Capítulo tres

El desconocido del barcito

El aroma de la taza de café que su mujer sostenía en la mano ascendía hasta las narices. Los sentidos y el cerebro de Maigret se ponían en función un poco al modo de una orquesta cuando, en el foso, los músicos templan sus instrumentos. Todavía no marchaban de acuerdo. Las siete: por tanto, un día diferente de los demás, porque habitualmente se levantaba a las ocho. Sin despegar los párpados adivinaba que hacía sol, en tanto que el día anterior había estado brumoso. Antes de que la noción de niebla le recordase el bulevar Pasteur, experimentó en la boca aquel mal sabor que desde hacía tiempo no había vuelto a sentir al despertar. Se preguntó si tendría la lengua pastosa, y pensó en las copas sin pie y en el aguardiente del país del ministro.

Desmadejado, abrió los ojos y se sentó en la cama, un poco más tranquilo al comprobar que no le dolía la cabeza. No se había dado cuenta de que, la noche anterior, cada uno había vaciado su vaso cierto número de veces.

—¿Fatigado? —le preguntó su mujer.

—No. La cosa marcha.

Con los ojos todavía hinchados, tomaba su café a sorbitos, mirando alrededor y murmurando con voz aún soñolienta:

—¿Hace buen día?

—Sí. Hay escarcha.

El sol tenía la acidez y la frescura de un vino blanco de pueblo. La vida de París comenzaba en el bulevar Richard-Lenoir con cierto número de ruidos familiares.

—¿Tienes que salir tan temprano?

—No. Sólo necesito telefonear a Chabot y, si lo hago después de las ocho, corro el riesgo de no encontrarle en casa. Si fuese día de mercado en Fontenay, estaría seguramente fuera desde las siete y media.

Julien Chabot, que había llegado a juez de instrucción en Fontenay-le-Compte, donde vivía con su madre en la enorme casa en la que había nacido, era uno de sus amigos de cuando estudiaba en Nantes, y Maigret había pasado a verle hacía dos años, a la vuelta de un congreso de Burdeos. La anciana Mme. Chabot acudía siempre a la misa del alba, la de las seis de la mañana y, a las siete, ya la vida bullía en aquella casa. Julien salía a las ocho, no al Palacio de Justicia, donde probablemente no le abrumaba el trabajo, sino a pasear por las calles de la villa o a lo largo del Vendée.

—Dame otra taza, ¿quieres?

Acercó el teléfono y pidió comunicación. En el momento en que la telefonista repetía el número, se le ocurrió de repente que si una de las hipótesis de la víspera fuese cierta, su teléfono, a partir de aquel momento, estaría interceptado. Aquello le molestaba. Le sobrevino de repente el mismo desaliento de antaño cuando, contra su voluntad, se había visto mezclado en una maquinación política. De allí el resentimiento que sentía contra Auguste Point, a quien no conocía ni siquiera de vista, con quien jamás se había encontrado, y que había tenido la ocurrencia de dirigirse a él para que le sacase de un apuro.

—¿Mme. Chabot?… ¡Oiga!… ¿Está Mme. Chabot al teléfono?… Aquí Maigret… ¡No!, Maigret…

Era un poco sorda. Tuvo que repetir su nombre cinco o seis veces y precisar:

—Jules Maigret, el de la Policía…

Entonces ella exclamó:

—¿Está usted en Fontenay?

—No. Telefoneo desde París. ¿Está su hijo en casa?

La señora gritaba demasiado, hablaba muy cerca del aparato. No se le oía bien. Transcurrió un buen minuto antes de que le llegase la hora a su amigo Chabot.

—¿Julien?

—Sí.

—¿Me oyes?

—Tan claro como si me telefoneases desde la estación. ¿Cómo te va?

—Muy bien. Escúchame. Te molesto para pedirte algunos informes. ¿Estabas desayunando?

—Sí. Pero no importa.

—¿Conoces a Auguste Point?

—¿El que es ministro?

—Sí.

—Lo veía frecuentemente cuando era abogado en La Roche-sur-Yon.

—¿Qué opinas de él?

—Es un hombre irreprochable.

—Dame detalles. Todo lo que se te ocurra.

