Capítulo cinco

Los escrúpulos del profesor

Era la voz de un hombre que no había dormido durante toda la noche, que apenas durmiera las noches precedentes, y que no se preocupa de escoger las palabras, porque ha pasado ya de la situación en que uno pone cuidado en el efecto que causa. Aquel timbre neutro, sin acento, sin energía, constituye más o menos en el hombre lo mismo que la boca abierta de la mujer cuando llora de cierta manera, nada patética, que la afea sin que a ella le dé cuidado.

—¿Puede usted venir a verme inmediatamente, Maigret? En el punto al que han llegado las cosas, a no ser que a usted le moleste personalmente, no hay razón alguna para evitar el bulevar Saint-Germain. Le prevengo que mi antesala está atestada de periodistas, y que el teléfono no deja de sonar. Les he prometido una conferencia de prensa para las once.

Maigret miró el reloj.

—Voy inmediatamente.

Llamaron a la puerta. El joven Lapointe entró cuando Maigret tenía aún el receptor en la mano y una arruga en la frente.

—¿Alguna novedad?

—Algo nuevo, sí.

—¿Importante?

—Así lo creo.

—Ponte el sombrero y ven conmigo. Me hablarás por el camino.

Se detuvo un momento ante el portero para pedirle que dijese al jefe que no asistiría a las instrucciones. Una vez en el patio, se acercó a uno de los cochecitos negros de la P.J.

—Ponte al volante.

Y, cuando ya rodaban por el muelle, añadió:

—Cuenta de prisa.

—Pasé la noche en el Hôtel du Berry, en la habitación que había alquilado.

—¿No ha vuelto Piquemal?

—No. Durante toda la noche, alguien de la Sûreté Nationale permaneció de guardia en la calle.

Maigret lo sospechaba. Aquello no era inquietante.

—No quise entrar en la habitación de Piquemal mientras fuese de noche, porque hubiera tenido que encender la luz y se hubiera visto desde fuera. Esperé al amanecer, y me entregué entonces a un examen del lugar, más minucioso que el anterior. Examiné, entre otras cosas, los libros uno a uno, y los ojeé. En un tratado de economía política encontré esta carta, puesta allí como para servir de señal.

Mientras conducía con una mano, sacó con la otra su cartera del bolsillo y la tendió a Maigret.

—En el departamento de la izquierda. La que lleva membrete de la Cámara de Diputados.

Se trataba de una cuartilla como las que usan los miembros de la Cámara para cartas breves. Llevaba la fecha del jueves anterior. La letra era pequeña, descuidada, con caracteres encaballados y terminaciones de palabras casi ilegibles.

«Querido señor: Le agradezco su comunicación. Estoy muy interesado en lo que usted me dice, y le veré mañana de buena gana, hacia las ocho de la noche, en la cervecería del Croissant, en la calle de Montmartre. Hasta entonces, le ruego que no hable a nadie de la cuestión que le interesa. Suyo.»

Propiamente hablando, no había firma, sino un garabato cuyas letras hubieran podido ser cualesquiera del alfabeto.

—Supongo que se trata de Joseph Mascoulin —murmuró el comisario.

—Él es, sí. Pasé muy temprano por casa de un camarada que es taquígrafo en la Cámara y conoce la letra de la mayor parte de los diputados. No necesité más que mostrarle la primera línea y la rúbrica.

Estaban ya en el bulevar Saint-Germain, y, ante el ministerio de Obras Públicas, advirtió Maigret varios automóviles de la prensa. Echó un vistazo a la acera de enfrente, y no vio a nadie de la calle de los Saussaies. ¿Era que, estallada ya la bomba, cesaba la vigilancia?

—¿Le espero?

—Quizá sea mejor.

Atravesó el patio, ascendió por la escalera principal, y se halló en una antesala tapizada de rojo oscuro, con columnas amarillentas; reconoció allí varios rostros. Pareció que dos o tres periodistas iban a dirigirse a él, pero ya un portero se les había adelantado.

—Por aquí, señor comisario. El señor ministro le espera.

En el inmenso despacho sombrío, donde las luces habían sido encendidas, Auguste Point, de pie, le pareció más bajo, más macizo, que en el piso del bulevar Pasteur. Tendió la mano a Maigret y la retuvo un instante, con la insistencia de los que acaban de sufrir un gran disgusto y agradecen la menor prueba de simpatía.

—Le agradezco que haya venido, Maigret. En este momento me reprocho el haberle mezclado en todo este asunto. Ya ve usted que mi inquietud no carecía de razones.

