe lo hizo.
—De parte del comisario Maigret.
Pasó el teléfono al comisario.
—Perdone que le moleste, señor ministro. ¿No se había acostado usted? ¿Está con su mujer y su hija?… Tengo noticias, sí… Muchas… Mañana podrá usted revelar en la Cámara el nombre del que ha entrado en su casa del bulevar Pasteur y se ha llevado el informe Calame… No, inmediatamente no… Quizá dentro de una hora, quizá dentro de dos… Si prefiere esperar… No puedo garantizarle que no vaya a durar toda la noche…
Duró tres horas. Era un trabajo familiar a Maigret y a sus hombres. Permanecieron juntos largo tiempo en el despacho del comisario, donde Maigret, deteniéndose unas veces ante uno, otras ante otro, hablaba.
—Como queráis, hijos míos… Dispongo de todo el tiempo necesario… Encárgate de uno, Janvier… Éste, mira…
Señalaba a Piquemal, que todavía no había abierto la boca.
—Tú, Lapointe, ocúpate de Fleury.
De ese modo, quedaron en cada despacho dos hombres frente a frente: uno que preguntaba y otro que se esforzaba por no hablar.
Era una cuestión de paciencia. De vez en cuando, aparecían Lapointe o Janvier en el marco de la puerta, y hacían una señal al comisario, quien se reunía con ellos en el pasillo. Hablaban en voz baja.
—Tengo lo menos tres testigos para confirmar mi historia —decía Maigret a Benoît—. Entre otros, y es importante, una inquilina del bulevar Pasteur que te ha visto entrar en el piso de Point. ¿Sigues callando?
Benoît terminó por decir una frase que lo dejaba sin defensa.
—¿Qué haría usted en mi lugar?
—Si yo fuese lo bastante canalla como para estar en tu lugar, cantaría.
—No.
—¿Por qué?
—Lo sabe usted perfectamente.
«¡Nunca contra Mascoulin!». Éste, Benoît no lo ignoraba, conseguiría en cualquier caso quedar al margen del asunto, y sabe Dios lo que sucedería entonces a su cómplice.
—No olvide que es él quien posee el informe.
—Entonces, ¿qué?
—Entonces, nada. Cierro el pico. Me condenarán por haber robado en el piso del bulevar Pasteur. ¿Cuánto me saldrá por esto?
—Unos dos años.
—En cuanto a Piquemal, vino conmigo por su voluntad. No me he valido de amenazas, ni lo he secuestrado.
Maigret comprendió que no le sacaría ninguna otra cosa.
—¿Confiesas que has estado en la casa del bulevar Pasteur?
—Lo confesaré, si no puedo hacer otra cosa. Eso es todo.
Unos minutos más tarde le resultó imposible hacerlo de otro modo. Fleury se había desmoronado, y Lapointe acababa de comunicárselo a su jefe.
—No sabía nada de Mascoulin; ignoraba, hasta esta noche, por cuenta de quién trabajaba Benoît. No había podido negarse a ayudarle a causa de unos chanchullos que hicieron juntos hacía tiempo.
—¿Le has hecho firmar una declaración?
—Estoy en eso.
Si Piquemal era un idealista, era un idealista en mala situación. ¿Pensaba que, de esta manera, conseguiría algo de Mascoulin?
A las tres y media, Maigret, después de haber dejado a Janvier y a Lapointe con los tres hombres, se hizo conducir por un taxista al bulevar Saint-Germain, donde había todavía luz en el segundo piso. Point había dado órdenes para que le condujesen inmediatamente a su alojamiento.
Maigret encontró a la familia en el saloncito donde había sido ya recibido.
Auguste Point, su mujer y su hija volvían hacia él los ojos fatigados que no se atrevían a brillar de esperanza.
—¿Tiene usted el documento?
—No. Pero el hombre que ha robado en el bulevar Pasteur se encuentra en mi despacho y ha confesado.
—¿Quién es?