—Evaristo Point, su padre, es propietario en Saint Hermine, el pueblo de Clemenceau, de un hotel famoso, no por sus habitaciones, sino por la excelente cocina. Los gourmets van a comer allí desde muy lejos. Debe de andar por los ochenta años. Hace bastantes que ha traspasado el negocio a su yerno y a su hija, pero continúa preocupándose de él. Auguste Point, su único hijo, estudió aproximadamente al mismo tiempo que nosotros, pero en Poitiers, y después en París. ¿Me oyes?

—Sí.

—¿Continúo? Era un empollón. Abrió un bufete de abogado en la plaza dé la Prefecture en La Roche-sur-Yon. Ya conoces la villa. Allí permaneció durante algunos años, ocupándose sobre todo en pleitos entre granjeros y propietarios. Se casó con la hija de un abogado, Arthur Belion, que ha muerto hace dos o tres años y cuya viuda vive todavía en La Roche.

»Supongo que, sin la guerra, Auguste Point continuaría tranquilamente en el Vendée o en Poitiers.

»Durante los años de ocupación no dio que hablar; llevaba la misma vida de antes, como si nada sucediese. Todo el mundo se sorprendió cuando, unas semanas antes de la retirada de los alemanes, éstos le arrestaron y llevaron a Niort, y luego a algún lugar de Alsacia. Llevaron a la vez a tres o cuatro personas más, una de ellas un cirujano de Bressuires, y fue así como se supo que Point, durante toda la guerra, había alojado en una granja que poseía cerca de La Roche a agentes y a aviadores fugitivos de los campos alemanes.

»Se le vio regresar, delgado y mal vestido, algunos días después de la liberación. No se dio importancia, ni se metió en ningún comité, ni desfiló en ninguna manifestación.

»Recordarás el desorden que reinaba entonces. La política se metía en todo. No se sabía ya quiénes eran los puros y los impuros.

»La gente acabó por pensar en él cuando ya no se fiaba de nadie.

»Cumplió como bueno, siempre silenciosamente, sin perder la cabeza, y le enviamos a París como diputado.

»Ésta es, poco más o menos, su historia. Los Point conservan su casa de la plaza de la Prefecture. Permanecían en París durante las sesiones de la Cámara, para regresar inmediatamente después. Siguió conservando siempre parte de su clientela.

»Creo que su mujer le ayuda mucho. Tienen una hija.

—Ya sé.

—Entonces, sabes tanto como yo.

—¿Conoces a su secretaria?

—¿Mlle. Blanche? La veía con frecuencia en el despacho de Point. La llamábamos el Dragón, a causa de la ardiente ferocidad con la que velaba por su jefe.

—¿Nada más que decirme de ella?

—Supongo que estará enamorada de Point, al modo de las solteronas.

—Trabajaba para él antes de serlo.

—Ya lo sé. Pero ésa es otra cuestión, y yo soy incapaz de darte una respuesta. ¿Qué es lo que sucede?

—Todavía nada. ¿Conoces a un tal Jacques Fleury?

—Poco. Lo encontré dos o tres veces hace lo menos veinte años. Debe de vivir en París. Ignoro lo que hace.

—Gracias por todo, y vuelvo a pedirte perdón por el desayuno, que ya se habrá enfriado.

—Mi madre lo ha puesto al calor.

Maigret, no sabiendo nada más que decir, añadió:

—¿Qué tiempo tenéis por ahí?

—Hace sol, pero los techos están blancos de la escarcha.

—Aquí también hace frío. Hasta la vista, viejo. Mis saludos a tu madre.

—Hasta la vista, Jules.

Aquella llamada telefónica era para Julien Chabot un acontecimiento en el que iba a pensar durante el paseo por las calles de la villa, preguntándose por qué se preocuparía Maigret de la vida y milagros del ministro de Obras Públicas.

El comisario desayunó a su vez, siempre con un regusto de alcohol en la boca, y, cuando salió, decidió hacer el trayecto a pie; se detuvo en una tasca de la plaza de la République para limpiar el estómago con un trago de blanco.

Compró, contra su costumbre, todos los periódicos de la mañana, y llegó al Quai des Orfèvres justo a tiempo para recibir la orden del día.

