Capítulo cuatro

El descontento de Lucas

Regresaba Maigret de la cervecería Dauphine, a donde había ido a tomar una caña, cuando vio a Janvier dirigirse a paso rápido hacia la P.J.

Mediaba la tarde y hacía casi calor. El sol había perdido su palidez, y, por vez primera en aquel año, Maigret había dejado su abrigo en el despacho. Gritó «¡Hep!» dos o tres veces. Janvier se detuvo, lo divisó, y fue hacia él.

—¿Te apetece una copa?

El comisario, sin una razón precisa, no tenía ganas de volver tan pronto al Quai des Orfèvres. La primavera debía haber llegado para algo, lo mismo que la atmósfera turbulenta en que se hallaba metido desde la víspera.

Le parecía a Maigret que Janvier tenía un aspecto extraño; el de un hombre que no está seguro si va a ser felicitado o a recibir un rapapolvo. En vez de quedarse en el bar, fueron a sentarse a la sala del fondo, donde, a aquella hora, no había un alma.

—¿Cerveza?

—Sí, hágame el favor.

Permanecieron callados hasta que les sirvieron.

—No somos los únicos en vigilar a la señorita, patrón —murmuró entonces Janvier—. Tengo incluso la impresión de que hay un montón de gente que se interesa por ella.

—Cuenta.

—Mi primer cuidado, esta mañana, fue el de ir a darme un garbeo por los alrededores del Ministerio, en el bulevar Saint-Germain. Apenas me hallaba a cien metros de distancia cuando divisé a Rougier, quien, en la acera opuesta, parecía interesarse por los gorriones.

Ambos conocían a Gaston Rougier, un inspector de la calle de los Saussaies con quien, por lo demás, mantenían las mejores relaciones. Era un buen muchacho, que vivía en las afueras y llevaba siempre los bolsillos llenos de fotografías de sus seis o siete hijos.

—¿Te vio?

—Sí.

—El bulevar estaba casi desierto. No podía dar media vuelta. Cuando estuve a su altura, me preguntó:

»—¿También tú?

»Me hice el tonto.

»—¿También yo qué?

»Entonces me guiñó un ojo.

»—Nada. No te pido que te vayas de la lengua. Esta mañana he encontrado esto lleno de caras conocidas. Por desgracia, hay un montón de tabernas frente a este j… ministerio.

»Desde donde estábamos podía verse el patio interior, y reconocí a Ramire, el de los Renseignements Généraux, que aparecía por allí hablando en los mejores términos con el portero.

»Representando la comedia hasta el fin, continué mi camino. No me detuve hasta la calle de Solferino, donde entré en un café y consulté la guía de teléfonos, a ver qué pasaba. Encontré el nombre de Blanche Lamotte, y su dirección, la calle Vaneau, 63.

»Estaba a dos pasos.

—¿También entonces te encontraste con los de la Sûreté?

—No exactamente. Usted conoce la calle Vaneau, que es tranquila, casi provinciana, con algunos árboles en los jardines. El 63 es una casa de pisos, sin pretensiones, pero confortable. La portera, en su cuchitril, estaba pelando patatas.

»—¿Está Mlle. Lamotte en su casa? —le pregunté.

»Tuve inmediatamente la impresión de que me miraba con cierta guasa. No por eso dejé de continuar:

»—Soy inspector de una compañía de seguros. Mademoiselle Lamotte ha solicitado un seguro de vida, y me envían para que haga la información de costumbre.

»No soltó la carcajada, pero como si lo hubiese hecho. Me espetó:

»—¿Cuántas clases de policías hay en París?

»—No sé por qué dice usted eso.

»—Primero, porque yo ya le he visto a usted con un comisario corpulento cuyo nombre he olvidado, cuando, hace dos años, la señora del 57 tomó demasiados comprimidos de somnífero. Y segundo, porque sus colegas no anduvieron con tantos rodeos.

»—¿Son muchos los que han venido? —pregunté.

»—Está primero el de ayer por la mañana.

»—¿Le enseñó la chapa?

»—No se lo pedí. Tampoco se lo he pedido a usted. Soy capaz de reconocer a un policía nada más verlo.

»—¿Le hizo muchas preguntas?

»—Cuatro o cinco: si la señorita vive sola, si recibe a veces la visita de un cincuentón bastante corpulento… Le dije que no.

