El informe del difunto Calame
Como siempre que volvía a su casa por la noche, en el mismo lugar de la acera, pasada ya la farola de gas, Maigret alzó la cabeza hacia las ventanas iluminadas de su piso. Nunca se daba cuenta de ello. Quizá si se le hubiera preguntado a quemarropa si había luz o no, hubiera vacilado al responder. Del mismo modo, por una especie de manía, entre el segundo y el tercer piso, empezaba a desabrocharse el abrigo para coger la llave en el bolsillo de su pantalón, siendo así que la puerta se abría invariablemente en el momento en que ponía los pies en el felpudo.
Eran ritos establecidos a lo largo de los años y a los cuales se atenía con más rigor del que hubiera querido confesar. El caso no se presentaba hoy, porque no llovía; pero su mujer, por ejemplo, hacía siempre un gesto especial al recoger de sus manos el paraguas mojado, al mismo tiempo que inclinaba la cabeza para besarle en la mejilla.
Maigret pronunciaba entonces su tradicional:
—¿Ninguna llamada?
Y ella respondía, mientras cerraba la puerta:
—Sí. Me temo que no valga la pena que te quites el abrigo.
El día había estado gris, ni frío ni caliente, con un aguacero hacia las dos de la tarde. En el Quai des Orfèvres, Maigret no había hecho más que despachar asuntos sin importancia.
—¿Has comido bien?
La luz de su piso era más cálida, más íntima que la del despacho. Veía los periódicos preparados junto a su butaca, así como las zapatillas.
—He comido con el jefe, con Lucas y con Janvier, en la Brasserie Dauphine.
Después de lo cual, habían ido los cuatro a la asamblea de la Mutua de la Policía. A Maigret, desde hacía tres años, a pesar de sus protestas, lo venían reeligiendo vicepresidente.
—Tienes tiempo para tomar una taza de café. Quítate al menos el abrigo. He dicho que no volverías antes de las once.
Eran las diez y media. La sesión no había sido larga. Algunos habían tenido tiempo de tomar una caña en una cervecería, y Maigret había regresado en metro.
—¿Quién telefoneó?
—Un ministro.
Maigret, de pie en medio del salón, la miró frunciendo las cejas.
—¿Qué ministro?
—El de Obras Públicas. Un tal Point, si he entendido bien su nombre.
—Auguste Point, sí. ¿Telefoneó aquí? ¿Personalmente?
—Sí.
—¿No le has dicho que llamase al Quai des Orfèvres?
—Es contigo con quien quiere hablar. Necesita verte urgentemente. Cuando le respondí que estabas fuera, me preguntó si yo era la criada. Parecía preocupado. Le dije que era Mme. Maigret. Me pidió perdón, y quiso saber dónde te encontrabas y a qué hora volverías. Me dio la impresión de ser hombre tímido.
—Pues no es ésa su fama.
—Pretendió incluso que le dijese si estaba sola o no. Me explicó entonces que su llamada debía permanecer secreta, que no telefoneaba desde el ministerio, sino desde una cabina pública, y que tenía verdadera necesidad de entrar en contacto contigo lo más pronto posible.
Mientras ella hablaba, Maigret, fruncidas aún las cejas, la observaba con un gesto que proclamaba su desconfianza de la política. Le había sucedido varias veces, a lo largo de su carrera, que un hombre de Estado, un diputado, un senador o cualquier personaje importante recurriesen a él, pero siempre por vía oficial; cada una de aquellas veces había sido llamado al despacho del jefe, y, también cada una de ellas, la conversación había empezado por un:
—Le pido perdón, mi pobre Maigret, por encargarle de un asunto que no le va a gustar.
Y en efecto, eran, invariablemente, asuntos bastante desagradables.
No conocía a Auguste Point personalmente, ni le había visto jamás en carne y hueso. No era uno de esos hombres de los que se hablaba con frecuencia en los periódicos.
—¿Por qué no telefoneó al despacho?
