Un almuerzo en el «Filet de Sole»
Maigret cambió de idea antes de llamar a la primera puerta; se volvió hacia Lapointe, quien, por su parte, llevaba ya la mano hacia el timbre.
—¿No tienes sed?
—No, jefe.
—Empieza, entonces. Yo vuelvo en un segundo.
Realmente, hubiera podido utilizar el teléfono de la portera para la llamada que acababa de ocurrírsele. Pero, aparte de que prefería no hablar ante testigos, no le disgustaría nada echar un trago, un vaso de blanco, por ejemplo.
Tuvo que recorrer unos cien metros antes de encontrar una taberna, donde, fuera del patrón, no había un alma.
—Un blanco —pidió.
Pero rectificó:
—Mejor un pernod.
El pernod armonizaba más con su humor y con el tiempo; con el olor de aquel barcito primoroso, al que parecía que jamás iba nadie.
Esperó a que le sirvieran y a haber bebido la mitad de su vaso antes de dirigirse a la cabina.
Cuando se lee en los periódicos el resultado de una investigación, se tiene la impresión de que la Policía sigue una línea recta, que sabe adónde va desde el principio. Los acontecimientos se encadenan con lógica, como las entradas y salidas de los personajes en una pieza de teatro bien construida.
Raras veces se habla de las idas y venidas inútiles, de las búsquedas fastidiosas en direcciones que no conducen a ninguna parte, de sondeos lanzados al azar, a diestro y siniestro.
Maigret no hubiera podido citar una sola investigación en el curso de la cual, en un momento u otro, no se hubiera estancado.
Aquella mañana, en la P.J., no había tenido tiempo de recibir informes de Lucas, de Janvier y de Torrence, a quienes la víspera había encargado misiones que ahora parecían ya sin importancia.
—¿La P.J.? ¿Quiere usted ponerme con Lucas? Si no estuviese, avise entonces a Janvier.
Fue la voz de Lucas la que oyó al otro lado del hilo.
—¿Es usted, jefe?
—Sí. Ante todo, ¿quieres tomar nota de un trabajo urgente? Es necesario que te hagas con una fotografía de Piquemal, el tipo ese de la Escuela de Caminos y Puentes. Inútil buscarla en su habitación: no hay ninguna. Me sorprendería que en la Escuela no existiese alguna de esas fotos de grupo que se acostumbran hacer a fin de año, de la que los de la Identidad Judicial pudiesen sacar algo.
»Que lo hagan con la mayor rapidez posible. Hay todavía tiempo para que pueda aparecer en los periódicos de la tarde. Que se transmita también a todas las comisarías. Para no descuidar nada, no dejes de echar un vistazo por el Instituto Médico-legal.
—Comprendido, patrón.
—¿Alguna novedad?
—Encontré a la tal Marcelle, que se apellida Luquet.
Maigret había abandonado ya in mente aquella pista, pero no quería dar a Lucas la impresión de haber trabajado en vano.
—¿Y qué?
—Trabaja como correctora de pruebas en la Imprimerie du Croissant, donde forma parte del equipo nocturno. En esa imprenta no se tiran ni La Rumeur, ni Le Globe. Marcelle ha oído hablar de Tabard, a quien, sin embargo, no conoce personalmente, y no ha visto jamás a Mascoulin.
—¿Has hablado con ella?
—La invité a un café con leche en Montmartre. Es una chica bien. Vivió sola hasta que tropezó con Fleury y se enamoró de él. Lo está todavía. No le guarda rencor alguno por haberla abandonado, y, si mañana él desease volver con ella, lo aceptaría sin el menor reproche. Según ella, no es más que un niño grande, necesitado de ayuda y afecto. Pretende que, si bien es capaz de hacer algunas trampas en pequeña escala, al igual que los niños, es incapaz de nada verdaderamente sucio.
—¿Anda por ahí Janvier?
—Sí.
—Pásamelo.
