Capítulo siete

Los taxis del comisario

No era la primera vez que hacía una de aquellas entradas, menos como jefe que como camarada. Abría la puerta del despacho de inspectores, y, echando el sombrero hacia la nuca, iba a sentarse en la esquina de una mesa y vaciaba la pipa en el suelo, golpeándola contra su tacón antes de llenar otra. Los miraba uno tras otro, todos ellos entregados a sus trabajos; los miraba con la expresión de un padre de familia que vuelve a casa por la noche, contento de hallarse entre los suyos, después de haber comprobado que nadie falta.

Transcurrió algún tiempo antes de que murmurase:

—Apuesto que tu foto va a salir en los periódicos, mi querido Lapointe.

Éste levantó la cabeza esforzándose por no enrojecer, con cierta incredulidad en la mirada. En el fondo, todos los que allí había, con excepción de Maigret, que estaba acostumbrado, quedaban secretamente encantados cuando los periódicos publicaban su foto. Pero cada vez que aquello sucedía, no podían menos que fingir una protesta:

«¡Con semejante publicidad, a cualquiera va a resultar fácil ahora pasar inadvertido!».

Los demás también escuchaban. Si Maigret había venido a hablarle a Lapointe en el despacho común, era porque lo que tenía que decirle concernía también a los demás.

—Vas a coger un bloc de taquigrafía y te vas a la Cámara. No tendrás la menor dificultad en encontrar al diputado Mascoulin, estoy seguro de ello, y me sorprendería que no lo hallases en medio de una compañía impresionante. Te hará una declaración que tú tomarás con el mayor cuidado. Vendrás en seguida a mecanografiarla, y la dejarás en mi despacho.

Los periódicos de la tarde rebasaban su bolsillo, con la fotografía de Auguste Point y de Maigret en primera página. Apenas había hecho más que echarle un vistazo, pero sabía con exactitud lo que podía leerse bajo aquellos titulares.

—¿Es eso todo? —preguntó Lapointe mientras iba a coger la gabardina y el sombrero al armario.

—Por el momento, sí.

Maigret continuó allí, fumando soñadoramente.

—Decidme, hijos míos…

Los inspectores levantaron la cabeza.

—Tratad de recordar a quiénes de la calle de los Saussaies han puesto de patitas en la calle o han obligado a dimitir.

—¿Recientemente? —preguntó Lucas.

—No importa cuándo. Pongamos, durante los últimos diez años.

Torrence respondió:

—Tiene que haber una larga lista.

—Baudelin, el que hace ahora investigaciones por cuenta de una compañía de seguros.

Maigret intentó recordar a Baudelin, un muchachote alto y pálido que se había visto obligado a dejar la Sûreté, no por falta de escrúpulos o de honradez, sino porque ponía más energía y astucia en hacerse el enfermo que en cumplir con su deber.

—Otro.

—Falconet.

Éste había pasado la cincuentena. Se le había rogado que anticipase la edad de la jubilación porque se había aficionado a la bebida, y resultaba imposible contar con él.

—Otro.

—El pequeño Valencourt.

—Demasiado bajo.

Contrariamente a lo que habían imaginado al principio, no encontraban más que algún nombre, y, a cada uno de ellos, después de haber evocado la silueta del interesado, Maigret meneaba la cabeza.

—Tampoco éste encaja. Necesito un tipo corpulento, casi tan corpulento como yo.

—Fisher.

Se oyó una carcajada general, porque Fisher pesaba lo menos ciento veinte kilos.

—¡Gracias! —gruñó Maigret.

Permaneció aún algún tiempo entre ellos, y terminó por levantarse suspirando, al tiempo que llamaba:

—¡Lucas!, ¿quieres telefonear a la calle de los Saussaies y pedir que se ponga Catroux al aparato?

Ahora que ya no pensaba más que en inspectores expulsados de la Sûreté, le había desaparecido el sentimiento de obligar a su amigo que traicionase al servicio. Catroux, que permanecía desde hacía veinte años en la calle de los Saussaies, era más apropiado que los de la P.J. para responder a su pregunta.

Se notaba que el comisario tenía su idea, que la idea era vaga todavía, y que probablemente no se sostenía aún por sí sola. Del mismo modo, por su aspecto falsamente malhumorado y por sus grandes ojos que se posaban en la gente sin verla, se comprendía que al presente sabía ya en qué dirección buscar.