Hablaba más bien para sí mismo. Sin embargo, madame Maigret respondió:
—¡Y yo qué sé! Te repito lo que me dijo. En primer lugar, que telefoneaba desde una cabina pública…
Aquel detalle había impresionado mucho a madame Maigret, para quien un ministro de la República era un personaje bastante considerable, a quien no podía imaginar entrando por la noche, casi clandestinamente, en una cabina pública de la esquina de cualquier bulevar.
—… luego, que no te dirijas al Ministerio, sino a su piso particular, que conserva todavía…
Consultó un papel en el que había escrito unas palabras.
—… bulevar Pasteur, 27. No necesitas molestar a la portera. Es el cuarto, izquierda.
—¿Me espera allá?
—Esperará todo el tiempo que haga falta. Para guardar las formas, deberá volver al ministerio antes de media noche.
Preguntó con otra voz:
—¿Crees que se trata de una broma?
Maigret dijo que no con la cabeza. Era, ciertamente, desacostumbrado, raro: pero no le parecía una broma.
—¿No tomas el café?
—No, gracias. Después de la cerveza, no.
Y, de pie, se sirvió unas gotas de licor de ciruela, cogió una pipa de encima de la chimenea, y se dirigió hacia la puerta.
—Hasta ahora.
En el bulevar Richard-Lenoir, la humedad del aire, que se había palpado durante todo el día, empezaba a condensarse en una niebla polvorienta que formaba halos alrededor de las luces. No cogió taxi; para llegar rápidamente al bulevar Pasteur, le bastaba el metro; quizá aquello se debiera también a que no se trataba de una misión oficial.
A lo largo del trayecto, mirando maquinalmente a un señor bigotudo que, frente a él, leía el periódico, Maigret se preguntaba qué querría de él Auguste Point, y, sobre todo, por qué se le habría dado una cita a la vez tan urgente y misteriosa.
Se sabía que Point era un abogado vendeano —de La Roche-sur-Yon, salvo error— que había llegado tarde a la política. Formaba parte de aquellos diputados elegidos después de la guerra por su carácter y por su comportamiento durante la ocupación.
Lo que había hecho exactamente, Maigret lo ignoraba. Lo cierto era que, mientras algunos de sus colegas pasaban por la Cámara sin dejar huellas, Point había sido reelegido una vez tras otra, y, hacía tres meses, cuando la formación del último gabinete, había recibido la cartera de Obras Públicas.
El comisario no había oído ningún rumor que se refiriese a él; ninguno de esos rumores que hacen presa en la reputación de la mayor parte de los hombres políticos. No se hablaba de su mujer. Tampoco de sus hijos, si los tenía.
Al salir del metro en la estación Pasteur la niebla había espesado, y amarilleaba; Maigret la reconoció en el sabor polvoriento de sus labios. No veía a nadie en el bulevar; sólo se oían pasos a lo lejos, hacia Montparnasse, y, en la misma dirección, un tren que silbaba al abandonar los andenes.
Un buen número de ventanas estaban aún iluminadas, y, en medio de la bruma, causaban una sensación de paz y de seguridad. Aquellas casas, ni ricas ni pobres, ni nuevas ni viejas, de pisos parecidos, estaban habitadas sobre todo por gente de la clase media, profesores, funcionarios, empleados que tomaban el metro o el autobús a la misma hora cada mañana.
Pulsó el botón y, al abrirse la puerta, murmuró vagamente un nombre, al mismo tiempo que se dirigía hacia el ascensor.
El ascensor, estrecho, para dos personas, ascendía lentamente, aunque sin sacudidas y sin ruidos, por el hueco de una escalera débilmente alumbrada. Las puertas, en los pisos, estaban todas pintadas del mismo color castaño oscuro; los felpudos eran todos iguales.
Llamó a la de la izquierda, que se abrió inmediatamente, como si alguien esperase con la mano en el picaporte.