»—¿Es la verdad?

»—Sí. Luego me preguntó si, al volver del trabajo, solía traer una cartera. Le respondí que sucedía con frecuencia; que tiene una máquina de escribir en su piso, y que trae a menudo trabajo para hacer en su casa. Supongo que sabrá usted tan bien como yo que se trata de la secretaria de un ministro.

»—Estoy al corriente, sí.

»—Después, quiso saber si, la víspera, había traído la cartera. Le dije que no me había fijado. Hizo como que se iba. Subí al primer piso, donde todas las mañanas hago la limpieza a una señora anciana. Le oí un poco después subir la escalera. No me di por enterada. Sé, sin embargo, que se detuvo en el tercero, donde vive Mlle. Blanche, y que entró en su casa.

»—¿Usted se lo permitió?

»—Hace ya mucho que soy portera para haberme dado cuenta de que no conviene ponerse en contra de la Policía…

»—¿Permaneció mucho tiempo dentro?

»—Alrededor de diez minutos.

»—¿Volvió usted a verle?

»—No a ése.

»—¿Habló usted de él a su inquilina?

Maigret escuchaba mirando su copa con insistencia, e intentando encajar aquel incidente en los acontecimientos que ya conocía.

Janvier continuó:

—Vaciló, se dio cuenta de que enrojecía, y prefirió decirme la verdad.

»—Le dije que alguien había venido a hacerme preguntas a propósito de ella, y que había subido a su piso. No mencioné a la Policía.

»—¿Pareció sorprendida?

»—En el primer momento, sí. Luego murmuró: “Creo que ya sé de qué se trata”.

»—En cuanto a los de esta mañana, que llegaron algunos minutos después de haber salido ella para su trabajo, eran dos. Me dijeron también que eran de la Policía. El más bajo hizo ademán de enseñarme la placa, pero no la miré.

»—¿Subieron también?

»—No. Me hicieron las mismas preguntas y alguna otra más.

»—¿Cuáles?

»—Si ella sale con frecuencia, con quién, quiénes son sus amigos, sus amigas, si llama mucho por teléfono, si…

Maigret interrumpió el inspector.

—¿Qué te dijo a propósito de esto?

—Me dio el nombre de una de sus amigas, una tal Lucile Cristin, que vive en el barrio, que probablemente trabaja en alguna oficina, y que bizquea. Mlle. Blanche hace su comida del mediodía en el bulevar Saint-Germain, en un restaurante que se llama Aux Trois Ministères. Por la noche, ella misma se prepara la cena. Esa Lucile Cristin viene a comer con ella con frecuencia. No he podido averiguar su dirección.

»La portera me habló de otra amiga, que ve más raramente por la calle Vaneau, pero a cuya casa Mlle. Blanche suele ir todos los domingos a comer. Está casada con un encargado de mercados, que se llama Hariel, y que vive en la calle de Courcelles. La portera cree que es de La Roche-sur-Yon, como Mlle. Blanche.

—¿Fuiste a la calle Courcelles?

—Usted me recomendó no olvidar nada. Como ni siquiera sé de qué se trata…

—Continúa.

—La referencia era exacta. Subí al piso de Mlle. Hariel, que lleva una vida confortable y tiene tres niños, el menor de ocho años. Hice, una vez más, de inspector de seguros. Ella no sospechó. Deduje de ello que era el primero en ir a visitarla. Conoció a Blanche Lamotte en La Roche-sur-Yon, donde iban juntas a la escuela. Se perdieron de vista, y se encontraron por casualidad en París, hace tres años. Mme. Hariel invitó a su amiga, quien tomó por costumbre comer en su casa los domingos. Por lo demás, nada de particular. Blanche Lamotte lleva una vida regular, se entrega enteramente a su trabajo, y habla con calor de su jefe, por quien se arrojaría al fuego.

—¿Es eso todo?

—No. Hace aproximadamente un año, Blanche le preguntó a Hariel si sabía de algún empleo vacante para un conocido suyo que se encontraba en un momento difícil, un tal Fleury. El marido de Hariel, quien debe ser buena persona, lo empleó en su despacho. Fleury tenía que estar allí todos los días a las seis de la mañana.

—¿Qué sucedió?