Se volvió hacia una mujer que acababa de hablar por teléfono y que colgaba el receptor.

—Le presento a Mlle. Blanche, mi secretaria, de quien le he hablado ya.

Ella miraba a Maigret con desconfianza. Se la veía a la defensiva. No tendió la mano, sino que se limitó a hacer una pequeña inclinación de cabeza.

Su rostro era un rostro cualquiera, sin atractivos, pero, bajo su sencillo traje negro, adornado solamente en el cuello con un estrecho encaje blanco, le sorprendió a Maigret adivinar un cuerpo todavía joven, regordete, aún muy deseable.

—Si no le resulta molesto, iremos a mi piso. Jamás he podido habituarme a este despacho, donde siempre me encuentro incómodo. ¿Usted se encarga del teléfono, Blanche?

—Sí, señor ministro.

Point abrió una puerta del fondo, y, siempre con la misma voz neutra, murmuró:

—Voy delante. El camino es bastante complicado.

Él mismo no estaba aún familiarizado, y parecía un extraño en los pasillos desiertos por los que a veces llegaba a vacilar ante una puerta.

Se encontraron en una escalera más estrecha, atravesaron, arriba, dos vastas habitaciones vacías. La vista de una criada con delantal blanco, que, escoba en mano, pasaba por allí, indicaba que habían dejado ya la parte oficial del edificio y habían llegado a las habitaciones privadas.

—Quería haberle presentado a Fleury. Estaba en el despacho vecino. En el último momento, se me fue de la cabeza.

Se oyó una voz de mujer. Point empujó la última puerta y se encontraron en un salón más pequeño que los otros, donde una mujer estaba sentada cerca de la ventana, y una muchacha se mantenía de pie junto a ella.

—Mi mujer y mi hija. He juzgado preferible hablar ante ellas.

Mme. Point hubiera podido ser cualquier pequeña burguesa de edad madura, de las que se encuentran por la calle cuando van a hacer la compra. También ella tenía los rasgos alterados, la mirada un poco vacía.

—Ante todo, necesito darle a usted las gracias, señor comisario. Mi marido me ha contado todo, y estoy perfectamente enterada del bien que le ha hecho usted.

Los periódicos estaban esparcidos encima de una mesa, con sus grandes titulares.

Maigret, al principio, apenas prestó atención a la muchacha, que le pareció más tranquila, más dueña de sí misma que su padre y que su madre.

—¿No quiere usted una taza de café?

Todo aquello recordaba un poco una casa mortuoria donde el trajín cotidiano se alterase de repente, donde la gente va y viene, habla y se agita, sin saber dónde meterse ni qué hacer.

Tenía aún el abrigo puesto. Fue Ana María quien le invitó a quitárselo y quien lo colocó en el respaldo de una butaca.

—¿Ha leído usted los periódicos de esta mañana? —preguntó por fin el ministro, sin sentarse.

—No he tenido tiempo más que de ver los titulares.

—Todavía no citan mi nombre, pero, entre los periodistas, todo el mundo lo maneja. Han debido recibir la información hacia media noche. Yo fui advertido por un hombre que conozco, que es confeccionista en la calle del Croissant. Telefoneé inmediatamente al Presidente.

—¿Cuál ha sido su reacción?

—No sé si se ha sorprendido o no. No me siento capaz de juzgar a los demás. Evidentemente, le saqué del sueño. Me pareció manifestar cierta sorpresa, pero no toda la que yo esperaba.

Se hubiera dicho que hablaba de labios afuera, sin convicción, como si las palabras no tuviesen ya importancia.

—Siéntese, Maigret. Le ruego me perdone si permanezco de pie, pero, desde esta mañana, no soy capaz de sentarme. Me causa una sensación angustiosa. Necesito estar de pie, caminar. Cuando llegó usted, llevaba una hora recorriendo mi despacho, mientras mi secretaria respondía al teléfono. ¿Dónde estaba? Sí. El Presidente me dijo algo como esto:

»—Muy bien, querido, será necesario capear el temporal.

»Creo que fueron sus palabras textuales. Le pregunté si eran sus agentes los que habían detenido a Piquemal, y, en lugar de responder directamente, murmuró:

»—¿Qué es lo que se lo hace pensar?

»Luego me explicó que, ni más ni menos que yo o cualquier otro ministro, no podía responder de lo que hacían sus agentes. A este propósito, hizo una larga digresión.