Fue el mismo Point quien avanzó tres pasos para devolver el ascensor al bajo, cosa que a Maigret no se le había ocurrido.
—Le pido perdón por molestarle a estas horas —murmuró—. Venga por aquí.
Mme. Maigret se hubiera sentido decepcionada, porque Point respondía lo menos posible a la idea que ella se hacía de un ministro. Alto y grueso, era más o menos semejante al comisario, algo más cuadrado, algo más tosco, como quien dice más aldeano, y sus rasgos, vigorosamente tallados; su fuerte nariz y su boca evocaban las cabezas esculpidas en un castaño de Indias.
Llevaba un traje cualquiera, de color gris, y una corbata de las que no se desanudan. Dos cosas llamaban en él la atención: sus frondosas cejas, largas y espesas como bigotes, y el vello casi tan largo que le cubría las manos.
Por su parte, Point observaba a Maigret sin tratar de ocultarlo, sin siquiera sonreír por cortesía.
—Siéntese, comisario.
El piso, más pequeño que el del bulevar Richard-Lenoir, no debía componerse más que de dos piezas, quizá de tres, y con una cocina minúscula. Desde el vestíbulo, donde colgaban algunos trajes, habían pasado a un despacho que hacía pensar en el alojamiento de un soltero. En la pared, sobre un estante, había varias pipas, diez o doce, algunas de ellas de arcilla, y una, muy hermosa, de ámbar. Un escritorio pasado de moda, parecido al que antaño poseía el padre de Maigret, estaba cubierto de papeles y cenizas; encima, unos casilleros y multitud de cajoncitos. Maigret no se atrevió a examinar inmediatamente las fotografías de las paredes, el padre y la madre de Point, en los mismos marcos negros y dorados que hubiera encontrado en cualquier granja de la Vendée.
Sentado en su sillón giratorio, semejante también al del padre de Maigret, Point tocaba con negligencia una caja de puros.
—Supongo —comenzó.
El comisario, sonriente, murmuró:
—Prefiero mi pipa.
—¿Holandés?
El ministro le tendió un paquete de tabaco holandés ya empezado, y él mismo encendió también una pipa que había dejado apagar.
—Debió usted sorprenderse cuando su mujer le dijo…
Intentaba romper el hielo, y la frase no le satisfacía. Lo que ocurría era bastante curioso. En el despacho tranquilo y cálido, dos hombres, de la misma estatura y aproximadamente de la misma edad, se observaban sin intentar ocultarse el uno al otro. Hubiérase dicho que descubrían semejanzas, que estaban intrigados a causa de ellas, y que dudaban si reconocerse como hermanos.
—Mire, Maigret. Entre nosotros, las frases no sirven de nada. No le conozco más que por los periódicos y lo que he oído hablar de usted.
—Lo mismo que yo, señor ministro.
Con un movimiento de mano, Point pareció indicar que aquel título, allí, entre ellos, estaba fuera de lugar.
—Estoy en un apuro. Nadie lo sabe hasta ahora, nadie lo sospecha, ni siquiera el Presidente del Consejo, ni incluso mi mujer, quien, por lo general, está al corriente de todos mis actos. Es a usted a quien he recurrido.
Apartó un instante la mirada y dio una chupada a la pipa, como molesto por lo que en su última frase pudiera parecer adulación banal o interesada.
—No he querido utilizar la vía jerárquica y dirigirme al director de la P.J. Lo que hago es irregular. Usted no tenía ninguna obligación de venir, como no tiene ninguna obligación de ayudarme.
Se levantó suspirando.
—¿Quiere echar un trago?
Y añadió, con algo que podía pasar por sonrisa:
—No tenga miedo. No intento comprarle. Lo que sucede es que esta noche tengo verdadera necesidad de un poco de alcohol.
Entró en la pieza vecina y volvió con una botella empezada y dos copas sin pie, como las que se usan en las posadas del campo.
—No es más que aguardiente del país, que mi padre destila todos los otoños. Éste data de unos veinte años.