Janvier no tenía nada que decirle. Había hecho el plantón ante el inmueble de la calle de Vaneau hasta el momento en que, hacia media noche, Torrence había ido a relevarle.
—Blanche Lamotte volvió a su casa a pie, sola, a eso de las once de la noche, y subió a su casa, donde la luz permaneció encendida aproximadamente media hora.
—¿No había por los alrededores ninguno de los de la calle de los Saussaies?
—Nadie. He podido contar a todos los transeúntes que volvían del cine o del teatro.
Torrence había tenido una noche todavía más tranquila. No había visto, durante toda ella, más que siete personas por la calle Vaneau.
—La luz volvió a encenderse a las seis de la mañana. Supongo que se levantaría temprano para hacer la limpieza. Salió a las ocho y diez, y se dirigió hacia el bulevar Saint-Germain.
Maigret fue a la barra a terminar su pernod y, como no fuese muy fuerte, tomó otro mientras llenaba la pipa.
Cuando volvió a la casa del bulevar Pasteur, oyó que Lapointe había llegado ya al tercero, y empezó con paciencia a hacer la parte que le correspondía a él.
A veces resulta pesado interrogar a la gente. A aquella hora, los dos hombres no encontraban en las casas más que mujeres ocupadas en la limpieza. Lo primero que se les ocurría era cerrar la puerta, porque los tomaban por representantes de cualquier aparato o por agentes de seguros. Ante la palabra «Policía» respondían todas con el mismo gesto de sorpresa.
Mientras se les hablaba, tenían la imaginación en otra parte, en el puchero del fuego, en el bebé que jugaba por el suelo, en la aspiradora eléctrica que continuaba funcionando en vano. Algunas parecían molestas de que se las hubiese sorprendido desarregladas, y se componían los cabellos con un movimiento maquinal.
—Intente usted recordar el martes por la mañana…
—El martes, sí…
—¿Acaso entre las diez y las once, por ejemplo, tuvo usted que abrir la puerta a alguien?
La primera a quien interrogó Maigret, el martes no había estado en casa, sino en el hospital, donde operaban a su hermana. La segunda, joven y con un niño en brazos, apoyado en la cadera, confundía constantemente martes y miércoles.
—Estuve aquí, sí. Estoy siempre aquí durante la mañana. Hago la compra al caer la tarde, cuando vuelve mi marido.
—¿Ha tenido usted que abrir alguna vez la puerta?
Era necesario devolverlas pacientemente a la atmósfera del martes por la mañana. Si se les hubiese preguntado a quemarropa: «¿Ha visto usted, en el ascensor o en la escalera, una persona extraña a la casa que subía al cuarto?…» hubieran respondido que no, de buena fe, sin tomarse siquiera el trabajo de reflexionar.
Maigret alcanzó a Lapointe en el tercer piso, porque no había encontrado a nadie en el segundo izquierda.
Los inquilinos, de acuerdo con el aspecto de la casa, llevaban, tras sus puertas, una vida familiar y sin grandes acontecimientos. El olor variaba de un piso a otro, lo mismo que el color del empapelado de las paredes, pero todos pertenecían a la misma clase laboriosa y honrada a quien la Policía asusta siempre un poco.
Maigret hablaba con una vieja sorda que no le había invitado a entrar, y que le hacía repetir cada pregunta. Oía a Lapointe hablar tras la puerta de enfrente.
—¿Por qué —gritaba la sorda— quiere usted que hubiese abierto la puerta? ¿Acaso esa impertinente de portera me acusa de espiar a los inquilinos?
—De ninguna manera, señora. No se le acusa a usted de nada.
—Entonces, ¿por qué viene la Policía a mi casa a hacerme preguntas?
—Intentamos averiguar si un hombre…
—¿Qué hombre?
—Uno que no conocemos, pero al que buscamos.
—¿Qué es lo que buscan?
—Un hombre.
—¿Qué ha hecho?