Mientras sus colegas estuvieron reunidos en el despacho del jefe, Maigret no dijo nada. Escuchaba apenas, y miraba vagamente el Sena y los que paseaban por el puente de Saint-Michel. Remoloneaba por el despacho al salir los otros. El jefe sabía lo que aquello significaba.

—¿Qué sucede, Maigret?

—Un mal caso —fue lo primero que dijo.

—¿Del servicio?

—No. París nunca estuvo tan tranquilo como en estos cinco últimos días. Lo que pasa es que ayer noche me llamó personalmente un ministro, y me rogó que tomase a mi cargo un asunto que no me gusta nada. No puedo menos de aceptar. Le advertí que se lo diría a usted, pero sin darle detalles.

El director de la P.J. frunció las cejas.

—¿Muy fastidioso?

—Mucho.

—¿Tiene algo que ver con la catástrofe de Clairfond?

—Sí.

—¿Y fue un ministro quien, privadamente, le encargó a usted del asunto?

—El Presidente del Consejo está al corriente.

—No necesita decirme más. Váyase, viejo, puesto que no queda otro remedio. Y ande con cuidado.

—Lo intentaré.

—¿Necesita gente?

—Tres o cuatro, seguramente. Ignorarán de qué se trata con exactitud.

—¿Por qué no se ha dirigido a la Sûreté Nationale?

—¿No lo comprende?

—Sí, claro. Pero es que temo por usted. ¡En fin!…

Maigret regresó a su despacho y abrió la puerta de los inspectores.

—¿Puedes venir un momento, Janvier?

Luego, advirtiendo que Lapointe iba a salir, añadió:

—¿Tienes algo importante que hacer?

—No, patrón, lo de siempre.

—Pues que lo haga otro, y espera ahí. Tú también, Lucas.

Una vez en su despacho con Janvier, cerró la puerta.

—Voy a largarte un asunto, viejo. Ni habrá que redactar informe, ni tendrás que dar cuenta a nadie más que a mí. Pero si cometes una imprudencia, podrá costarte caro.

Janvier sonrió, feliz de que se le confiase un asunto tan delicado.

—El ministro de Obras Públicas tiene una secretaria que se llama Blanche Lamotte, aproximadamente de cuarenta y tres años.

Había sacado el cuadernito negro de su bolsillo.

—Ignoro dónde vive y a qué hora trabaja. Necesito conocer su vida y milagros, lo que hace fuera del ministerio y la gente con quien trata. Es necesario que ni ella ni nadie sospechen que la P.J. anda detrás. Quizá si acechas la salida de los empleados al mediodía averigües dónde almuerza. Compóntelas como puedas. Si se da cuenta de que la sigues, hazlo como si te gustase.

Janvier, que estaba casado y acababa de tener su cuarto hijo, puso mala cara.

—Entendido, patrón. Lo haré lo mejor que pueda. ¿No desea usted que descubra alguna cosa determinada?

—No. Tráeme todo lo que averigües, y ya veré si puede servir o no.

—¿Urgente?

—Mucho. No hables a nadie del asunto, ni siquiera a Lucas y a Lapointe. ¿Entendido?

Fue de nuevo a abrir la puerta de comunicación.

—Lapointe. Ven acá.

El pequeño Lapointe, como todo el mundo le llamaba por ser el último llegado a la Casa y porque tenía más bien aspecto de estudiante que de policía, comprendió que se trataba de una misión de confianza y estaba emocionado.

—¿Conoces la Escuela de Puentes y Caminos?

—En la calle de los Saints-Péres, sí. Comí durante mucho tiempo en un restaurante que hay enfrente.

—Bien. Por allí anda un bedel llamado Piquemal, se llama Jules, como yo. No sé si vive en la Escuela o no, lo ignoro todo de él, y me gustaría saber lo más posible.

Le repitió poco más o menos lo que había dicho a Janvier.

—No sé por qué, pero, a causa de la descripción que me han hecho de él, tengo la impresión de que se trata de un soltero. Quizá viva en un hotel. En tal caso, alquila una habitación en el mismo hotel y hazte pasar por estudiante.

