La ventana, la caja, la cerradura y el ladrón
Se pretende que los sueños más largos sólo duran en realidad algunos segundos. Maigret realizó en aquel momento una experiencia que le recordó no el sueño de la víspera, que seguía sin hallar, sino la impresión de descubrimiento que tuvo entonces, aquella especie de salto repentino hacia una verdad largo tiempo velada.
Más tarde debería de ser capaz, tanta fue su plenitud en algunos instantes de vida, de reconstruir sus menores pensamientos, sus menores sensaciones, y si hubiera sido pintor, habría podido reproducir la escena con la minuciosidad de los continuadores de los maestros flamencos.
La luz de las lámparas y la del sol conjugándose, daban a la estancia una apariencia artificial que no dejaba de recordar una decoración de teatro y, tal vez a causa de aquello, los personajes parecían representar un papel.
El comisario seguía de pie cerca de una de las dos altas ventanas; Enfrente, al otro lado del patio, Louise Bourges iba y venía canturreando por la habitación, donde sus rubios cabellos destacaban con claridad. Abajo, en el patio, Félix, en pantalón azul de trabajo, dirigía el chorro de una manga de riego al coche que había sacado del garaje.
El secretario, sentado en el sitio del difunto Ferdinand Fumal, esperaba, la cabeza levantada, que le dictaran algo. El notario Audoin y el juez Planche, no lejos de la caja miraban uno después del otro el mueble de acero, y Maigret y el notario tenían todavía un expediente en la mano.
El especialista en cajas fuertes se había retirado discretamente a un rincón y el señor Joseph había avanzado sólo dos pasos en la habitación; la puerta estaba abierta, en el descansillo se veía a Lapointe que encendía un cigarrillo.
Hubiérase dicho que por algunos segundos la vida permanecía en suspenso, que cada uno se mantenía inmóvil, como en un estudio fotográfico.
La mirada de Maigret iba de la ventana de enfrente a la caja fuerte, de la caja fuerte a la puerta, y al fin comprendió su error. La vieja puerta de roble esculpido tenía una gran cerradura hecha para una gruesa llave.
—¡Lapointe! —llamó.
—Sí, jefe.
—Baja a buscar a Víctor.
Y añadió, ante la extrañeza de los demás:
—¡Ten cuidado!
Lapointe no comprendía la advertencia y, en aquel momento, el comisario volvíase hacia el especialista en abrir cajas fuertes para preguntarle:
—¿Si alguien hubiera visto por la cerradura un determinado número de veces al señor Fumal abrir la caja fuerte, observando sus movimientos, sería posible que descubriera la combinación?
El hombre miró la puerta; pareció estar calculando el ángulo, midiendo la distancia.
—Para mí sería un juego de niños —dijo.
—¿Y para un hombre que no fuera del oficio?
—Con paciencia… Siguiendo los movimientos de la mano, contando las vueltas dadas a cada disco.
Se oían abajo idas y venidas, después, en el patio, la voz de Lapointe que preguntaba a Félix.
—¿No ha visto usted a Víctor?
Maigret estaba persuadido de que acababa de hallar la verdad, pero al mismo tiempo tenía la convicción de que era demasiado tarde. Louise Bourges, al otro lado, se asomaba a la ventana, y él creía ver una ligera sonrisa en sus labios.
Lapointe volvía a subir, confundido.
—No lo encuentro por ningún sitio, jefe. No está en la portería ni en ningún otro sitio de la planta baja. Tampoco ha subido. Félix pretende que ha oído hace algunos instantes la puerta de la calle abrirse y cerrarse de nuevo.
—Telefonea al Quai. Da su descripción. Que avisen inmediatamente a las estaciones y gendarmerías. Llama tú mismo a las comisarías vecinas…
Empezaba la caza del hombre, en la cual no había nada de nuevo. Los coches-patrulla iban a describir en los alrededores círculos cada vez más estrechos. Agentes de uniforme e inspectores de paisano darían una batida por las calles, entrarían en las tabernas, preguntarían a la gente.
—¿Sabes cómo va vestido?
