La señora friolera y la señorita comilona
No tuvo necesidad de decir quién era ni de enseñar su placa. En medio de la puerta, a la altura del rostro, una lente de vidrio permitía desde el interior observar a la persona que llamaba. La puerta se abrió inmediatamente y una voz exclamó:
—¡Señor Maigret!
También reconoció éste a la mujer que le abría la puerta y le invitaba a entrar a una habitación calentada en demasía por un radiador de gas. En la actualidad debía tener unos sesenta años, pero apenas había cambiado desde la época en que Maigret la sacara de un conflicto cuando regentaba, en la calle Nôtre-Dame-de-Lorette, una modesta pensión.
No esperaba encontrarla al frente de aquel hotel amueblado de la calle de l’Etoile, cuya placa anunciaba: «Lujosos estudios por meses o semanas».
Aquello no era un hotel propiamente dicho. El despacho tampoco era tal, sino una pieza íntima, de butacones blandos, con cojines de seda sobre los que ronroneaban dos o tres gatos persas.
Con el cabello más escaso, siempre de un rubio oxigenado, el rostro y el cuerpo regordetes, la carne un poco cérea. Rose preguntaba:
—¿A qué se debe su visita?
Y emocionada, desalojaba uno de los butacones, pues siempre había guardado devoción por el comisario al que antaño iba a ver al Quai des Orfèvres, siempre que tenía un contratiempo.
—¿Vive aquí una tal Martine Gilloux?
Era mediodía. Los periódicos no habían anunciado aún la muerte de Fumal. A Maigret se le antojaba una jugarreta el haber dejado a sus colaboradores trabajando en la deprimente atmósfera del bulevar de Courcelles, mientras él se escapaba por segunda vez aquella misma mañana.
—¿Supongo que no ha hecho nada malo…?
Y la mujer se apresuró a añadir:
—Es una buena muchacha, completamente inofensiva.
—¿Está arriba, ahora?
—Ha salido hará tal vez unos quince minutos. No le gusta acostarse tarde. A esta hora, va a darse un paseo por el barrio antes de comer en chez Gino o en otro restaurante de la plaza de Ternes.
El saloncito se parecía al de la calle de Nôtre-Dame-de-Lorette, excepto que no había ya en las paredes los grabados que antaño ambientaban el mismo. Hacía también calor. Rose fue siempre friolera, o mejor dicho, había amado el calor por el calor, calentando con exceso su morada, envolviéndose en déshabillés guateadas, y en invierno permanecía semanas enteras sin poner los pies en la calle.
—¿Hace mucho tiempo que vive aquí?
—Más de un año.
—¿Qué clase de muchacha es?
Los dos hablaban el mismo lenguaje y se comprendían.
—Una buena muchacha que, durante años, no ha tenido suerte. Procede de una familia muy pobre. Nació en algún sitio del arrabal, no sé dónde, pero me ha dicho que durante mucho tiempo pasó hambre y he comprendido que esto no era fantasía.
Ella preguntó de nuevo:
—¿Algo malo?
—No lo creo.
—Yo, estoy segura. En el fondo la muchacha no es muy inteligente e intenta ser amable con todo el mundo. Ha conocido a muchas personas. Durante largo tiempo tuvo relaciones con un golfo que la trató con dureza y que, felizmente para ella, acabó siendo deportado. Todo esto me lo ha contado ella, pues cuando ocurrió no vivía aquí sino en algún sitio por el lado de Barbés. Por azar, ha encontrado a alguien que le ha ofrecido un estudio en mi casa y, desde entonces, vive tranquila.
—¿Fumal?
—Ése es su nombre, sí. Un personaje importante en el negocio de carnes, que tiene varios coches y un chófer.
—¿Viene a menudo?
—A veces pasa dos o tres días sin venir, después se le ve todas las tardes.
—¿Sale con ella?
—Lo hace sobre todo cuando come en la ciudad con amigos que van acompañados.
—¿Martine tiene algún otro admirador?
—Al principio también me lo preguntaba yo. Es raro que estas chicas no sientan la necesidad de tenerlo. Se lo pregunté discretamente. Acabo siempre por saber lo que pasa en el barrio. Y puedo afirmarle que no tiene a nadie. En el fondo no le gusta ser admirada.
—¿Nada de drogas?
—Desde luego, no.
—¿Cómo mata el tiempo?
