Capítulo dos

La llamada del Presidente

Probablemente, a lo largo de su carrera, había experimentado ya aquella impresión; pero nunca, al parecer, con la misma intensidad. La exigüidad de la habitación, su calor y su intimidad, favorecían la ilusión, así como también el olor del aguardiente campesino, el escritorio semejante al de su padre, las ampliaciones fotográficas de los «viejos» en las paredes. Maigret se sentía verdaderamente como un médico al que se llama con urgencia y en cuyas manos el paciente ha depositado su suerte.

Lo más curioso era que el hombre que, ante él, parecía esperar su diagnóstico, se le asemejaba, si no como un hermano, al menos como un primo carnal. No era sólo físicamente. Una ojeada a los retratos de familia revelaba al comisario que Point y él tenían aproximadamente el mismo origen. Ambos habían nacido en el campo, de estirpe paisana muy evolucionada. Probablemente los padres del ministro habían tenido, desde su nacimiento, la ambición de hacer de él, como los padres de Maigret, un abogado o un médico.

Point había rebasado sus esperanzas. ¿Existían ellos todavía para saberlo?

No se atrevía a plantear estas preguntas inmediatamente. Tenía ante sí un hombre abatido, y comprendía que no era por debilidad. Al mirarle, Maigret se sentía penetrado de un sentimiento complejo, mezcla de repugnancia y de cólera, y hasta de desaliento.

Durante su vida, sólo una vez se había encontrado en semejante situación, aunque menos dramática, y procedía también de un asunto político. No había obrado por partidismo, sino exactamente como debía hacerlo, no sólo como hombre honrado, sino como funcionario que cumple estrictamente su deber.

No por eso había dejado de perder la razón a los ojos de todos o de casi todos. Había tenido que comparecer ante un consejo de disciplina y, como todo estaba contra él, el consejo se había visto obligado a desautorizarlo.

Había sido por aquella época cuando abandonara momentáneamente la P.J., y se había visto desterrado durante un año en la Brigada Móvil de Luçon, precisamente en La Vandée, el departamento que Point representaba en la Cámara.

Como su mujer y sus amigos le repetían constantemente, él tenía la conciencia tranquila; y sin embargo, le sucedía que, sin apenas darse cuenta, tomaba actitudes de culpable. Durante los últimos días de su estancia en la P.J., por ejemplo, mientras su caso se discutía en las alturas, no se atrevía ya a dar órdenes a sus subordinados, ni siquiera a un Lucas o a un Janvier, y, cuando bajaba por la escalera principal, procuraba arrimarse a las paredes.

Point no era ya capaz de pensar lúcidamente en su propio caso. Acababa de decir todo lo que tenía que decir. Durante las últimas horas se había comportado como un hombre que se hunde y que no espera ya más que un socorro milagroso.

¿No era raro que el llamado fuese Maigret, a quien no conocía, a quien no había visto jamás?

Sin darse cuenta de ello, Maigret, ahora, le cogía una mano; y sus preguntas se parecían a las del médico que intenta establecer un diagnóstico.

—¿Se aseguró usted de la identidad de Piquemal?

—Mandé a mi secretaria que telefonease a la Escuela de Caminos y Puentes, y le confirmaron que Jules Piquemal trabaja allí desde hace quince años en calidad de bedel.

—¿No es extraño que no haya entregado el documento al director de la Escuela, en lugar de venir a traerlo personalmente al despacho de usted?

—No lo sé. No lo había pensado.

—¿No parece indicar esto que se dio cuenta de su importancia?

—Así lo creo. Sí.

—En resumen, que desde que el informe Calame ha sido hallado, Piquemal y usted son los únicos que han tenido la oportunidad de leerlo.

—Sin contar con la o las personas que actualmente lo tienen entre las manos.

—Dejemos esto a un lado por el momento. Si no me equivoco, sólo una persona, fuera de Piquemal, ha sabido, a partir del martes a la una, que usted estaba en posesión del documento.

—¿Quiere usted decir el Presidente del Consejo?

