El viaje a Seineport
Cuando llegaron al bulevar Saint-Germain eran las seis y media, y el patio del ministerio estaba ya vacío. Como Maigret y Lapointe lo atravesasen en dirección a la escalera que conducía a las habitaciones del ministro, una voz les detuvo.
—¡Eh!… Esos dos… ¿A dónde van?
El guardia no les había visto pasar. Quedaron inmóviles, vueltos hacia él, en medio del patio; el guardia se dirigió hacia ellos cojeando, echó un vistazo a la placa que le enseñaba Maigret y después a su rostro.
—Le ruego me perdone. Hace sólo un momento que he visto su fotografía.
—Ha hecho usted bien. Y puesto que está usted aquí, dígame…
Sacó maquinalmente la foto de su cartera.
—¿Ha visto por aquí alguna vez esta cara?
El hombre, ansioso de no cometer otro error, examinó la foto con atención, tras haberse puesto unas gafas de gruesos cristales y montura de acero. No decía ni sí ni no. Se tenía la impresión de que, antes de aventurarse, le hubiera gustado preguntar de qué se trataba; pero no se atrevía.
—Actualmente tiene unos años más, ¿no es así?
—Sí.
—¿Tiene un coche negro de dos plazas, del modelo antiguo?
—Es posible.
—Entonces, probablemente es uno a quien detuve por haber aparcado el coche en el lugar reservado a los coches del ministerio.
—¿Cuándo?
—No recuerdo el día. A principio de semana.
—¿No dio su nombre?
—Se encogió de hombros, y fue a aparcar el coche al otro lado del patio.
—¿Subió por la escalera principal?
—Sí.
—Mientras nosotros vamos arriba, trate de recordar el día exacto.
En la antesala, en el primer piso, el bedel permanecía aún en su puesto leyendo los periódicos. Maigret le mostró la fotografía. El portero meneó la cabeza.
—¿Cuándo ha venido por aquí? —preguntó.
—A principios de semana.
—Yo no estaba. Tuve que tomar cuatro días de permiso a causa de la muerte de mi mujer. Tendrá que preguntar a Joseph. Tiene su turno la próxima semana. ¿Le anuncio al señor ministro?
Inmediatamente después, Auguste Point abría él mismo la puerta del despacho. Parecía cansado, pero tranquilo. Hizo pasar a Maigret y a Lapointe sin hacerles ninguna pregunta. Su secretaria, Mlle. Blanche, y el jefe de despacho, se hallaban en la habitación. La radio no debía formar parte aún del material de los ministerios, porque lo que los tres personajes estaban sin duda escuchando cuando el portero les había interrumpido era un pequeño modelo portátil que se hallaba encima de un velador y que debía de pertenecer a Point.
«… La sesión ha sido breve, exclusivamente consagrada a asuntos de trámite, pero no por eso los pasillos han dejado de estar animados durante toda la tarde. Corren los bulos más diversos. Se habla, para el lunes, de una interpelación sensacional, pero se ignoran aún…»
—¡Corte! —dijo Point a su secretaria.
Fleury se dirigía ya hacia una de las puertas, cuando Maigret lo retuvo.
—No está usted de más, señor Fleury. Tampoco usted, señorita.
Point le seguía inquieto, con la mirada, porque resultaba difícil adivinar lo que el comisario había venido a hacer. Por otro lado, Maigret tenía el aspecto de un hombre que sabe lo que se propone y que está de tal modo dispuesto a hacerlo que llega a olvidarse de todo lo demás.
Se hubiera dicho que elaboraba mentalmente un plano del despacho. Miraba las paredes, las puertas…
—¿Me permite usted, señor ministro, que haga dos o tres preguntas a sus colaboradores?
Fue a Fleury a quien primero se dirigió.
—Supongo que cuando la visita de Piquemal a este ministerio, usted se hallaba en su despacho, ¿no es así?
—Ignoraba que…
—De acuerdo. Pero, ahora, ya lo sabe usted. ¿Dónde se encontraba usted en aquel momento?