Maigret y sus inspectores sólo le vieron con chaleco rayado. Fue el señor Joseph quien acudió en su ayuda, indicando:
—No le conozco más que un traje azul marino.
—¿Qué clase de sombrero?
—Nunca ha llevado sombrero.
Cuando el comisario pidió a Lapointe que bajara a buscar a Víctor, no tenía aún ninguna certeza. ¿Sería preciso hablar de intuición? ¿O bien, era la conclusión de los muchos razonamientos, de infinidad de observaciones que separadamente no tenían ninguna importancia?
Desde el comienzo, tuvo la convicción de que Fumal fue asesinado por odio, por venganza.
La huida de Víctor no la contradecía, ni el hecho de que quince millones hubieran desaparecido de la caja fuerte. Tenía ganas de contestarse:
—¡Al contrario!
Tal vez porque se trataba de un odio campesino y un campesino raramente olvida su interés, incluso cuando le anima la pasión.
Maigret no decía nada. Le observaban. Se sentía humillado, pues aquello era para él un fracaso, estuvo demasiado tiempo dando vueltas alrededor de la verdad y, en aquel momento, apenas tenía confianza en la batida que se organizaba.
—Señores, no les retengo más. Si quieren terminar con las formalidades.
El juez de instrucción, demasiado reciente en su profesión, no osaba preguntar. Y apenas murmuró:
—¿Cree usted que ha sido él?
—Estoy seguro.
—¿Y que se ha llevado los millones?
Era más que probable. O bien Víctor se los había llevado o los había escondido en algún sitio fuera de la casa y había ido a buscarlos.
La monótona voz de Lapointe repetía por teléfono la descripción, y el comisario, sin apresurarse, volvía a bajar al patio, miraba un momento a Félix, que seguía lavando el coche.
Pasó ante éste sin dirigirle la palabra, subió la escalera y empujó la puerta de la habitación de Louise Bourges.
Había malicia en los ojos de ésta y también una profunda satisfacción.
—¿Usted lo sabía? —preguntó simplemente.
Ella no intentó negar. Al contrario, replicó:
—¿Reconoce que era de mí de quien sospechaba?
Él tampoco negó, se sentó en el borde de la cama y llenó lentamente su pipa.
—¿Cómo lo ha sabido? —preguntó él—. ¿Lo vio?
Maigret señalaba la ventana.
—No. Hace un momento le he dicho la verdad. Siempre digo la verdad. Soy incapaz de mentir, no porque sienta horror a la mentira, sino porque me pongo encarnada.
—¿De verdad que cerraba los postigos?
—Siempre. Tan sólo en ocasiones enviaba a Víctor en lugares de la casa donde no habría debido estar. Tenía la facultad de caminar sin hacer ruido, de moverse sin que se le notara. Varias veces, me he sobresaltado al verle a mi lado.
¡Caminaba como un cazador furtivo, claro! Maigret también había pensado en ello, de repente, pero demasiado tarde, cuando miraba de la caja fuerte a la puerta.
La secretaria le indicaba un timbre situado en un rincón de la habitación.
—¿Ve usted? Está instalado para que el señor Fumal pudiera llamarme en cualquier momento. Lo cual sucedía a veces por la noche, incluso bastante tarde. Me veía obligada a volver a vestirme y acudir al despacho porque tenía un trabajo urgente que darme, sobre todo después de cenas de negocios. En esas ocasiones era cuando a veces sorprendía a Víctor en la escalera.
—¿No le daba ninguna explicación de su presencia allí?
—No. Se contentaba con mirarme de un modo raro.
—¿Cómo?
—Usted bien lo sabe.
Era cierto. Maigret lo había comprendido, pero prefería que se lo dijera.
—Existía en esta casa una complicidad tácita. Nadie quería al jefe. Cada uno de nosotros tenía más o menos su secreto.
—Incluso usted tiene uno en relación a Félix.
Tenía la prueba de que se sonrojaba fácilmente y que la sangre le llegaba hasta las orejas.
—¿De qué habla usted?
—De la noche en que Fumal la hizo desnudarse…
Ella caminó hacia la ventana, y la cerró.