Intentaba aún hacerse entender, cuando se abrió la puerta de enfrente. Lapointe, con una señal, le informó de que había novedades, y el comisario se despidió bruscamente de la incómoda vieja.
—Le presento a Mme. Gaudry, patrón. Su marido trabaja en el banco del bulevar de los Italianos. El chico tiene cinco años.
Maigret advirtió al niño tras la madre, a cuyo vestido se agarraba con las dos manos.
—A veces, por la mañana, esta señora envía a su niño a alguna tienda de los alrededores, pero sólo a las que se encuentran en esta parte del bulevar.
—No lo dejo atravesar solo la calle, y, mientras está fuera, mantengo entreabierta la puerta. Fue así como el martes…
—¿Oyó usted subir a alguien?
—Sí. Esperaba a Bob. Durante un momento creí que era él. La mayor parte de los inquilinos suben en ascensor, pero al niño no se lo permito.
—Podría subir —afirmó el niño—. Lo he puesto ya una vez en marcha.
—Y has sido debidamente castigado. En resumen, echaba un vistazo en el momento en que un hombre atravesaba el descansillo y se dirigía al cuarto.
—¿Qué hora era?
—Alrededor de las diez y media. Acababa de poner un guiso al fuego.
—El hombre, ¿se dirigió a usted?
—No. Al principio, le vi sólo de espaldas. Llevaba un abrigo claro, bastante ligero, quizá una gabardina; no le presté demasiada atención, y tenía hombros anchos y el cuello bastante grueso.
Echó una ojeada al cuello de Maigret.
—¿Como el mío?
Ella vaciló, y luego enrojeció.
—No tanto. Era más joven. Hacia los cuarenta, a mi juicio. Vi su rostro cuando llegó a la vuelta de la escalera, y, a su vez, él me miró y pareció descontento de que yo estuviese allí.
—¿Se detuvo en el cuarto?
—Sí.
—¿Llamó a la puerta?
—No. Entró en el piso de M. Point, aunque necesitó algún tiempo para abrir la puerta.
—¿Como si probase varias llaves?
—No se puede decir eso, sino, más bien, como si no estuviese familiarizado con la cerradura.
—¿Lo vio marchar?
—No le vi, porque esa vez bajó en ascensor.
—¿Mucho tiempo después?
—Menos de diez minutos.
—¿Permaneció usted durante todo ese rato en el descansillo?
—No, sino que Bob no había vuelto aún, y la puerta continuaba entreabierta. Oí subir el ascensor, pararse en el cuarto, y descender.
—Aparte de la corpulencia, ¿podría usted describirlo?
—Resulta difícil. Era más bien coloradote, como hombre que come bien.
—¿Llevaba gafas?
—No creo… Estoy segura de que no.
—¿Fumaba pipa? ¿Cigarrillos?
—No… Espere… Casi me atrevería a asegurar que fumaba un puro… Me sorprendió, porque mi cuñado…
Todo aquello correspondía, con la añadidura del puro, a la descripción que el tabernero de la calle Jacob hiciera del hombre que se había acercado a Piquemal. Podía también corresponder a la del desconocido que había subido, en la calle Vaneau, a casa de Mlle. Blanche.
Unos minutos después, Maigret y Lapointe se encontraban en la acera.
—¿A dónde vamos?
—Déjame en el Quai. Tú irás inmediatamente a la calle Vaneau y a la calle Jacob para saber si por casualidad el tipo ese fumaba puros.
Cuando entró en su despacho, Lucas había obtenido ya una fotografía en la que figuraba Piquemal, desgraciadamente en segundo plano, pero lo bastante clara como para que los especialistas de la Identidad Judicial sacasen algún provecho de ella.
Se hizo anunciar al director de la P.J., con quien pasó cerca de media hora poniéndole al corriente.
—¡Esto ya marcha mejor! —suspiró el jefe cuando Maigret hubo terminado.