Point dirigió a Maigret una mirada de asombro. El actual jefe de Gobierno, Oscar Malterre, era un hombre de sesenta y cinco años que, pasados los cuarenta, había formado parte de casi todos los gabinetes. Su padre era ya prefecto, uno de sus hermanos, diputado, y otro, gobernador en las colonias.

—Espero que no supondrá…

—No supongo nada, señor ministro. Intento comprender. El informe Calame se encontraba ayer noche en este despacho. Esta tarde ya no estaba. ¿Está usted seguro de que no han forzado la cerradura?

—Usted mismo puede comprobarlo. No hay huella alguna en la madera ni en el cobre de la cerradura. ¿Habrán utilizado acaso una ganzúa?

—¿Y la cerradura del escritorio?

—Véala. Es muy sencilla. A veces he podido abrirla con un trozo de alambre, por haber olvidado la llave.

—Permítame que continúe haciéndole las preguntas acostumbradas de un policía, aunque no sea más que para ir despejando el terreno. ¿Quién, además de usted, posee una llave del piso?

—Mi mujer, por supuesto.

—Usted me ha dicho que no está al corriente de lo del informe Calame, ¿no es así?

—No le he hablado de él. Ignora incluso que yo haya venido por aquí ayer y hoy.

—¿Sigue su mujer la política de cerca?

—Lee los periódicos, y se mantiene al corriente lo necesario para poder hablar conmigo de mi trabajo. Cuando se me propuso presentar mi candidatura, trató de disuadirme. Tampoco quería que fuese ministro. Carece de ambición.

—¿Es originaria de La Roche-sur-Yon?

—Su padre era allí el procurador.

—Volvamos a las llaves. ¿Hay alguien más que tenga una?

—Mi secretaria, Mlle. Blanche.

—¿Blanche qué?

Maigret tomaba notas en su cuadernillo negro.

—Blanche Lamotte. Debe de tener… espere… cuarenta, y uno…, cuarenta y dos años.

—¿Hace mucho que la conoce usted?

—Entró a mi servicio como mecanógrafa cuando apenas tenía diecisiete años; acababa de salir de la escuela de Pigier. No me ha dejado desde entonces.

—¿De La Roche también?

—De una aldea de los alrededores. Su padre era carnicero.

—¿Bonita?

Point pareció reflexionar, como si no se hubiera jamás planteado la pregunta.

—No. No puede decirse que lo sea.

—¿Enamorada de usted?

Maigret sonrió al ver enrojecer al ministro.

—¿Cómo lo sabe? Digamos que enamorada a su manera. No creo que haya habido nunca un hombre en su vida.

—¿Celosa de su mujer?

—No en el sentido corriente de la palabra. Sospecho que está celosa de lo que considera parte suya.

—Es decir, que, en el despacho oficial, es ella quien se cuida de usted.

Point, pese a ser un hombre que había vivido mucho, se sorprendía de que Maigret descubriera verdades tan corrientes.

—Mlle. Blanche estaba en el despacho, me ha dicho usted, cuando fue anunciado Piquemal, y usted la hizo salir. Cuando volvió a llamarla, ¿tenía usted aún el informe en la mano?

—Creo que sí… Pero le aseguro…

—Comprenda, señor ministro, que yo no acuso a nadie, que no sospecho de nadie. Intento, como usted, ver claro. ¿Existe alguna otra llave del departamento?

—Mi hija tiene una.

—¿Qué edad tiene?

—¿Ana María? Veinticuatro años.

—¿Casada?

—Debe, o, más exactamente, debía casarse el mes próximo. Con la tormenta que se avecina, ya no sé. ¿Conoce usted a la familia Courmont?

—De oídas.

—Si los Malterre eran famosos en la política, los Courmont no lo eran menos en la diplomacia, desde hacía más de tres generaciones. Robert Courmont, que poseía un hotelito en la calle de la Faisanderie y que era uno de los últimos franceses en llevar monóculo, había sido embajador más de treinta años, lo mismo en Tokio que en Londres, y formaba parte del Instituto.