—Trabajó durante tres días, después de los cuales no volvió a vérsele por allí, y jamás se presentó a dar excusas. Mlle. Blanche estaba avergonzada. Fue ella quien se disculpó por él.

»Volví al bulevar Saint-Germain con idea de entrar en los Trois Ministères. Vi, desde lejos, siempre de guardia, no sólo a Gaston Rougier, sino a otro de sus colegas cuyo nombre he olvidado…

Maigret se esforzaba en poner orden en todo aquello. El lunes por la noche, Auguste Point había ido a su piso del bulevar Pasteur, y había dejado allí el documento Calame, creyéndolo más seguro que en otra parte.

Sin embargo, alguien que se hacía pasar por policía se había presentado la mañana del martes en la calle Vaneau, en el domicilio de Mlle. Blanche, y, después de haber hecho a la portera algunas preguntas sin importancia, se había introducido en su piso.

¿Era realmente un policía?

Si lo era, el asunto olía mucho peor de lo que el comisario había imaginado. Tenía sin embargo la intuición de que aquella primera visita nada tenía que ver con la calle de los Saussaies.

¿Era el mismo hombre el que, no hallando nada en casa de la secretaria, se había dirigido inmediatamente al bulevar Pasteur y se había apoderado del informe Calame?

—¿No te lo ha descrito?

—Vagamente. Un quídam de mediana edad, bastante corpulento, que debe estar lo suficientemente acostumbrado a interrogar a la gente para poder ser tomado por policía.

Era casi la descripción que el patrón del bar de la calle de Jacob había dado del hombre que se había acercado a Piquemal y que había abandonado el establecimiento en su compañía.

En cuanto a los de aquella misma mañana, que no habían subido al piso de la secretaria, tenían todas las trazas de pertenecer a la Sûreté.

—¿Qué hago ahora?

—No lo sé.

—Olvidaba una cosa: cuando volví a pasar por el bulevar Saint-Germain, tuve la impresión de ver a Lucas en un bar.

—Probablemente era él.

—¿Se ocupa en el mismo caso?

—Más o menos.

—¿Tengo que continuar cuidándome de la señorita?

—Volveremos a hablar cuando haya visto a Lucas. Espérame aquí un momento.

Maigret fue hacia el teléfono y llamó a la P.J.

—¿Ha vuelto Lucas?

—Todavía no.

—¿Eres tú, Torrence? En cuanto vuelva, ¿quieres enviármelo a la Brasserie Dauphine?

Un muchacho pasaba por la calle con la última edición de los periódicos de la tarde, que llevaba grandes titulares, y Maigret se dirigió hacia el umbral y buscó dinero en el bolsillo.

Cuando volvió a sentarse junto a Janvier, extendió el periódico ante ellos. El título, a toda página, decía:

¿Se ha fugado Arthur Nicoud?

La noticia era lo bastante sensacional como para haber obligado al periódico a transformar la primera página.

El asunto de Clairfond toma una dirección inesperada, a la cual hubieran debido atenerse algunos de los interesados.

Se sabe que, a partir del día siguiente de la catástrofe, la opinión pública se conmovió y pidió que todas las responsabilidades fuesen exigidas con diligencia.

La empresa Nicoud y Sauvegrain, que hace cinco años construyó el desde entonces excesivamente famoso sanatorio, según los iniciados, hubiera debido ser objeto de una investigación tan severa como inmediata.

¿Por qué no se ha llevado a cabo? ¿Es lo que sin duda se nos explicará en los próximos días? Pero lo que sucede ahora es que Arthur Nicoud, temeroso de presentarse en público, ha creído conveniente esconderse en un pabellón de caza que posee en Sologne.

Parece que la policía está al corriente. Se asegura incluso que fue ella misma quien aconsejó al conocido hombre de negocios que desapareciese momentáneamente de la circulación, a fin de evitar cualquier incidente.

Únicamente esta mañana, cuatro semanas después de la catástrofe, se ha decidido en las altas esferas políticas llamar a Arthur Nicoud y hacerle las preguntas que están en todos los labios…

Dos inspectores de la Sûreté se presentaron, muy temprano, en el pabellón, donde no encontraron más que a un guarda.

Éste les dijo que su amo había partido la víspera por la noche con destino desconocido.