Con el vaso en la mano, se miraron.
—A su salud.
—A la suya, señor ministro.
Esta vez, Point no pareció oír las últimas palabras.
—Si no sé por dónde comenzar, no es porque me sienta embarazado ante usted, sino porque la historia es difícil de contar con claridad. ¿Lee los periódicos?
—Aquellas noches en que los malhechores me lo permiten.
—¿Sigue usted la política?
—No mucho.
—¿Usted sabe que yo no soy lo que se llama propiamente un político?
Maigret dijo que sí con la cabeza.
—Bien. Supongo que estará usted al corriente de la catástrofe de Clairfond, ¿no?
Esta vez Maigret no pudo evitar un temblor, y cierto despecho, cierta desconfianza, debieron traslucirse en su rostro, porque su interlocutor inclinó la cabeza, y añadió en voz más baja:
—Desgraciadamente, es de eso de lo que se trata.
Poco antes, en el metro, Maigret había intentado adivinar acerca de qué secreto podía querer hablarle el ministro. No había pensado en el asunto de Clairfond, del cual, sin embargo, los periódicos trataban ampliamente desde hacía un mes.
El sanatorio de Clairfond, en la Alta Saboya, entre Ugines y Mégève, a una altitud de más de mil cuatrocientos metros, era una de las realizaciones más espectaculares de la posguerra.
Maigret no recordaba quién había lanzado la idea de edificar para los niños más miserables, un establecimiento comparable a los modernos sanatorios privados, porque aquello databa de hacía ya algunos años. Se había hablado mucho de ello a su tiempo. Algunos lo habían interpretado como una empresa puramente política que había provocado apasionados debates en la Cámara, hasta el punto de que había sido nombrada una comisión para estudiar el proyecto, el cual, durante mucho tiempo combatido, había terminado por realizarse.
Un mes antes se había producido la catástrofe, una de las más lamentables de la historia. Las nieves habían empezado a derretirse en una época del año en que, según los recuerdos más antiguos, no había sucedido nunca. En la montaña, los torrentes habían crecido. Y lo mismo había sucedido a una corriente subterránea, el Lice, de tan poca importancia que no figura en los mapas, pero que no por ello había dejado de minar los cimientos de toda un ala de Clairfond.
La investigación, empezada al día siguiente del desastre, no había terminado aún. Los expertos no se ponían de acuerdo. Tampoco los periódicos, que, según su color, defendían tesis diferentes.
Ciento veinticinco niños habían hallado la muerte en el curso del hundimiento de uno de los edificios, y los demás habían sido urgentemente evacuados.
Maigret, después de un momento de silencio, murmuró:
—Usted no formaba parte del gabinete cuando se construyó Clairfond, ¿verdad?
—No. Ni siquiera era miembro de la comisión parlamentaria que votó los créditos. A decir verdad, hasta esos últimos días no conocía el asunto más de lo que todo el mundo sabe por los periódicos.
Hizo una pausa.
—¿Había oído usted hablar del informe Calame, comisario?
Maigret le miró, sorprendido, y sacudió la cabeza.
—Ya lo oirá usted. Llegará a no oír hablar de otra cosa. Supongo que no leerá usted los pequeños semanarios, La Rumeur, por ejemplo.
—Nunca.
—¿Conoce usted a Hector Tabard?
—Lo conozco de nombre y de reputación. Mis colegas de la calle de los Saussaies deben conocerle mejor que yo.
Aludía a la Sûreté Nationale, que, dependiendo del ministerio del Interior, tiene con frecuencia a su cargo misiones relacionadas de cerca o de lejos con la política.
Tabard era un periodista de escándalo, cuyo semanario, abarrotado de chismes, pasaba por instrumento de chantaje.
—Lea esto, apareció seis días después de la catástrofe.
El suelto era breve, misterioso.
¿Se decidirá algún día, bajo la presión de la opinión pública, revelar el contenido del informe Calame?
—¿Es eso todo? —preguntó sorprendido el comisario.
