Capítulo siete

Un simple problema de aritmética y un recuerdo de guerra menos inocente

Maigret experimentaba un alivio tan penetrante, tan voluptuoso como el que produce, por ejemplo, un baño caliente después de tres días y tres noches de tren.

Sabía que dormía, que estaba en su cama, que sólo tenía que alargar la mano para tocar la espalda de su mujer. Sabía incluso que era alrededor de la medianoche, a lo sumo las dos de la madrugada.

No obstante soñaba. Pero ¿no sucede que en sueños se tiene de repente una intuición que no se tendría despierto? ¿No ocurre que ciertas veces el espíritu se agudiza en lugar de adormecerse?

Esto ya le sucedió una vez de estudiante. Se había devanado los sesos durante horas sobre un tema enrevesado y, de repente, en medio de la noche, encontró la solución mientras dormía. Cuando despertó no la recordó inmediatamente, pero terminó por conseguirlo.

Lo mismo pasaba en aquel momento. Si su mujer hubiera encendido la lámpara, habría visto sin duda en su rostro una socarrona sonrisa.

Se reía de él mismo. Había enfocado el asunto Fumal demasiado a lo trágico, hundiéndose en él de cabeza, razón por la cual no había visto más que al difunto. ¿Era que a sus años tenía miedo aún de un ministro que tal vez ya no sería nada dentro de una semana o un mes?

Inició mal el camino. Lo supo desde el principio, desde el momento en que Boum-Boum fue a verle a su despacho. Además, en lugar de serenarse, de fumar tranquilamente una pipa apurando un vaso de cerveza para calmarse los nervios, no se había dado un segundo de descanso.

La solución la tenía en aquel instante como cuando su problema de antaño. Le había venido a la mente como si fuera una burbuja de aire que sube a la superficie del agua; por fin podría dormir tranquilo.

¡Acabado! Mañana por la mañana, haría lo necesario y ya no habría más asunto Fumal. Sólo tendría que ocuparse de aquella ponzoñosa Mrs. Britt, y encontrarla viva o muerta.

Lo importante era no olvidarse del descubrimiento. En primer lugar precisaba metérselo en la cabeza, claramente, no sólo como un vago destello. Él se comprendía. En una o dos palabras. Las verdades a secas son cortas. ¿Quién había dicho aquello? Poco importaba. Una frase. Después, despertarse y…

Abrió los ojos de repente en la oscuridad de la habitación, e inmediatamente frunció las cejas. Su sueño no había terminado del todo. Tenía la impresión de que podía alcanzar la verdad.

Su mujer dormía, y se puso boca arriba para pensar más a gusto.

Se trataba de una cosa muy simple a la que, durante el día, no concedió la debida importancia. Había reído al descubrir su sueño. ¿Por qué?

Se esforzaba en reanudar de nuevo el hilo de sus ideas. Estaba seguro que se trataba de alguien con quien había estado varias veces en contacto.

Y por un hecho insignificante. Pero ¿era aquello un indicio material?

Una tensión casi dolorosa se sucedía a la placidez que le procuraba el sueño. Se obstinaba, encarnizándose en volver a ver la casa del bulevar de Courcelles de arriba a abajo, sus habitantes, todos los que acudieron a ella.

En el Quai des Orfèvres sus inspectores y él habían trabajado hasta las diez de la noche, en los interrogatorios verbales de los que terminaban por conocer de memoria hasta las menores réplicas, hasta conseguir que el relato se convirtiera en una especie de estribillo.

¿Se hallaba aquello en los documentos? ¿Se trataba de Louise Bourges y de Félix?

A punto estaba de creerlo, buscaba en ese sentido. No existía ninguna prueba de que no hubiera sido la secretaria quien escribiera las notas anónimas. Maigret no le había preguntado cuánto ganaba con Fumal. No debía de cobrar más que otra secretaria cualquiera, al contrario.

Ella era la novia de Félix, lo confesaba sin ambages, cuando se apresuraba a decir:

—Somos novios.