—Permanece en casa leyendo u oyendo la radio. Duerme. Sale para comer, da un pequeño paseo y vuelve.
—¿Conoce usted a Fumal?
—Le he visto cruzar por el pasillo. Con frecuencia el coche, con el chófer espera delante de la puerta mientras está arriba.
—¿Me ha dicho que la encontraré en chez Gino?
—¿Lo conoce? El pequeño restaurante italiano…
Maigret lo conocía. El restaurante no era grande, ni pretencioso en apariencia, aunque renombrado por sus pastas, en particular por sus raviolis; tenía una clientela escogida.
Al llegar allí se detuvo delante del bar.
—¿Martine Gilloux está aquí?
Había ya unos diez clientes. El camarero le señaló con la mirada una muchacha que almorzaba sola en un rincón.
Dejando su sombrero y abrigo en el guardarropa, Maigret se dirigió hacia ella, se detuvo y, apoyándose en la silla libre del otro lado de la mesa, dijo:
—¿Permite usted?
Y, como la muchacha le miraba sin comprender:
—Tengo necesidad de hablarle. Soy de la policía.
Observó en la mesa unos diez platitos de entremeses.
—No tenga miedo. Sólo se trata de obtener algunos informes.
—¿Sobre quién?
—Sobre Fumal. Sobre usted.
Se volvió hacia el maître, que se había aproximado.
—Deme entremeses también, después unos spaghettis a la milanesa.
Luego, a la muchacha que seguía mostrándose inquieta y un poco más aturdida:
—Vengo de la calle de l’Étoile. Rose me ha dicho que la encontraría aquí. Fumal ha muerto.
Tendría de veinticinco a veintiocho años, pero en su mirada se notaba vejez, fatiga, indiferencia, tal vez falta de curiosidad por la vida. Era bastante alta, fuerte, con una expresión dulce y tímida que hacía pensar en un niño al que han maltratado.
—¿No lo sabía?
Denegó con la cabeza, observándole siempre sin saber qué pensar.
—¿Le vio usted ayer?
—Espere… Ayer… Sí… Vino a verme hacia las cinco.
—¿Cómo estaba?
—Como de costumbre.
Un detalle iba a chocar a Maigret. Hasta entonces, a la noticia de la muerte de Fumal, sus interlocutores, más o menos, habían contenido una alegre extrañeza. A todos, por lo menos, se les sentía aliviados.
Martine Gilloux, al contrario, recibía la noticia con gravedad, tal vez con pena, ciertamente con inquietud.
¿Pensaría que su suerte estaría de nuevo en el aire, que tal vez para siempre se había terminado su tranquilidad y la vida cómoda?
¿Tenía miedo de la calle, en donde había pasado tanto tiempo?
—Continúe comiendo —le dijo, cuando fueron a servirle.
Ella lo hacía maquinalmente y se comprendía que comer significaba su más solemne acto en la vida, el que le daba ánimo. Sin duda comía, desde hacía un año, para eclipsar el recuerdo o para vengar todos los años de ayuno.
—¿Qué sabe de él? —preguntó Maigret con dulzura.
—¿Es cierto que es usted policía?
Por menos de nada habría pedido consejo al camarero o al maître, que les observaban. Tendió su placa.
—Comisario Maigret —indicó.
—He visto su nombre en los periódicos. ¿Es usted? Le creía más gordo.
—Hábleme de Fumal. Empecemos por el principio. ¿Dónde le encontró, cuándo y cómo?
—Hace poco más de un año.
—¿Dónde?
—En una pequeña boite de Montmartre. Le Désir. Yo estaba en el bar. Ferdinand entró con unos amigos que habían bebido más que él.
—¿Él no bebía?
—Nunca le he visto borracho.
—¿Qué más?
—Éramos varias muchachas. Uno de sus amigos llamó a una de ellas. Después otro, un carnicero, según creo de Lille o de alguna parte del Norte, vino a buscar a mi compañera Nina. Sólo quedaba él en su mesa sin tener compañía. Entonces, desde lejos, me hizo señas para que me acercara. Ya sabe cómo ocurre. Me daba cuenta que me llamaba sin interés, sólo quería hacer como los demás. Me acuerdo que me miró y dijo:
—«Estás delgada. Debes de tener hambre».
»Era cierto, en aquella época estaba delgada. Sin preguntarme, llamó al maître y encargó una cena completa.