Se esforzaba aún en recordar el nombre que desde hacía rato tenía en la punta de la lengua. Lucas telefoneaba, hablaba familiarmente al que estaba al otro lado del hilo, que debía ser un camarada.

—Catroux no está, jefe.

—¿No irás a decirme que se encuentra de servicio en el otro extremo de Francia?

—No. Está enfermo.

—¿En el hospital?

—En su casa.

—¿Ha preguntado su dirección?

Catroux y él eran, efectivamente, buenos amigos. Sin embargo, jamás habían ido uno a casa del otro. Maigret recordaba solamente que una vez había dejado a su colega a la puerta de su casa, hacia la parte de arriba del bulevar de Batignolles, a la izquierda, y que había un restaurante pegado a su portal.

—¿Ha aparecido en los periódicos la foto de Piquemal?

—En segunda página.

—¿Alguna llamada concerniente a él?

—Todavía no.

Pasó a su despacho; abrió, sin sentarse, algunas cartas; envió a Torrence los papeles que le concernían, y al fin descendió al patio, donde dudó si utilizar uno de los coches de la P.J. Finalmente, se decidió por un taxi. Aunque la visita a Catroux fuese absolutamente inocente, juzgaba más prudente evitar que un vehículo del Quai des Orfèvres se estacionase ante su puerta.

Al principio se equivocó de casa, por la sencilla razón de que había ahora dos restaurantes a cincuenta metros el uno del otro.

—¿M. Catroux?

—Segundo, derecha. El ascensor no funciona.

Llamó. No recordaba a Mme. Catroux, que le abrió la puerta y que, por su parte, le reconoció en seguida.

—Pase, señor Maigret.

—¿Está su marido en la cama?

—No. En una butaca. No es más que una gripe. Por lo general, tiene una al principio de cada invierno. Esta vez la cogió al final.

En las paredes se veían retratos de dos niños, chico y chica, en todas las edades. No solamente ambos se habían casado ya, sino que algunas fotografías de sus propios hijos empezaban ya a ampliar la colección.

—¿Maigret? —preguntó la voz alegre de Catroux, antes de que el comisario hubiese llegado a la puerta de la pieza donde se encontraba.

No era un salón, sino una vasta pieza donde, según se advertía a primera vista, debía de desarrollarse la mayor parte de la vida hogareña de la casa. Catroux, envuelto en una enorme bata, estaba sentado junto a la ventana; había periódicos en sus rodillas y en una silla a su lado, así como una taza de tisana sobre un velador. Tenía un cigarrillo en la mano.

—¿Te dejan fumar?

—¡Chist! No te pongas de parte de mi mujer. No es más que una chupada de vez en cuando, para conservar el sabor.

Estaba ronco, y tenía los ojos febriles.

—Quítate el abrigo. Esto debe de estar muy caliente. Mi mujer pretende hacerme sudar. Siéntate.

—¿Quiere usted tomar algo, señor Maigret? —murmuró Mme. Catroux.

Era casi una vieja, y el comisario quedó sorprendido. Catroux y él tenían aproximadamente la misma edad, y a Maigret le parecía que su mujer representaba bastantes menos años.

—Desde luego, Isabel. No esperes su respuesta, y saca la botella de viejo Calvados.

Se produjo entre ambos un silencio embarazoso. Catroux sabía evidentemente que su colega de la P.J. no había subido a su casa para preguntar cómo iba su salud, y quizá esperase preguntas más embarazosas que las que Maigret llevaba en la cabeza.

—No tengas miedo, viejo. No traigo la intención de ponerte en un aprieto.

El otro, entonces, echó una mirada a la primera página del periódico, como diciendo: «Es a propósito de esto, ¿no?».

Maigret esperó a que le hubieran servido la copa de Calvados.

—¿Y yo? —protestó su amigo.

—Tú no puedes beber.

—El doctor no habló para nada de eso.

—No necesito que me lo digan para saberlo.

—¡Sólo una gota, mujer, para hacerme la ilusión!

Le sirvió por fin el fondo de una copa, y, lo mismo que hubiera hecho Mme. Maigret, desapareció discretamente.

—Me anda una idea por la cabeza —confesó Maigret—. Hace un momento, mis inspectores y yo tratábamos de establecer la lista de las personas que han trabajado con vosotros y que han sido puestas en la calle.