—¿Su hijo?

—Alain Courmont, sí. A los treinta y dos años ha sido agregado de tres o cuatro embajadas, y es actualmente jefe de un importante servicio de los Affaires Étrangères. Está nombrado para Buenos Aires, a donde debe marchar tres semanas después de la boda. Comprenda usted ahora que la situación es todavía más trágica de lo que parece. Un escándalo como el que me espera mañana o pasado mañana…

—¿Venía su hija aquí con frecuencia?

—No; desde que vivimos en el ministerio, no.

—¿Está usted seguro de que no ha vuelto por aquí?

—Es preferible decírselo todo, comisario. Si no, no valdría la pena haberle llamado. Ana María ha terminado ya su bachillerato, y, después, la licenciatura de filosofía y letras. No es precisamente una empollona, pero tampoco una muchacha como las de nuestra época. Una vez, hace aproximadamente un mes, encontré aquí cenizas de cigarrillo. Mlle. Blanche no fuma. Mi mujer tampoco. Pregunté a Ana María, y me confesó que a veces venía con Alain. No intenté saber más. Recuerdo las palabras que me dijo, sin sonrojarse, mirándome de frente:

»—Hay que ser realista, papá. Tengo veinticuatro años, y él treinta y dos.

»¿Tiene usted hijos, Maigret?

El comisario sacudió la cabeza.

—Supongo que hoy no habría cenizas de cigarrillo.

—No.

Desde que no hacía otra cosa que responder a las preguntas, Point parecía ya menos abatido, como un enfermo que responde al médico sabiendo que éste terminará por darle un remedio. ¿Quizá Maigret se demoraba a propósito en este asunto de las llaves?

—¿Nadie más?

—Mi jefe de despacho.

—¿Quién es?

—Jacques Fleury.

—¿Hace mucho tiempo que le conoce usted?

—Estudiamos juntos en el liceo, y luego en la universidad.

—¿También vendeano?

—No. Él es de Niort. No muy lejos. Aproximadamente de mi edad.

—¿Abogado?

—Jamás estuvo inscrito en el colegio.

—¿Por qué?

—Era un muchacho extraño. Sus padres tenían dinero. De joven, no tenía la menor gana de trabajar con regularidad. Cada seis meses se apasionaba por algo nuevo. Durante algún tiempo, por ejemplo, se le metió en la cabeza explotar el negocio de la pesca, y tuvo varios barcos. También estuvo metido en una empresa colonial, que fracasó. Luego, le perdí de vista. Cuando me eligieron diputado, lo volví a ver de vez en cuando por París.

—¿Arruinado?

—Por completo. Pero siempre bien vestido. Jamás ha dejado de aparentar, ni de ser inmensamente simpático. Es el prototipo del fracasado simpático.

—¿Le ha pedido algún favor?

—Más o menos. Ninguno importante. Poco antes de que me nombrasen ministro, quiso la casualidad que lo encontrase con más frecuencia, y, cuando necesité de una persona de confianza, estaba disponible.

Point frunció sus gruesas cejas.

—A propósito de esto, necesito explicarle algo. Probablemente usted no se da cuenta de lo que supone convertirse en ministro de un día para otro. Póngase en mi caso. Soy abogado. Un simple abogado de provincia, ciertamente, pero no por eso carezco de conocimientos de Derecho. Ahora bien, fui nombrado para Obras Públicas. Sin transición, sin aprendizaje, me convertí en jefe de un ministerio donde pululan altos funcionarios competentes e incluso gentes tan ilustres como el difunto Calame. Obré como los demás. Tomé una actitud resuelta. Hice como si entendiese de todo, pero no por eso dejaba de advertir a mi alrededor la ironía o la hostilidad. Era consciente también de una serie de intrigas de las cuales no comprendía nada.

»Incluso en el seno del ministerio, sigo siendo un extraño, porque también allí me encuentro entre gente al corriente de todos los recovecos de la política.

