El hombre de la garita y las huellas en la cajita
Eran las cinco cuando Maigret llegó al Quai des Orfèvres, donde las lámparas estaban encendidas; otro día que no salía el sol ni un solo instante, sin que se pudiera suponer existiera detrás de la espesa capa de nubes en la desagradable atmósfera.
Como siempre, en su mesa de despacho esperaban unos cuantos informes, algunos relativos a Mrs. Britt. El público no se apasiona en seguida. Diríase que desconfía de un asunto del que los periódicos empiezan a hablar. Después de dos o tres días, París comienza a fijarse, más tarde el resto del país. El caso de la inglesa desaparecida había llegado ya a los pueblos más apartados e incluso a países extraños.
Una de las informaciones la situaba en Montecarlo, donde fue vista por dos personas, una de las cuales era un «croupier», en una mesa de juego, y como aquello no era en ningún modo improbable, el comisario entró en el despacho de los inspectores para dar instrucciones a este respecto.
Allí no había casi nadie.
—Han traído a uno para usted, jefe. Dado su estado, me ha parecido oportuno encerrarlo en la garita.
Denominábase de aquel modo a una pieza estrecha, al final del pasillo, que tenía la ventaja de estar iluminada por sólo un tragaluz el cual era imposible alcanzar. A consecuencia de haberse tirado por la ventana del despacho donde fue encerrado un sospechoso, que esperaba ser interrogado, se colocó en el antiguo cuarto trastero un banco pintado de gris y se había puesto una sólida cerradura en la puerta.
—¿Cómo está?
—Con una borrachera fenomenal. Se ha tendido todo a lo largo y duerme. Espero que no haya vomitado.
Durante el trayecto, en el taxi que le llevaba desde el bulevar de Courcelles, Maigret había continuado pensando en Fumal y el extraño modo como encontró la muerte.
Era un hombre desconfiado, todos los testimonios concordaban sobre este punto. Distaba de ser un ingenuo. Y se le podía conceder una determinada habilidad en el modo de juzgar a los hombres.
No fue asesinado en la cama, ni sorprendido cuando, por una u otra razón, estaba desprevenido.
Se le encontró completamente vestido, en su despacho. Estaba de pie delante de un mueble donde guardaba unos expedientes cuando fue muerto a quemarropa, por la espalda.
¿El asesino pudo entrar sin hacer ruido, aproximarse sin despertar su desconfianza? Era improbable, ya que, además, una gran parte del entarimado no estaba recubierto por la alfombra.
Por consiguiente Fumal lo conocía, sabía que estaba a sus espaldas y no esperaba aquel ataque.
Maigret echó una ojeada a los papeles que se encontraron en el inmueble de caoba, la mayoría documentos de negocio, contratos, actas de venta o de cesión de los que Maigret no comprendía nada y había solicitado a la brigada financiera que le mandara un especialista, el cual se hallaba ya ocupado estudiando los documentos uno por uno.
En otro mueble se habían encontrado dos carpetas de papel semejante al de las notas anónimas y aquello también daría trabajo a la policía. Moers se proponía en primer lugar encontrar al fabricante. Luego unos inspectores irían a preguntar a todos los comerciantes que vendían aquella clase de papel.
—¿El director no me ha llamado?
—No, jefe.
¿Para qué ir a verle en aquel momento? ¿Para decirle que no había encontrado nada? Le encargaron velara por la vida de Fumal y éste había muerto algunas horas más tarde. ¿Estaría el ministro furioso? ¿O, al contrario, interiormente aliviado?
—¿Tienes la llave?
La de la garita. Se dirigió hacia el fondo del pasillo, escuchó un instante a través de la puerta, no oyó nada y la abrió. Vio a un hombre que parecía muy alto tendido sobre el banco, la cabeza sobre sus brazos recogidos.
Sin ser completamente mendigo, su traje era viejo, arrugado, manchado como el de alguien que duerme en cualquier parte completamente vestido. Los cabellos castaños demasiado largos, sobre todo en el cuello.
Maigret le tocó en el hombro, le sacudió y el borracho terminó por moverse, por gruñir y al fin por volverse casi enteramente.