No lo ha sido por mucho tiempo. Hace dos horas que nuestro corresponsal en Bruselas nos telefoneó que Arthur Nicoud ha llegado a aquella ciudad a media mañana, y que ocupa un lujoso departamento en el Hôtel Métropole.

Nuestro corresponsal consiguió entrevistar al empresario y hacerle algunas preguntas que reproducimos íntegramente, así como las respuestas:

—¿Es cierto que ha abandonado usted bruscamente el pabellón de Sologne por haber sido advertido que la Policía iba a presentarse en él?

—Es absolutamente falso. Ignoraba e ignoro aún las intenciones de la Policía, quien, desde hace un mes, sabe demasiado bien dónde encontrarme.

—¿Ha abandonado usted Francia en previsión de nuevos acontecimientos?

—He venido a Bruselas porque algunos negocios de construcción me solicitan aquí.

—¿Qué negocios son ésos?

—La construcción de un aeropuerto, de la que he sido encargado.

—¿Tiene usted intenciones de volver a Francia y ponerse a disposición de las autoridades?

—No tengo la menor intención de cambiar en nada mis planes.

—¿Quiere usted decir entonces que permanecerá en Bruselas hasta que el asunto de Clairfond se haya olvidado?

—Repito que permaneceré aquí todo el tiempo que mis asuntos requieran.

—¿Incluso en el caso de que se lance contra usted una orden de arresto?

—Ha habido tiempo de sobra durante un mes para interrogarme. ¡Peor si no lo han hecho!

—¿Ha oído usted hablar del informe Calame?

—No sé de lo que me habla.

Con estas últimas palabras, Arthur Nicoud puso fin a la entrevista, que nuestro corresponsal nos telefoneó rápidamente.

Parece, aunque nosotros no hayamos podido confirmarlo, que una joven rubia y elegante, no identificada aún, ha llegado una hora después de Nicoud y ha sido directamente conducida a su departamento, donde todavía se encuentra en estos instantes.

En la calle de los Saussaies se nos confirma que dos inspectores fueron a Sologne con el fin de hacer algunas preguntas al hombre de negocios. Cuando hemos hablado de la orden de arresto, se nos respondió que, por el momento, no ha habido tal orden…

—¿Es éste nuestro caso? —gruñó Janvier, haciendo una mueca.

—Éste es.

Abrió la boca, sin duda para preguntar a Maigret por qué se ocupaba de un asunto político tan sospechoso como aquél. No dijo nada. Veían a Lucas atravesar la plaza, arrastrando un poco la pierna izquierda, según su costumbre. No se detuvo en el bar, sino que fue directamente a sentarse frente a los dos hombres, y, con gesto malhumorado, se secó el sudor de la frente.

Señalando el periódico, con un tono de reproche que jamás usaba en presencia de Maigret, dijo:

—Acabo de leerlo.

Y el comisario se sentía algo culpable ante sus dos colaboradores. También Lapointe debía saber ahora de qué se trataba.

—¿Una caña? —propuso Maigret.

—No. Un pernod.

También aquello iba mal con el carácter de Lucas. Esperaron a que le hubiesen servido, y hablaron entonces a media voz.

—Espero que te hayas tropezado por todas partes con gente de la Gran Casa.

Era el modo familiar con que acostumbraban designar la Sûreté Nationale.

—¡Bien podía usted haberme aconsejado que anduviera con cuidado! —gruñó Lucas—. Si se trata de adelantárseles, prefiero advertirle que caminan varios largos pasos delante de nosotros.

—Cuenta.

—¿Qué quiere que cuente?

—Lo que hayas averiguado.

—Empecé a pasearme por el bulevar Saint-Germain, a donde llegué unos minutos después de Janvier.

—¿Rougier? —preguntó éste, que no podía menos que sonreír ante lo cómico de la situación.

—Estaba plantado en medio de la acera, y me vio llegar. Yo hice como que llevaba prisa, y él me interpeló, muy divertido:

»—¿Buscas a Janvier? En este momento acaba de doblar por la esquina de la calle Solferino.

»¡Siempre le gusta a uno que le tome el pelo alguien de la calle de los Saussaies!

»Al no poder informarme acerca de Jacques Fleury en los alrededores del ministerio, yo…

—Consultaste la guía de teléfonos —insinuó Janvier.