—Un antiguo policía expulsado del cuerpo que trabaja para quien le paga.
—¿Para quién trabajaba esta vez?
—Para Mascoulin.
—Entonces… —empezó a decir Point, cuya frente se había oscurecido.
—Mascoulin no dirá nada. Se contentará, cuando lo necesite, con presionar a los que están comprometidos. Dejará que condenen a Benoît, En cuanto a Fleury…
—¿Fleury?
Maigret afirmó con la cabeza.
—Es un pobre diablo. Se encontraba en una situación tal que no podía negarse.
—Te lo había dicho —intervino Mme. Point.
—Ya lo sé. Pero yo no lo creía.
—Tú no estás hecho para la política. Cuando todo esto haya acabado, espero que…
—Lo principal —decía Maigret— es dejar bien sentado que usted no ha destruido el informe Calame y que le ha sido robado tal y como usted declaró.
—¿Se me creerá?
—Benoît confesará.
—¿Dirá por cuenta de quién trabajaba?
—No.
—¿Tampoco Fleury?
—Fleury no lo sabía.
—De suerte que…
Acababa de quitarle un peso de encima, pero no llegaba a alegrarse.
Maigret, por su parte, había salvado su reputación. No por ello había dejado Point de perder la partida.
A no ser que en el último momento, lo que era imposible, Benoît se decidiese a decirlo todo, el verdadero ganador seguiría siendo Mascoulin.
Éste lo sabía tan bien, incluso antes de que Maigret hubiese llegado al final de la investigación, que le había enseñado a propósito la máquina de fotostatar. Había sido una advertencia. Había sido como decir:
—¡Aviso a los interesados!
Todos los que tenían algo que temer de la publicación del informe, se tratase de Arthur Nicoud, todavía en Bruselas, de políticos o de cualquiera que fuese, sabían de ahora en adelante que Mascoulin no tenía más que hacer una señal para deshonrarlos y arruinar sus carreras.
Se produjo un largo silencio en el salón, y Maigret no se sentía orgulloso de sí mismo.
—Dentro de unos meses, cuando esto se haya olvidado, presentaré la dimisión y volveré a La Roche-sur-Yon —murmuró Point mirando fijamente la alfombra.
—¿Prometido? —exclamó su mujer.
—Jurado.
Se la vio alegrarse sinceramente, porque, para ella, su marido valía más que el resto del mundo.
—¿Puedo telefonear a Alain? —preguntó Ana María.
—¿A estas horas?
—¿No crees que vale la pena despertarle?
—Si quieres…
Tampoco ella debía darse perfecta cuenta de lo que pasaba.
—¿Quiere usted tomar algo? —murmuró Point, mirando tímidamente a Maigret.
Sus miradas se cruzaron. Una vez más, el comisario tuvo la impresión de tener ante sí a alguien que se le parecía como un hermano. Ambos tenían la misma mirada pesada y triste, el mismo encogimiento de hombros.
La copa de aguardiente no era más que un pretexto para sentarse un momento, uno delante de otro. La muchacha telefoneaba.
—«Sí… Todo ha terminado… No es necesario hablar más… ahora hay que dejar a papá que les dé una sorpresa en la tribuna…»
¿Qué hubieran podido decirse los dos hombres?
—¡A su salud!
—¡A la de usted, señor ministro!
Mme. Point se había ido. Ana María no tardó en reunirse con ella.
—Me voy a acostar —murmuró Maigret levantándose—. Y usted lo necesita todavía más que yo.
Point le tendió la mano torpemente, como si, en lugar de un gesto sin importancia, fuese la expresión de un sentimiento del que sentía pudor.
—Gracias, Maigret.
—Hice lo que pude.
—Ya…
Fueron hacia la puerta.
—También yo me he negado a estrechar la mano de Mascoulin…
Y, al final, cuando estaban en el descansillo, en el momento de volver la espalda al ministro, añadió:
—Terminará por estrellarse un día u otro…
FIN