El chófer decía lo mismo.

—¿Cuándo piensan casarse?

—Cuando hayamos ahorrado bastante dinero para adquirir una hostería en Giens.

No se habla de casarse cuando se tiene la intención de hacerlo diez o quince años más tarde.

Maigret, en la cama, realizó un pequeño cálculo. Suponiendo que Louise y Félix gastaran el mínimo estricto en vestir y otras minucias, que incluso economizasen la totalidad de sus salarios, precisarían diez años por lo menos antes de poder comprar una hostería por pequeña que ésta fuese.

Esto no era lo que descubriera hacía un momento durante el sueño, pero no obstante se trataba de un punto que era preciso tener presente.

Uno de los dos debía de contar con un medio de procurarse dinero con mucha mayor rapidez y puesto que seguían en el bulevar de Courcelles a pesar de su repugnancia, era de Fumal de quien esperaban adquirirlo.

Éste humilló a su secretaria, la trató con un desprecio rayano al insulto.

Louise no había hablado de ello a Maigret ni a los inspectores.

¿Se lo habría confesado a Félix? ¿Permanecería éste tranquilo al enterarse de que habían hecho desnudarse a su novia y luego la habían desdeñado, ordenándola vestirse y volver a su trabajo?

Tampoco era eso. Podía ser algo parecido, pero más significativo.

Maigret estuvo tentado de volver a dormirse intentando reanudar su sueño, pero ya no era capaz de hacerlo, su mente trabajaba como los engranajes de una máquina de relojería.

Existía otro detalle más reciente… Cerraba casi los dientes para que volviera, para concentrarse más, y de repente surgió la imagen de Emil Lentin en su despacho, creía oír su voz. ¿Qué es lo que Lentin dijo refiriéndose a Louise Bourges? No habló directamente de ella, pero sí de algo que la concernía.

Había confesado…

¡Naturalmente! Maigret llegaba, a pesar de todo, a alguna parte. Emile Lentin había contado que bajaba, descalzo, al despacho, para coger dinero de la cajita; varias monedas de cien francos a veces había precisado.

Aquel dinero lo encontraba en el cajón de la secretaria. Era ella quien lo tenía bajo su custodia. Sin duda, como se hace siempre en todas partes, anotaría sus gastos en un carnet.

Según Lentin, los hurtos se habían repetido a menudo.

Ahora bien, ella no había dicho nada. ¿Sería posible que no se hubiera apercibido, que no hubiera observado que sus cuentas no coincidían?

Dos extremos sobre los cuales, si bien no había mentido, se había callado.

¿Por qué no le preocupó ver desaparecer dinero de su cajón?

¿Es que ella sustraía también y sus cuentas, de todos modos, estaban falseadas?

¿O bien sabía quién cometía aquellos robos y tenía sus razones para no decir nada?

Experimentó la necesidad de fumar una pipa y se levantó sin hacer ruido, tardando cerca de diez minutos en abandonar las sábanas y alcanzar la cómoda. La señora Maigret se removió, suspiró, pero no despertó, y él no dejó que la cerilla flameara más de un segundo, ocultándola con la mano.

Sentado en la poltrona continuó pensando.

Seguía sin encontrar la solución de su sueño, no obstante había adelantado. ¿Dónde estaba? Los hurtos del cajón. Si Louise Bourges sabía quién entraba por la noche en el despacho…

Volvió con el pensamiento al despacho, donde había pasado una parte del día. Dos grandes ventanas daban al patio. Al otro lado del mismo se hallaban las antiguas cuadras y, encima, no dos o tres habitaciones de servicio como sucede en determinados inmuebles, sino dos verdaderos pisos que formaban un hotelito particular.

Estuvo en ellos. La habitación de la secretaria, a donde Félix iba a verla, era la del segundo piso a la derecha, frente mismo del despacho, al que dominaba ligeramente.