»“—¡Come! ¡Bebe! ¡No tendrás todas las noches la suerte de encontrar a Fumal!”.
»He aquí poco más o menos cómo empezó. Sus amigos se marcharon antes con las otras dos muchachas. Él me hizo preguntas sobre mis padres, mi infancia, sobre lo que yo hacía. Hay muchos así.
»Al fin decidió:
»—“¡Ven! Voy a buscarte un buen hotel”.
—¿Se quedó con usted? —preguntó Maigret.
—No. Recuerdo que el hotel era cerca de la plaza de Clichy. Pagó una semana adelantada y se marchó. Volvió al día siguiente.
—¿Subió a verla?
—Sí. Permaneció un momento. Siempre correcto, me habló de muchas cosas, sobre todo de él mismo, de lo que hacía, de su mujer.
—¿En qué términos hablaba?
—Creo que era desgraciado.
Maigret apenas creía lo que oía.
—Continúa —murmuró, tuteándola maquinalmente.
—Es difícil, ¿comprende? Me habló de esas cosas con tanta frecuencia…
—En suma, que cuando te veía era tan sólo para hablarte.
—Y porque le agradaba mi compañía.
—Pero ¿sobre todo?
—Por hablar. Parece ser que ha trabajado mucho, más que nadie en el mundo y que había llegado a ser muy poderoso. ¿Es cierto?
—Era cierto, sí.
—Me decía cosas como: «¿Para qué me sirve esto? La gente no se da cuenta y me toma por un bruto. Mi mujer está loca. Mis criados, mis empleados, no piensan más que en robarme. Cuando entro en un restaurante de lujo, adivino que la gente murmura: “¡Mira! ¡Ha llegado el carnicero!”».
Llevaban los spaghettis para Maigret y raviolis para Martine Gilloux, que tenía una botella de Chianti ante ella.
—¿Permite?
Sus preocupaciones no le impedían comer con apetito.
—¿Le dijo que su mujer estaba loca?
—Y también que ella le detestaba. Compró el castillo del pueblo donde nació. ¿Es verdad eso también?
—Es cierto.
—Yo, sabe usted, no le daba importancia. Me decía que sin duda en todo aquello había algo de jactancia. Los campesinos en su pueblo siguen llamándole «El Carnicero». Compró un hotel particular del bulevar de Courcelles y pretendía que no tenía aspecto de casa, sino de vestíbulo de estación.
—¿Has estado en ella?
—Sí.
—¿Tienes llave?
—No. Sólo he ido dos veces. La primera porque quería enseñarme dónde vivía. Era de noche. Subimos al primer piso. Vi el gran salón, su despacho, su dormitorio, el comedor, después otras piezas más o menos vacías, y desde luego aquello no tenía el aspecto de un verdadero hogar.
»¡Arriba, me dijo, vive la loca! Debe de estar en el pasillo espiándonos.
»Le pregunté si era celosa y me contestó que no, que le espiaba por espiarlo, que era su manía. ¿Es cierto que ella bebe?
—Sí.
—En ese caso, ve usted, casi todo lo que me ha dicho es cierto. ¿Y que entraba en casa de los ministros sin hacerse anunciar?
—Apenas hay exageración en eso.
¿No había cierta armonía en las relaciones de Fumal y Martine? Durante más de un año la había tratado y sólo la buscaba para tener a alguien ante quien pavonearse y lamentarse a la vez.
Algunos hombres, cuando tienen demasiadas penas en su corazón, recogen a una mujer cualquiera en la calle únicamente para hacerle partícipe de sus confidencias.
Fumal se había pagado una confidente personal, exclusiva, que instaló confortablemente en la calle de l’Étoile y que no tenía otra cosa que hacer sino escucharle.
Ahora bien, en el fondo, la muchacha jamás le creyó. No sólo no le había creído, sino que incluso ni llegó a preguntarse si lo que Fumal le contaba era verdadero o falso.
¡Le daba lo mismo!
Y ahora, muerto él, se impresionaba al saber que realmente había sido el hombre importante que quería parecer.
—¿Estaba preocupado estos últimos tiempos?
—¿Qué quiere decir?
—¿No temía por su vida? ¿No hablaba de sus enemigos?