—¿Se lo ha dicho a Félix?
—No.
—¿Se lo dirá?
—¿Para qué? Tan sólo me pregunto por qué no se negó usted.
—Porque quiero casarme.
—¡E instalarse en Giens!
—¿Qué hay de malo en eso?
¿Qué prefería ella, qué situaba en primer lugar: su casamiento con Félix, o el ser de hecho propietaria de un mesón en la Loire?
—¿Cómo se procuraba usted el dinero?
Emile Lentin lo tomaba de la cajita. Ella debía de tener también su sistema.
—Puedo decírselo, pues no tiene nada de ilegal.
—La escucho.
—El director de las «Carnicerías del Norte» tenía interés en conocer determinadas cifras que pasaban por mis manos, ya que eso le permitía realizar personalmente grandes beneficios. Sería largo de explicar. En cuanto yo poseía las cifras, se las telefoneaba y, cada mes, me enviaba una suma bastante importante.
—¿Y los otros gerentes?
—Estoy persuadida de que cada uno robaba por su lado, pero no tenían necesidad de mi colaboración.
Así, Fumal, el más desconfiado de los hombres, el más duro de los negociantes, se había rodeado sólo de seres que le engañaban. Los espiaba, se pasaba la vida vigilándolos, amenazándolos, haciéndoles sentir el peso de su autoridad.
Ahora bien, en su propia casa, un hombre dormía varias noches a la semana a pesar suyo, iba y venía, se alimentaba a sus expensas y no vacilaba determinadas noches en aproximarse a la habitación donde dormía para coger el dinero de la cajita.
Su secretaria estaba en combinación con uno de sus directores.
¿El señor Joseph no tendría su lío también? Era probable que no se supiera nunca, que los ojos de los mismos expertos de la sección financiera no vieran más que los del difunto.
Para asegurarse un guardaespaldas, un perro fiel, salvó de la cárcel a un cazador furtivo de su pueblo. ¿No le hacía subir a su despacho, algunas noches, para encargarle tareas confidenciales?
De todos, no obstante, Víctor era el que más le odiaba. Un odio de campesino, paciente, tenaz, el mismo que el cazador furtivo sintiera largo tiempo con relación al guarda al que terminó por matar cuando se presentó la ocasión.
Para Fumal también, Víctor esperó una ocasión. No sólo una ocasión de matar, pues ésta la tenía a diario. No sólo una ocasión de matar sin ser descubierto, sino una ocasión de ponerse al mismo tiempo al abrigo de la miseria.
¿No era en parte la vista de la caja fuerte vacía, la ausencia de los quince millones lo que había de repente puesto a Maigret sobre la pista?
Analizaría todo aquello más tarde. Los elementos permanecían mezclados en desorden en su mente.
La Luger también jugaba su papel.
—¿Víctor estuvo en la guerra?
—En un almacén de Intendencia, cerca de Moulins.
—¿Dónde estuvo durante la ocupación?
—En su pueblo.
Éste fue ocupado por los alemanes. Cuadraba con Víctor apoderarse de una de sus armas cuando se retiraron. Tal vez tuviera varias escondidas en los bosques.
—¿Por qué le ha avisado? —preguntó Maigret en tono de reproche.
—¿Avisado de qué?
Ella se sonrojó y dándose cuenta optó por contarlo.
—Le he hablado al bajar. Estaba al pie de la escalera, inquieto.
—¿Por qué?
—Lo ignoro. ¿Tal vez porque abrían la caja fuerte? O también porque le oyó a usted o a uno de sus hombres, pronunciar una frase que le hizo creer que estaban sobre la pista.
—¿Qué le ha dicho usted exactamente?
—Le he dicho: «Haría mejor largándose».
—¿Por qué?
—Porque ha hecho un favor a todo el mundo matando a Fumal.
Ella parecía desafiarle a que la contradijera.
—Además, me daba cuenta de que usted acabaría llegando a la verdad. Después, tal vez habría sido demasiado tarde.
—Reconozca que empezaba a ponerse nerviosa.