Catroux continuaba mirando el periódico, e intentaba relacionar lo que Maigret le decía con lo que acababa de leer.

—Puesto en la calle, ¿a causa de qué?

—No importa la causa. Ya sabes a qué me refiero. Entre nosotros sucede lo mismo, aunque con menos frecuencia, porque somos menos.

Catroux sonrió, suspicaz.

—¿Tú crees?

—Quizá también porque tenemos a nuestro cargo menos casos. Por tanto, las tentaciones no son tan fuertes. Hace un momento, nos hemos roto la cabeza, pero no hemos logrado encontrar más que algunos nombres.

—¿Cuáles?

—Baudelin, Falconet, Valencourt, Fisher…

—¿Nadie más?

—Más o menos. He preferido venir a verte. No busco entre los tipos de esa clase, sino entre los que se hallan en mala situación.

—¿Un tipo como Labat?

¿No resultaba curioso que Catroux pronunciase justamente aquel nombre? ¿No se podía creer que lo hacía a propósito, para informar a Maigret disimuladamente?

—Ya he pensado en él. Está, probablemente, mezclado en el asunto. Sin embargo, no es a él a quien busco.

—¿Tienes algún nombre en la cabeza?

—Un nombre y un rostro. Me han dado unas señas que desde el primer momento me recuerdan a alguien. Además…

—¿Qué señas? Iremos más de prisa que si te diese una lista completa, sobre todo teniendo en cuenta que yo no tengo todos los nombres en la cabeza.

—Ante todo, que la gente, al primer golpe de vista, lo toma por un policía.

—Eso puede aplicarse a muchos.

—De mediana edad. Corpulencia un poco por encima de la media. Ligeramente menos grueso que yo…

Catroux parecía evaluar la gordura de su interlocutor.

—O mucho me engaño, o debe continuar investigando, por su cuenta o por la de algunas personas.

—¿Una agencia de detectives privados?

—Quizá. No es indispensable que haya puesto el nombre en la puerta de una oficina, ni que pague anuncios en los periódicos.

—Hay varios de esos, incluidos algunos jefes muy honorables, que, alcanzados por la edad límite, abrieron una agencia. Louis Canonge, por ejemplo. Y Cadet, que fue mi jefe.

—De éstos, también nosotros tenemos. Hablo de la otra categoría.

—Las señas que me has dado, ¿están completas?

—Fuma puros.

Maigret vio cómo inmediatamente su interlocutor pensaba en un nombre. Su frente se había arrugado. Se leía en su rostro cierta contrariedad.

—¿Te dice algo?

—Sí.

—¿Quién?

—Un crápula.

—Es a un crápula a quien busco.

—Un crápula sin envergadura, pero peligroso.

—¿Por qué?

—Ante todo, porque esos crápulas son siempre peligrosos. Luego, porque tienen fama de encargarse de negocios sucios de algunos políticos.

—Eso encaja bien con el tipo que busco.

—¿Crees que pueda estar mezclado en tu historia?

—Si responde a las señas que te he dado, si fuma puros, si brujulea en la política, hay nueve contra uno de que sea nuestro hombre. ¿No quieres decir…?

De repente, Maigret recordó un rostro, una cara bastante alargada, unos ojos hinchados, unos gruesos labios, deformados por la colilla…

—Espera… Ya me acuerdo… Es…

—Benoît —sopló Catroux—. Eugène Benoît. Abrió una agencia de detective privado en el bulevar Saint-Martin, en un entresuelo, encima de una relojería. Su nombre figura en la puerta, la cual creo que está más frecuentemente cerrada que abierta, porque él solo constituye todo el personal de la agencia.

Éste era, efectivamente, el nombre del que el comisario intentaba acordarse desde hacía veinticuatro horas.

—Supongo que no sería fácil procurarse una fotografía suya.

Catroux reflexionó.

—Depende de la fecha exacta en que haya dejado el servicio. Fue…

Hizo unos cálculos a media voz, y luego llamó:

—¡Isabel!

Ésta, que no andaba lejos, acudió.

—Busca en el estante bajo de la biblioteca un anuario de la Sûreté. No hay más que uno, que data de algunos años. Contiene dos o tres centenares de fotos.

Su mujer lo aguantó con la mano mientras él lo hojeaba; señaló con el dedo su propio retrato, y no encontró el que buscaba hasta las últimas páginas.