—Me ha repetido a menudo que no se puede llegar a ser poderoso sin crearse numerosas enemistades. Decía: «En el fondo, me lamen las manos como perros, pero todos me detestan y nunca serán tan felices como el día en que me muera». Y añadía: «Por otra parte, tú también lo estarías si te dejara algo. Pero no te dejaré nada. Cuando yo desaparezca o te abandone, volverás al arroyo».
Con estas palabras no llegó a ofenderla. Tenía suficiente con los meses de tranquilidad que él le ofreciera y se daba por satisfecha.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó ella a su vez—. ¿El corazón?
—¿Padecía del corazón?
—No lo sé. Cuando la gente muere bruscamente, es lo que se acostumbra a decir…
—Ha sido asesinado.
Martine cesó de comer; la noticia le causó tal impresión, que se quedó con la boca abierta.
Fue precisa una pausa para que pudiera preguntar:
—¿Dónde? ¿Cuándo?
—Anoche. En su casa.
—¿Quién lo ha hecho?
—Eso es lo que intento saber.
—¿Cómo ha sido?
—Una bala de revólver.
Por primera vez en su vida, sin duda, la muchacha había perdido el apetito y rechazaba su plato; tendió la mano hacia el vaso, que vació de un trago.
—Es desde luego mi sino… —le oyó susurrar.
—¿Nunca te ha hablado de un tal señor Joseph?
—¿Un viejecillo?
—Sí.
—Le llamaban «El Ladrón». Parece ser que verdaderamente ha robado. Ferdinand habría podido hacerle encarcelar. Prefirió conservarlo a su servicio diciendo que estaba mejor servido por crápulas que por gente honrada. Incluso lo instaló en la buhardilla para tenerle siempre al alcance de la mano.
—¿Y la secretaria?
—¿La señorita Louise?
Así, pues, Fumal le había hecho realmente confidencias detalladas.
—¿Qué pensaba de ella?
—Que era fría, ambiciosa, avara y que sólo estaba a su servicio por ahorrar dinero.
—¿Eso es todo?
—No. Pasó algo. ¿No se lo ha dicho ella?
—Habla.
—¡Tanto peor! Ahora que está muerto…
Miró a su alrededor y bajó la voz por temor a que el maître la oyera.
—Un día, en el despacho, Fumal hizo como si quisiera galantearla y luego le dijo: «¡Desnúdate!».
—¿Ella obedeció? —preguntó Maigret.
—Él pretende que sí. La miró hacer, de pie, junto a la ventana. Luego le preguntó: «¿Es la primera vez?».
—¿Qué contestó ella?
—Nada. Se sonrojó. Y él, al cabo de unos segundos murmuró gruñendo: «¡Ya veo que no! ¡Está bien! ¡Volvamos a nuestro trabajo!».
»Al principio no creí esa historia. A mí también me han despreciado. Tan sólo que yo no he recibido instrucción ni educación, pero una muchacha como ella…
»Si no me mintió, la miró vestirse, le señaló su silla, su bloc y se puso a dictarle el correo…
—¿No tienes ningún amante? —le preguntó Maigret a quemarropa.
La muchacha dijo que no, pero al mismo tiempo dirigió una mirada hacia el camarero.
—¿Él?
—No.
—¿Estás enamorada de ese hombre?
—Enamorada, no.
—Lo estarías fácilmente, ¿no es así?
—No lo sé. No le importo.
El comisario pidió café y preguntó a Martine:
—¿Algún postre?
—Hoy no. Me ha sentado mal la comida y voy a acostarme. ¿Necesita saber algo más de mí?
—No. Deja. Yo me ocupo de la cuenta. Hasta nueva orden, no abandonarás la calle de l’Étoile.
—¿Ni para comer?
—Solamente para eso.
Los inspectores habían comido en un pequeño restaurante normando que descubrieron cerca del bulevar de Courcelles y se habían puesto ya de nuevo al trabajo cuando Maigret llegó.
Existían algunas novedades de escasa importancia. Se había confirmado que Roger Gaillardin se suicidó y que el revólver no le fue colocado en la mano después de su muerte. Era, desde luego, el arma que conservaba en el apartamento de la calle François I.
El perito armero afirmaba también que la automática encontrada en la habitación de Fumal no había sido utilizada desde hacía meses, probablemente desde hacía años.
Lucas había vuelto, con el señor Joseph, de la calle de Rambuteau, donde reinaba el más completo desorden.