—No se me ocurrió. Sabía que frecuentaba los lugares de los Campos Elíseos, y me dirigía al Fouquet’s.

—Apuesto a que viene en la guía.

—Es posible. ¿Me dejas terminar?

Janvier, ahora, estaba de buen humor, de humor burlón, como el que acaba de ser escarmentado, y ve que a otro le ha llegado su turno.

En resumen, tanto Maigret como sus colaboradores se sentían en un terreno extraño, tan torpes el uno como el otro, e imaginaban sin dificultad las burlas de sus colegas de la Sûreté.

—Charlé con el barman. Fleury es un tipo muy conocido en aquellos medios. La mayor parte de las veces tiene una cuenta así de larga, y, cuando la cantidad asciende a mucho, dejan de servirle las consumiciones. Desaparece entonces por unos días, hasta agotar el crédito en todos los bares y restaurantes.

—¿Termina por pagar?

—Un buen día se le ve volver radiante, y arreglar la cuenta con gesto indiferente.

—Después de lo cual, vuelve a empezar, ¿no es así?

—Sí. Hace años que dura.

—¿También desde que está en el ministerio?

—Con la diferencia de que, ahora que es el jefe de despacho y que se le suponen influencias, hay bastantes personas que le invitan a comer y a beber. Antes de esto, había llegado a desaparecer durante meses de la circulación. Hasta le vieron una vez trabajando en los mercados, contando las coles que se descargaban de los camiones.

Janvier miró a Maigret con aire de estar en el secreto.

—Tiene mujer y dos hijos que viven hacia la parte de Vanves. Está obligado a enviarles con qué vivir. Su mujer, por fortuna, tiene un empleo, algo así como ama de llaves, en casa de un viejo que vive solo. Sus hijos también trabajan.

—¿Con quién suele frecuentar los bares?

—Durante bastante tiempo, con una cuarentona morena y opulenta al parecer, a quien todo el mundo llamaba Marcelle y de la que parecía enamorado. Hay quien dice que la sacó de una cervecería de la Porte Saint-Martin, donde estaba de cajera. Se ignora qué fue de ella. Ahora, desde hace algo más de un año, está liado con una tal Jacqueline Page, y vive con ella en un piso de la calle Washington, encima de una mantequería italiana.

»Jacqueline Page tiene veintitrés años, y ha trabajado de extra en alguna película. Procura ser presentada a todos los productores, directores y actores que frecuentan el Fouquet’s y se porta con ellos todo lo amablemente que deseen.

—¿Fleury está enamorado?

—Lo parece.

—¿Celoso?

—Eso dicen. Sólo que no se atreve a protestar, y hace como que no se da cuenta.

—¿La has visto?

—Me pareció que debía darme una vuelta por la calle de Washington.

—¿Qué cuento le metiste?

—No tuve necesidad de contar nada. En cuanto me abrió la puerta, gritó: «¡Otro más!».

Janvier y Maigret no pudieron menos que sonreír.

—¿Otro más qué? —preguntó Maigret, que sin embargo conocía de antemano la respuesta.

—Otro policía, lo sabe usted de sobra. Antes que yo, habían estado allí otros dos.

—¿Por separado?

—Juntos.

—¿Le interrogaron a propósito de Fleury?

—Le preguntaron si solía trabajar por las noches y si llevaba consigo a casa documentos del ministerio.

—¿Qué les respondió?

—Que por las noches tenían otras cosas que hacer. Es una muchacha sin pelos en la lengua. Por si le interesa, le diré que su madre es sillera en la iglesia de Picpus.

—¿Le registraron el piso?

—Echaron un vistazo a las habitaciones. No se puede hablar de piso. Más bien parece un campamento. La cocina sirve todo lo más para preparar el café de la mañana. Las otras habitaciones, un salón, dormitorio, y lo que debía ser comedor, están en desorden, con zapatos y ropa interior femenina por aquí y por allá, revistas, discos, novelas baratas, sin contar las botellas y los vasos.

—¿Suele ver a Jacqueline a la hora de comer?

—Pocas veces. La mayor parte de los días permanece en la cama hasta media tarde. De vez en cuando, él le telefonea por la mañana para concertar una cita en algún restaurante.

—¿Tiene muchos amigos?

—Todos los que frecuentan las mismas boîtes.

—¿Eso es todo?