—¿Qué pasa? —preguntó con voz pastosa.
—¿Quiere un vaso de agua?
Emile Lentin se sentó sin saber dónde estaba, abrió los ojos y miró con fijeza al comisario, preguntándose por qué aquel hombre permanecía de pie ante él.
—¿No recuerda? Está en la Policía Judicial. Yo soy el comisario Maigret.
Poco a poco el hombre recobraba sus sentidos y la expresión de su rostro cambiaba volviéndose temerosa, solapada.
—¿Por qué me han traído aquí?
—¿Está en estado de comprender lo que le digan?
Lentin se pasó la lengua sobre los secos labios.
—Tengo sed.
—Venga a mi despacho.
Le hizo pasar delante. Las piernas del borracho flojeaban demasiado para intentar una fuga.
—Beba eso.
Maigret tenía un gran vaso de agua y dos comprimidos de aspirina que el hermano de la señora Fumal tragó dócilmente.
Su rostro estaba desfigurado, los párpados rojizos, las pupilas acuosas.
—Yo no he hecho nada —empezó sin que le preguntaran—. Jeanne tampoco ha hecho nada.
—Siéntese.
Se sentó, vacilando, en el borde de un butacón.
—¿Desde cuándo sabe que su cuñado ha muerto?
Y, como el otro le miraba sin responder:
—Cuando le han encontrado en Montmartre, los periódicos no habían salido. ¿Los agentes le han hablado de ello?
Hizo un esfuerzo para acordarse, repitió:
—¿Los agentes…?
—Los agentes que le han detenido en el bar.
Intentó sonreír finamente.
—Tal vez… Sí… Hay algo así… Le pido perdón…
—¿Desde qué hora está ebrio?
—No lo sé… Hace mucho tiempo…
—¿Pero usted sabía que Fumal había muerto?
—Ya sabía que esto terminaría así.
—¿Qué es lo que terminaría así?
—Que me culparían de todo lo ocurrido.
—¿Usted ha dormido en el bulevar Batignolles?
Se notaban sus esfuerzos por seguir el pensamiento de Maigret y el suyo propio. Debía de tener una horrible resaca, y el sudor le brotaba en la frente.
—¿Podría darme de beber?… No mucho… Sabe usted, lo justo para sobreponerme…
Era cierto que en el punto en que estaba, un pequeño vaso de alcohol le produciría, al menos momentáneamente, un determinado equilibrio. Había alcanzado en la borrachera el grado del cocainómano, que no puede soportar el sufrimiento cuando llega la hora de la dosis.
Maigret abrió su armario; sirvió un poco de coñac en un vaso, mientras Lentin le miraba con reconocimiento mezclado de estupor. Debía de ser la primera vez en su vida que la policía le daba de beber.
—Ahora, va a intentar contestar mis preguntas de un modo preciso.
—¡Prometido! —dijo él, ya más seguro en su silla.
—Usted ha pasado la noche o una parte de la misma en el departamento de su hermana, como suele hacerlo con frecuencia.
—Cada vez que estoy en el barrio.
—¿A qué hora dejó el bulevar de Courcelles?
Miró de nuevo a Maigret con atención, como hombre que vacila, esforzándose en pesar el pro y el contra.
—¿Saldré ganando si digo la verdad?
—Sin ninguna duda.
—Sería un poco más de la una de la madrugada, tal vez las dos. Yo llegué al anochecer. Me acosté en el diván, pues estaba muy cansado.
—¿Estaba borracho?
—Tal vez. Seguramente había bebido.
—¿Qué pasó luego?
—En un momento dado, Jeanne, mi hermana, me llevó comida, pollo frío. No come casi nunca con su marido. Le suben el almuerzo y la cena en una bandeja. Cuando estoy allí, pide casi siempre platos fríos, jamón, pollo, y lo comparte conmigo.
—¿No sabe usted qué hora era?
—No. Hace mucho tiempo que no tengo reloj.
—¿Su hermana y usted charlaron?
—¿Qué íbamos a tener que decirnos?
Aquella frase impresionó a Maigret. En efecto, ¿qué podrían decirse? Ambos estaban al mismo nivel. Habían superado recuerdos, amarguras, desilusiones.