Fleury señaló una puerta de doble batiente, que estaba entreabierta.
—¿Es ése su despacho?
—Sí.
El comisario se acercó a echarle un vistazo.
—¿Estaba usted solo?
—Soy incapaz de responderle. Es raro que permanezca solo durante mucho tiempo. Los visitantes se suceden durante todo el día. El ministro recibe a los más importantes, y yo me encargo del resto.
Maigret abrió una puerta que comunicaba directamente el despacho de Fleury con la antesala.
—¿Entran por aquí?
—Generalmente. Salvo aquellos que el ministro ha recibido antes y que, por alguna razón, me envía.
Sonó el teléfono. Point y Mlle. Blanche se miraron.
Mlle. Blanche descolgó:
—No. El señor ministro no está aquí…
Escuchaba con la mirada fija. También ella parecía agotada por la fatiga.
—¿Lo mismo? —preguntó Point cuando hubo colgado.
Mlle. Blanche dijo que sí con un movimiento de párpados.
—Dice que su hijo ha estado…
—Cállese.
Se volvió hacia Maigret.
—El teléfono no ha cesado de sonar por así decirlo desde el mediodía. Yo mismo lo he cogido algunas veces. La mayoría dicen lo mismo: «Si te obstinas en echar tierra al asunto de Clairfond, te juegas la vida».
»Hay variantes. Algunos son más correctos, dicen incluso su nombre, y se trata entonces de padres de los hijos muertos en la catástrofe. Una mujer me gritó, patética: “¿No irá usted a tapar a los asesinos? Si no ha destruido usted el informe, publíquelo, y que toda Francia sepa…”.
Estaba ojeroso, y tenía esa piel grisácea de los que no duermen.
—El presidente de mi comité electoral de La Roche, un hombre que es amigo de mi padre y que me conoció con pantalones cortos, me llamó hace un momento, casi inmediatamente después de que mi declaración fuese radiodifundida. No me acusó, pero advertí sus vacilaciones.
»—Aquí, hijo mío, no se comprende lo que pasa —me dijo con voz triste—·. Hemos conocido a tus padres, y creemos conocerte a ti. Pero, aunque tengas que llevarlos a todos al banquillo, es preciso decir lo que sepas.
—Podrá decirlo usted muy pronto —replicó Maigret.
Point alzó vivamente la cabeza, inseguro de haber entendido bien, y preguntó incrédulo:
—¿Lo dice usted en serio?
—Ahora estoy absolutamente seguro.
Fleury permanecía arrimado a una consola al otro extremo de la habitación. Maigret tendió la fotografía de Benoît al ministro, quien la miró sin comprender.
—¿Quién es?
—¿No le conoce?
—Su rostro no me recuerda nadie.
—¿No vino a verle a usted en estos últimos tiempos?
—Si lo ha hecho, su nombre deberá figurar en el registro de la antesala.
—¿Quiere enseñarme su despacho, señorita Blanche?
Fleury, que estaba alejado, no había podido ver la fotografía, y Maigret advirtió que se mordía las uñas, como si se tratase de una costumbre infantil.
La puerta del despacho de la secretaria, inmediatamente después de la del jefe de gabinete, era de un solo batiente.
—¿Fue por aquí por donde salió usted cuando llegó Piquemal y el ministro le pidió que los dejase a solas?
Ella, tensa, dijo que sí con la cabeza.
—¿Cerró usted la puerta al entrar?
La misma respuesta.
—¿Podría oír usted lo que se dice aquí al lado?
—Pegando la oreja a la puerta, y si hablan lo bastante alto, es probable.
—¿No lo ha hecho usted?
—No.
—¿Nunca?
Mlle. Blanche prefirió no responder. ¿Escuchaba acaso cuando, por ejemplo, recibía a una mujer que ella consideraba bonita o peligrosa?
—¿Conoce usted a este hombre?
Mlle. Blanche esperaba la pregunta, porque había podido echar una ojeada a la foto mientras el ministro la contemplaba.