—Estaré todavía más tranquilo cuando sepamos, si es que llegamos a saberlo, quién es ese sujeto.
—Yo también.
Los dos pensaban lo mismo, pero preferían no mencionarlo. ¿No era posible que el individuo cuyas huellas habían hallado por tercera vez no fuese más que un agente al servicio de la otra casa, la de la calle de los Saussaies?
Allí contaba Maigret con buenos amigos, en particular uno de ellos, llamado Catroux, cuyo hijo había llevado a la pila bautismal. Dudaba si dirigirse a él, porque si Catroux sabía algo, se arriesgaba a ponerle en un aprieto.
Muy pronto aparecería en los periódicos de la tarde la fotografía de Piquemal. ¿No sería chocante que, en el mismo momento, el que buscaba la P.J. se hallase ya en manos de la Sûreté?
Quizá ésta podría haberlo retirado momentáneamente de la circulación por saber demasiado.
¿O le habría quizá llevado a la calle de los Saussaies para hacerle cantar?
Los periódicos iban a anunciar que la P.J., y particularmente Maigret, tomaban a su cargo el asunto.
Sería una buena jugada para la Sûreté dejarles poner en movimiento, y, después, pasadas algunas horas, anunciar que habían echado mano a Piquemal.
—Usted cree, naturalmente —insistió el jefe—, que Point es honrado y que no le oculta nada, ¿no es cierto?
—Lo juraría.
—¿Y también los que le rodean?
—Ésa es mi impresión. Me he informado acerca de cada uno de ellos. No lo sé todo de sus vidas, es cierto, pero lo que conozco me inclina a pensar que hay que buscar en otro sitio. La carta que le he enseñado…
—¿Mascoulin?
—Sin duda alguna está mezclado en el asunto. La carta lo prueba.
—¿Qué va a hacer usted?
—Quizá no me sirva de nada, pero se me ha ocurrido, sin una razón precisa, verle un poco más de cerca. Me basta con ir a comer al Filet de Sole, plaza de las Victoires, donde se dice que tiene plantados sus reales.
—Ande usted con cuidado.
—Ya, ya.
Pasó por el despacho de los inspectores y dio algunas instrucciones. Lapointe acababa de regresar.
—¿Qué hay de los puros?
—Es curioso que haya sido una mujer quien advirtió el detalle. El patrón de la taberna es incapaz de decir si el hombre fumaba pipa, cigarrillo o puro durante el largo cuarto de hora que permaneció en su bar. En cualquier caso, se inclinaría por el puro. La portera de Mlle. Blanche, por su parte, fue categórica.
»—¿Fumaba puro?
»—No. Cigarrillo. Arrojó la colilla en la escalera, y la aplastó con la suela del zapato.
Era la una cuando Maigret entró en el famoso restaurante de la calle de las Victoires, con cierta sensación desagradable en el pecho, porque es poco prudente medirse con un Mascoulin, cuando no pasa uno de ser funcionario.
No tenía nada contra él, como no fuese una esquela que el diputado podía justificar de cien maneras distintas. Y, allí, Mascoulin estaba en su terreno. Maigret se comportaba como un intruso, y el maître del hotel le vio acercarse a él sin tomarse siquiera la molestia de recibirle.
—¿Tiene usted mesa libre?
—¿Para cuántas personas?
—Para mí solo.
La mayor parte de las mesas estaban ocupadas, y se oía el murmullo sostenido de conversaciones acompañadas de ruido de tenedores y de choque de vasos. El maître miró a su alrededor, y se acercó a una mesa más pequeña que las otras, que estaba arrimada contra el tambor de la puerta.
Había otras tres mesas libres, pero, si el comisario se hubiera referido a ellas, probablemente le hubieran respondido que estaban reservadas, lo cual, por otra parte, era muy posible.
La señora del vestuario, a una señal, acabó por acercarse y recoger el abrigo y el sombrero de Maigret. Tuvo luego que esperar bastante a que el camarero le atendiese, y le sobró tiempo para fisgar el conjunto de la sala.