—Le pedí bebida.
—¿Cómo se procura su hermana la bebida? ¿Se la facilita su marido?
—Pero no la suficiente. Era yo quien iba a comprársela.
—¿Tenía ella dinero?
Él suspiró mirando el armario, pero el comisario no le propuso una nueva ronda.
—Es tan difícil…
—¿Qué es difícil?
—Todo… Aquella vida. Sé que no lo comprenderían y por eso me marché…
—Un instante, Lentin. Continuemos procediendo con orden. Su hermana le llevó la comida. Usted le pidió de beber. No sabe qué hora sería, pero era ya de noche, ¿no es eso?
—Seguramente.
—¿Bebieron juntos?
—Justo una copa o dos. Ella no se encontraba bien. Se queja de ahogos. Y fue a acostarse.
—¿Luego?
—Yo me acosté también y fumé unos cigarrillos. Hubiera deseado saber qué hora era. Escuchaba los ruidos del bulevar por donde pasaban escasos coches. Salí descalzo al descansillo y vi que la casa estaba a oscuras.
—¿Cuál era su intención?
—Estaba sin una perra. Ni una moneda de diez francos. Jeanne tampoco tenía dinero. Fumal no le daba y con frecuencia tenía que pedirlo prestado a las criadas.
—¿Quería pedirle usted dinero a su cuñado?
Casi se rió.
—¡Claro está que no! ¿Es preciso que lo diga todo? ¡Bueno! ¡De acuerdo! ¿No le han dicho cómo era de desconfiado? Desconfiaba de todo el mundo. Todos los muebles de la casa estaban cerrados con llave. Sólo que yo había descubierto un truco. La secretaria, la señorita Louise, tenía siempre dinero en su cajón. No mucho. Nunca más de cinco o seis mil francos, sobre todo en moneda y billetes pequeños, para comprar sellos, pagar los certificados al correo, dar propinas. Es lo que llamaban la cajita.
»Entonces, de vez en cuando, si estaba sin blanca, bajaba al despacho y cogía algunas monedas de cien francos…
—¿No le sorprendió nunca Fumal?
—No. Elegía preferentemente una noche en que hubiera salido. Lo hice una o dos veces estando él y no oyó nada. Camino como los gatos.
—¿No estaba acostado ayer?
—En su cama, desde luego que no.
—¿Qué le dijo?
—Nada, por la sencilla razón de que estaba muerto, tendido todo a lo largo sobre la alfombra.
—¿Cogió usted el dinero no obstante?
—Incluso estuve a punto de cogerle la cartera. Ya ve usted que le soy franco. Tenía la seguridad de que, tarde o temprano, me acusarán de lo sucedido y que pasaría mucho tiempo antes de poder volver a la casa.
—¿Había luz en el despacho?
—Si la hubiera habido, yo la habría visto por debajo de la puerta y no habría entrado.
—¿Dio usted al conmutador?
—No. Tengo una linterna.
—¿Qué cosas tocó?
—En primer lugar, su mano, que estaba fría. Por tanto era cadáver. Luego abrí el cajón de la secretaria.
—¿Llevaba guantes?
—No.
Aquello era fácil de comprobar. Los especialistas habían sacado huellas digitales en los despachos. Estaban arriba ocupados en clasificarlas. Si Lentin decía la verdad, se encontrarían sus huellas sobre el mueble de la señorita Bourges.
—¿No vio usted el revólver?
—No. Mi primera idea fue irme sin hablar de ello a mi hermana. Después pensé que era preferible ponerla al corriente. Subí, la desperté. Le dije:
»—Tu marido ha muerto…
»No quería creerlo. Bajó conmigo, en camisón, e iluminé el cuerpo que miró desde la puerta.
—¿No tocó nada?
—Ni tan siquiera entró en la habitación. Comentó:
»—Es cierto que parece muerto. ¡Al fin!…».
Esto explicaba la ausencia de reacciones de la mujer cuando por la mañana Maigret le había hablado de la muerte de su marido.
—¿Qué más?
—Subimos y bebimos.