—Sí.
—¿Dónde lo ha visto?
Habló en voz baja, con el fin de que los demás no pudiesen oírla.
—En el despacho vecino.
Señaló con el dedo la puerta que les separaba del despacho de Fleury.
—¿Cuándo?
—El día de la visita de Piquemal.
—¿Después de la visita?
—No. Antes.
—¿Estaba sentado, o de pie?
—Sentado, el sombrero puesto, y un puro en los labios. No me gustó el modo que tuvo de mirarme.
—¿No volvió usted a verle inmediatamente después?
—Sí.
—¿Quiere usted decir que continuaba allí cuando marchó Piquemal, es decir, que permaneció en el despacho vecino mientras duró la visita?
—Supongo que sí. Allí estaba antes y después. ¿Cree usted que…?
Seguramente quería hablarle de Fleury, pero Maigret se limitó a decir.
—¡Chist! Venga…
Cuando volvió al despacho del ministro, Point miraba a Maigret con reproche, como si le guardase rencor por haber importunado a su secretaria.
—¿Necesita usted a M. Fleury esta noche, señor ministro?
—No… ¿Por qué?
—Porque me gustaría tener con él una entrevista.
—¿Aquí?
—En mi despacho, a ser posible. ¿No le molesta acompañarnos, M. Fleury?
—Estoy citado para cenar, pero, si es indispensable…
—Telefonee usted y rompa el compromiso.
Fleury lo hizo, dejando la puerta de su despacho abierta; llamó al Fouquet’s.
—¿Bob?… Aquí Fleury… ¿Ha llegado Jacqueline? ¿Todavía no?… ¿Estás seguro?… Cuando llegue, ¿quieres decirle que empiece sin mí?… Sí… Probablemente no iré a cenar… Más tarde, sí… Hasta luego…
Maigret lo vigilaba con el rabillo del ojo. Point, desconcertado, miraba al comisario con visibles ganas de pedirle explicaciones. Hubiérase dicho que Maigret no se daba cuenta.
—¿Tiene usted algo que hacer esta noche, señor ministro?
—Tenía que presidir un banquete, pero me he descomprometido yo mismo antes de que se me comprometiese.
—Es posible que le telefonee para darle noticias, pero bastante tarde.
—Aunque fuese de madrugada.
Fleury había vuelto a aparecer, con el sombrero y el abrigo en la mano, y todo el aspecto de un hombre que no se mantiene en pie más que por la fuerza de la costumbre.
—¿Vamos? ¿Vienes, Lapointe?
Descendieron los tres en silencio por la escalera principal, y se dirigieron al coche que habían aparcado junto a la acera.
—Suba… Al Quai, Lapointe…
No cambiaron una palabra durante el trayecto. Fleury abrió la boca un par de veces, pero ni hizo preguntas ni dejó de roerse las uñas.
En la escalera polvorienta, Maigret lo hizo subir delante, y entrar luego el primero en su despacho cuya ventana se apresuró a cerrar.
—Puede quitarse el abrigo. Póngase cómodo.
Hizo una señal a Lapointe, que le alcanzó en el pasillo.
—Vas a quedarte aquí con él hasta que yo vuelva. Tardaré bastante. Es posible que tengas trabajo hasta muy entrada la noche.
Lapointe enrojeció.
—¿Tienes alguna cita?
—No tiene importancia.
—¿Puedes telefonear?
—Sí.
—Si ella quiere, puede venir a hacerte compañía…
Lapointe dijo que no con la cabeza.
—Harás que traigan sandwiches y café de la Brasserie. No le quites ojo a Fleury. Impídele que telefonee, sea a quien sea. Si te hace preguntas, no sabes nada. Pretendo que se cueza en su propio jugo, ¿comprendes?
Era el procedimiento clásico. Lapointe, que había participado, sin embargo, en buena parte de la investigación, no veía a dónde quería llegar su jefe.
—Ve a acompañarle. No olvides los sandwiches.