—Ahí lo tienes. Con algunos años más, pero no se puede decir que haya cambiado. Por lo que se refiere a la corpulencia, siempre lo he conocido grueso.

Maigret le reconoció también, porque alguna vez se lo había tropezado en alguna parte.

—¿No te importa que la corte?

—Hazlo. Trae unas tijeras, Isabel.

Maigret guardó el recorte de papel en su cartera, y se levantó.

—¿Tienes prisa?

—Bastante, sí. Creo, además, que preferirías que no te hable demasiado del asunto.

El otro comprendió. Siendo así que Maigret no conocía el papel exacto desempeñado por la Sûreté, era mucho mejor que su compañero le hablase de él lo menos posible.

—¿No tienes miedo?

—No mucho.

—¿Crees que Point…?

—Estoy convencido de que se intenta hacerle desempeñar el papel de víctima.

—¿Otra copita?

—No, gracias. Que te mejores.

Mme. Catroux le acompañó hasta la puerta, y, una vez en la calle, cogió otro taxi y se hizo conducir a la calle Vaneau. Había escogido aquella dirección un poco al azar. Llamó al cuchitril de la portera, quien en seguida le reconoció.

—Perdone que la moleste una vez más. Me gustaría que mirase con atención una fotografía y me dijese si se trata del hombre que subió a casa de Mlle. Blanche.

No fue necesario mucho tiempo. La portera, sin vacilar, meneó la cabeza.

—De ninguna manera.

—¿Está usted segura?

—Completamente.

—¿Aun en el caso de que la foto hubiese sido hecha hace algunos años y el hombre hubiese cambiado?

—Aunque llevase una barba postiza, afirmaría que no es él.

Maigret le lanzó una mirada, porque, de repente, se le había ocurrido que quizá la respuesta de la portera hubiese sido sugerida por alguien. Pero no; se veía que hablaba sinceramente.

—¡Gracias! —suspiró el comisario mientras guardaba la cartera en el bolsillo.

Era un duro golpe. Había tenido la casi certeza de que seguía una buena pista y, realizada la primera experiencia, la pista se esfumaba.

Su taxi le esperaba, y, puesto que era el sitio más cercano, hizo que le llevasen a la calle de Jacob, y entró en la taberna donde Piquemal tenía la costumbre de desayunar. A aquella hora no había casi nadie.

—¿Quiere usted echar un vistazo a esta foto, patrón?

Apenas osaba mirarle, tanto era el temor de la respuesta.

—Es él, desde luego. Salvo que me pareció un poco más viejo.

—¿Es el hombre que se acercó a Piquemal y que salió de aquí en su compañía?

—Él es.

—¿No le cabe la menor duda?

—Ninguna.

—Muchas gracias.

—¿No toma usted nada, comisario?

—Ahora, no. Gracias. Ya volveré.

Aquel testimonio lo cambiaba todo. Hasta el momento, Maigret había supuesto que el mismo individuo se había presentado en los diferentes lugares: en casa de Mlle. Blanche, en la taberna de Piquemal, en el Hôtel du Berry, en casa de la viuda del profesor y en el bulevar Pasteur.

De repente descubría que eran por lo menos dos hombres.

La visita siguiente la hizo a Mme. Calame, a quien encontró ocupada en leer los periódicos.

—Espero que logre usted encontrar el informe de mi marido. Ahora comprendo por qué se atormentaba tanto durante los últimos años. Siempre he sentido horror de esa sucia política.

Observaba a Maigret con desconfianza, diciéndose que quizá también él fuese a verla en nombre de aquella sucia política.

—¿Qué es lo que quiere usted?

Maigret le mostró la fotografía.

Ella la examinó con atención. Levantó luego la cabeza, sorprendida.

—¿Tengo que reconocerle?

—Necesariamente, no. Me preguntaba si no sería éste el hombre que la visitó a usted dos o tres días después de Piquemal.

—No le he visto jamás.

—¿Ninguna posibilidad de error?

—Ninguna. Quizá pertenezca al mismo tipo de hombre, pero estoy segura de que no es el que estuvo aquí.

—Muchas gracias.

—¿Qué le sucedió a Piquemal? ¿Cree usted que lo habrán matado?

—¿Por qué iban a matarlo?