Le tocó por fin el turno a Lucas, al que echó un discurso semejante, con la diferencia de que Lucas quedó encargado de Jacques Fleury, el jefe de gabinete del ministro.

Pocas veces habían salido fotografiados en los periódicos. El gran público no los conocía. Más exactamente, apenas si conocía el nombre de Lucas.

Por supuesto que, si la Sûreté Nationale intervenía en el asunto, les reconocerían inmediatamente, pero aquello era inevitable. En tal caso, por lo demás, como ya Maigret lo había pensado por la mañana, sus comunicaciones telefónicas, tanto desde su casa como desde el Quai, estarían controladas por la calle de los Saussaies.

La noche anterior, alguien le había deliberadamente iluminado tanto como era posible hacerlo en la niebla, y si aquel alguien conocía el retiro de Auguste Point, si sabía que se encontraba allí aquella noche y que tenía un visitante, debía también de haber reconocido a Maigret a la primera ojeada.

Una vez solo en su despacho, fue a abrir las ventanas, como si el ocuparse en aquel asunto le diese ganas de respirar aire puro. Los periódicos estaban encima de la mesa. Estuvo a punto de abrirlos, pero prefirió resolver antes los asuntos ordinarios, firmar oficios y citaciones.

Aquel asunto le hacía casi sentir simpatía por los ladronzuelos, por los maniáticos, por los estafadores, por los malhechores de toda ralea, de los que habitualmente se ocupaba.

Hizo unas llamadas de teléfono, volvió junto a los inspectores, y dio instrucciones que no tenían nada que ver ni con Point ni con el maldito informe Calame.

A aquella hora Auguste Point debía de haber ido ya a casa del Presidente. ¿Le habría contado todo a su mujer, de acuerdo con el consejo del comisario?

Hacía más fresco de lo que imaginaba, y se vio obligado a cerrar la ventana. Se instaló en el sillón y, finalmente, abrió el primer periódico del montón.

Todos seguían hablando de la catástrofe de Clairfond, y todos, cualquiera que fuese su partido, se veían en la obligación, a causa de la opinión pública, de pedir a voz en grito una averiguación.

La mayor parte de ellos se ensañaban en Arthur Nicoud. Un artículo, entre otros, llevaba el título siguiente:

El monopolio Nicoud-Sauvegrain

Publicaba la lista de los trabajos confiados durante los últimos años a la firma de la avenida de la Repúblique por el Gobierno y por algunas municipalidades. A la vista, en una columna, figuraba el importe de aquellos trabajos, cuyo total se elevaba a varios miles de millones.

En la conclusión se leía:

Sería interesante establecer la lista de los personajes oficiales, ministros, diputados, senadores, consejeros municipales de la villa de París y de otras partes que han sido huéspedes de Arthur Nicoud en su suntuosa propiedad de Samois.

Quizá también un examen minucioso de las matrices de los cheques de M. Nicoud pudiera ser revelador.

Sólo un periódico, Le Globe, del cual el diputado Mascoulin era, si no el propietario, al menos el inspirador, ofrecía un titular del tipo del famoso «Yo acuso» de Zola:

¿Es cierto que…?

En caracteres más gruesos que los habituales de los artículos, con un recuadro que hacía resaltar todavía más el texto, seguía una serie de preguntas:

¿Es cierto que la idea del sanatorio de Clairfond no partió del espíritu de los legisladores cuidadosos de la salud pública de los niños sino del de un negociante de hormigón?

¿Es cierto que esta idea, hace cinco años, fue inculcada a cierto número de altos personajes, en el curso de los suntuosos almuerzos dados por este negociante de hormigón en su propiedad de Samois?

¿Es cierto que allí, no sólo se encontraba buen vino y buena comida, sino que los huéspedes salían con frecuencia del despacho privado de dicho hombre de negocios con un cheque en el bolsillo?

¿Es cierto que, cuando el proyecto tomó cuerpo, todos los que conocían el lugar elegido para el fabuloso sanatorio comprendieron la locura y el peligro de la empresa?

¿Es cierto que la comisión parlamentaria encargada de proponerla a la Cámara, presidida por un hermano del actual Presidente del Consejo, se vio obligada a acudir a los conocimientos de un especialista de reputación indiscutible?