Por primera vez apareció en la voz de Lucas un reproche casi patético, al replicarle:

—¡No, no es eso todo! Usted me ordenó que averiguase todo lo que fuera posible. Tengo, en primer lugar, la lista de una docena de antiguos amantes de Jacqueline, incluidos algunos con los que todavía se ve.

Con mala cara, dejó encima de la mesa un papel con nombres escritos a lápiz.

—Comprobará que ahí figuran los nombres de dos políticos. Luego, casi he encontrado a Marcelle.

—¿De qué manera?

—Con mis piernas. Recorrí todas las cervecerías de los Grands Boulevards, empezando por la Ópera. Por supuesto, la buena era la última, en la plaza de la République.

—¿Ha vuelto Marcelle a su trabajo de cajera?

—No, pero la recuerdan perfectamente, y a veces se le ha vuelto a ver por el barrio. El propietario de la cervecería cree que debe vivir por los alrededores, hacia la parte de la calle Blondel. Como la encontró frecuentemente en la calle del Croissant, tiene la impresión de que trabaja en un periódico o en una imprenta.

—¿Lo has comprobado?

—Todavía no. ¿Tengo que hacerlo?

Su tono era tal, que Maigret, medio en broma, medio en serio, murmuró:

—¿Enfadado?

Lucas trató de sonreír.

—No. Pero reconozca al menos que es trabajo fastidioso, sobre todo para enterarse luego por los periódicos que se trata de ese sucio negocio. Si hace falta que continúe, continuaré. Pero le digo con franqueza…

—¿Crees que a mí me divierte más que a ti?

—No. Ya lo sé.

—La calle del Croissant no es demasiado larga. Por allí todo el mundo se conoce.

—Sí. Y, una vez más, llegaré pisando los talones a los muchachos de la calle de los Saussaies.

—Es probable.

—Bueno. Iré. ¿Puedo tomar otro?

Señalaba su vaso, que acababa de vaciar. Maigret indicó al mozo que repitiese las consumiciones, y en el último momento, pidió también para sí un pernod en lugar de cerveza.

Inspectores de otros servicios, que habían terminado su trabajo, llegaban para tomar el aperitivo en el mostrador, y les saludaban con la mano. Maigret, con la frente oscurecida, pensaba en Auguste Point, que debía haber leído el artículo y esperaría que, de un momento a otro, apareciese su nombre en los periódicos, en letras igualmente grandes.

Su mujer, a quien sin duda había puesto al corriente, no estaría más tranquila que él. ¿Había hablado el ministro a Mlle. Blanche? ¿Se daban cuenta, los tres, del trabajo subterráneo que se llevaba a cabo alrededor de ellos?

—¿Qué hago? —preguntó Janvier, con el tono de alguien a quien el trabajo fastidiaba, pero que se resigna.

—¿Te atreves a vigilar la calle Vaneau?

—¿Durante toda la noche?

—No. Hacia las once, por ejemplo, enviaré a Torrence para que te releve.

—¿Piensa usted que sucederá algo?

—No —confesó Maigret.

No tenía la menor idea. O, más bien, tenía un montón de ellas, pero de tal modo embarulladas, que no había manera de ver claro.

Una vez más, era necesario volver a los hechos más sencillos, a los que se podían controlar.

Era cierto que, el lunes por la tarde, el llamado Piquemal se había presentado en el despacho del ministro de Obras Públicas. Había tenido que dirigirse al portero de servicio y llenar una ficha. Maigret no la había visto, pero debía estar archivada, y además, Point no podía haber inventado aquella visita.

Dos personas, al menos, que se hallaban en los despachos vecinos, podían haber oído la conversación: mademoiselle Blanche y Jacques Fleury.

Esto debía haberlo pensado también la Sûreté, puesto que había dado orden de registrar sus domicilios.

¿Había Piquemal llevado realmente el informe Calame a Auguste Point?

A Maigret le parecía inverosímil que el ministro hubiera montado toda aquella comedia, que, por lo demás, hubiera carecido de sentido.

Por tanto, Point había ido a su domicilio particular, en el bulevar Pasteur, y había dejado allí el documento en su escritorio. El comisario también creía esto.

La persona, pues, que al día siguiente por la mañana, se había presentado en casa de Mlle. Blanche y había registrado su piso, no estaba segura del lugar donde se encontraba el informe.