—No lo sé. Si, cueste lo que cueste, quieren evitar que se publique el informe de mi marido, será necesario suprimir a todo el que lo conoce.

—No han suprimido a su marido.

La respuesta pareció desconcertarla. Se creyó en el deber de defender la memoria de Calame.

—Mi marido no tenía nada que ver con la política. Era un científico: cumplió con su deber redactando el informe y enviándolo a quien correspondía.

—Estoy convencido de que cumplió con su deber.

Prefirió marchar antes de que ella le obligase a discutir más a fondo la cuestión. El chófer del taxi le preguntó interrogante:

—¿Y ahora?

—Al Hôtel du Berry.

Se encontró allí con dos periodistas que intentaban obtener informes de Piquemal. Se precipitaron hacia Maigret, pero él sacudió la cabeza.

—Nada que deciros, hijos. Estoy metido en una comprobación rutinaria. Os prometo que…

—¿Espera usted hallar vivo a Piquemal?

¡También ellos!

Les dejó en el pasillo mientras mostraba al patrón la fotografía.

—¿Qué quiere usted que haga con esto?

—Que me diga si se trata del mismo hombre que vino a hablarle de Piquemal.

—¿Cuál de los dos?

—No mi inspector, el que alquiló una habitación, sino el otro.

—No.

Era categórico. Hasta aquel momento, Benoît era tan sólo el personaje que había marchado del barcito en compañía de Piquemal, pero que no se había presentado en ninguna otra parte.

—Muchas gracias.

Se metió en el coche.

—Siga rodando.

Tan sólo cuando se hubo alejado de los periodistas dio la dirección del bulevar Pasteur. No se paró a hablar con la portera, sino que subió directamente al tercero. Nadie respondió a la llamada, y tuvo que bajar.

—¿Mme. Gaudry no está en su casa?

—Salió hace cosa de media hora con su hijo.

—¿No sabe cuándo volverá?

—No llevaba sombrero. Debe de estar de compras por el barrio. No tardará mucho.

Prefirió, antes de esperar en la acera, dirigirse al bar donde había entrado aquella mañana; llamó a la P.J. a ver qué pasaba por allá. Fue Lucas quien, desde el despacho de los inspectores, le respondió.

—¿Nada nuevo?

—Dos llamadas a propósito de Piquemal. La primera, de un chófer de taxi que pretende haberlo llevado ayer a la estación del Norte. La otra, de una taquillera de cine que le vendió una entrada ayer por la noche. He ordenado que hagan las comprobaciones pertinentes.

—¿Ha vuelto Lapointe?

—Hace unos minutos. No ha empezado aún a mecanografiar.

—¿Quieres pasarle el teléfono?

Y a Lapointe:

—¿Qué hay? ¿Había fotógrafos?

—Estaban allí, jefe, y no han dejado de ametrallarnos mientras habló Mascoulin.

—¿Dónde te recibió?

—¡En la Salle des Colonnes! Tanto como si dijésemos en el vestíbulo de la estación de Saint-Lazare. Los porteros se vieron obligados a rechazar a los curiosos, para que se pudiera respirar.

—¿Estaba con él su secretario?

—No lo sé. No lo conozco, ni me lo han presentado.

—¿Es larga la declaración?

—Alrededor de tres páginas taquigrafiadas. Algunos periodistas la han cogido al mismo tiempo que yo.

Aquello significaba que la declaración de Mascoulin aparecería aquella misma noche en la última edición de los periódicos.

—Me ha pedido que se la lleve a firmar.

—¿Qué le respondiste?

—Que eso no era de mi incumbencia. Que esperaba las órdenes de usted.

—¿Sabes si hay sesión nocturna en la Cámara?

—No creo. He oído decir que terminarían a las cinco.

—Escribe y espera a que yo llegue.

La pequeña Mme. Gaudry no había regresado aún. Maigret dio un paseo por la acera, y la vio volver, con una bolsa de provisiones al brazo y el niño correteando a su lado. Lo reconoció.

—¿Es a mí a quien busca?

—Sólo es cosa de un segundo.

—Suba. Estaba haciendo mis compras.

—Probablemente no vale la pena subir.

El muchacho tiraba del brazo de su madre, y preguntaba:

—¿Quién es, mamá? ¿Por qué quiere hablar contigo?

—Estáte quieto. Sólo quiere pedirme unos informes.

—¿Qué informes?