¿Es cierto que este especialista, Julien Calame, profesor de mecánica aplicada y de arquitectura civil en la Escuela Nacional de Caminos y Puentes, pasó tres semanas en el terreno elegido, con los proyectos…?

¿… que, a pesar de esto, los créditos fueron votados y la construcción de Clairfond empezó unas semanas más tarde?

¿Es cierto que hasta su muerte, acaecida hace dos años, Julien Calame, según refieren sus amigos y familiares, daba la impresión de un hombre que tiene un peso sobre la conciencia?

¿Es cierto que el informe Calame, del cual han debido hacerse varias copias, desapareció de los archivos de la Cámara, así como de los diferentes ministerios interesados?

¿Es cierto que por lo menos unos treinta personajes consulares, después de la catástrofe, esperan con terror que se encuentre una copia del informe?

¿Es cierto que, a pesar de todas las precauciones tomadas en contra, una de estas copias se ha descubierto en fecha muy reciente?

¿… y que la copia milagrosamente salvada fue remitida a quien corresponde?

A continuación figuraba este otro titular:

Queremos saber:

Si el informe Calame está todavía en manos de aquel a quien ha sido enviado.

Si fue destruido para salvar a la pandilla de políticos comprometidos.

En el caso de que no lo haya sido, ¿dónde se encuentra en el momento en que escribimos y por qué no ha sido aún publicado, siendo así que la opinión pública exige, con toda justicia, el castigo de los verdaderos culpables de una catástrofe que ha costado la vida a ciento veinticinco niños franceses?

Por último, al final de la página, y con los mismos caracteres de los artículos precedentes, se leía:

¿Dónde está el informe Calame?

Maigret se sorprendió enjugándose la frente. No era difícil imaginar la reacción de Auguste Point ante la lectura de aquel artículo.

Le Globe no gozaba de mucha circulación. Era un periódico de minorías. No representaba a ninguno de los grandes partidos, sino a una facción poco numerosa a cuya cabeza se hallaba Joseph Mascoulin.

Los demás periódicos se proponían nada menos que iniciar una información, cada uno por su lado, a fin de descubrir la verdad.

Y Maigret, por su parte, deseaba que la verdad se descubriese, a condición de que se descubriese entera.

Tenía, sin embargo, la impresión de que no era eso lo que se buscaba. Si Mascoulin, por ejemplo, resultaba ser el hombre en cuyas manos se hallaba actualmente el informe, ¿por qué, en lugar de hacer preguntas, no lo publicaba en letras tan gruesas como su artículo?

Se hubiera provocado repentinamente una crisis ministerial, una limpieza radical de los puestos del Parlamento, y aparecería, a los ojos del público, como el defensor de los intereses populares y de la moralidad política.

Para Mascoulin, que se había movido siempre entre los bastidores de la política, era la oportunidad única de auparse hasta el primer plano de la actualidad, y, sin duda, de desempeñar un papel prestigioso en los años siguientes.

Si poseía el documento, ¿por qué no lo publicaba?

A Maigret, como al articulista, le había llegado el turno de plantear también preguntas.

Si Mascoulin no lo tenía, ¿cómo sabía que el informe había sido hallado?

¿Cómo se había enterado de que fue entregado por Piquemal a un personaje oficial?

¿Y cómo podía sospechar que Point no lo había enviado a su vez a un personaje más alto?

Maigret no estaba, no quería estar, al corriente de las interioridades de la política. No tenía sin embargo necesidad de estar muy enterado de sus tejemanejes para advertir:

Primero: Que había sido en un periódico sospechoso, si no chantajista, La Rumeur, propiedad de Héctor Tabard, donde, tras la catástrofe de Clairfond, se había mencionado tres veces el informe Calame.

Segundo: Que el descubrimiento de este informe había seguido a aquella publicación en condiciones bastante extrañas.

Tercero: Que Piquemal, simple bedel de la escuela de Puentes y Caminos, se había dirigido directamente al despacho del ministro en lugar de acudir a la vía jerárquica, en este caso al director de la Escuela.

Cuarto: Que Joseph Mascoulin estaba al corriente de esta irregularidad.

Quinto: Que también parecía estar al corriente de la desaparición del informe.