El restaurante era frecuentado por gente importante, y, a la hora del almuerzo, apenas se veían más que hombres, financieros, abogados conocidos, periodistas, políticos, todos ellos gente que se movía más o menos en el mismo medio y que de lejos se saludaban como conocidos.
Algunos habían reconocido al comisario, y se debía estar hablando de él en voz baja en varias mesas.
Joseph Mascoulin estaba sentado en el ángulo de la derecha, acompañado del licenciado Pinard, un abogado casi tan famoso como el diputado por la ferocidad de sus intervenciones en los tribunales.
Un tercer individuo daba la espalda a Maigret; era hombre de cierta edad, de hombros estrechos y escaso cabello gris, cuidadosamente peinado sobre el brillante cráneo. Sólo cuando se puso de perfil reconoció en él, el comisario, a Sauvegrain, cuñado y asociado de Nicoud, cuya fotografía había visto alguna vez en los periódicos.
Ya Mascoulin, que comía una chuleta, había reparado en Maigret y mantenía la mirada fija en él, como si fuese el único verdaderamente interesante de la sala. Al principio había brillado en sus ojos la curiosidad; luego una llamita de ironía se había encendido en ellos, y, ahora, parecía esperar divertido los próximos movimientos del comisario.
Éste pudo, por fin, elegir su comida; encargó media botella de Pouilly, y continuó fumando la pipa a pequeñas bocanadas, al mismo tiempo que sostenía la mirada del diputado. La diferencia entre ellos era que, como siempre en estos casos, los ojos del comisario parecían inexpresivos. Hubiera podido creerse que lo que miraba de aquella forma era tan neutro, tan falto de interés como un muro blanqueado, y que no pensaba en nada, como no fuera en el lenguado al estilo de Dieppe que acababa de pedir.
Estaba lejos de conocer la historia completa de Nicoud y de su negocio. El rumor público pretendía que Sauvegrain, su cuñado, quien hasta el matrimonio de su hermana, unos doce años antes, no pasaba de ser un oscuro destajista, no formaba parte de la sociedad más que de nombre. Ocupaba un despacho en la avenida de la République, no lejos de Nicoud. Este despacho era amplio, suntuoso, pero Sauvegrain pasaba allí sus jornadas oyendo a los visitantes sin importancia que se le enviaban para entretenerlo.
Si Mascoulin le recibía abiertamente a su mesa, debía de tener sus buenas razones. Pinard, por su parte, ¿estaba allí por ocuparse de los intereses de Sauvegrain?
Un director de periódico, al salir, se detuvo ante Maigret y le estrechó la mano.
—¿En pleno trabajo? —le preguntó.
Y como el comisario simulase no entenderle, añadió:
—No creo haberle visto nunca por aquí.
Su mirada se dirigió al rincón de Mascoulin.
—No sabía que la P.J. se ocupase de este tipo de asuntos. ¿Ha encontrado a Piquemal?
—Todavía no.
—¿Tratan aún de encontrar el informe Calame?
Lo había dicho en un tono burlón, como si el informe Calame no hubiese existido más que en la imaginación de algunas personas, o como si Maigret jamás pudiese llegar a descubrirlo.
—Seguimos buscando, sí —se limitó a responder el comisario.
El periodista abrió la boca, no dijo lo que tenía ganas de decir, y salió haciéndole un saludo cordial con la mano. En el tambor de la puerta chocó casi con un recién llegado, que Maigret no hubiera probablemente visto de no haber seguido a su interlocutor con la mirada.
El hombre, en efecto, en el momento de empujar la segunda puerta, divisó al comisario a través del cristal, y su rostro expresó cierto desconcierto. Hubiera debido, normalmente, saludar a Maigret, a quien conocía desde hacía años. Estuvo a punto de hacerlo, dirigió una mirada dubitativa a la mesa de Mascoulin, y, esperando quizá que el comisario no hubiese tenido tiempo de reconocerle, dio bruscamente media vuelta y desapareció.