—Usted sospechaba de mí. Félix ha poseído también una Luger. Estuvo durante la ocupación en Alemania. Cuando me enseñó el arma, que había guardado como recuerdo, le exigí que se deshiciera de ella.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
—Un año.
—¿Por qué razón?
—Porque es celoso, tiene cóleras violentas y yo temía que en el curso de una de ellas disparara sobre mí.
No se sonrojaba. Decía la verdad.
Todas las comisarías de París estaban avisadas. Los coches de la policía iban y venían por el barrio y se identificaba a los transeúntes en las aceras. Los propietarios de los bares, de los restaurantes, veían a unos señores acercarse a ellos para interrogarles en voz baja.
—¿Víctor sabe conducir un coche?
—No lo creo.
A pesar de todo, se vigilaban las carreteras. Hasta muy lejos de París los gendarmes formaban barrera e identificaban a los ocupantes de todos los coches.
Maigret se sentía inútil. Había hecho lo que estaba en su poder hacer. El resto ya no dependía de él. El resto, a decir verdad, dependía más del azar que de la habilidad de la policía.
Se trataba de encontrar a un hombre entre varios millones, y aquel hombre estaba decidido a no dejarse coger.
Maigret había fallado. Llegó demasiado tarde.
Cuando se dirigía hacia la puerta, Louise Bourges le preguntó:
—¿Debemos permanecer aquí?
—Hasta nueva orden. Habrá formalidades que cumplir, tal vez queden algunas preguntas que hacerles a todos ustedes.
En el patio, Félix le siguió con mirada desconfiada y subió inmediatamente a reunirse con la muchacha. ¿Iba a hacerle una escena de celos por haber estado encerrada a solas con el comisario?
Éste salió del inmueble y se dirigió hacia la taberna más próxima, la primera del bulevar Batignolles, sitio en que se refugió en otra ocasión. El dueño, que tenía memoria, preguntó:
—¿Una caña?
Denegó con la cabeza. Aquel día no tenía ganas de cerveza. El bar olía a orujo de borgoña y pidió sin ganas:
—Un borgoña.
Pidió un segundo y más tarde, pensando en otra cosa, un tercero.
Era curioso que aquel drama hubiera empezado en Saint-Fiacre, un pueblecito de Allier, donde Ferdinand Fumal y él mismo habían nacido.
Maigret nació en el castillo, más exactamente en las dependencias de éste, del cual su padre era administrador.
Fumal había nacido en una carnicería no muy lejos.
En cuanto a Víctor, en una cabaña de los bosques, y su padre comía cuervos y bestias hediondas.
¿Tenía por ello el comisario la impresión de comprenderlos?
¿Deseaba que la caza del hombre tuviese éxito y que el antiguo cazador furtivo subiera al cadalso?
Sus pensamientos se confundían. Eran más bien imágenes que se sucedían mientras miraba fijamente al sucio espejo situado tras las botellas del bar.
Fumal se mostró agresivo con el comisario porque, antaño, cuando estaban en la escuela, Maigret era el hijo del administrador, de un señor instruido que, ante los campesinos, representaba al conde.
Víctor debía de considerar como enemigos a todos los que no correteaban por los bosques como él, que vivían en verdaderas casas y no estaban en abierta lucha con gendarmes y guardas.
Fumal cometió la equivocación de llevarle a París y encerrarle en aquel caserón de piedra del bulevar de Courcelles.
¿Víctor no se sintió prisionero allí? En su alojamiento, en donde vivía solo, como una bestia en su cubil, ¿no soñaba con el rocío de la mañana, en la caza, en el cepo?
Allí no tenía escopeta como en los bosques, pero se había llevado su Luger, que a veces debía de acariciar con nostalgia.
—Póngame lo mismo.
Pero inmediatamente denegó con la cabeza.
—¡No!
No tenía más ganas de beber. No lo necesitaba. Debía terminar la tarea empezada, aunque la creyera inútil, encaminarse a su despacho del Quai des Orfèvres y dirigir la búsqueda.
¡Esto sin contar con que quedaba una inglesa a la cual había que hallar!