—¿Para festejar el acontecimiento?
—Más o menos. En un momento dado, los dos estábamos muy alegres y creo que reímos. Ya no sé cuál de nosotros dos dijo:
»—Nuestro padre se ahorcó demasiado pronto…».
—¿No se le ocurrió avisar a la policía?
Lentin le miró con estupefacción. ¿Por qué habrían de prevenir a la policía? Fumal estaba muerto. Para ellos, aquello era todo lo que contaba.
—Al final pensé que lo mejor sería marcharme. Si me encontraban en la casa…
—¿Qué hora era?
—No lo sé. Caminé hasta la plaza Clichy, casi todos los bares estaban cerrados. A propósito, creo que sólo había uno abierto. Bebí una o dos copas. Después recorría los bulevares hasta Pigalle, entré en otro bar y al fin debí dormirme en algún sitio sobre una banqueta, pero no se dónde. Me echaron al amanecer. Caminé de nuevo. Incluso vine a mirar la casa desde el bulevar Batignolles.
—¿Por qué?
—Para saber qué pasaba. Vi coches delante y un agente en la puerta. No me acerqué. Caminé…
Aquella palabra volvía como un leit-motiv y caminar era, en efecto, como acomodarse en un bar, la principal ocupación de Lentin.
—¿No trabaja usted nunca?
—A veces echo una mano en el mercado o en un edificio en construcción.
Con seguridad que también abriría portezuelas delante de los hoteles, tal vez cometiera pequeños robos en los puestos callejeros. Maigret haría comprobar en los ficheros si había sufrido condenas.
—¿Posee revólver?
—Si poseyera uno hace mucho tiempo que lo habría vendido. Hace mucho tiempo también que la policía me lo habría cogido, pues son innumerables las veces que me han llevado a pasar la noche en el puesto.
—¿Su hermana?
—¿Mi hermana, qué?
—¿No tiene armas?
—Usted no la conoce. Estoy cansado, señor comisario. Reconozca que he sido sincero, que le he dicho todo lo que sabía. Si solamente me diera otro traguito…
Su mirada era humilde, suplicante.
—¡Un traguito! —repitió.
No se le podía sonsacar más y Maigret se dirigió hacia el armario mientras el rostro de Lentin se iluminaba.
Como hiciera con Martine Gilloux, el comisario se puso de repente a tutearle.
—¿No echas de menos a tu mujer y a tus hijos?
Con la copa en la mano, el hombre vaciló, engulló el alcohol de un trago, y murmuró en un marcado tono de reproche:
—¿Por qué me habla de eso? En primer lugar los niños son mayores. Hay dos que están casados y ni me saludarían en la calle.
—¿Ignoras quién ha matado a Fumal?
—Si lo supiera iría a darle las gracias. Y si hubiera tenido valor, lo habría hecho yo mismo. Me lo había jurado a la muerte de mi padre. Se lo dije a mi hermana. Fue ella quien me explicó que eso sólo serviría para que me metieran en prisión para el resto de mis días. Lo cual no obsta que si hubiera encontrado el medio de que no me cogieran…
¿Acaso el que, o la que, en realidad mató a Fumal había razonado de la misma manera, esperando la ocasión de poder obrar sin peligro?
—¿Quiere preguntarme alguna otra cosa?
No. Maigret no tenía ninguna otra pregunta que hacerle. Dijo solamente:
—¿Qué vas a hacer, si te suelto?
Lentin esbozó un gesto vago, que englobaba la ciudad en la que se hundiría de nuevo.
—Voy a encerrarte uno o dos días.
—¿Sin beber nada?
—Tendrás un vaso de vino mañana por la mañana. Necesitas reposo.
La banqueta de la garita era dura. Maigret llamó a un inspector.
—Que le enchironen. Que le den de comer y que duerma.
Al levantarse, el hombre dirigió una última mirada al armario, abrió la boca para replicar de nuevo, pero no se atrevió, salió balbuceando:
—Le quedo muy agradecido.
El comisario indicó aparte al inspector:
—Que le tomen las huellas digitales y llévaselas a Moers.