Mascoulin, desde su rincón, no había perdido nada de la escena, si bien su cara de jugador de póker no lo había acusado.
¿Qué venía a hacer Maurice Labat al Filet de Sole, y por qué se había batido en retirada al ver a Maigret en el restaurante?
Labat había pertenecido durante una decena de años al servicio de la calle de los Saussaies, y había habido incluso una época, bastante corta, es cierto, durante la cual se pretendió que ejercía influencia sobre el ministro.
De pronto se había sabido, primero, que presentaba su dimisión, y luego, que no lo había hecho por su voluntad, sino para evitar engorros más serios.
Después continuó viéndosele merodear al margen de la gente que frecuenta sitios como el Filet de Sole. No había abierto, como otros en su caso, una agencia de policía privada. No se le conocían ni profesión, ni ingresos confesados. Además de su mujer y de sus hijos, tenía, en un piso de la calle de Ponthieu, una amante veinte años más joven que él, que debía de costarle cara.
Maigret no concedió a su lenguado la atención que merecía, porque el incidente de Labat había bastado para hacerle reflexionar.
¿No era natural pensar que la persona a quien el antiguo policía venía a ver al Filet de Sole no era otra que Mascoulin?
Labat era, entre mil hombres, el único a quien se podía encargar de ciertos asuntos más o menos sucios, y además conservar algún amigo en la calle de los Saussaies.
¿Esperaba, al retirarse, que Maigret no hubiera tenido tiempo de reconocerle? Mascoulin, a quien el comisario no podía ver en aquel momento, ¿le había hecho señas para que no entrase?
Si Labat tuviera alrededor de cuarenta años; si hubiese engordado un poco, y si fumase puros, el comisario estaría persuadido de que acababa de descubrir al hombre del bulevar Pasteur y de la calle Vaneau, así como al que se había llevado a Piquemal.
Pero Labat tenía apenas treinta y seis años, era corso y tenía cara de serlo. Bajo y delgado, llevaba zapatos de tacón alto para aumentar la estatura y bigotes oscuros con guías. Por último, fumaba cigarrillos desde la mañana hasta la noche, según testimoniaban sus amarillentos dedos.
No por eso su aparición dejó de encaminar la imaginación de Maigret en una nueva dirección y se reprochaba el haberse dejado sugestionar por la calle de los Saussaies.
Labat había trabajado en ella, pero ya no estaba allí. Existían en París varias docenas más de antiguos policías de los que la Sûreté había tenido que desembarazarse por razones más o menos parecidas.
Maigret se prometió inmediatamente obtener una lista de ellos. Estuvo a punto de telefonear inmediatamente a Lucas para que se la procurase, y si no lo hizo fue, aunque parezca extraño, porque no se atrevía a atravesar la sala bajo la burlona mirada de Mascoulin.
Éste, que no había tomado postre, bebía su café. Tampoco Maigret pidió postre, sino café y un coñac, y empezó a llenar la pipa, al tiempo que evocaba rostros que había conocido en la calle de los Saussaies. Se sentía un poco como cuando se busca a un nombre que se tiene en la punta de la lengua, y del que uno no logra acordarse.
Desde que se le había hablado del hombre corpulento, y, sobre todo, desde que se había hecho mención del puro, algo se removía en sus recuerdos.
Estaba de tal modo obsesionado por sus pensamientos, que apenas advirtió que Mascoulin se levantaba, al tiempo que se limpiaba los labios con la servilleta, y dirigía unas palabras a sus compañeros. Más exactamente, le veía levantarse, apartar la mesa para abrirse paso y por último avanzar tranquilamente hacia él, pero todo esto como si no le concerniese en absoluto.
—¿Me permite, comisario? —decía Mascoulin, mientras asía el respaldo de la silla frente a Maigret.