Y, por la tarde, el documento había desaparecido ya.

El miércoles por la mañana, Piquemal desaparecía a su vez.

Al mismo tiempo, y por vez primera, el diario de Joseph Mascoulin hacía referencia al informe Calame y preguntaba abiertamente quién había escondido el documento.

Maigret empezó a mover los labios, hablando bajo, como para sí mismo.

—Una de dos —dijo—: o han robado el informe para destruirlo, o lo han robado para servirse de él. Hasta ahora, no parece que nadie lo haya utilizado aún.

Lucas y Janvier escuchaban sin intervenir.

—A menos que…

Bebió lentamente la mitad de su vaso, y se limpió los labios.

—La cosa parece complicada, pero, en política, pocas veces las cosas son sencillas. Solamente la o las personas complicadas en el asunto Clairfond tienen interés en destruir el documento. Si, por tanto, se considera que el informe desapareció después de haber flotado durante unas horas en la superficie, las sospechas recaerán automáticamente sobre ellos.

—Creo que comprendo —murmuró Janvier.

—Una treintena de políticos, al menos, sin contar al mismo Nicoud, están amenazados de escándalo, o de algo peor, por este asunto. Si se consigue atraer las sospechas sobre uno solo, si se crean pruebas contra él, y si este individuo es vulnerable, se obtiene la víctima ideal. Auguste Point carece de defensa.

Los dos colaboradores le miraban asombrados. Maigret había olvidado que no estaban al corriente de una parte del asunto. En aquel momento, pues, se había sobrepuesto el límite más allá del cual no era posible tener secretos con ellos.

—Figura en la lista de los invitados de Nicoud en Samois —dijo—. Su hija recibió del empresario una estilográfica de oro como regalo de Navidad.

—¿Ha visto usted al ministro?

Maigret dijo que sí con la cabeza.

—¿Fue él quien…?

Lucas no terminó la pregunta. Maigret había comprendido. El inspector había querido preguntar:

«¿Es él quien le ha pedido ayuda?».

Con esto se disipaba por fin el embarazo que había oprimido a los tres hombres.

—Ha sido él, sí. A la altura de los acontecimientos en que nos encontramos, me sorprendería que otros no lo supiesen también.

—¿Todavía tenemos que seguir ocultándonos?

—En cualquier caso, no de la Sûreté.

Permanecieron aún un cuarto de hora ante sus vasos. Maigret se levantó el primero, les deseó buenas tardes, y pasó por su despacho a ver qué sucedía. No había nada para él. Ni Point ni ninguna otra persona mezclada en el asunto de Clairfond habían telefoneado.

A la hora de la cena, Mme. Maigret comprendió, por su cara, que valía más no preguntar. El comisario pasó la sobremesa leyendo una revista de policía internacional, y a las diez se acostó.

—¿Tienes mucho trabajo?

Estaba a punto de dormirse. Ella había tenido durante mucho tiempo la pregunta en la punta de la lengua.

—No mucho, pero feo.

Por dos veces estuvo a punto de coger el teléfono y llamar a Auguste Point. No sabía qué le hubiera dicho, pero le hubiera gustado entrar en contacto con él.

Se levantó a las ocho. Tras las cortinas se veía una ligera bruma pegada a los cristales, que parecía apagar los ruidos de la calle. Fue a pie hasta la esquina del bulevar Richard-Lenoir para coger el autobús, y se paró ante un quiosco de periódicos.

La bomba había estallado. Los periódicos no hacían ya preguntas, sino que anunciaban con grandes titulares:

El asunto de Clairfond: Desaparición de Jules Piquemal, que había encontrado el informe Calame.

El informe, enviado a las alturas administrativas, ha desaparecido también.

Subió, con los periódicos bajo el brazo, a la plataforma del autobús, y no intentó leerlos antes de llegar al Quai des Orfèvres.

Cuando atravesaba el corredor oyó sonar el teléfono en su despacho; apresuró el paso, y descolgó.

—¿El comisario Maigret? —preguntaba la telefonista—. Es la tercera vez, en un cuarto de hora, que le llaman del Ministerio de Obras Públicas. ¿Le paso la comunicación?

Conservaba el sombrero en la cabeza y el abrigo puesto, ligeramente húmedo de la niebla.