Capitulo nueve

La búsqueda de los desaparecidos

El título que en los periódicos resumía mejor la situación era:

«Doble fracaso de la Policía Judicial»

Lo cual dejaba entender:

«Doble fracaso de Maigret»

Una turista había desaparecido de un hotel del barrio de Saint-Lazare, sin razón aparente, entró y salió de un bar, pasó delante de un agente de policía y después se había volatilizado.

Un hombre de conocidas características, el asesino no sólo del rey de las carnicerías, sino de un guarda, dejó un hotel particular del bulevar de Courcelles, en pleno día, a las once de la mañana, cuando el inmueble recibía la visita de la policía y del juez de instrucción. Tal vez iba armado. Debería de ser portador de una fortuna de quince millones.

No se sabía tuviera ningún amigo en París, ninguna relación masculina o femenina.

Ahora bien, al igual que Mrs. Britt, se había desvanecido en la ciudad.

Centenares, millares de policías y de gendarmes en todo el país, pasaron un número incalculable de horas buscándolos a ambos.

Después, un tanto mitigado el clamor público, los hombres encargados de la seguridad de la población continuaron teniendo dos nombres, dos descripciones, entre otras, en sus carnets.

Durante dos años no hubo noticias ni de la mujer ni del hombre.

Fue a Mrs. Britt, la posadera de Kilburn Lane, a quien se encontró primero, en perfecto estado de salud, casada, al cuidado de una pensión familiar en un campo de mineros, en Australia.

Ni la policía francesa ni la inglesa consiguieron el éxito, sino que fue obtenido, por la mayor de las casualidades, por una de las personas que hizo el viaje a París en la misma caravana que ella y que fue a tierras antípodas.

Mrs. Britt no facilitó ninguna explicación. No se le podía exigir. No había cometido ningún crimen, ningún delito. ¿Cómo y dónde había encontrado al fin al hombre de su vida? ¿Por qué dejó el hotel, después Francia, sin decir nada a nadie? Aquello era suyo, y puso en la puerta a los periodistas que fueron a interrogarla.

Por lo que a Víctor se refiere la cosa paso de distinto modo. Su desaparición también fue más larga, puesto que duró cinco años, sin que su nombre fuera borrado de los carnets de los policías y gendarmes.

Una mañana del mes de noviembre, entre los pasajeros que desembarcaban de un buque mercante mixto procedente de Panamá, la policía del puerto de Cherburgo fijó su atención en un pasajero de tercera clase que parecía enfermo y cuyo pasaporte estaba groseramente falsificado.

—¿Quiere venir por aquí? —le invitó cortésmente uno de los inspectores después de una mirada a su colega.

—¿Por qué?

—Una simple formalidad.

En lugar de seguir la fila, el hombre entró en un despacho en donde le señaló una silla.

—¿Tu nombre?

—Ya lo ha visto: Henri Sauer.

—¿Has nacido en Estrasburgo?

—Está en mi pasaporte.

—¿Dónde has ido a la escuela?

—Pues… en Estrasburgo.

—¿En la escuela del quai Saint-Nicolás?

De aquel modo le citaron varios nombres de calles, de plazas públicas, de hoteles, de restaurantes.

—Hace tanto tiempo… —suspiraba el hombre, con el rostro cubierto de sudor.

Debió de coger las fiebres en los trópicos, pues su cuerpo se agitaba de repente de modo convulsivo.

—¿Tu nombre?

—Se lo he dicho.

—Tu verdadero nombre.

A pesar de su estado, no cedió, contentándose en repetir sin variar la misma historia.

—Sé dónde has comprado este pasaporte en Panamá. Sólo que te han timado. Se ve que no has ido mucho tiempo a la escuela. Como falsificación no puede ser peor, y tú eres por lo menos el décimo que cogemos.

El policía fue a buscar en un clasificador otros pasaportes semejantes a aquél.

—Mira. Tu vendedor en Panamá se llama Schwarz y está reclamado por la justicia. Él sí que ha nacido verdaderamente en Estrasburgo. ¿Te callas? ¡Como quieras!… Dame tu pulgar…

Con tranquilidad, el agente tomó las huellas digitales del sospechoso.

—¿Qué va a hacer con ellas?

—Enviarlas a París, donde inmediatamente se sabrá quién eres.

—¿Y mientras tanto?

—Te quedarás aquí, claro está.

El hombre miró la acristalada puerta, tras la cual charlaban otros policías.

—En ese caso… —suspiró vencido.

—¿Tu nombre?

—Víctor Ricou.

Incluso después de cinco años, aquello bastó para provocar sensación. El inspector se levantó, dirigiéndose de nuevo hacia los archivos, y terminó por sacar de allí una ficha.

—¿El Víctor del bulevar de Courcelles?

Diez minutos más tarde, Maigret, que acababa de llegar a su despacho y abría el correo, recibía la noticia por teléfono.

Al día siguiente, en el mismo despacho, tenía ante sí una especie de despojo, un ser desanimado que ya no pensaba ni tan siquiera en defenderse.

—¿Cómo saliste de París?

—No salí. Permanecí tres meses aquí.

—¿Dónde?

—En un hotelito de la plaza de Italia.

Lo que intrigaba al comisario era el modo cómo Víctor, con sólo algunos minutos de antelación, pudo salir del barrio, cuando la policía había sido avisada inmediatamente.

—Cogí un triciclo de recadero que había al borde de la acera y nadie me prestó atención.

Pasados tres meses, llegó al Havre, embarcándose clandestinamente para Panamá con la complicidad de un marinero de un barco mercante.

—Al principio me había dicho que me costaría quinientos mil francos. A bordo me reclamó otros quinientos mil. Después, antes de desembarcar…

—¿Cuánto te sacó en total?

—Dos millones. Allá abajo…

Pensó instalarse en el campo, pero allí no había verdadero campo; fuera de la ciudad surgía inmediatamente la selva virgen.

Lejos de su tierra, frecuentó los bares sospechosos, dejándose robar. Sus quince millones no le duraron más de dos años y tuvo que ponerse a trabajar.

—No podía aguantar más. Era preciso que volviera.

Los periódicos, que metieron tanto ruido respecto a él, se contentaron con tres líneas para anunciar su detención, pues nadie recordaba ya el caso Fumal.

Víctor no llegó al juicio oral. Como la instrucción se alargaba en demasía, a causa de la desaparición de los testigos, tuvo tiempo de morir en la enfermería de Fresnes adonde Maigret fue el único en ir a hacerle dos o tres visitas.

FIN