»Tener cerca de mí a un hombre como Fleury, ante quien pudiera sincerarme…

—Le comprendo. Cuando usted lo eligió para jefe de su despacho, ¿tenía ya Fleury relaciones políticas?

—Sólo las contraídas, en los bares y restaurantes.

—¿Casado?

—Lo estuvo. Debe de estarlo todavía, porque no creo que se haya divorciado, y tiene dos niños con su mujer. No viven ya juntos. Por lo menos, él tiene otro piso en París, o tal vez dos, porque tiene la virtud de complicarse la existencia.

—¿Está usted seguro de que ignora que usted estuviese en posesión del informe Calame?

—No ha visto siquiera a Piquemal en el ministerio. Y yo no le hablé de nada.

—¿Qué clase de relaciones existen entre Fleury y Mlle. Blanche?

—Aparentemente cordiales. En el fondo, Mlle. Blanche no puede tolerarle, porque es burguesa hasta los tuétanos, y la vida sentimental de Fleury le choca y le exaspera. Como usted ve, no llegamos a nada.

—¿Está usted seguro de que su mujer ignora su presencia aquí?

—Esta tarde advirtió que yo andaba preocupado. Quería que aprovechase el no tener nada importante que hacer y me metiese en cama. Le hablé de una reunión…

—¿Le ha creído?

—No sé.

—¿Tiene usted la costumbre de mentirle?

—No.

Era cerca de media noche. Fue el ministro quien, esta vez, llenó las copas sin pie; luego se dirigió, suspirando, al estantillo y escogió una pipa curva con anilla de plata.

Como si viniese a confirmar la intuición de Maigret, se oyó el timbre del teléfono. Point miró al comisario como preguntándole si debía responder.

—Probablemente es su señora. No tendrá usted más remedio que contárselo todo cuando regrese a casa.

El ministro descolgó.

—¡Diga!… Sí… Soy yo…

Tenía ya aspecto de culpable.

—No… Hay alguien conmigo… Teníamos que discutir una cuestión muy importante… Ya te contaré… No sé… No, no tardaré mucho… Muy bien… ¡Te aseguro que me encuentro bien!… ¿Cómo?… ¿De la Presidencia?… ¿Quiere que…? Bueno… Ya veré… Sí… Lo haré en seguida… Hasta ahora…

El sudor le goteaba por la frente; miró de nuevo a Maigret, como hombre que ya no sabe a qué santo encomendarse.

—El Presidente me ha llamado tres veces… Me dejó el encargo de que le telefonee a la hora que sea.

Se secó la frente. Había olvidado encender la pipa.

—¿Qué hago?

—Llámele. Será mejor que le llame. Y convendría también que mañana por la mañana le confesase que ya no tiene el informe, puesto que no hay probabilidad alguna de encontrarlo en una noche.

Se produjo un detalle cómico, que demostraba a la vez el desconcierto de Point y la instintiva confianza que algunas personas tienen en el poder de la Policía.

—¿Usted cree? —dijo más bien maquinalmente.

Luego, sentándose con pesadez, marcó un número que sabía de memoria.

—¡Oiga! Aquí el ministro de Obras Públicas… Quiero hablar con el Presidente… Perdone, señora… Es Point quien habla… Creo que su marido me espera… Sí… espero…

Vació la copa de un trago, y miró con fijeza a uno de los botones del abrigo de Maigret.

—Sí, querido Presidente… Le ruego me perdone por no haberle llamado antes… Estoy mejor, sí… No era nada… Quizá la fatiga, sí… Y también… Iba a decirle…

Maigret oía vibrar en el aparato una voz que no tenía nada de tranquilizadora; Point parecía un niño al que se riñe y que intenta en vano justificarse.

—Sí… Ya sé… Créame…

Por fin le dejaron hablar, y él lo hizo escogiendo las palabras.

—Verá usted, ha sucedido la cosa más… más sorprendente… ¿Cómo dice?… Se trata del informe, sí… Lo había traído ayer a mi domicilio particular… Bulevar Pasteur, sí…

¡Si al menos le hubieran permitido contar la historia como hubiera querido hacerlo! Pero le interrumpían sin cesar. Le embarullaban.