Entró en el despacho de los inspectores, y encontró allí a Janvier que no había marchado aún.
—¿Tienes algo especial que hacer esta noche?
—No. Mi mujer…
—¿Te espera? ¿Quieres telefonearle?
Se sentó en una de las mesas, descolgó otro teléfono, y pidió el número de Catroux.
—Aquí Maigret… Perdona que te moleste, otra vez… Unos anzuelos que encontré no sé dónde me han hecho recordar algo, hace unos momentos… Una de las veces que me tropecé con Benoît, fue un sábado, en la estación de Lyon, e iba de pesca… ¿Y no tienes idea de dónde acostumbraba ir a pescar…?
Maigret, ahora, estaba seguro de sí mismo; se sabía en el buen camino, y le parecía que nada podría detenerle.
—… ¿Cómo?… ¿Una chabola cerca de algún río?… ¿No tienes manera de averiguar…? Sí… Inmediatamente… Quedo junto al teléfono…
Janvier hablaba aún a su mujer, preguntaba por cada uno de sus hijos, quienes, uno a uno, le daban las buenas noches.
—Buenas noches, Pierrot… Duerme bien… Sí, estaré ahí cuando te despiertes… ¿Eres tú, Monique?… ¿Tu hermanito se ha portado bien?…
Maigret esperaba impaciente. Cuando Janvier hubo colgado, murmuró:
—Es posible que tengamos una noche agitada. Esto me hace pensar que quizá sea mejor que también yo telefonee a mi mujer.
—¿Quiere que pida el número?
—Espero antes una comunicación importante.
Catroux estaba telefoneando a un colega, también pescador, que a veces había acompañado a Benoît a orillas del río.
Era ya una cuestión de suerte. El colega podía no estar en su casa. Podía estar de servicio lejos de París. El silencio, en el despacho, duró unos diez minutos, y Maigret terminó por suspirar.
—¡Tengo sed!
En el mismo momento sonó el timbre del teléfono.
—¿Catroux?
—Sí. ¿Conoces Seineport?
—¿Un poco más arriba de Corbeil, cerca de una esclusa?
Maigret recordaba una investigación, hacía ya tiempo…
—Ahí es. Una aldeíta, a orillas del Sena, frecuentada sobre todo por pescadores de caña. Benoît posee una chabola no lejos de la aldea, la antigua casa de un guarda, destartalada, que compró por un pedazo de pan hace unos años.
—Lo encontraré.
—¡Buena suerte!
No se olvidó de llamar a su mujer, pero él no tenía niños a quienes desear las buenas noches.
—¿Vamos?
Al pasar, entreabrió la puerta de su despacho. Lapointe había encendido la lámpara de pantalla verde, y se había sentado en el sillón de Maigret. Leía un periódico, mientras Fleury, en una silla, las piernas cruzadas, los rasgos inmóviles, medio cerraba los ojos.
—Hasta pronto, muchacho.
El jefe de gabinete vaciló, y se levantó como para hacer una pregunta; pero el comisario había cerrado ya la puerta.
—¿Cogemos un coche?
—Sí. Vamos a Seineport, a unos tres kilómetros de aquí.
—Ya hemos estado allí otra vez.
—Es cierto. ¿Tienes hambre?
—Si vamos a permanecer allí mucho tiempo…
—Párate en la Brasserie Dauphine.
El camarero se extrañó de verles llegar.
—¿Ya no es necesario que lleve los sandwiches y la cerveza que M. Lapointe ha pedido para su despacho, M. Maigret?
—Sí, pero sírvenos antes algo de beber. ¿Qué tomas, Janvier?
—No lo sé.
—¿Pernod?
A Máigret le apetecía. Janvier lo sabía, y lo pidió también.
—Prepáranos un par de sandwiches a cada uno.
—¿De qué?
—Lo mismo da. De foiegras, si hay.
Maigret parecía el hombre más tranquilo del mundo.