Le explicó en dos palabras el porqué. Mientras tanto, el hermano de la señora Fumal esperaba en medio del desierto corredor sin intentar escaparse.
Maigret permaneció diez largos minutos sentado en su despacho, mirando ante sí, fumando con indolencia su pipa. Al fin se arrancó de su asiento dirigiéndose al despacho de los inspectores. Éste seguía casi vacío. Se oía un murmullo en el de al lado y entró encontrando reunidos a todos los que habían trabajado durante la jornada en el hotel particular del bulevar de Courcelles.
Sólo quedó allí el inspector Neveu, al que alguien iría a relevar más tarde.
Según las órdenes del comisario, los policías comparaban las respuestas que les fueron hechas en el curso de los diferentes interrogatorios.
Casi todo el mundo había sido preguntado dos o tres veces. El señor Joseph fue llamado cinco veces, volviendo cada vez a esperar en el descansillo de las sillas Renacimiento y de las dos estatuas de mármol.
—¿Supongo que tengo derecho a salir para ir a ocuparme de mis asuntos? —había preguntado al fin.
—No.
—¿Ni incluso para comer?
—Hay una cocinera en la casa.
La cocina estaba en la planta baja, detrás del alojamiento de Víctor. La cocinera era una gruesa mujer de cierta edad, viuda, que parecía ignorar todo lo que pasaba. Algunas de sus respuestas resultaban chocantes.
Pregunta.—¿Qué piensa del señor Fumal?
Respuesta.—¿Qué quiere que piense? ¿Acaso conocía yo a ese hombre?
Y señalando al montaplatos y al techo de su cocina, añadía:
—Yo trabajo aquí y él come allá arriba.
Pregunta.—¿No bajaba jamás a verla?
Respuesta.—Me hacía subir de vez en cuando para darme instrucciones y también, una vez al mes, para presentarle las cuentas.
Pregunta.—¿Era tacaño?
Respuesta.—¿Qué entiende usted por tacaño?
Interrogada sobre Luise Bourges, declaró:
Respuesta.—Si tiene relaciones con alguien, es propio de su edad. ¡Eso no me sucederá a mí, desgraciadamente!
Sobre la señora Fumal:
Respuesta.—Es preciso que haya de todas clases para hacer un mundo.
Pregunta.—¿Cuánto tiempo hacía que estaba en la casa?
Respuesta.—Tres meses.
Pregunta.—¿No notó que la atmósfera era extraña?
Respuesta.—¡Si hubiera visto todo lo que yo en las casas de los burgueses!
Era cierto que ella había pasado por docenas de casas en su vida.
Pregunta.—¿No se encontraba bien en ningún sitio?
Respuesta.—Me gusta cambiar.
En efecto, con mucha frecuencia se la encontraba en los bancos de la oficina de colocación donde parecía tener una especie de abono. Realizaba sobre todo las substituciones, los extranjeros de paso.
Pregunta.—Usted no ha visto nada, claro está.
Respuesta.—Yo, cuando duermo, duermo.
Si Maigret había impuesto a sus hombres el trabajo minucioso a que se entregaban, era porque esperaba siempre que surgiera, entre dos testimonios, aunque no fuera más que sobre una cuestión sin importancia, una contradicción reveladora.
Si Roger Gaillardin no era el asesino —y estaba casi seguro de que no lo era— Fumal había sido asesinado por uno de la casa.
El inspector Vacher, que durante la noche vigiló el edificio, confirmaba algunos minutos después lo dicho por Víctor.
Un poco antes de las ocho, en efecto, el coche de Fumal había entrado en el patio. Félix, el chófer, iba al volante. En la parte de atrás, el carnicero y su secretaria.
Víctor había vuelto a cerrar la puerta cochera, que ya no fue abierta de nuevo en toda la noche.
Según el mismo Víctor, Louise Bourges subió con su jefe al primer piso, pero sólo había permanecido allí algunos minutos; después se fue al comedor de los criados cerca de la cocina.
Comió allí. Germaine, la camarera, había subido para servir a Fumal, mientras Noemí subía a su vez una bandeja al segundo piso para la señora.
Todo aquello parecía correcto. No se encontraba ningún testimonio contradictorio.