—Ahí tiene un recorte del número siguiente.
Al contrario de lo que generalmente se admite, no es la política exterior ni los acontecimientos de África del Norte lo que derribará al actual Gobierno antes de finalizar la primavera, sino el informe Calame. ¿Quién retiene el informe Calame?
Las palabras «Informe Calame» adquirían una resonancia casi cómica, y Maigret sonrió al preguntar:
—¿Quién es Calame?
Point, por su parte, no sonreía. Mientras vaciaba su pipa en un enorme cenicero de cobre, explicó:
—Un profesor de la Escuela de Puentes y Caminos. Murió hace unos dos años, de cáncer, si no me equivoco. Su nombre no es conocido del gran público, pero es célebre en el mundo de la mecánica aplicada y de la arquitectura civil. Se le consultó muchas veces acerca de las grandes obras públicas en países tan diferentes como el Japón o América del Sur, y, en lo que concierne a la resistencia de materiales, en particular del hormigón, era una autoridad indiscutible. Escribió una obra que ni usted ni yo hemos leído, pero que todos los arquitectos poseen; se titula: Las enfermedades del hormigón.
—¿Intervino Calame en la construcción de Clairfond?
—Indirectamente. Permítame que le cuente la historia de otra manera, con una cronología más personal. Antes de la catástrofe, ya se lo he dicho, yo no sabía acerca del sanatorio nada que no se hubiera publicado en los periódicos. Incluso no recordaba si, hace cinco años, había votado en favor o en contra del proyecto. Tuve que consultar el Officiel para descubrir que había votado a favor. Tampoco yo leo La Rumeur. Pero, después de haberse publicado el segundo entrefilete, me llamó aparte el Presidente del Consejo, y me preguntó: «¿Ha oído usted hablar del informe Calame?».
»Tuve que responderle cándidamente que no. Pareció sorprendido, y no estoy seguro de que no me haya mirado con cierta desconfianza.
»Sin embargo, debe encontrarse en sus archivos, me dijo.
»Fue entonces cuando me puso al corriente. En la época de los debates a propósito de Clairfond, hace cinco años, y como la comisión parlamentaria estuviese dividida, un diputado, no recuerdo cuál, propuso que se solicitase un informe a un técnico de valor indiscutible.
»Citó el nombre del profesor Calame, de la Escuela Nacional de Puentes y Caminos, quien se pasó algún tiempo estudiando los proyectos, e incluso estuvo en la Alta Saboya.
»A continuación redactó un informe que, normalmente, debe haber sido entregado a la comisión.
Maigret creía comprender.
—El informe, ¿era desfavorable?
—Espere. Cuando el Presidente me habló del asunto, había ordenado ya que buscasen en los archivos de la Cámara. El informe hubiera debido hallarse en los papeles de la comisión. Pero sucede que, no sólo no se encontraba el informe, sino que una parte de las actas de las sesiones desapareció también. ¿Se da usted cuenta de lo que significa?
—¿Que hay alguien interesado en que el informe no se publique nunca?
—Lea esto.
Era un nuevo recorte de La Rumeur, pequeño también, pero no menos amenazador.
¿M. Arthur Nicoud será lo bastante poderoso para impedir que el informe sea publicado?
Maigret conocía aquel nombre como conocía tantos otros. Conocía sobre todo la firma Nicoud y Sauvegraien, porque la veía mencionada casi por todas partes donde se ejecutaban trabajos públicos, se tratase de carreteras, de puentes o de canales.
—¿Fue la firma Nicoud y Sauvegraien la que construyó Clairfond?
Maigret comenzaba a lamentar el haber venido. Si experimentaba hacia Auguste Point una simpatía natural, la historia que éste le contaba le incomodaba tanto como cuando oía contar ante una mujer historias de mal gusto.
Maigret, a pesar suyo, trataba de adivinar el papel que Point podía haber desempeñado en la tragedia que costara la vida a ciento veinticinco niños. Estuvo a punto de preguntarle claramente:
—¿Qué intervención tuvo usted en el asunto?