—Sí, sí… Acostumbro venir aquí a trabajar cuando… ¿Cómo? Estoy aquí en este momento, sí… ¡No!, mi mujer lo ignora; de lo contrario, me hubiera transmitido su mensaje… ¡No, no tengo ya el informe Calame!… Es lo que trato de decirle desde el principio… Lo había dejado aquí, lo creía más seguro que en el ministerio, y, cuando vine a buscarlo esta tarde después de nuestra entrevista…

Maigret volvió la cabeza al ver que una lágrima de nerviosismo o de humillación brotaba de los gruesos párpados.

—Me tomé cierto tiempo para buscar… ¡No!, por supuesto que no lo hice…

Con la mano puesta en el micro, susurró a Maigret:

—Me pregunta si he avisado a la Policía.

Ahora escuchaba resignado, murmurando a veces:

—Sí… Sí… Comprendo.

Su rostro chorreaba sudor, y Maigret estuvo tentado de abrir la ventana.

—Le juro, querido Presidente…

La lámpara del techo no estaba encendida. Los dos hombres y el rincón del escritorio estaban solamente alumbrados por una lámpara de pantalla verde que dejaba en la penumbra el resto de la pieza. De vez en cuando se oía la bocina de un taxi en medio de la niebla del bulevar Pasteur, y, con menos frecuencia aún, el silbido de un tren.

La fotografía del padre, colgada en la pared, correspondía a un hombre aproximadamente de sesenta y cinco años, que debía de haber sido hecha hacía unos diez, a juzgar por la edad de Point. La fotografía de la madre, por su parte, era la de una mujer de treinta años escasos, con traje y peinado de principios de siglo, de lo cual Maigret concluyó que Mme. Point, como su propia madre, debía de haber muerto cuando su hijo era todavía de corta edad.

Existían dos posibilidades de las que no había hablado aún el ministro, y a las que inconscientemente daba vueltas en su cabeza. A causa de la llamada telefónica de la que era auditor accidental, pensaba en Malterre, el Presidente del Consejo, que era a la vez ministro del Interior y que, por esta razón, tenía gran influencia en la Sûreté Nationale.

Suponiendo que Malterre hubiese barruntado la visita de Piquemal al bulevar Saint-Germain, y que hubiera hecho vigilar a Auguste Point… O incluso que después de la entrevista que había tenido con él…

Podía imaginarse todo, tanto que el ministro hubiera querido ocuparse del documento para destruirlo, como para conservarlo entre sus manos como un triunfo.

La expresión periodística corriente aplicada a estos casos era exacta: el informe Calame era una verdadera bomba que daba al que lo poseía posibilidades insospechadas.

—Sí, querido Presidente… Nada de Policía, se lo repito…

El otro debía atosigarle con preguntas que le hacían perder pie. Su mirada pedía a Maigret socorro, pero no había socorro posible. Se daba ya por vencido.

—La persona que está en mi despacho no se encuentra aquí a título de…

Era sin embargo un hombre fuerte, moral y físicamente. También Maigret se consideraba fuerte, y, sin embargo, también él había flaqueado antaño al ser cogido en otro engranaje, aunque menos poderoso que éste. Lo que más le humillara, lo recordaba y lo recordaría toda su vida, era la impresión de hacer frente a una fuerza sin nombre, sin rostro, imposible de definir. Y también que aquella fuerza era, para todo el mundo, la Fuerza, con mayúscula, el Derecho.

Point se agarraba a un clavo ardiendo.

—Es el comisario Maigret… Le pedí que viniera a verme a título privado… Estoy seguro de que él…

Le interrumpían. El micro vibraba.

—Ninguna pista, no… Nadie… No, mi mujer no sabe absolutamente nada… Ni mi secretaria tampoco… Le juro, señor Presidente…

Olvidando el «Querido Presidente» tradicional, se empequeñecía.