Intentaba acordarse de los términos de los primeros informes, en particular del de Lapointe, primero en llegar allí. ¿Se hablaba en ellos de cortinas?

Los cristales que el comisario volvía a ver claramente, estaban velados por unos visillos que quitaban al día su crudeza, pero insuficientes para ocultar lo que ocurría en la habitación iluminada por la noche.

Existían otras cortinas de un rojo imperio. ¿Estaban corridas o no cuando Lapointe llegó?

Maigret estuvo a punto de telefonear a su domicilio para hacerle la pregunta, que de repente le parecía de capital importancia. Si no se corrían, Louise y Félix sabían todo lo que pasaba en el despacho.

¿Constituía aquello una pista?

¿Era preciso sacar la conclusión de que ambos habían asistido, desde la habitación, al drama de la víspera, por la noche, y que conocían al asesino?

En un rincón se levantaba una caja fuerte, de más de un metro de altura, que no se abriría hasta el día siguiente, pues la operación no podía efectuarse sino en presencia del juez y del notario.

¿Qué guardaba Fumal allí? No se había encontrado testamento entre los papeles. Se había telefoneado al notario, Audoin, que tampoco tenía conocimiento de testamento alguno.

Inmóvil en la oscuridad, Maigret seguía ahondando en aquella dirección, con la impresión de que no era aún la buena. Su revelación de hacía un momento, la del sueño, era ahora más completa, cegadora.

Lentin bajaba a menudo al despacho, algunas veces cuando Fumal estaba dormido en su habitación…

Esto también podía abrir nuevas pistas. Existía entre el despacho y la habitación, una estancia que debía de amortiguar el ruido, de acuerdo, pero Fumal era hombre que desconfiaba de todo el mundo y tenía buenas razones para eso.

Los hurtos de Lentin habían durado años. ¿No podía haberse dado el caso de que el antiguo carnicero oyera alguna vez ruido?

Físicamente, Fumal era un blando, y Maigret lo sabía. Lo era ya en la escuela, hacía trastadas a sus camaradas y cuando éstos se disponían a saldar cuentas, gemía:

—«¡No me pegues!».

O lo más frecuente, iba a buscar la protección de la maestra.

Suponiendo que Fumal hubiera oído ruido…

Maigret imaginaba al rey de las carnicerías apretando su revólver en la mano, sin atreverse a ir a ver lo que pasaba.

Si no conocía la presencia de su cuñado en la casa, lo cual era probable, debía de sospechar de todo el mundo, incluso del señor Joseph, de su secretaria, tal vez de su mujer.

¿Pensaba en la cajita? Esto hubiera supuesto dotes de adivino.

¿Por qué penetraba un desconocido en su despacho? ¿No iría a abrir la puerta de su habitación?…

Todo esto es razonable. No tenía el alcance de lo soñado, pero sí constituía un nuevo paso hacia delante. Aquello podía explicar, en efecto, que Fumal se hubiera puesto a escribir cartas anónimas a fin de tener una excusa para dirigirse a la policía.

Habría podido hacerlo sin recurrir a tal sistema. Pero entonces significaba confesar el miedo que le atenazaba.

La señora Maigret se removía, rechazaba el cubrecama, exclamaba de repente:

—¿Dónde estás?

Y él, desde el fondo de su butacón:

—Aquí.

—¿Qué haces?

—Fumo en pipa. No podía dormir.

—¿Aún no te has dormido? ¿Qué hora es?

Dio la luz. El despertador señalaba las tres y media. Vació su pipa, se acostó de nuevo, insatisfecho, confiando sin excesiva seguridad reanudar el hilo de su sueño; le despertó el olor de café bien hecho. Lo que le sorprendió inmediatamente fue ver el sol, una verdadera mancha de sol que penetraba en la habitación por primera vez desde hacía dos semanas, al menos.

—¿No has hecho el sonámbulo esta noche?

—No creo.

—¿Te acuerdas de haber estado sentado en la oscuridad, fumando tu pipa?