Adivinaba que había muchas personas metidas en el negocio, políticos, quizá grandes capitostes.
—Intentaré terminar rápidamente. El Presidente, pues, me rogó que realizase búsquedas en los archivos de mi ministerio. La Escuela Nacional de Puentes y Canales depende directamente de Obras Públicas. Lógicamente, deberíamos tener en alguna parte, al menos en nuestros archivos, una copia del informe Calame.
De nuevo las famosas palabras: «Informe Calame».
—¿No ha encontrado usted nada?
—Nada. Todo lo he removido en vano, hasta las buhardillas; verdaderas toneladas de papel polvoriento.
Maigret comenzaba a moverse, incómodo en su sillón, y su interlocutor pareció darse cuenta.
—¿No le gusta la política?
—Le confieso que no.
—A mí tampoco. Por extraño que parezca, si he accedido hace doce años a presentarme a las elecciones, fue por luchar contra la política. Y cuando, hace tres meses, se me pidió que formase parte del gabinete, me dejé convencer siempre con la idea de aportar un poco de limpieza a los asuntos públicos. Mi mujer y yo somos gente sencilla. Ya ve usted el alojamiento que ocupábamos en París durante las sesiones de la Cámara, cuando era diputado. Es más bien un pisito de soltero. Mi mujer hubiera podido continuar en La Roche-sur-Yon, donde está nuestra casa; pero no tenemos la costumbre de separarnos.
Hablaba con naturalidad, sin el menor sentimentalismo en la voz.
—Desde que soy ministro, vivimos oficialmente en el ministerio, en el bulevar Saint-Germain, pero venimos a refugiarnos aquí tan frecuentemente como nos es posible, sobre todo los domingos.
»Pero esto importa poco. Si le telefoneé desde una cabina pública, como su mujer ha debido decirle —porque usted tiene, si no me engaño, el mismo tiempo de mujer que yo—; si le he telefoneado desde una cabina pública, decía, fue porque desconfío de las interferencias. Estoy persuadido, con razón o sin ella, de que mis comunicaciones desde el ministerio, quizá también las de este departamento, quedan registradas en alguna parte, aunque prefiero no saber dónde. Le añado, sin vanidad, que esta noche, antes de venir aquí, entré en un cine de los bulevares por una puerta para salir por otra, y he cambiado dos veces de taxi. Sin embargo, no me atrevería a jurar que la casa no está vigilada.
—Yo no he visto a nadie al llegar.
Lo que ahora experimentaba Maigret era un poco de piedad. Hasta aquí, Point había intentado hablar con un tono despreocupado. En el momento de llegar al nudo de la cuestión, titubeaba, daba vueltas alrededor de lo mismo, como si tuviera miedo de que Maigret se formase de él una falsa opinión.
—Los archivos del ministerio han sido revueltos, y bien sabe Dios que allí se encuentran papelorios de los que ningún ser vivo se acuerda. Durante este tiempo, recibía llamadas del Presidente por lo menos dos veces al día, y no estoy seguro de que tenga confianza en mí.
»También se han hecho investigaciones en la Escuela de Puentes y Canales, aunque sin resultado hasta ayer por la mañana.
Maigret no pudo menos que preguntar, como se pregunta por la terminación de una novela:
—¿Ha aparecido el informe Calame?
—Por lo menos, algo que parece serlo.
—¿Dónde?
—En una buhardilla de la Escuela.
—¿Un profesor?
—Un bedel. Ayer al mediodía me pasaron la tarjeta de un tal Piquemal, del que jamás había oído hablar, en la cual había escrito a lápiz: «A propósito del informe Calame». Le hice entrar inmediatamente. Tuve cuidado de desembarazarme previamente de mi secretaria, Mlle. Blanche, que sin embargo está conmigo desde hace veinte años, porque es de La Roche-sur-Yon y trabajaba ya en mi bufete de abogado. Ya verá usted que esto tiene su importancia. El jefe de mi despacho tampoco estaba en la habitación. Quedé, pues, solo, con un hombre de mediana edad y mirada fija, que permanecía de pie ante mí sin pronunciar palabra, con un paquete envuelto en papel gris bajo el brazo.