—Sí… A partir de las nueve… Se lo prometo… ¿Desea usted hablarle?… Un momento…

Avergonzado, miró a Maigret.

—El Presidente desea…

El comisario cogió el aparato.

—Le escucho, señor Presidente.

—Acabo de enterarme de que mi colega de Obras Públicas le ha puesto a usted al corriente del incidente…

—Sí, señor Presidente.

—Inútil repetirle que el asunto debe permanecer en el más riguroso secreto. No se trata de llevar a cabo una investigación regular. A la Sûreté Nationale tampoco se le comunicará.

—Comprendido, señor Presidente.

—Quede claro que si, personalmente y sin ninguna intervención oficial, sin que parezca que se ocupa usted de ello, descubre lo que sea a propósito del informe Calame, usted me…

Se calló. No quería mezclarse personalmente en el asunto.

—… Advertirá de ello a mi colega Point.

—Sí, señor Presidente.

—Eso es todo.

Maigret quiso tender el receptor al Ministro, pero al otro lado del hilo habían colgado ya.

—Le ruego me perdone, Maigret. Me acorraló hasta obligarme a hablar de usted. Dicen que antes de intervenir en política era un famoso criminalista, y lo creo sin dificultad. Me violenta haberle colocado a usted en una situación…

—¿Va usted a verle mañana por la mañana?

—Sí, a las nueve. No quiere que los demás miembros del Gobierno estén al corriente. Lo que más le inquieta es que Piquemal hable o haya ya hablado, puesto que es el único, aparte de nosotros tres, en saber que el documento ha sido encontrado.

—Trataré de averiguar qué clase de hombre es.

—Sin darse a conocer, ¿eh?

—Solamente le advierto, con toda honradez, que no tengo más remedio que hablar del asunto a mi jefe. No voy a entrar en detalles, ni hablaré pues del informe Calame. Sin embargo, es necesario que sepa que trabajo para usted. Si no se tratase más que de mí, podría ocuparme en el asunto durante las horas libres. Pero, como probablemente necesitaré a alguno de mis colaboradores…

—¿Se enterarán?

—No sabrán nada del informe, se lo prometo.

—Yo estaba dispuesto a presentar mi dimisión, pero él se me anticipó al decirme que ni siquiera le quedaba el recurso de apartarme del Gobierno, porque sería, si no descubrir la verdad, al menos hacerla sospechar por los que han seguido los últimos acontecimientos políticos. A partir de este momento, soy la oveja negra, y mis colegas…

—¿Tiene usted la certeza de que el documento que ha tenido en sus manos era realmente una copia del informe Calame?

Point, sorprendido, levantó la cabeza.

—¿Cree que podía ser una falsificación?

—No creo nada. Continúo examinando todas las hipótesis. Al presentar a usted un ejemplar del informe Calame, verdadero o falso, y haciéndolo desaparecer en el acto, quedan automáticamente desacreditados usted y todo el Gobierno, porque se les acusará de haberlo hecho desaparecer.

—En tal caso, empezará a decirse desde mañana.

—No es necesario que sea con tanta rapidez. Me gustaría saber dónde y en qué circunstancias ha sido hallado el informe.

—¿Cree que conseguirá averiguarlo sin despertar sospechas?

—Lo intentaré. Supongo, señor ministro, que me ha dicho usted todo. Si me tomo la libertad de insistir, es porque, en las circunstancias actuales, es muy importante que…

—Ya lo sé. Un simple detalle que no he mencionado hasta aquí. Le he hablado al principio de Arthur Nicoud. Cuando le conocí, no recuerdo en qué comida, yo no era más que un simple diputado, y no se me pasaba por la cabeza que un día me iba a encontrar al frente de las Obras Públicas. Sabía que se trataba de uno de los miembros de la firma Nicoud y Sauvegrain, los empresarios de la avenida de la République.

»Arthur Nicoud no se comportaba como hombre de negocios, sino más bien como hombre de mundo. Al contrario de lo que pudiera creerse, no es el tipo de nuevo rico, ni siquiera del que apalea el dinero. Es culto. Sabe vivir. En París, frecuenta los mejores restaurantes, rodeado siempre de mujeres bonitas, sobre todo actrices y estrellas de cine.