»—Se nos hace responsables de todo —decía—, sin comprender que no somos más que aves de paso; que aquellos a quienes damos órdenes, saben que han tenido la víspera otro jefe y que quizá pasado mañana tengan uno nuevo.

»Le sugerí:

»—Lo mejor que puedo hacer es, sin duda, presentar la dimisión mañana mismo a primera hora.

»—No vaya usted tan de prisa, Point. Me coge usted desprevenido. En política, raras veces ocurren las cosas como se esperan. Voy a pensar en su proposición, y le llamaré en seguida.

»Supongo que habrá telefoneado a algunos colegas. ¿Tuvieron quizá una reunión? No lo sé. Ahora no hay razón alguna para que me tengan al corriente.

»Pasé el resto de la noche recorriendo la habitación, mientras mi mujer trataba de hacerme entrar en razón.

Ella miró a Maigret, como si quisiera decir.

—¡Ayúdeme!, ya ve usted cómo está.

Era cierto. La noche del bulevar Pasteur, Point había aparecido ante Maigret como un hombre que vacila ante un golpe que acaban de asestarle, que ignora cómo le hará frente, pero que no abandona la partida.

Ahora, hablaba como si los acontecimientos no le concerniesen; como si habiéndose decidido a su suerte de una vez por todas, hubiese renunciado a luchar.

—¿Le ha vuelto a llamar? —preguntó Maigret.

—A eso de las cinco y media. Como usted puede ver, somos varios los que no hemos dormido la noche última. Me dijo que mi decisión no arreglaría nada, que sería considerada como confesión de culpabilidad, y que todo lo que yo tenía que hacer era decir la verdad.

—¿Incluido el contenido del informe Calame? —preguntó el comisario.

Point consiguió sonreír.

—No. No exactamente. En el momento en que yo creía terminada la conversación, el Presidente añadió:

»—Supongo que se le preguntará si ha leído usted el informe.

»Yo le respondí:

»—Lo he leído.

»—Es lo que creí comprender. Se trata sin embargo de un informe bastante voluminoso, supongo que atiborrado de detalles técnicos sobre un tema que no es necesariamente familiar para un hombre de leyes. Sería más exacto pretender que lo ha ojeado. Usted no tiene ya el informe a mano para refrescar la memoria. Lo que acabo de decirle, querido amigo, pretende evitarle enojos más grandes que los que le esperan. Hable del informe, señale usted algún sospechoso, sea quien sea —esto ni me concierne ni me preocupa—, y se le acusará a usted de lanzar acusaciones que no está en situación de sostener. ¿Me comprende?

Por tercera vez al menos desde el comienzo de la entrevista, Point encendió su pipa; su mujer se volvió a Maigret.

—También puede usted fumar. Estoy acostumbrada.

—A partir de las siete de la mañana el teléfono no ha cesado de sonar. Fueron sobre todo periodistas, que quieren hacerme preguntas. Al principio, respondí que no tenía nada que declarar. Luego, me di cuenta de que el tono se hacía casi amenazador, hasta el punto de que los directores de periódicos me telefonearon personalmente. Terminé por convocar a todo el mundo en mi despacho esta mañana a las once, para una conferencia de prensa.

»Antes de esto, necesitaba verle a usted. Supongo…

Había tenido el valor, quizá por pudor, tal vez por temor o por superstición, de retrasar aquel momento la pregunta.

—Supongo que no habrá descubierto usted nada.

Maigret sacó la carta del bolsillo y se la tendió sin decir palabra. ¿Lo hizo adrede, para dar más importancia al rasgo e insuflar con él confianza al ministro? Había en ello algo teatral que no era costumbre en el comisario.

Mme. Point no se movió del canapé en que estaba sentada; pero Ana María fue hacia su padre y leyó por encima de su hombro.

—¿De quién es? —preguntó.

Maigret, por su parte, preguntaba a Point:

—¿Reconoce usted la letra?

—Me resulta conocida, sin llegar a serme familiar.

—Esta carta ha sido enviada el jueves último por Joseph Mascoulin.

—¿A quién?

—A Jules Piquemal.

Sobrevino el silencio. Point, sin decir palabra, tendió la carta a su mujer. Aparentemente, cada uno intentaba medir la importancia del descubrimiento.

Cuando Maigret tomó la palabra, fue, como en el bulevar Pasteur, para comenzar una especie de interrogatorio.

—¿Qué relaciones mantiene usted con Mascoulin?

—Ninguna.

—¿Han discutido ustedes alguna vez?

—No.