Su rostro estaba serio; solamente se advertía, en la comisura de los labios, un temblor que no era quizá más que un tic nervioso.
Maigret quedó, por un momento, desconcertado. Aquello no lo esperaba. Jamás había oído la voz de Mascoulin, que era grave y de timbre agradable. Se decía que era a causa de aquella voz por lo que algunas mujeres, pese a su rostro poco atractivo de Gran Inquisidor, se disputaban los asientos de la Cámara cuando anunciaban que él iba a tomar la palabra.
—Curiosa coincidencia que haya usted venido hoy aquí. Precisamente iba a telefonearle.
Maigret permanecía impasible, esforzándose, hasta donde podía, por hacerle la entrevista más difícil; pero al diputado no parecía inmutarle su silencio.
—Acabo de enterarme que es usted el encargado de lo de Piquemal y del documento Calame.
Hablaba a media voz, probablemente a causa de los restantes comensales, y las miradas convergían en ellos desde numerosas mesas.
—No sólo tengo informes importantes que darle, sino que creo preferible hacer una declaración oficial. ¿Querría usted enviar inmediatamente a uno de sus inspectores a la Cámara, para tomar nota? Cualquiera le dirá dónde me puede encontrar.
Maigret continuaba inmóvil.
—Se trata de ese Piquemal, con quien la semana pasada he tenido algún contacto.
Maigret llevaba en su bolsillo la carta de Mascoulin, y empezaba a comprender por qué tenía éste tanta necesidad de hablarle.
—Mi secretario, no sé qué día, me dio a leer una de las numerosas cartas que diariamente recibo y a las que está encargado de responder. Estaba firmada por Piquemal, y traía la dirección de un hotel de la calle Jacob, cuyo nombre he olvidado, el nombre de una provincia, si no recuerdo mal.
Maigret, sin dejar de mirarle, bebió un sorbo de café, y se puso a fumar la pipa a pequeñas bocanadas.
—Como usted puede suponer, recibo cada día cientos de cartas de personas de todas clases: locos, medio locos y gente honrada que denuncia algún abuso, y el trabajo de mi secretario, un muchacho de gran valía en quien tengo plena confianza, consiste en enviar al cesto las que no sirven para nada.
¿Por qué, al estudiar el rostro de su interlocutor, se preguntaba Maigret si Mascoulin sería pederasta? Jamás había oído nada de este género a su respecto. Si lo era, lo ocultaba cuidadosamente. Le parecía al comisario que aquello explicaba algunos rasgos de su carácter.
—La carta de Piquemal me pareció sincera, y estoy seguro de que tendrá usted la misma impresión si llego a encontrarla, porque me creería en el deber de enviársela a usted. Me decía ser la única persona en París que sabía dónde se encontraba el informe Calame y a quién era posible conseguirlo. Añadía que se dirigía a mí antes que a ningún organismo oficial, porque sabía que había demasiada gente interesada en echar tierra al asunto, y que yo era el único en merecerle su confianza. Le pido perdón por repetir sus términos. Yo le envié unas letras dándole una cita.
Maigret, con tranquilidad, sacó su cartera del bolsillo, y, de ella, la carta con membrete de la Cámara. Se limitó a mostrarla, sin tenderla por encima de la mesa, a pesar del gesto de Mascoulin para cogerla.
—¿Esta esquela?
—Supongo. Creo reconocer mi letra.
No preguntó cómo Maigret la tenía en su poder, evitó manifestar la menor sorpresa, y continuó:
—Veo que está usted al corriente… Le encontré, pues, en la Brasserie du Croissant, no lejos de la imprenta donde por las tardes recibo algunas de mis visitas. Me pareció bastante exaltado, demasiado «fanático» para mi gusto. Lo dejé hablar.
—¿Le comunicó que tenía el informe en su poder?