»Creo que todo lo que significa algo en el mundo de las letras, de las artes y de la política, ha sido invitado por lo menos una vez a sus dominios de Samois.

»Allí he encontrado a buen número de mis colegas de la Cámara, de directores de periódicos y de científicos, gente toda cuya integridad estoy dispuesto a garantizar.

»El mismo Nicoud, en su casa de campo, da la impresión de un hombre para quien nada importa tanto como servir a sus invitados la comida más exquisita y escogida en un marco refinado.

»A mi mujer no le ha gustado nunca.

»Hemos ido allí algo así como media docena de veces, quizá, pero nunca solos, nunca íntimamente. Algunos domingos éramos hasta treinta, repartidos en mesitas y reuniéndonos luego en la biblioteca o alrededor de la piscina.

»Lo que no le he dicho aún es que una vez, hace dos años, si no me equivoco, sí, hace dos años, mi hija recibió por Navidad una pequeña estilográfica de oro grabada con sus iniciales, acompañada de una tarjeta de Arthur Nicoud.

»Estuve a punto de hacerle devolver el regalo. El asunto me puso de bastante mal humor, y hablé de él a alguno de mis colegas, no recuerdo ya a cuál. Me dijo que el rasgo de Nicoud no tenía consecuencias, que tenía la manía de enviar cada fin de año un recuerdo a la mujer o a la hija, de sus huéspedes. Aquel año eran estilográficas, que debía de haber encargado por docenas. Otro, habían sido polveras, de oro también, porque parece ser que tiene la pasión del oro…

»Mi hija ha conservado la estilográfica. Creo que todavía la usa.

»Que mañana, cuando la historia del informe Calame irrumpa en la prensa, se diga que la hija de Auguste Point ha recibido y aceptado…

Maigret alzó la cabeza. No minimizaba la importancia de un detalle como aquél.

—¿Nada más? ¿Nunca le ha prestado a usted dinero?

Point enrojeció hasta los cabellos. Maigret comprendió las causas. No era que tuviese algo que reprocharse, sino que, en adelante, todo el mundo tendría derecho a hacerle aquella pregunta.

—¡Nunca! Le juro…

—Le creo. ¿Tampoco posee usted acciones en la empresa Nicoud y Sauvegrain?

El ministro dijo que no con una amarga sonrisa.

—Intentaré, a partir de mañana por la mañana, hacer todo lo que esté en mi mano —prometió Maigret—. Dése cuenta, sin embargo, de que sé menos que usted y de que estoy lo menos familiarizado posible con los medios políticos. Dudo, ya se lo he dicho, que logremos encontrar el informe antes de que se sirva de él quien actualmente lo posee.

»Usted, puesto en el caso, ¿lo hubiera destruido para salvar a aquellos de sus colegas a quienes compromete?

—Por supuesto que no.

—¿Ni siquiera en el caso de que se lo pidiera el jefe de su partido?

—Aun cuando el Presidente del Consejo me lo sugiriese.

—Estaba seguro de ello. Le ruego me perdone por haberle hecho la pregunta. Ahora, señor ministro, le dejo.

Se levantaron, y Point tendió su gruesa mano velluda.

—Soy yo quien le pide perdón por meterle en este lío. Me siento de tal modo desanimado, abatido…

Después de haber puesto su suerte en manos de otro, sentía el corazón más aliviado. Hablaba con voz normal, encendía la lámpara del techo, abría la puerta.

—No puede usted venir a verme al ministerio sin arriesgarse a que le hagan preguntas, porque es demasiado conocido. Tampoco puede telefonearme, porque ya le he dicho que desconfío de las interferencias. Este piso ya no es un secreto para nadie. ¿Cómo hacer para ponernos en contacto?

—Encontraré el medio de reunirme con usted cuando sea necesario. Usted, por su parte, siempre podrá telefonear a mi casa por las noches desde una cabina pública, como lo ha hecho hoy, y, si no estuviese, dejar el recado a mi mujer.