Point permanecía preocupado, serio. Aunque jamás se mezclaba en política, no por eso dejaba Maigret de conocer por encima las costumbres parlamentarias. De un modo general, los diputados, aun los pertenecientes a partidos opuestos, incluso si se llegan a atacar ferozmente en la tribuna, mantienen relaciones cordiales que, por su familiaridad, recuerdan las del colegio o del cuartel.

—¿No se habla usted con él? —insistió Maigret.

Point se pasó la mano por la frente.

—La cosa aconteció hace varios años, cuando yo era un principiante en la Cámara. Una cámara completamente nueva, quizá usted la recuerde, donde se había decidido que no habría zascandiles.

Aquello sucedía inmediatamente después de la guerra, y el país estaba agitado por una ola de idealismo. Se estaba sediento de limpieza.

—La mayor parte de mis colegas, o al menos una proporción importante de ellos, eran, como yo, novatos en política.

—Pero no Mascoulin.

—No. Quedaba cierto número de antiguos miembros de las Cámaras, pero todos ellos estaban persuadidos de que los recién llegados crearían la nueva atmósfera. Al cabo de unos meses, yo ya no confiaba tanto como al principio. Pasados dos años, me había ya decepcionado. ¿Lo recuerdas, Henriette?

Se había vuelto hacia su mujer.

—Hasta el punto —dijo ella— de que había decidido no volver a presentarse.

—En el transcurso de un almuerzo en el que yo debía tomar la palabra, hablé con sinceridad, y allí estaba la prensa para recoger mi discurso. Me extrañaría que no me recordasen estos días alguna parte de aquella peroración. Su tema era, en cierto modo, «las manos sucias». Explicaba, sustancialmente, que no es nuestro régimen político el defectuoso, sino el ambiente en el que, por grado o por fuerza, viven los políticos.

»No tengo necesidad de extenderme más sobre esto. Usted recordará el famoso título: “La República de los Camaradas”. Nos encontramos todos los días. Nos damos la mano como viejos amigos. Después de unas semanas de sesión, todo el mundo se tutea, y nos hacemos mutuamente pequeños favores.

»Cada día se estrecha un número mayor de manos, y, si no están muy limpias, uno alza los hombros con indulgencia.

»“¡Bah, éste no es más que un pobre pícaro!”.

»O bien:

»“Uno se ve obligado a hacerlo, a causa de sus electores”.

»¿Me comprende usted? Declaré entonces que, si cada uno de nosotros se negase de una vez para siempre a estrechar manos sucias, manos de tramposos, la atmósfera política quedaría inmediatamente purificada.

Y añadió, después de un instante, con amargura:

—Yo hice lo que había predicado. Evité algunos periodistas y algún negociante del mercado negro, de los que frecuentan los pasillos del Palais Bourbon. Negué, a electores influyentes, favores que no creía deber hacerles.

»Y un día que, en la Salle des Pas Perdus, Mascoulin venía hacia mí con la mano tendida, hice como si no le viese y me volví ostensiblemente a otro de mis colegas.

»Sé que palideció y que jamás me lo ha perdonado. Es de esa clase de hombres que no perdonan nunca.

—¿Se portó usted del mismo modo con Héctor Tabard, el director de La Rumeur?

—Me negué dos o tres veces a recibirle, y no ha insistido.

Consultó su reloj.

—Me queda sólo una hora, Maigret. A las once no tendré más remedio que hacer frente a los periodistas y responder a sus preguntas. Había pensado enviarles una nota, pero esto no les contentaría.

»Tengo que decirles que Piquemal vino a traerme el informe Calame, y que yo lo llevé a mi casa del bulevar Pasteur para leerlo.

—¿Y que lo ha leído usted?

—Intentaré ser menos categórico. Lo más difícil, lo imposible, será conseguir que admitan que dejé el famoso informe en un piso sin vigilancia y que, cuando al día siguiente quise recogerlo para entregarlo al Presidente del Consejo, había desaparecido.

»Nadie me creerá. La desaparición de Piquemal no simplifica nada, sino todo lo contrario. Se pretenderá que por un medio o por otro, me he desembarazado de un testigo molesto.

»Lo único que me hubiera salvado sería entregarles al ladrón del documento.

Añadió, como si pretendiese excusar su despecho:

—No podría esperarlo de nadie en cuarenta y ocho horas, ni siquiera con la colaboración de usted. ¿Qué cree que debo hacer?

Mme. Point intervino, categórica.

—Presenta la dimisión, y marchemos a La Roche-sur-Yon. Los que te conocen saben que no eres culpable. En cuanto a los demás, no tienes por qué preocuparte. Tú tienes la conciencia tranquila, ¿no es así?