—Estamos demasiado habituados a los asuntos criminales —murmuró para sí, con el vaso en la mano.
No tenía necesidad de que le respondiesen. Lo hacía mentalmente.
—En un asunto criminal existe, de ordinario, un único culpable, o un grupo de culpables que obran de acuerdo. En política, es diferente, y la prueba es que hay tantos partidos en la Cámara.
Aquella idea le divertía.
—A montones de gente le interesa, por diferentes motivos, el informe Calame. Tenemos ante todo aquellos políticos a quienes la publicación del informe dejaría en mala situación; tenemos a Arthur Nicoud. Tenemos también aquellos para quienes la posesión del informe constituiría un capital, así como aquellos otros para los que significaría el poder.
Los parroquianos eran escasos aquella noche. Las luces estaban encendidas, y la atmósfera pesada como antes de una tormenta.
Comieron sus sandwiches en la mesa de costumbre, y Maigret recordó a Mascoulin, en el Filet de Sole. Tanto el uno como el otro tenían su mesa, en lugares diferentes, en medios más diferentes todavía.
—¿Café?
—Pues, sí.
—¿Coñac?
—No. Voy a conducir.
Tampoco lo tomó Maigret, y, un poco más tarde, salían de París por la puerta de Italia y rodaban por la carretera de Fontainebleau.
—Resulta curioso pensar que si Benoît, en lugar de esos puros que huelen tan mal, fumase en pipa, nuestra labor hubiera sido infinitamente más difícil.
Atravesaron los suburbios. Después, no hubo más que grandes árboles a ambos lados, coches con los faroles encendidos en un sentido y en otro de la carretera. Muchos de ellos adelantaban al cochecito negro.
—Supongo que no será necesario correr.
—No vale la pena. O están allí, o…
Conocía bastante a los tipos como Benoît para sentirse capaz de ponerse en su lugar. Benoît carecía de imaginación. No era más que un chapucero a quien unos cuantos negocios sucios no habían llegado a enriquecer.
Necesitaba mujeres, las que fuesen, así como llevar una vida licenciosa en lugares donde pudiese armar camorra, y pasar por matón, con uno o dos días de pesca en los fines de semana.
—Creo recordar que hay un cafetín en la plaza de Seineport. Te detendrás allí, y nos informaremos.
Atravesaron el Sena por Corbeil, y siguieron una carretera que corría entre el borde del río y los bosques. Por cuatro o cinco veces, Janvier tuvo necesidad de girar bruscamente para no aplastar a los conejos, y cada una de ellas murmuraba:
—¡Cuidado, idiota!
De vez en cuando una luz punteaba en la oscuridad; apareció por fin un grupo de ellas, algunos faroles, y el coche se detuvo ante un café donde algunos hombres jugaban a las cartas.
—¿Entro yo también?
—Si te apetece una copa…
—Ahora no.
Maigret, por su parte, se tomó un aguardiente en el mostrador.
—¿Conoce usted a Benoît?
—¿El de la policía?
En Seineport, Benoît no había creído necesario, después de tantos años, comunicar que ya no formaba parte de la Sûreté.
—¿Sabe dónde vive?
—¿Viene usted de Corbeil?
—Sí.
—Pues ha pasado ante su casa. ¿No ha visto una cantera a un kilómetro y medio de aquí?
—No.
—Por la noche no se ve bien. La casa está justamente enfrente, al otro lado de la carretera. Si está allá verá usted la luz.
—Gracias.
—Está allí —dijo uno de los jugadores de belotte.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque le llevé ayer una pata de cordero.
—¿Una pata entera para él solo?
—Hay que pensar que se cuida.
Algunos minutos más tarde, Janvier, rodando lentamente, señaló una mancha más clara en el bosque.
—Ésa debe ser la cantera.
Maigret miró al otro lado de la cantera, y, a unos cien metros, al borde del río, advirtió una ventana iluminada.
—Deja aquí el coche. Vamos.
Aunque no había luna, pronto descubrieron un sendero invadido por las hierbas.