—Sí.

Se acordaba de todo, de las hipótesis, pero ¡maldita sea!, no del sueño. Se vistió, tomó el desayuno y luego se dirigió a pie a la plaza de la República para tomar el autobús, no sin haber comprado los periódicos de la mañana en un quiosco.

A su alrededor, rostros alegres, a causa del día soleado. La atmósfera ya no producía la sensación a humedad y porquería. El cielo era de un azul pálido. Las aceras, los tejados, estaban secos y sólo los troncos de los árboles guardaban restos de la pasada humedad:

Fumal, el rey de las carnicerías

Los periódicos de la mañana repetían las informaciones de los de la noche, con más detalles, nuevas fotografías, incluso la de Maigret saliendo de la casa del bulevar de Courcelles, el sombrero echado hacia delante, su mueca de disgusto.

Uno de los subtítulos le chocó:

El día de su muerte, Fumal solicitó

la protección de la policía

Había habido un «soplo» por alguna parte. ¿Procedía del Ministerio, donde varias personas debían de estar al corriente de la llamada telefónica del carnicero? ¿De Louise Bourges, que fue interrogada por los periodistas?

La indiscreción podía también haber sido cometida, incluso involuntariamente, por uno de sus inspectores.

Pocas horas antes de su trágico fin, Ferdinand Fumal se dirigió al Quai des Orfèvres, donde puso al comisario Maigret al corriente de las graves amenazas que había recibido. Creemos saber que a la misma hora que era asesinado en su despacho, un inspector de la Policía Judicial montaba la guardia en el bulevar de Courcelles.

No se hablaba del Ministro, pero se dejaba entender que Fumal había adquirido una enorme influencia política.

Subió lentamente la gran escalera, con un ademán dio los buenos días a Joseph, esperando oír a éste anunciarle que el jefazo deseaba verle, pero Joseph no se movió.

Sobre su mesa de despacho esperaban informes a los que se limitó a echar una ojeada.

El del médico forense confirmaba lo que ya sabía. Fumal fue asesinado a quemarropa. El arma homicida estaba a menos de veinte centímetros del cuerpo cuando se produjo el disparo. La bala fue hallada en la caja torácica.

El experto armero que la examinara no era menos minucioso. La bala resultó disparada por una pistola Luger, como las que los oficiales alemanes llevaban durante la última guerra.

Un telegrama de Montecarlo relativo a Mrs. Britt: no era la que fue vista en las mesas de juego, sino una holandesa que se le parecía.

El timbre llamando a informe resonó en el pasillo, y Maigret se dirigió suspirando hacia el despacho del jefe, donde estrechó distraídamente la mano de sus colegas reunidos.

Como esperaba, era el centro de la atención. Ellos sabían mejor que nadie la delicada situación en que se encontraba y tenían un modo discreto de testimoniarle su simpatía.

El director fingió tratar la cosa ligeramente, con optimismo.

—¿Nada nuevo, Maigret?

—La encuesta continúa.

—¿Ha leído los periódicos?

—Acabo de hojearlos. No estarán satisfechos hasta que se detenga a alguien.

La Prensa se metería con él. A aquel asunto añadíase la misteriosa desaparición de la inglesa en pleno París, lo cual no aumentaba el prestigio de la P. J.

—Hago lo que puedo —añadió suspirando.

—¿Pistas?

Se alzó de hombros. ¿Acaso merecían sus intuiciones el nombre de pistas? Cada uno habló de los asuntos de que estaba encargado y cuando se separaron, las miradas dedicadas a Maigret parecían muestras de condolencia.

El experto de la sección financiera le esperaba en su despacho. El comisario le escuchó distraído, pues seguía intentando recordar el sueño.

Los negocios de Fumal eran de un volumen todavía más considerable de lo que los periódicos imaginaban. En algunos años casi logró organizar un verdadero «trust» de carne.