Después de la comida, Louise Bourges volvió al despacho donde permaneció alrededor de media hora. Hacia las nueve y media, atravesaba el patio entrando en el alojamiento del servicio.
Félix, preguntado, afirmaba:
Respuesta.—He ido a charlar en su habitación.
Pregunta.—¿Por qué hacía la tertulia allí y no en la suya?
Respuesta.—Porque la de ella es más confortable.
Louise Bourges había dicho lo mismo.
Germaine, la camarera:
Respuesta.—Les oí charlar al menos durante una hora. A primera vista ella parece de pocas palabras, pero si usted se viera obligado a dormir en la habitación vecina, con un solo tabique de separación…
Pregunta.—¿Qué hora era aproximadamente cuando usted se durmió?
Respuesta.—Di cuerda al despertador a las diez y media.
Pregunta.—¿No ha oído nada durante la noche?
Respuesta.—No.
Pregunta.—¿Estaba al corriente de las visitas de Emile Lentin a su hermana?
Respuesta.—Como todo el mundo.
Pregunta.—¿Quién es todo el mundo?
Respuesta.—Noemí, la cocinera…
Pregunta.—¿Cómo la cocinera que no sube jamás al segundo piso lo sabía?
Respuesta.—Porque yo se lo dije.
Pregunta.—¿Por qué?
Respuesta.—¡Porque cuando él está allí, tiene que servir doble ración, toma!
Pregunta.—¿Víctor también lo sabía?
Respuesta.—Yo no le he dicho nada. Siempre he desconfiado de él. Pero no es hombre a quien se le pueda ocultar algo. Supongo que Félix ha debido ponerle al corriente.
Pregunta.—¿Y cómo lo sabía Félix?
Respuesta.—Por Noemí.
Así pues, en la casa nadie ignoraba que Lentin iba a menudo a dormir en el cuartito del segundo piso, nadie excepto Ferdinand Fumal.
Y el señor Joseph que dormía justamente encima, manifestaba:
Pregunta.—¿Conoce usted a Emile Lentin?
Respuesta.—Le conocí antes de que se entregara a la bebida.
Pregunta.—¿Fue su cuñado quien le arruinó?
Respuesta.—La gente que se arruina echa siempre la culpa de ello a otros.
Pregunta.—¿Quiere decir que cometió imprudencias?
Respuesta.—Se creyó mucho más astuto de lo que era en realidad.
Pregunta.—¿Y se encontró ante alguien verdaderamente astuto?
Respuesta.—Puede llamarlo así. Son los negocios.
Pregunta.—¿Intentó pedir dinero a su cuñado?
Respuesta.—Probablemente.
Pregunta.—¿Sin resultado?
Respuesta.—No se puede, incluso siendo muy rico, ayudar a todos los fracasados.
Pregunta.—¿Usted le ha visto en el bulevar de Courcelles?
Respuesta.—Hace años.
Pregunta.—¿Dónde?
Respuesta.—En el despacho del señor Fumal.
Pregunta.—¿Qué pasó entre ellos?
Respuesta.—El señor Fumal le echó a la calle.
Pregunta.—¿No le ha vuelto a ver después?
Respuesta.—Una vez, por la calle, cerca del Châtelet. Estaba borracho.
Pregunta.—¿Le habló él?
Respuesta.—Me rogó que le dijera a su cuñado que era un puerco.
Pregunta.—¿Sabía que a veces dormía en la casa?
Respuesta.—No.
Pregunta.—¿Si lo hubiera sabido se lo habría dicho a su jefe?
Respuesta.—Es probable.
Pregunta.—¿No está usted seguro?
Respuesta.—No he reflexionado.
Pregunta.—¿Nadie le habló de ello?
Respuesta.—No se me suelen hacer confidencias.
Aquello era cierto. Concordaba con lo dicho por los criados. Noemí traducía el sentimiento general con respecto al señor Joseph, con estas palabras:
Respuesta.—Estaba en casa como un ratón en su guarida. No se sabía ni cuándo entraba ni cuándo salía. Ni incluso exactamente lo que hacía.