Maigret había sacado el retrato del bolsillo.

—¿Lo reconoce?

Ella consiguió, al fin, desembarazarse del niño, se inclinó sobre el recorte de papel, y dijo espontáneamente:

—Es él, sí.

De suerte que Eugène Benoît, el hombre del puro, había estado por lo menos en dos lugares: en el bulevar Pasteur, donde probablemente se había apoderado del informe Calame, y en el bar de la calle de Jacob, donde se había acercado a Piquemal, con quien se le había visto alejarse en dirección opuesta a la de la Escuela de Puentes y Caminos.

—¿Le ha encontrado ya? —preguntó Mme. Gaudry.

—Todavía no. Pero, sin duda, no he de tardar.

Llamó a otro taxi para ir al bulevar de Saint-Martin, lamentando no haber cogido un coche de la P.J., porque se vería en la necesidad de discutir con el contable la cuenta de los gastos.

El edificio era viejo, la parte inferior de los cristales, en el entresuelo, estaba deslustrada, y, en letras negras, se leían las palabras:

AGENCIA BENOÎT

Tejidos de todas clases

Había placas en las dos jambas de la puerta. Anunciaban un dentista, una tienda de flores artificiales, un masajista sueco, e incluso otras profesiones, algunas de ellas bastante sorprendentes. La escalera, que estaba a la izquierda, era sombría y polvorienta. El nombre de Benoît figuraba de nuevo en una placa de esmalte que había clavada en una puerta.

Llamó, aunque sabía ya, por algunos prospectos que sobresalían por debajo de la puerta, que no le responderían. Después de haber esperado un momento, por si acaso, bajó y acabó por dar con la portería, al fondo de un patio interior. No había portera, sino un zapatero a quien el cuchitril servía al mismo tiempo de taller.

—¿Hace mucho que vive aquí M. Benoît?

—Hoy no lo he visto, si es eso lo que quiere usted saber.

—¿Y ayer?

—No lo sé. No creo. No he prestado atención.

—¿Y anteayer?

—Anteayer tampoco.

Parecía reírse de todo, y Maigret le metió la placa debajo de las narices.

—Le he dicho lo que sé. No trato de ofender. Los asuntos de los inquilinos no me conciernen.

—¿Conoce usted su dirección particular?

—Debe figurar en el registro de inquilinos.

Se levantó de mala gana y fue a buscar, en una mesa de cocina, una especie de cuaderno mugriento, cuyas páginas repasó con sus dedos ennegrecidos de betún.

—La última que tengo es en el Hôtel Beaumarchais, en el bulevar de ese nombre.

No estaba lejos. Maigret fue a pie.

—Se mudó hace tres semanas —le dijeron—. No estuvo aquí más que dos meses.

Esta vez le remitieron a un hotel de aspecto sospechoso, en la calle de Saint-Denis, ante el cual había parada una muchacha enorme que abrió la boca con intención de dirigir la palabra a Maigret, pero que, en el último momento, debió de reconocerle, y se encogió de hombros.

—Ocupa la habitación diecinueve. No está en casa.

—¿Ha dormido aquí la noche pasada?

—¡Emma! ¿Has hecho la habitación de M. Benoît esta mañana?

Apareció una cabeza por encima de la barandilla del primer piso.

—¿Quién lo pregunta?

—No te importe. Responde.

—No. No ha dormido aquí.

—¿Y la noche anterior?

—Tampoco.

Maigret pidió la llave de la habitación. La muchacha que había respondido desde el primero le siguió hasta el tercer piso, bajo pretexto de enseñarle el camino. Las puertas estaban numeradas, de modo que no la necesitaba para nada. Le hizo sin embargo alguna pregunta.

—¿Vive solo?

—¿Quiere usted decir si duerme solo?

—Sí.

—Con bastante frecuencia.

—¿Tiene alguna amiga fija?

—Tiene muchas.

—¿De qué clase?

—De las que aceptan venir aquí.

—¿Suelen ser las mismas?

—He visto ya por dos o tres veces la misma cara.

—¿Las busca en la calle?

—No estoy con él cuando las escoge.

—¿Dice usted que hace dos días que no ha puesto los pies en el hotel?

—Dos o tres. No lo sé con exactitud.

—¿Recibe alguna vez visita de hombres?