»—¿M. Piquemal? —pregunté algo inquieto, porque, por un momento, creí habérmelas con un loco. Me dijo que sí con la cabeza.
»Tengo la impresión de que sus ojos no revelaban la menor simpatía.
»Me preguntó, casi groseramente:
»—¿Es usted el ministro?
»—Sí.
»—Soy bedel de la Escuela de Puentes y Caminos.
»Dio dos pasos, me tendió el paquete, y añadió con el mismo tono:
»—Ábralo, y deme un recibo.
»El paquete contenía un documento de unas cuarenta páginas; una copia echa evidentemente con papel carbón:
»Informe a propósito de la construcción de un sanatorio en el lugar llamado Clairfond, en la Alta Saboya.
»El documento no estaba firmado a mano, pero el nombre de Julien Calame, con su título, así como la fecha, estaba escrito claramente a máquina en la última página.
»Siempre de pie, Piquemal repitió:
»—Deseo un recibo.
»Le hice uno a mano. Lo dobló, lo metió en una cartera muy gastada, y se dirigió a la puerta. Lo llamé.
»—¿Dónde descubrió usted estos papeles?
»—En la buhardilla.
»—Probablemente le llamarán para hacer una declaración escrita.
»—Ya saben dónde encontrarme.
»—¿No ha enseñado usted este documento a nadie?
»Me miró a los ojos, despectivo.
»—A nadie —dijo.
»—¿No existen más copias?
»—No, que yo sepa.
»—Se lo agradezco.
Point miró a Maigret con embarazo.
—Aquí fue donde yo cometí un error —continuó—. Supongo que a causa de la extravagancia de ese Piquemal, que me parecía un anarquista en el momento mismo de arrojar una bomba.
—¿Qué edad? —preguntó Maigret.
—Quizá cuarenta y cinco años. Ni bien ni mal vestido. Su mirada parecía la de un loco o de un fanático.
—¿Se ha informado sobre él?
—No inmediatamente. Eran las cinco. Quedaban cuatro o cinco personas en mi antesala, y aquella noche tenía que presidir una cena de ingenieros. Al saber que mi visitante había salido, mi secretaria regresó, y yo metí el informe Calame en mi cartera personal.
»Hubiera debido telefonear al Presidente del Consejo. Si no lo hice, se lo juro, fue, una vez más, porque me preguntaba si Piquemal no sería un loco. Nada podía probarme que el documento no fuese una falsificación. Nos sucede con mucha frecuencia tener que recibir la visita de desequilibrados.
—A nosotros también.
—Siendo así, quizá usted me comprenda. Mis audiencias han durado hasta las siete. No tuve más tiempo que el de pasar por mi departamento para vestirme de frac.
—¿Había hablado usted a su mujer del informe Calame?
—No. Llevaba conmigo la cartera. Le dije que, después de la cena, pasaría por el bulevar Pasteur. Suelo hacerlo con frecuencia. No sólo venimos aquí juntos los domingos para tomar una merienda, que ella prepara y que tomamos a solas, sino que yo mismo suelo venir solo cuando tengo un trabajo importante y deseo hacerlo en paz.
—¿Dónde era el banquete?
—En el Palais d’Orsay.
—¿Llevó con usted la cartera?
—La dejé, cerrada con llave, entregada a la custodia de mi chófer, en quien tengo toda la confianza.
—Después, ¿vino usted directamente aquí?
—Hacia las diez y media. Los ministros tenemos la ventaja de podernos marchar después de los discursos.
—¿Llevaba usted el frac puesto?
—Me lo quité aquí.
—¿Leyó usted el informe?
—Sí.