La mirada dé Maigret se detuvo en el rostro de Ana María y la vio fruncir los labios. Comprendía que la muchacha no podía estar de acuerdo con su madre, y que, para ella, semejante retirada por parte de su padre significaría sin duda la pérdida de sus propias esperanzas.

—¿Qué opina usted? —murmuró Point, vacilante.

Era una responsabilidad con la que el comisario no podía cargar.

—¿Y usted?

—Tengo la impresión de que debo aguantar; en todo caso, siempre queda la esperanza de descubrir al ladrón.

La respuesta era también una pregunta indirecta.

—Yo, hasta el último minuto no me desespero —gruñó Maigret—. De lo contrario, jamás empezaría una investigación. Esta vez, a causa de mi escasa familiaridad con la política, he perdido el tiempo en gestiones que pueden parecer inútiles. Ya no estoy seguro de que lo sean.

Se veía en la necesidad de infundir a Point, si no confianza, al menos seguridad. Para lograrlo, Maigret se puso a trazar un cuadro más esquemático de la situación.

—Como usted ve, señor ministro, hemos llegado a un terreno en el que me siento más seguro. Hasta aquí, me veía obligado a trabajar sin que nadie lo supiese, lo que no ha impedido que nos tropezásemos constantemente con agentes de la calle de los Saussaies. Fuese a la puerta de este ministerio, fuese a la de su secretaria, fuese en casa de Piquemal o ante el domicilio de su jefe de despacho, mis hombres se encontraban invariablemente con gente de la Sûreté haciendo guardia.

»Por un momento, me pregunté qué buscarían, y si unos y otros no llevábamos a cabo una investigación paralela.

»Ahora pienso que lo que pretendían era, simplemente, enterarse de lo que nosotros descubríamos. Ni usted, ni su secretaría, ni Piquemal, ni Fleury, eran los vigilados, sino mis hombres y yo.

»A partir del momento en que la desaparición de Piquemal y la del documento se hicieron públicas, la investigación cae dentro de las atribuciones de la P.J., puesto que el hecho aconteció en territorio de París.

»Un hombre no desaparece nunca sin dejar huellas.

»Y un ladrón acaba invariablemente por dejarse atrapar.

—¡Tarde o temprano! —murmuró Point con una sonrisa triste.

Y Maigret, levantándose y mirándole a los ojos, respondió:

—¡A aguantar hasta entonces!

—Eso no depende sólo de mí.

—Depende, sobre todo, de usted.

—Si es Mascoulin quien se esconde tras esta maquinación, no tardará en interpelar al Gobierno.

—A no ser que prefiera aprovechar lo que sabe para aumentar su influencia.

Point le observó con sorpresa.

—¿Está usted al corriente? Creía que no se interesaba usted por la política.

—Estas cosas no suceden sólo entre políticos y hay «Mascoulins» por todas partes. Creo —interrúmpame si me equivoco— que él no tiene más que una pasión, la del poder, pero que se trata de un animal de sangre fría que sabe esperar su hora. De vez en cuando desencadena una tempestad en la Cámara y en la prensa al revelar algún abuso o algún escándalo.

Point le escuchaba con nuevo interés.

—Fue así como adquirió poco a poco la reputación de implacable enderezador de entuertos. De modo que todos los iluminados, todos los resentidos, todos los rebeldes del tipo de Piquemal, se dirigen a él cuando descubren o creen descubrir alguna suciedad política o administrativa.

»Supongo que recibe la misma clase de cartas que recibimos nosotros cuando se comete un crimen misterioso. Nos escriben los locos, los desquiciados, los maniáticos, y hasta personas que encuentran en el caso la ocasión de satisfacer su odio contra un pariente, un antiguo amigo o un vecino. En medio de estas cartas, hay siempre algunas que nos suministran indicaciones verídicas, y sin las cuales buen número de asesinos continuarían aún recorriendo las calles.

»Piquemal, el Solitario, que buscó la verdad en todos los partidos extremistas, en todas las religiones, en todas las filosofías, es precisamente el tipo de hombre que al descubrir el informe Calame, no habrá tenido ni por un momento la intención de entregarlo a sus superiores inmediatos, de los que probablemente desconfía.

»Se dirigió en cambio al enderezador de entuertos profesional, convencido de que, de ese modo, el informe escaparía Dios sabe a qué conjuración de silencio.

—Si Mascoulin tiene el informe en sus manos, ¿por qué no se ha servido de él aún?