—Si he comprendido bien lo que usted quiere decir, ni él es de ésos, ni tampoco lo es la casa. Para esa clase de gente, hay un hotel un poco más abajo.

La habitación no reveló gran cosa a Maigret. Era la habitación típica de aquella clase de hoteles, con su cama de hierro, su vieja cómoda, su silla medio desfondada, y su lavabo con agua corriente caliente y fría. Los cajones contenían ropa interior, una caja de puros empezada, un reloj estropeado, y anzuelos de diferentes tamaños en una bolsa de celofán, pero ni un solo papel que pudiera interesar. En una maleta de fuelle no había más que zapatos y camisas sucias.

—¿Suele no venir a dormir aquí?

—Con bastante frecuencia. Y los fines de semana se va al campo y no vuelve hasta el lunes.

Esta vez, Maigret mandó que lo llevasen al Quai des Orfèvres, donde Lapointe hacía ya tiempo que terminara de mecanografiar la declaración de Mascoulin.

—Telefonea a la Cámara para saber si los diputados están todavía allí.

—¿Digo que les quiere usted hablar?

—No. No hagas alusión ni a mí ni a la P.J.

Cuando se volvió a Lucas, éste movió la cabeza negativamente.

—Hubo otra llamada después de las dos anteriores. Se ha comprobado que las pistas eran falsas. Torrence está aún en camino.

—¿No se trataba de Piquemal?

—No. El chófer, que parecía ser el más seguro de sí mismo, encontró a su cliente en el mismo edificio adonde lo había ido a recoger.

Llegarían nuevos avisos, sobre todo en el correo del día siguiente.

—La sesión de la Cámara terminó hace una media hora —anunció Lapointe—. Se trataba tan sólo de votar a propósito de…

—Me importa un pito lo que hayan votado.

Sabía que Mascoulin vivía en la calle de Antin, a dos pasos de la Ópera.

—¿Tienes algo que hacer?

—Nada importante.

—En ese caso, ven conmigo y tráete la declaración.

Maigret no conducía nunca. Años atrás, al recibir la P.J. como dotación cierto número de cochecitos negros, lo había intentado; pero, a pesar de ir al volante, no podía evitar que su atención se distrajese de las incidencias, solicitada por las habituales reflexiones, y, por dos o tres veces, había estado abocado a una catástrofe por no frenar hasta última hora. No había, pues, insistido.

—¿Cogemos un coche?

—Sí.

Lo hacía un poco para hacerse perdonar por la contabilidad todos los taxis de aquella tarde.

—¿Sabe qué número es de la calle de Antin?

—No. Pero es la más antigua de las casas.

El inmueble era respetable, antiguo, aunque en excelente estado. Maigret y su compañero se detuvieron en la portería, que, con su aspecto de saloncito burgués, hacía recordar inmediatamente los pisos encerados y las cortinas de terciopelo.

—¿M. Mascoulin?

—¿Tiene usted cita?

Maigret dijo que sí, a ver qué pasaba. En el mismo instante, la mujer vestida de negro le miró, miró después la primera página del periódico, y otra vez volvió a mirarle.

—Supongo que debo dejarle subir, M. Maigret. Es en el primero, a la izquierda.

—¿Hace mucho tiempo que vive aquí?

—En diciembre hará once años.

—¿Vive con él su secretario?

Ella sonrió.

—Desde luego que no.

Maigret tuvo la impresión de que la portera había adivinado su pensamiento.

—¿Suelen trabajar hasta muy entrada la noche?

—Con frecuencia. Casi siempre. Creo que M. Mascoulin es uno de los hombres más ocupados de París. Aunque no sea más que para contestar el correo que recibe aquí y en la Cámara.

Maigret estuvo a punto de enseñarle la fotografía de Benoît y preguntarle si lo había visto alguna vez por allí, pero probablemente ella se lo contaría a su inquilino, y Maigret prefería no descubrirse aún.

—¿Dispone usted de un teléfono privado para comunicar con su departamento?

—¿Cómo lo sabe?

No era difícil de adivinar, porque, además del aparato ordinario, se veía en la pared un teléfono más ligero. Mascoulin era prudente.

Ella, pues, le advertiría de la llegada de Maigret en cuanto éste y Lapointe estuviesen en la escalera. No tenía importancia. Hubiera podido impedirlo dejando a Lapointe en la portería.