—¿Le pareció auténtico?
El ministro dijo que sí con la cabeza.
—¿Constituiría verdaderamente una bomba, si fuese publicado?
—Sin duda alguna.
—¿Por qué razón?
—Porque el profesor Calame anunció, por así decirlo, la catástrofe producida. Aunque me hayan encargado de las obras públicas, soy incapaz de repetir a usted su razonamiento, ni mucho menos los detalles técnicos que suministra como apoyo de su tesis. Con toda claridad, sin la menor duda, Calame tomó posición contra el proyecto, y el deber de toda persona que lo hubiese leído era el de votar contra la construcción de Clairfond, tal como se había concebido, o, al menos, de pedir nuevos informes. ¿Comprende usted?
—Empiezo a comprender.
—Cómo La Rumeur ha llegado a conocer el documento, lo ignoro. ¿Posee una copia? No tengo la menor idea. En la medida en que es posible establecer un juicio, la única persona que ayer noche poseía un ejemplar del informe Calame, era yo.
—¿Qué sucedió?
—Hacia medianoche quise telefonear al Presidente, pero me respondieron que asistía a una reunión política en Ruán. Estuve tentado de llamarlo allí…
—¿No lo hizo usted?
—No. No lo hice porque pensé en la posible interferencia de mi teléfono. Obraba bajo la impresión de guardar aquí una carga de dinamita capaz no sólo de derribar al Gobierno, sino de deshonrar a cierto número de colegas míos. Es inadmisible que los que han leído el informe hayan podido obstinarse en…
Maigret creía adivinar el resto.
—¿Dejó usted el informe en este piso?
—Sí.
—¿En el escritorio?
—Se cierra con llave. Pensé que estaba más seguro aquí que en el ministerio, por donde pasa demasiada gente que apenas conozco.
—¿Su chófer permaneció abajo todo el tiempo que tardó usted en estudiar el expediente?
—Lo había despedido. Cogí un taxi en la esquina del bulevar.
—Al llegar, ¿habló usted a su señora?
—No del informe Calame. No dije una sola palabra a nadie hasta el día siguiente, a la una de la tarde, cuando encontré al Presidente en la Cámara. Aprovechando el hueco de una ventana, le puse al corriente.
—¿Manifestó su emoción?
—Creo que estaba sorprendido. Cualquiera lo hubiera estado en su lugar. Me rogó que viniese a buscar el informe, y que se lo llevase personalmente a su despacho.
—¿No estaba ya el informe en el escritorio?
—No.
—¿Fue forzada la cerradura de la puerta?
—No lo creo.
—¿Volvió usted a ver al Presidente?
—No. Me sentí realmente enfermo. Me hice llevar al bulevar Saint-Germain, y aplacé todas mis visitas. Mi mujer telefoneó al Presidente que no me encontraba bien, que me había dado un síncope y que iría a verle mañana por la mañana.
—Su señora, ¿está ya enterada?
—Por primera vez en mi vida le he mentido. No sé exactamente lo que le conté, y hasta es posible que me haya visto vacilar varias veces.
—¿Sabe ahora que está usted aquí?
—Me cree en una reunión. Me pregunto si comprende usted mi situación. Me encuentro solo de repente, con la impresión de que, a partir del momento en que abra la boca, todo el mundo caerá sobre mí. Nadie podrá creer mi historia. He tenido el informe Calame en la mano. Soy el único, fuera de Piquemal, en haberlo tenido. Ahora bien, tres veces, por lo menos, en el curso de los últimos años, he sido invitado de Arthur Nicoud, el empresario sospechoso, en su finca de Samois.
De repente, se derrumbó. Sus hombros parecieron menos cuadrados; su mentón, más flojo. Parecía como si quisiera decir: «Haga lo que usted quiera. Yo ya no tengo nada más que hablar».
Maigret, sin pedir permiso, se sirvió un vaso de aguardiente, y, sólo después de haberlo llevado a los labios, llenó la copa del ministro.