¿Jugaban Mascoulin y Tabard el mismo juego? ¿Lo jugaban de acuerdo o cada uno por su lado?

Maigret fue una vez más a abrir la ventana, y permaneció largo tiempo mirando los muelles del Sena, mientras fumaba su pipa. Jamás se había metido en un asunto tan embrollado con tan escasos elementos a su disposición.

Si se tratase de un robo o de un asesinato, se hallaría fácilmente en un terreno familiar. Aquí, por el contrario, se trataba de personas cuyo nombre y reputación conocía vagamente por los periódicos.

Sabía, por ejemplo, que Mascoulin almorzaba todos los días en la misma mesa de un restaurante de la plaza de las Victoires, el Filet de Sole, donde, a cada momento, llegaba gente a darle la mano o a suministrarle informes.

Mascoulin pasaba por estar al corriente de la vida privada de todos los políticos. Sus interpelaciones eran escasas, su nombre apenas aparecía en los periódicos más que en vísperas de alguna importante votación. Entonces se podía leer:

El diputado Mascoulin predice que el proyecto será aceptado por trescientos cuarenta y dos votos.

La gente de la profesión tomaba aquellos pronósticos como palabra evangélica, porque Mascoulin raramente solía equivocarse, todo lo más en dos o tres votos.

No formaba parte de ninguna comisión, ni presidía ningún partido, y, sin embargo, se le temía más que al jefe de un gran partido.

Hacia el mediodía, Maigret tuvo ganas de ir al Filet de Sole y de almorzar allí, aunque sólo fuese para ver más de cerca al hombre que apenas había entrevisto en alguna ceremonia oficial.

Mascoulin estaba soltero, aunque ya había pasado de la cuarentena. No se le conocían amantes. No se le encontraba ni en los salones ni en los teatros, ni en los cabarets nocturnos.

Poseía una larga y huesuda cabeza, y, ya hacia el mediodía, sus mejillas parecían no haber sido afeitadas. Vestía mal, o, más exactamente, no se preocupaba de sus vestidos, que jamás estaban planchados y que tenían aspecto de poco limpios.

¿Por qué se decía Maigret, tras la descripción que Point le había hecho de Piquemal, que éste debía de ser un hombre del mismo tipo?

Desconfiaba de los solteros, de la gente que carece de pasión confesada.

A fin de cuentas, no iría al Filet de Sole, porque aquello hubiera parecido una declaración de guerra. Se dirigió hacia la cervecería Dauphine; allí encontró a dos colegas con los que, durante una hora, pudo hablar de otras cosas que no fueran el informe Calame.

Uno de los periódicos de la tarde reproducía en parte el artículo de Le Globe, aunque con más prudencia, y, en frases veladas, se preguntaba cuál era la verdad a propósito del informe Calame. Un redactor había intentado interrogar sobre este punto al Presidente del Consejo, pero no lo había conseguido.

No se hablaba de Point, porque la construcción del sanatorio dependía, en realidad, del Ministerio de Sanidad.

Eran las tres cuando llamaron a la puerta de Maigret, que abrió después de que él hubo respondido con un gruñido. Era Lapointe; parecía preocupado.

—¿Traes novedades?

—Nada definitivo, jefe. Todo lo que he averiguado puede no ser más que una serie de casualidades.

—Cuéntame con detalles.

—Intenté seguir sus instrucciones. Ya me dirá si he cometido alguna falta. Lo primero que hice fue telefonear a la Escuela de Puentes y Caminos, haciéndome pasar por un primo de Piquemal que acababa de llegar a París, y diciéndoles que me gustaría verle y que no tenía su dirección.

—¿Te la dieron?

—Sin la menor vacilación. Vive en el Hôtel du Berry, calle de Jacob. Se trata de un hotelito modesto, donde no hay más que treinta habitaciones y donde la misma patrona hace parte de la limpieza mientras el patrón atiende al despacho. Pasé por mi casa a recoger una maleta para presentarme en la calle de Jacob, haciéndome pasar por estudiante, como usted me había aconsejado. Tuve la suerte de encontrar una habitación libre y la alquilé por una semana. Eran aproximadamente las diez y media cuando bajé y me dirigí al despacho para charlar un poco con el patrón.