No acudieron inmediatamente a la llamada, y, un poco después, fue Mascoulin en persona quien les abrió, sin tomarse la molestia de afectar sorpresa.

—Me figuraba que vendría usted mismo, y que preferiría venir aquí. Pase.

Desde el vestíbulo se veía el suelo lleno de montones de periódicos, de revistas, de reseñas de los debates parlamentarios. Los había también en una habitación que servía de salón y que no era mucho más atractiva que la sala de espera de un dentista.

Evidentemente, a Mascoulin no le interesaban ni el lujo ni la comodidad.

—Supongo que le gustaría a usted ver mi despacho.

En su ironía, así como en el modo que tenía de parecer adivinar las intenciones de su interlocutor, había algo de insultante; pero el comisario conservaba la calma.

Se limitó a responder:

—No soy una admiradora que viene a pedirle un autógrafo.

—Por aquí.

Pasaron una doble puerta guateada, y se encontraron en un despacho espacioso cuyas ventanas daban a la calle. Ficheros verdes cubrían dos de las paredes. Más allá se alineaban los libros de derecho que se encuentran en casa de todos los abogados, y, finalmente, también en el suelo, periódicos y archivos lo mismo que en los ministerios.

—Le presento a René Falk, mi secretario.

El cual no tenía más de veinticinco años; era rubio, frágil, con un rostro mohíno extrañamente infantil.

—Encantado —murmuró mientras miraba a Maigret de la misma manera que Mlle. Blanche le había mirado la primera vez.

Debía ser, como ella, un fanático de su jefe, y considerar a todo extraño como enemigo.

—¿Trae usted la declaración? Varias copias, supongo.

—Tres; dos para que las firme, puesto que manifestó usted la intención de hacerlo; la tercera para que la archive usted, o para que haga de ella el uso que quiera.

Mascoulin cogió los documentos, tendió uno de ellos a René Falk, y juntos se pusieron a leerlo.

Una vez sentado en su escritorio, cogió una pluma, añadió unas comas aquí y allá, y suprimió una palabra en alguna parte, murmurando al mismo tiempo a Lapointe:

—Espero que no se ofenda…

Al llegar a la última página, firmó; luego trasladó las correcciones a la segunda copia, y la firmó también.

Maigret tendió la mano, pero Mascoulin no le entregó las hojas. Tampoco hizo las correcciones pertinentes en la tercera copia.

—¿Correcto? —preguntó a su secretario.

—Creo que sí.

—Mételas en la máquina.

Echó al comisario una mirada burlona.

—Un hombre que tiene tantos enemigos como yo, nunca toma demasiadas precauciones —dijo—. Sobre todo cuando a tanta gente le interesa que cierto documento no se publique.

Falk empujó una puerta que no cerró tras él, y dejó ver una habitación estrecha, antigua cocina o antiguo cuarto de baño, donde, en una mesa de madera blanca, había un aparato de fotostatar.

El secretario pulsaba unos botones. Un ligero ronroneo se dejaba oír en la máquina, en la que introducía las hojas una a una, al mismo tiempo que otras hojas de un papel especial. Maigret, qué conocía el sistema, pero que nunca había visto un aparato de esta clase en casa de un particular, seguía la operación con aparente indiferencia.

—Bonita invención, ¿no es así? —decía Mascoulin, siempre con el mezquino tic de los labios—. Hay quien no duda en discutir la autenticidad de una copia al papel carbón. Es imposible, en cambio, rechazar un fotostato.

Una vaga sonrisa, que no se le escapó al diputado, iluminaba el rostro de Maigret.

—¿En qué piensa usted?

—Me pregunto si, entre las personas que recientemente han tenido el informe Calame entre sus manos, habrá alguna que haya tenido la idea de fotostatarlo.

Mascoulin no le había permitido ver el aparato por distracción. Falk hubiera podido desaparecer unos instantes con el documento, sin que el comisario sospechase lo que estaría haciendo con él en la habitación vecina.

Las hojas salían por una ranura, y el secretario las extendía, húmedas, sobre una mesa.

—Sería una buena carta para jugar a los que están verdaderamente interesados en echar tierra al asunto, ¿no es así? —bromeaba Mascoulin.

Maigret lo observaba en silencio, con la más neutra y pesada de las miradas.

—Una buena jugada, sí —repitió.

Era imposible adivinar que un escalofrío había recorrido su espalda.