—Detrás de todo esto hay alguien de una inteligencia diabólica —explicó el experto—, alguien que también posee conocimientos jurídicos extensos. Harán falta meses para poder ver claro en el laberinto de sociedades y filiales que Fumal controlaba. La administración de contribuciones va a ocuparse de ello por su cuenta…

La inteligencia era verosímilmente el señor Joseph, pues, si bien Fumal había ganado una gran fortuna, los negocios del carnicero no habían adquirido una envergadura semejante antes de conocer al hombrecillo.

Que la sección financiera del Ministerio Público se ocupara de aquello, y también las contribuciones directas si se empeñaban.

Lo que a él le interesaba era encontrar al que había matado a Fumal, a quemarropa, en su propio despacho, mientras Vacher montaba la guardia en la acera.

Le llamaban al teléfono. Insistían en hablarle personalmente. Era la señora Gaillardin, la esposa, la de Neuilly, que llamaba desde Cannes, donde se encontraba con sus hijos. Deseaba detalles. Un periódico de la Costa Azul, decía ella, había anunciado que su marido, después de haber matado a Fumal en el bulevar de Courcelles, fue a suicidarse a Puteaux.

—He telefoneado esta mañana a mi abogado. Tomaré en seguida el Mistral. Quiero que sepa, desde ahora, que la mujer de la calle François I no tiene ningún derecho, que jamás hemos mentado el divorcio mi marido y yo, y que estábamos casados bajo el régimen de la comunidad de bienes. Fumal le robó, de eso no hay ninguna duda. Mi abogado lo probará y reclamará a la sucesión las sumas que…

Maigret suspiraba, mientras soportaba el auricular junto a la oreja, interviniendo de vez en cuando:

—Sí, señora… Bien, señora…

Al final, preguntó:

—Dígame, ¿su marido poseía una Luger?

—¿Una qué?

—Nada. ¿Estuvo en la última guerra?

—Fue dado por inútil por…

—Poco importa el porqué. ¿No lo detuvieron y deportaron a Alemania?

—No. ¿Por qué?

—Por nada. ¿No ha visto usted nunca un revólver en su piso de Neuilly?

—Antes había uno, pero se lo llevó a casa de…

—Se lo agradezco.

Aquella mujer daría trabajo. Iba a luchar como una hembra que defiende a sus cachorros.

Entró al despacho de los inspectores, buscó a alguien con la mirada.

—¿No está Lapointe aquí?

—Debe de estar en el lavabo.

Esperó.

—¿Aillevard sigue ausente?

Lapointe volvió al fin, se sonrojó al encontrar a Maigret esperándole.

—Dime, muchacho… Ayer por la mañana, cuando entraste en el despacho… Reflexiona bien… ¿Las cortinas estaban abiertas o cerradas?…

—Estaban como usted las vio. No toqué nada, ni vi a nadie que las tocara.

—Así, pues, ¿estaban abiertas?

—Sin duda. Lo juraría. ¡Espere! Desde luego que sí, pues observé las antiguas cuadras en el fondo del patio, y…

Era costumbre de Maigret, en el curso de una encuesta, ir casi siempre acompañado. Mientras iban en el cochecito negro, apenas abrió la boca. En el bulevar de Courcelles, fue él quien tocó el botón de cobre y Víctor abrió la puertecita empotrada en la puerta cochera.

Maigret observó que no se había afeitado, lo que incrementaba su aspecto de cazador furtivo, en detrimento de su papel de ayuda de cámara o portero.

—¿El inspector está arriba?

—Sí. Le han subido café y croissants.

—¿Quién?

—Noemí.

—¿El señor Joseph ha bajado?

—No lo he visto.

—¿Y la señorita Louise?

—Estaba en la cocina, desayunando, hace una media hora. No sé si habrá subido.

—¿Y Félix?

—En el garaje.

Adelantándose un poco, Maigret le vio en efecto que sacaba brillo a uno de los coches, como si nada hubiera pasado.

—¿Está el notario?

—Ignoraba que debía venir.