—Por la razón que ya le he dicho. Necesita provocar, periódicamente, un escándalo, a fin de mantener su reputación. Pero los periódicos de chantaje, como La Rumeur, tampoco publican todos los informes que poseen. Los asuntos que les interesan son, por el contrario, aquellos de los que no hablan.

»El informe Calame es un bocado demasiado suculento para arrojarlo a la voracidad del público.

»Si lo posee Mascoulin, ¿cuántas personas conocidas cree usted que están a su merced, incluido Arthur Nicoud?

—Muchas. Varias docenas.

—Ignoramos cuántos informes Calame tendrá en sus manos, de los que puede servirse en cualquier momento, y que le permitirán, el día en que se sienta lo bastante fuerte, conseguir sus fines.

—Lo había pensado —confesó Point—. Y eso es precisamente lo que me asusta. Si es él quien posee el informe, lo tiene en lugar seguro, y me sorprendería que lo pudiésemos encontrar. Ahora bien, si no lo damos a conocer, o si no presentamos pruebas formales de que alguien lo ha destruido, yo quedaré deshonrado, puesto que será a mí a quien se acuse de haberlo hecho desaparecer.

Vio Maigret cómo Mme. Point volvía la cabeza para esconder una lágrima que corría por sus mejillas. También la vio Point, quien se desconcertó unos instantes, mientras Ana María decía:

—¡Mamá!

Mme. Point sacudió la cabeza como para dar a entender que no era nada, y salió rápidamente de la habitación.

—¿Ve usted? —dijo su marido, como si aquello no necesitase comentarios.

¿Se equivocaba Maigret? ¿Se dejaba impresionar por la atmósfera dramática que le rodeaba? Declaró, como si estuviese seguro de sí mismo:

—No puedo prometerle el hallazgo del informe, pero le aseguro que caeré sobre el que se introdujo en su piso para robarlo, sea hombre o mujer. Es mi obligación.

—¿Lo cree usted?

—Estoy seguro.

Maigret se había levantado. Point murmuró:

—Bajo con usted.

Y dirigiéndose a su hija:

—Ve y repite a tu madre lo que el comisario acaba de decirme. Eso la tranquilizará.

Rehicieron en sentido inverso el camino que habían recorrido por los pasillos del ministerio, y volvieron a encontrarse en el despacho de Point, donde, además de Mlle. Blanche, que hablaba por teléfono, un personaje alto y delgado, de cabellos grises, abría la correspondencia.

—Le presento a Jacques Fleury, mi jefe de despacho… El comisario Maigret…

Maigret tuvo la impresión de haber visto ya a aquel hombre en alguna parte, en un bar o en un restaurante, sin duda. Tenía buen aspecto, e iba vestido con una elegancia que contrastaba con el momentáneo abandono del ministro. Era esa clase de tipos que se encuentran en los bares de los Campos Elíseos en compañía de mujeres bonitas.

Su mano era seca; su apretón de manos, franco. Desde lejos parecía más joven, más enérgico que de cerca, porque se advertían ya bolsas de cansancio bajo sus ojos, y una especie de flaqueza de labios que disimulaba sonriendo nerviosamente.

—¿Cuántos hay? —preguntó Point, señalando la antesala.

—Unos treinta. Están también los corresponsales de los periódicos extranjeros. Ignoro cuántos fotógrafos. Todavía están llegando.

Maigret y el ministro cambiaron una mirada. Maigret, con un guiño alentador, parecía decir: «¡Aguante!».

Point le preguntó:

—¿Saldrá usted por la antesala?

—Puesto que va a anunciarles que me ocupo de la investigación, no tiene importancia, sino todo lo contrario.

Sentía sobre sí la mirada siempre desconfiada de mademoiselle Blanche, con quien no había tenido tiempo de familiarizar. La secretaria parecía dudar aún sobre qué opinión debía hacerse de él. Quizá, sin embargo, la tranquilidad de su jefe le hiciera pensar que la intervención de Maigret era más bien beneficiosa.

Cuando el comisario atravesó la antesala, los fotógrafos fueron los primeros en precipitarse hacia él, y Maigret no hizo nada por escaparse. Los reporteros, a su vez, le asediaron a preguntas.

—¿Se ocupa usted del informe Calame?

Él los apartaba sonriente:

—Dentro de unos minutos, el ministro responderá por sí mismo a estas preguntas.

—¿No niega usted que se ocupa del asunto?

—No niego nada.

Algunos le siguieron hasta la escalera de mármol, con la esperanza de arrancarle una declaración.