Ambos habían tenido la misma idea en el mismo momento, y no pudieron menos de sonreír. De pie, ante la puerta, ¿no tenían todo el aspecto de unos conspiradores?

—Buenas noches, señor ministro.

—Gracias, Maigret. Buenas noches.

El comisario no se tomó la molestia de llamar al ascensor. Descendió los cuatro pisos, pidió que le abriesen la puerta, y se volvió a encontrar metido en la niebla de la calle, más densa y más fría. Tenía que caminar hasta el bulevar Montparnasse para tratar de buscar un taxi. Dobló hacia la derecha, con la pipa entre los dientes y las manos en los bolsillos, y, cuando había recorrido unos veinte metros, dos enormes focos se encendieron ante él al tiempo que ponían en marcha el motor de un coche.

La niebla impedía calcular las distancias. Maigret tuvo por un momento la impresión de que el coche, que comenzaba a rodar, se dirigía directamente hacia él, pero no hizo más que pasar a su lado, después de haberle envuelto durante unos segundos con una luz difusa.

No había tenido tiempo para levantar la mano para ocultar el rostro. Pensaba que, por lo demás, el movimiento hubiera resultado inútil.

Según todas las probabilidades, alguien había tratado de enterarse de quiénes eran los que se habían entrevistado aquella noche tan largamente en el piso del ministro, cuyas ventanas, allá en lo alto, estaban iluminadas.

Maigret, encogiéndose de hombros, continuó su camino, y no se cruzó más que con una pareja que caminaba lentamente, cogidos del brazo, besándose, y que estuvieron a punto de tropezar con él.

Acabó por encontrar taxi. En su casa, en el bulevar Richard-Lenoir, estaba aún encendida la luz. Sacó, como siempre, la llave. Como siempre también, su mujer le abrió antes de que hubiera encontrado el ojo de la cerradura. Estaba en camisón, descalza, los ojos hinchados de sueño, e, inmediatamente, corrió a llenar el hueco que había ocupado en la cama.

—¿Qué hora es? —preguntó con voz ausente.

—La una y diez.

Maigret sonreía al pensar que en otro piso, más suntuoso, pero anónimo, una pareja vivía en aquel instante momentos parecidos.

Point y su mujer, sin embargo, no estaban en su hogar. No era su habitación, ni su lecho. Se sentían extraños en el inmenso edificio oficial que habitaban y que debían encontrar colmado de trampas.

—¿Qué te quería?

—A decir verdad, no lo sé exactamente.

Su mujer sólo estaba medio dormida, e intentaba despertarse del todo mientras Maigret se desvestía.

—¿No sabes para qué quería verte?

—Más bien para pedirme consejo.

No quería emplear la palabra tranquilidad, que hubiera sido más exacta. Era curioso. Le parecía ahora que si allí, en la intimidad familiar y casi palpable de su piso, hubiera pronunciado las palabras «Informe Calame», se hubiera echado a reír.

En el bulevar Pasteur, media hora antes, aquellas palabras adquirían resonancia dramática. Un ministro con el agua hasta el cuello las pronunciaba con una especie de terror. Un Presidente de Consejo se había molestado para hablar de ello como si se tratase del más importante asunto de Estado.

Consistía en una treintena de hojas de papel que durante años habían rodado por una buhardilla, y quizá por otros lugares, sin que nadie se ocupase de ellas, y que, ahora, un bedel había descubierto tal vez por casualidad.

—¿En qué piensas?

—En un tal Piquemal.

—¿Quién es?

—No lo sé exactamente.

Era cierto que pensaba en Piquemal, o, más bien, que se repetía las tres sílabas del nombre, y las hallaba cómicas.

—Que descanses.

—Igualmente. Despiértame a las siete.

—¿Por qué tan pronto?

—Tengo que telefonear.

Mme. Maigret había alargado ya el brazo para apagar la luz cuyo interruptor estaba colocado a su lado.