—¿Le hablaste de Piquemal?

—Sí. Le dije que lo había conocido en vacaciones, y que creía recordar que vivía allí.

—¿Qué es lo que te contó?

—Que Piquemal había salido. Deja el hotel todas las mañanas a las ocho, y se dirige a un barcito de la esquina de la calle donde toma su café y sus croissants. Tiene que entrar en la Escuela a las ocho y media.

—¿Vuelve al hotel durante la jornada?

—No. Generalmente regresa hacia las siete y media, y sube a su habitación, de la cual no sale por la noche más que una o dos veces por semana. Parece ser el tipo más regular de la tierra; no recibe a nadie, no ve a mujeres, no fuma ni bebe, y se pasa las tardes y a veces parte de las noches leyendo.

Maigret sospechaba que Lapointe sabía alguna cosa más, y escuchaba con paciencia.

—Quizá haya cometido algún error, pero yo creí obrar discretamente. Cuando supe que su habitación se hallaba en el mismo piso que la mía, pensé que a usted le gustaría saber lo que hay dentro. Durante el día, el hotel está casi vacío. Únicamente había, en el tercero, alguien que tocaba el saxofón, un músico, sin duda, templando su instrumento, y, por otra parte, yo oía a la criada andar por el piso de arriba. Probé con mi llave, a ver qué pasaba. Son llaves muy sencillas, de un modelo antiguo. No lo conseguí al principio, pero haciéndola girar de cierta manera, pude abrir la puerta.

—Espero que Piquemal no estuviera dentro.

—No. Si buscan mis huellas digitales, las encontrarán por todas partes, porque no tenía guantes. Abrí los cajones, el armario, y una maleta que había en un rincón. Piquemal no posee más que un traje de recambio, gris oscuro, y un par de zapatos negros. A su peine le faltan algunos dientes. El cepillo de dientes está muy usado. No se afeita con crema, sino con brocha y jabón. El dueño del hotel no se equivoca al decir que pasa las noches leyendo. Hay libros por todos los rincones, sobre todo obras de filosofía, de economía política y de historia. La mayor parte de ellas fueron compradas de segunda mano en los muelles del Sena. Tres o cuatro llevan el sello de alguna biblioteca pública. He copiado algunos nombres de autores: Engels, Spinoza, Kierkegaard, San Agustín, Karl Marx, el padre Sertillange, Saint-Simon… ¿Le dice a usted algo?

—Sí. Continúa.

—Una caja de cartón que se encuentra en uno de los cajones contiene cartas de diputados, antiguos y recientes; unas datan de hace veinte años; otras de tres solamente. La más antigua es de la asociación de la Croix de Feu. Hay otra, fechada en 1937, de adherido a la Action Française. Parece que inmediatamente después de la guerra formó parte de una asociación del Partido Comunista, cuya tarjeta fue renovada durante tres años.

Lapointe consultaba sus notas.

—Perteneció también a la Ligue Internationale de Theosophie, cuya sede está en Suiza. ¿La conoce?

—Sí.

—Dos de los libros, me olvidé de decírselo, tratan del yoga, y, justo al lado, se encuentra un manual práctico de judo.

El resumen, que Piquemal había probado todas las religiones y todas las teorías filosóficas y sociales. Era de esos que se ven desfilar con la mirada fija tras las banderas en las manifestaciones de los partidos extremistas.

—¿Eso es todo?

—Por lo que a su hombre respecta, sí. Nada de cartas. Al bajar, pregunté al patrón si no las recibía, y me respondió que apenas veía en su correo más que prospectos y convocatorias. Fui entonces a la taberna de la esquina. Era, por desgracia, la hora del aperitivo. Había mucha gente en torno al mostrador.

Tuve que esperar mucho tiempo y beberme dos vasos antes de poder hablar al patrón sin que pareciese llevar a cabo una investigación. Le conté el mismo cuento: que venía de provincias, y que tenía prisa por ver a Piquemal.

»—¿El profesor? —me dijo.

»Lo que parece indicar que, en ciertos medios, Piquemal se hace pasar por profesor.