—Espero también al juez de Instrucción. Les conducirá usted al despacho.

—Bien, señor comisario.

Maigret tenía una pregunta en la punta de la lengua, pero en el momento de hacerla, se le fue de la memoria. De todos modos, no debía de ser importante.

En el primer piso encontraron al inspector Janin, que había montado la guardia durante la segunda mitad de la noche. Tampoco iba afeitado y se caía de sueño.

—¿No ha pasado nada?

—Nadie se ha movido. La señorita ha venido hace un momento y me ha preguntado si la necesitaba. Le he dicho que no y, al cabo de unos instantes, se ha marchado anunciándome que estaría en su habitación y que sólo hay que llamarla si la necesitamos.

—¿Ha entrado en el despacho?

—Sí. Ha estado en él unos segundos.

—¿Ha abierto los cajones?

—No lo creo. Ha salido con una chaqueta de tricot roja en la mano, prenda que llevaba al entrar.

Maigret se acordaba que la víspera ella llevaba un cardigan rojo. Verdaderamente debía de haberlo olvidado en alguna de las habitaciones del primer piso.

—¿La señora Fumal?

—Le han subido el desayuno en una bandeja.

—¿No ha bajado?

—No la he visto.

—Ve a acostarte. Ya tendrás tiempo esta noche de redactar tu informe.

Las cortinas rojas del despacho seguían descorridas. Maigret encargó a Lapointe que fuera a preguntar a las criadas si se cerraban habitualmente. Mientras, miró por una de las ventanas. Enfrente mismo, un poco más alto, otra ventana estaba abierta y se veía a una joven rubia ir y venir, moviendo los labios como si canturreara, mientras ponía en orden la habitación. Era Louise Bourges.

Le asaltó una idea. Volvióse hacia la caja fuerte adosada al muro opuesto a las ventanas. ¿Podía verse desde enfrente?

Sí, sí. Aquella idea le excitó y bajó la escalera, ganó el patio, subió la escalera más estrecha que conducía a la habitación de la secretaria. Llamó. Ella dijo:

—¡Entre!

No pareció sorprendida al verle, contentándose con comentar:

—¡Es usted!

El comisario conocía ya la habitación, espaciosa, coquetonamente arreglada, con una radiogramola sobre la consola y una lámpara de cabecera de pantalla color naranja. Era la ventana lo que interesaba. Se asomó, observando la penumbra que reinaba enfrente, en el despacho. Al salir, no pensó en encender las lámparas.

—¿Quiere usted ir a encender la luz de enfrente?

—¿Dónde?

—En el despacho.

No pareció asustada, ni sorprendida.

—Un instante… ¿Sabe lo que hay en la caja fuerte?

Vaciló, pero no por mucho tiempo.

—Sí. Prefiero decir la verdad.

—¿Qué?

—Ciertos documentos importantes, en primer lugar, después, las joyas de la señora Fumal, cartas que yo no conozco y por último dinero.

—¿Mucho dinero?

—Mucho. Debe usted comprender que se veía obligado a conservar grandes sumas en billetes. En las transacciones que efectuaba, había casi siempre una suma inicial, cierta cantidad que no podía pagar mediante cheques.

—¿Cuánto, en su opinión?

—Le he visto a menudo realizar entregas de dos o tres millones.

—¿Habría, por lo tanto, varios millones en total en la caja fuerte?

—A menos que no los haya retirado.

—¿Cuándo?

—No lo sé.

—Vaya a encender las lámparas.

—¿Vuelvo?

—Espéreme allí.

La habitación de Louise Bourges ya había sido registrada sin resultado. En ella no había ni Luger, ni documentos comprometedores, ni suma de dinero, fuera de tres billetes de mil francos y algunos de cien.

La muchacha atravesaba el patio. Le parecía a Maigret que tardaba en llegar al despacho del primer piso, pero podía haber encontrado a alguien en el camino.