—Pregunten al ministro —les repetía Maigret.

Uno de ellos preguntó:

—¿Cree usted que Piquemal puede haber sido asesinado?

Era la primera vez que tal hipótesis se formulaba claramente.

—Ya conocen mi respuesta favorita —respondió Maigret—: «No creo nada».

Unos instantes más tarde, después de algunos fogonazos más, entraba Maigret en el coche de la P.J., donde Lapointe, al volante, había empleado el tiempo en leer los periódicos.

—¿A dónde vamos? ¿Al Quai?

—No. Al bulevar Pasteur. ¿Qué cuentan los periódicos?

—Hablan principalmente de la desaparición de Piquemal. Uno de ellos, no sé cuál, envió a intervenir a Mlle. Calame, que vive aún en el piso que ocupaba con su marido, en el bulevar Raspail. Parece ser una mujercita de aspecto enérgico, que no se anda con rodeos y que no ha intentado eludir las preguntas que se le hicieron.

»No conoce el informe, pero recuerda perfectamente que su marido, hace aproximadamente cinco años, pasó varias semanas en la Alta Saboya. A la vuelta entró en un período de gran actividad, y se quedaba con frecuencia a trabajar hasta muy entrada la noche.

»—Jamás le llamaron tanto por teléfono —ha dicho ella—. Venían a verle montones de gente que no conocíamos de nada. Andaba preocupado, inquieto. Cuando le interrogaba acerca de lo que le quitaba el sueño, me respondía que eran su trabajo y sus responsabilidades. Durante aquella época me habló con frecuencia de responsabilidades. Yo tenía la impresión de que algo lo minaba. Le sabía enfermo: hacía más de un año que el doctor me había anunciado que tenía cáncer. Recuerdo que, un día, dijo suspirando: “¡Dios mío, qué difícil resulta para un hombre saber dónde está su deber!”.

Iban por la calle Vaugirard, donde un autobús les obligaba a caminar con lentitud.

—Le dedica una columna entera —añadió Lapointe.

—¿Qué hizo de los papeles de su marido?

—Los dejó todos en el mismo lugar que ocupaban en su escritorio, que limpia con regularidad, como cuando su marido existía.

—¿No ha recibido ninguna visita en estos últimos tiempos?

—Dos —respondió Lapointe, con una mirada de admiración para su jefe.

—¿Piquemal?

—Sí. Ésa fue la primera, hace aproximadamente una semana.

—¿Le conocía?

—Bastante bien. Parece ser que en vida de Calame iba allí con bastante frecuencia a pedirle consejos. Ella piensa que se interesaba por las matemáticas. Piquemal le dijo que pretendía recuperar uno de los trabajos que había confiado hacía tiempo al profesor.

—¿Lo encontró?

—Llevaba con él una cartera. Mme. Calame le dejó en el despacho, donde permaneció alrededor de una hora. Al salir, ella le interrogó, y Piquemal respondió que no, que, desgraciadamente, sus papeles debían de haberse extraviado. Ella no le registró la cartera. No desconfiaba. Sólo al cabo de dos días…

—¿Quién le hizo la segunda visita?

—Un hombre de unos cuarenta años, que pretendía ser antiguo alumno de Calame, y que le preguntó si conservaba los archivos de aquél. Le habló también de trabajos a los que se habían dedicado juntos.

—Y ella, ¿le dejó entrar?

—No. Le chocó la coincidencia, y respondió que todos los papeles de su marido habían quedado en la Escuela de Puentes y Caminos.

—¿Describió a su visitante?

—El periódico no lo dice. Si lo hizo, el periodista se guarda los informes, y es probable que a estas horas ande buscando al interesado.

—Aparca junto a la acera. Es aquí.

Por el día, el bulevar estaba tan tranquilo como por la noche, con el mismo carácter apacible de clase media.

—¿Le espero?

—Acompáñame. Quizá tengamos trabajo.

La cristalera de la portería se encontraba a la izquierda del corredor. La portera era una mujer de edad, de aspecto bastante distinguido, que parecía fatigada.

—¿Qué desean? —preguntó a los hombres sin levantarse de su sillón, mientras un gato rojizo saltaba de sus rodillas e iba a restregarse en las piernas de Maigret.

El comisario dio su nombre y tuvo el cuidado de quitarse el sombrero y de hablar en tono respetuoso.

—M. Point me ha encargado una investigación a propósito de un robo del que ha sido víctima hace dos días.

—¿Un robo? ¿En la casa? No me ha dicho nada.