»—Si hubiera usted venido a las ocho… Ahora debe de estar a punto de empezar su clase… No sé dónde almuerza…

»—¿Ha estado aquí esta mañana?

»—Se sentó junto al cestillo de los croissants, como de costumbre. Suele tomar tres. Sólo que esta mañana alguien a quien no conozco, y que había llegado antes que él, se acercó a dirigirle la palabra. Por lo general, M. Piquemal suele ser bastante hosco. Debe de tener demasiadas cosas en la cabeza para perder el tiempo en conversaciones sin importancia. Cortés, pero frío, ¿me comprende? ¡Buenos días! ¿Cuánto es? ¡Buenas tardes!… A mí no me molesta, porque tengo otros clientes que, como él, trabajan con la cabeza, e imagino lo que eso debe de suponer. Lo que más me ha sorprendido fue ver a M. Piquemal marchar con el desconocido, y, en lugar de ir por la izquierda como los demás días, torcer a la derecha.

—¿Te describió al cliente?

—Mal. Un tipo de unos cuarenta años, con aspecto de empleado o viajante de comercio. Entró sin decir nada un poco antes de las ocho, se acercó al extremo del mostrador y pidió un café con aguardiente. Ni barba ni bigote. Más bien corpulento.

Maigret no pudo menos de pensar que aquella descripción correspondía a la de varias docenas de inspectores de la calle de los Saussaies.

—¿No sabes nada más?

—Sí. Después de haber almorzado, telefoneé de nuevo a la Escuela de Caminos. Pedí hablar con Piquemal. Esta vez no dije quién era, ni nadie me lo preguntó. Únicamente me respondieron que no le habían visto durante todo el día.

»—¿Está de vacaciones?

»—No. No vino. Lo que es más extraño, es que no haya telefoneado para advertirnos de su ausencia. Es la primera vez que sucede.

»—Volví al Hôtel du Berry y subí a mi habitación. Inmediatamente después, llamé a la puerta de Piquemal. La abrí. No había nadie. Nada había sido cambiado después de mi primera visita.

»Usted me pidió todos los detalles. Fui a la Escuela, y volví a desempeñar el papel del amigo de provincias. Conseguí enterarme de dónde almuerza, a unos cien metros de allí, en la calle de los Saints-Péres, en un restaurante de clientela normanda.

»Fui allí. Piquemal no había ido a almorzar. Vi su servilleta en el servilletero numerado, y, en su mesa de costumbre, una botella de agua mineral empezada.

»Eso es todo, patrón. ¿He cometido algún error?

Lo que le impulsaba a hacer la última pregunta con inquietud era que la frente de Maigret se había oscurecido y que su rostro parecía preocupado.

¿Iría a resultar de este asunto lo mismo que de aquel otro, también político, del que Maigret había tenido que ocuparse, y a resultas del cual le habían enviado castigado a Luçon?

También la primera vez todo había sucedido a causa de la rivalidad entre la calle de los Saussaies y el Quai des Orfèvres, al recibir cada una de las dos organizaciones de policía instrucciones diferentes: al defender en aquel momento, por las buenas o por las malas, a causa de la lucha planteada entre personajes elevados, intereses opuestos.

A media noche, el Presidente del Consejo se había enterado de que Point recurrió a Maigret…

A las ocho de la mañana, Piquemal, el hombre que había descubierto el informe Calame, era abordado por un desconocido en el barcito donde tomaba tranquilamente su café, y le seguía sin resistencia, sin una palabra de disputa.

—Lo has hecho bien, muchacho.

—¿Sin faltas de ortografía?

—No creo.

—¿Y ahora?

—No sé. Quizá hagas mejor en permanecer en el Hôtel du Berry, para el caso en que Piquemal reaparezca.

—En ese caso, ¿le telefoneo?

—Sí. Aquí o a mi casa.

Uno de los dos hombres que habían leído el informe Calame había desaparecido…

Quedaba Point, que también lo había leído, pero que era ministro, y, en consecuencia, más difícil de encamotear.

Al pensarlo, Maigret sintió otra vez en la boca el regusto del aguardiente de la noche anterior, y le vinieron ganas de tomar una cerveza en algún sitio donde pudiera codearse con gente sencilla, preocupada sólo de lo suyo.