—No exactamente. Esa clase de gente no hace nunca las cosas con tanta sencillez. Necesitan rodearse de una atmósfera de conspiración. Me dijo que trabajaba en la Escuela de Puentes y Caminos, que a veces había ayudado al profesor Calame y que creía saber dónde se encontraba el informe redactado, hace tiempo, por aquél a propósito del sanatorio de Clairfond. La entrevista duró apenas diez minutos, porque yo tenía que repasar las pruebas de mi artículo.
—¿Piquemal le trajo el informe en seguida?
—No he vuelto a verlo. Propuso enviármelo el lunes o el martes, lo más tarde el miércoles. Le respondí, por razones que debe usted comprender, que no quería que el documento llegase a mis manos. Este informe es dinamita, de lo que hoy tenemos ya la prueba.
—¿Le aconsejó usted que lo entregase a alguien?
—A sus superiores.
—¿Es decir, el director de la Escuela de Puentes y Caminos?
—No creo haber precisado. Quizá haya pronunciado la palabra ministerio, que me vino con toda naturalidad a la imaginación.
—¿Intentó telefonearle a usted?
—No, que yo sepa.
—¿Ni verle?
—Si lo hizo, no lo logró, porque, como le he dicho, no volví a tener noticias suyas más que por los periódicos.
»Parece que siguió mi consejo, aunque exagerándolo un poco, puesto que fue directamente al ministro. Desde el momento en que oí hablar de su desaparición, me propuse ponerle a usted al corriente del incidente. Ya está hecho. Dadas las repercusiones posibles del asunto, es preferible que mi declaración quede debidamente registrada. Si, pues, esta tarde…
No se podía hacer otra cosa, Maigret se veía obligado a enviarle a alguien que recibiese su declaración. El inspector que fuese, Maigret estaba seguro de ello, hallaría a Mascoulin rodeado de cierto número de colegas suyos y periodistas. ¿No era ésta una manera de acusar a Point?
—Se lo agradezco —se limitó a murmurar el comisario—. Haré lo necesario.
Mascoulin pareció un tanto desconcertado, como si hubiera esperado otra cosa del comisario. ¿Se habría figurado que iba a hacerle preguntas embarazosas, o bien que manifestaría de un modo u otro su incredulidad?
—No hago más que cumplir con mi deber. Si hubiese previsto que los acontecimientos tomarían este aspecto, le hubiese hablado a usted antes.
Parecía representar constantemente un papel, y se hubiera jurado incluso que no lo ocultaba, como si dijera:
«He sido más vivo que tú. Vuelve por otra».
¿Se había equivocado Maigret? Desde cierto punto de vista, desde luego, porque no tenía nada que ganar, sino, por el contrario, que perderlo todo al medirse con un hombre tan poderoso y retorcido como Mascoulin.
Éste, de pie, le ofrecía su mano. En la imaginación del comisario relampagueó el recuerdo de Point y de su historia de las manos sucias.
No se tomó el trabajo de pesar el pro y el contra; cogió la taza de café vacía, y la llevó a los labios, ignorando así la mano que se le tendía.
Pasó una sombra por los ojos del diputado. El temblor, en la comisura del labio, lejos de desaparecer, se acentuó.
Se limitó a decir:
—Hasta la vista, Monsieur Maigret.
¿Subrayó intencionadamente el Monsieur, como le había parecido a Maigret? Si lo había hecho, se trataba de una amenaza apenas esbozada; porque aquello significaba que a Maigret no le quedaba mucho tiempo de gozar de su título de comisario.
Le siguió con la mirada mientras volvía a su mesa y se inclinaba hacia sus compañeros; llamó maquinalmente:
—¡Mozo!, la cuenta, hágame el favor.
Diez personas al menos, que por una razón u otra desempeñaban un papel importante en la vida del país, tenían las miradas fijas en él.
Debió de haber apurado la copa de coñac sin darse cuenta, puesto que, sólo al hallarse fuera, notó el sabor en la boca.