—Se lo confirmará cuando tenga ocasión de verla, o, si tiene usted alguna duda, le basta con telefonear.

—No vale la pena. Desde el momento que es usted comisario, es necesario creerle, ¿no es así? ¿Cómo ha podido acontecer? La casa es tranquila; la policía no ha tenido ocasión de poner los pies aquí en los treinta y cinco años que llevo en la portería.

—Me gustaría que tratase usted de recordar la jornada del martes, en particular la mañana.

—El martes… Espere… Fue anteayer…

—Sí. La víspera por la noche, el ministro había estado en su piso.

—¿Fue él quien se lo dijo?

—No sólo me lo ha dicho, sino que me reuní aquí con él. Usted misma me abrió la puerta poco después de las diez de la noche.

—Creo que recuerdo que sí.

—M. Point debió de marchar poco después que yo.

—Sí.

—¿Abrió la puerta a alguien más durante la noche?

—No. Seguro que no. Es muy raro que los inquilinos regresen pasada media noche. Son gente tranquila. Cuando eso sucede, lo recuerdo perfectamente.

—¿A qué hora abre la puerta por las mañanas?

—A las seis y media: a veces a las siete.

—¿Permanece usted después en la portería?

La portería no se componía más que de una habitación, con un hornillo de gas, una mesa redonda, un fregadero, y, tras una cortina, una cama cubierta con una colcha encarnada.

—Salvo mientras barro la escalera.

—¿A qué hora?

—No antes de las nueve. Después de subir el correo, que suele llegar alrededor de las ocho y media.

—Puesto que la caja del ascensor está cubierta de vidrieras, supongo que, mientras permanece usted en la escalera, puede ver quién sube y quién baja, ¿no?

—Sí. Siempre miro maquinalmente.

—¿Ha visto usted esa mañana subir a alguien al cuarto?

—Estoy segura de que no.

—¿Nadie durante la mañana, o incluso a primera hora de la tarde, le preguntó si se encontraba el ministro en su casa?

—No. Sólo telefonearon.

—¿A usted?

—No. A su piso.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque me hallaba en la escalera, entre el cuarto y el quinto piso.

—¿Qué hora era?

—Quizá las diez. Tal vez un poco menos. Mis piernas ya no me permiten trabajar de prisa. Oí el timbre del teléfono tras la puerta. Sonó durante algún tiempo. Luego, un cuarto de hora más tarde, cuando había terminado la limpieza y bajaba las escaleras, telofonearon de nuevo, tanto, que yo murmuré: «¡Todavía suena!».

—¿Y después?

—Nada.

—¿Volvió usted a la portería?

—Para arreglarme un poco.

—¿No salió de la casa?

—Como todas las mañanas, durante un cuarto de hora o veinte minutos, el tiempo necesario para hacer mis compras. La mantequería está aquí al lado; el carnicero, justo en la esquina. Desde la mantequería puedo ver quién entra y quién sale. Siempre vigilo la casa.

—¿Y desde la carnicería?

—No puede verse, pero no suelo permanecer allí mucho tiempo. Vivo sola con el gato. Compro casi todos los días lo mismo. A mi edad, apenas se tienen ganas de comer.

—¿Recuerda usted qué hora era exactamente cuando estaba en casa del carnicero?

—No; con precisión, no. Allí hay un enorme reloj encima de la caja, pero no lo miré.

—De vuelta a casa, ¿no vio usted salir a nadie que no hubiera visto entrar?

—No recuerdo. No. Me cuido menos de los que salen que de los que entran, salvo, naturalmente, cuando se trata de inquilinos, porque debo estar siempre a disposición de responder si se encuentran o no en sus casas. Siempre aparecen por aquí recaderos, empleados del gas, representantes de aspiradoras…

Maigret sabía que no le iba a sacar más, y que si, más tarde, recordaba algún detalle, no dejaría de decírselo.

—Al inspector y a mí nos gustaría interrogar a los inquilinos —dijo Maigret.

—¡Si quiere!… Comprobará usted que son todos buena gente, salvó, quizá, la vieja del tercero, que…

Maigret, sólo por haber llevado a cabo una vez un trabajo rutinario, se sentía ya más aplomado.

—Cuando salgamos, pasaremos otra vez a verla —prometió.

No se olvidó, al salir, de acariciar la cabeza del gato.

—Tú te encargas de los pisos de la izquierda —dijo a Lapointe—. Yo me cuidaré de los de la derecha. ¿Has comprendido bien lo que busco?

Y añadió con familiaridad:

—¡Al trabajo, viejo!