Igualmente para el resto de la velada, las notas concordaban. Era poco más de las nueve y media cuando el señor Joseph había llamado. La portezuela encuadrada en la puerta cochera se había abierto y cerrado tras él.
Pregunta.—¿Por qué no entró usted por detrás, puesto que tenía llave?
Respuesta.—No utilizaba esa puerta más que cuando subía directamente a mi aposento.
Pregunta.—¿Se detuvo usted en el primero?
Respuesta.—Sí. Lo he repetido tres veces.
Pregunta.—¿El señor Fumal estaba aún con vida?
Respuesta.—Como usted y yo.
Pregunta.—¿De qué hablaron?
Respuesta.—De negocios.
Pregunta.—¿No había nadie más en el despacho?
Respuesta.—No.
Pregunta.—¿Fumal no le dijo que esperaba una visita?
Respuesta.—Sí.
Pregunta.—¿Por qué no me habló antes de ello?
Respuesta.—Porque usted no me lo ha preguntado. Esperaba a Gaillardin y sabía a lo que éste venía. Tenía esperanzas de obtener una prórroga. Nosotros decidimos no concedérsela.
Pregunta.—¿No se quedó usted para asistir a la conversación?
Respuesta.—No.
Pregunta.—¿Por qué?
Respuesta.—Porque no me gustan las ejecuciones.
Lo más curioso era que aquello parecía verdad. Observando al hombrecillo se le sentía capaz de todas las canalladas, de todas las bajezas también, pero incapaz de mirar a uno de frente y decir las cosas cara a cara.
Pregunta.—¿Desde arriba oyó llegar al señor Gaillardin?
Respuesta.—Desde allá arriba no se oye nada de lo que pasa en la casa. ¡Compruébelo!
Pregunta.—¿No tuvo la curiosidad de bajar luego para saber lo que había pasado?
Respuesta.—Lo sabía de antemano.
Inmediatamente se dio cuenta del doble sentido de su respuesta y se apresuró a añadir:
Respuesta.—Quiero decir que sabía que el señor Fumal diría que no, que Gaillardin suplicaría, hablaría de su mujer, de sus hijos, como hacen todos, pero que no lograría nada.
Pregunta.—¿Cree que él ha matado a Fumal?
Respuesta.—He dicho ya lo que pensaba.
Pregunta.—¿Ha discutido usted con su jefe?
Respuesta.—Jamás hemos discutido.
Pregunta.—¿Cuánto le pagaba, señor Goldman?
Respuesta.—Vea usted mi declaración de rentas.
Pregunta.—Eso no es una respuesta.
Respuesta.—Es la mejor.
Nadie en todo caso le había visto volver a bajar. Era cierto que nadie tampoco había visto, ni oído, a Emile Lentin bajar, al principio solo, y luego en compañía de su hermana, y al fin irse por la puertecilla de la calle de Prony.
A las diez menos algunos minutos, un taxi se detuvo en el bulevar. Gaillardin bajó de él, pagó y llamó.
Diecisiete minutos más tarde, exactamente, el inspector Vacher le había visto salir de nuevo y dirigirse hacia l’Étoile, volviéndose a veces con la esperanza de encontrar un taxi.
Vacher no había podido vigilar la puertecilla trasera, por desconocer su existencia.
¿Era Maigret responsable por no creer en las cartas anónimas y ordenar una parca vigilancia?
La atmósfera del despacho estaba enrarecida por el humo de las pipas y de los cigarros. Los inspectores, de vez en cuando, cambiaban páginas anotadas en lápiz azul y rojo.
—¿Hijos míos, que tal iría un vaso de cerveza?
Quedaban aún horas de trabajo, escudriñando minuciosamente cada frase de los interrogatorios. Más tarde, harían que les subieran unos bocadillos.
Sonó el teléfono. Alguien descolgó.
—Para usted, jefe.
Era Moers, que se había ocupado de las huellas digitales y confirmaba que se encontraban las de Lentin, sólo sobre el pomo de la puerta y el cajón de la secretaria.
—¡No obstante, alguien debe de haber mentido! —exclamó Maigret, colérico.
O que no hubiera habido asesino, lo cual era descabellado.