Por fin, las lámparas se encendieron, y de golpe, a través de los visillos, los menores detalles de la pieza se hicieron visibles, incluso parte de la caja fuerte, la mitad izquierda de ésta.

Se esforzó en localizar el sitio donde Fumal se mantenía en pie cuando fue asesinado, pero era difícil precisarlo con certeza, pues el cuerpo pudo rodar sobre sí mismo.

¿Podría verse la escena desde la ventana de Louise Bourges? Esto no era seguro. Lo que sí era cierto es que se veía claramente quién entraba y salía del despacho.

Atravesó la estancia a su vez, ganó la escalera, sin ver a nadie. Louise le esperaba en el descansillo.

—¿Ha comprobado lo que quería saber?

Afirmó con la cabeza. Ella le siguió al despacho.

—Observará que desde aquí también se descubre casi toda mi habitación.

El comisario agudizó el oído.

—Si el señor Fumal no corría las cortinas del despacho, Félix y yo cerrábamos nuestros postigos. Pues lo de enfrente son postigos.

—¿Es que corría y descorría las cortinas?

—Exacto. Por ejemplo, cuando trabajaba muy tarde con el señor Joseph, siempre las cerraba. Y me he preguntado el porqué. Supongo que debía de ser porque abriría la caja fuerte.

—¿Cree usted que el señor Joseph tenía la combinación?

—Me lo figuro.

—¿Y usted?

—Yo, desde luego, no.

—¡Lapointe!… Vas a subir a las habitaciones del señor Joseph… Pregúntale si conoce la combinación de la caja…

Habíase encontrado la llave de ésta en el bolsillo del muerto. La señora Fumal, preguntada la víspera, no sabía nada. El notario pretendía no conocer la combinación tampoco, de modo que esperaban aquella mañana, además del juez de instrucción, a un especialista enviado por la fábrica que las construía.

Se oían pasos en la escalera. Era el empleado mandado por la fábrica, un tipo muy alto, delgado, con bigotes, que miró inmediatamente a la caja como un cirujano mira al enfermo que va a operar.

—Es preciso esperar al juez y al notario.

—Lo sé. Ya estoy acostumbrado.

Llegados éstos, el notario pidió que la señora Fumal, presunta heredera, estuviera presente, y Lapointe, que había vuelto a bajar, fue a buscarla.

Llegó menos borracha que la víspera, solamente un poco atontada; debió de echar un trago antes de bajar para animarse, pues su aliento apestaba.

El secretario estaba instalado en la mesa del despacho.

—Creo, señorita Bourges, que usted no tiene nada que hacer aquí —dijo Maigret, dándose cuenta de la presencia de la secretaria.

¡Debía de lamentar aquella frase!

El juez Planche y él se pusieron a charlar en el ángulo de la ventana mientras el especialista trabajaba. Éste tardó una media hora, al cabo de la cual sonó un clic y se abrió la pesada puerta.

El notario fue el primero en aproximarse y mirar el interior. El juez y Maigret se mantenían detrás de él.

Algunos sobres amarillos, bastante hinchados, conteniendo recibos y correspondencia, sobre todo reconocimiento de deudas firmadas por nombres diferentes.

En otro estante se apilaban expedientes que tenían relación con los diferentes negocios de Fumal.

No había dinero, ni un solo billete.

Sintiendo una presencia detrás de sí, Maigret se volvió. Vio al señor Joseph en el dintel de la puerta.

—¿Están ahí? —preguntó éste.

—¿Qué?

—Los quince millones. Debería de haber quince millones de francos en la caja. Se encontraban ahí hace tres días y estoy seguro que el señor Fumal no los retiró.

—¿Tiene usted una llave?

—Acabo de decir que no, inspector.

—¿Nadie posee una segunda llave de la caja fuerte?

—No. Que yo sepa, no.

Recorriendo la estancia de un lado a otro, Maigret se encontró ante la ventana y vio enfrente a Louise Bourges que canturreaba de nuevo en su habitación, como indiferente a lo que pasaba en la casa.