—No hay quien dé instrucciones y nadie sabe lo que va a dar de sí el asunto. Fumal tenía horror en delegar su autoridad a quien fuera, dirigiéndolo todo por sí mismo, apareciendo en los momentos más inesperados, y los empleados vivían en perpetuo temor. Solamente el señor Joseph parece ser que está al corriente de los asuntos, pero no tiene ningún poder legal y es tan detestado como su jefe.
Los periódicos, que acababan de salir, confirmaban aquel estado de cosas; casi todos insertaban el mismo título:
«EL REY DE LAS CARNICERÍAS, ASESINADO»
»Un hombre poco conocido del gran público, explicaban, pero que no por ello dejaba de jugar un papel considerable…»
Publicaban la lista de las sociedades que había fundado, de las filiales y subfiliales, que constituían un verdadero imperio.
Se recordaba —lo cual ignoraba Maigret— que cinco años antes aquel imperio estuvo a punto de desmoronarse cuando el fisco metió la nariz en los negocios de Fumal. El escándalo fue evitado, aunque en los medios informados se habló de un fraude de más de mil millones.
¿Cómo pudo ser ahogado el asunto? Los periódicos no lo decían, pero dejaban entender que el antiguo carnicero de Saint-Fiacre gozaba de altas protecciones.
Uno de los diarios preguntaba:
«¿Su muerte, desempolvará el expediente?».
Algunas personas debían, aquella tarde, sentirse a disgusto, incluso el ministro que había telefoneado a la P. J.
Lo que los periódicos ignoraban aún, aunque acabarían por saberlo, es que la víspera el mismo Fumal había pedido protección a la policía.
¿Hizo Maigret todo lo que pudo?
Había enviado a un inspector a vigilar el edificio del bulevar de Courcelles; era la rutina en semejantes casos. Se molestó en echar una ojeada por allí y encargó a Lapointe que, a partir del día siguiente, acompañara a Fumal en sus desplazamientos. Se iba a proseguir la encuesta cuando…
Aunque no hubiera cometido falta en el ejercicio de su profesión, no por ello dejaba de sentirse descontento de sí mismo. ¿Es que al principio no se dejó influenciar en su juicio por recuerdos de infancia, en particular por el gesto que el padre de Fumal tuviera con respecto a su propio padre?
No había mostrado, al hombre que fue a verle recomendado por el Ministro del Interior, simpatía alguna.
En cambio, cuando Louise Bourges, la secretaria se presentó, no había dudado de su palabra.
Estaba persuadido de que la historia que Martine acababa de contarle en el restaurante era cierta. Ferdinand Fumal era hombre capaz de humillar a una mujer. Ahora bien, era cierto también que la secretaria le despreciaba u odiaba y que si permanecía a su servicio, era con la idea de casarse con Félix y reunir bastante dinero entre los dos para comprar una hostería en Giens.
¿Se contentaba la señorita Bourges con el dinero que ganaba? ¿No tenía, al lado de Fumal y encontrándose en el secreto de sus negocios, otros medios de procurárselo?
El hombre dijo a Martine Guilloux: «Todos ellos no piensan sino en robarme…».
¿Se había equivocado? Hasta entonces, Maigret no halló a nadie que hubiera manifestado simpatía alguna por aquél. Todos permanecían a su servicio a disgusto.
Por su parte, Fumal no hacía ningún mérito para ser amado. Al contrario, se habría dicho que sentía un placer maligno, una secreta delicia en provocar el odio.
Aquel odio no era reciente, ni arraigaba unas semanas atrás; era un dogal que arrastraba desde años.
¿Por qué tan sólo la víspera se había inquietado hasta el punto de pedir protección a la policía?
¿Por qué —si la secretaria no mentía— se tomó la molestia de mandarse él mismo amenazas anónimas?
¿Descubrió de repente un enemigo más peligroso que los otros? ¿O bien dio a alguien razones apremiantes para suprimirle?
Aquello era una posibilidad. Moers estudiaba no sólo las notas, sino los rasgos de escritura de Fumal y los de Louise Bourges, llamando para que le ayudara a uno de los mejores peritos de París.
Desde el despacho del bulevar de Courcelles, Maigret, cansado y siempre huraño, llamó al laboratorio:
—¿Moers?… ¿Obtienes resultados?…
Se los imaginaba allá arriba, en las buhardillas del Palacio de Justicia, trabajando bajo la potente luz de una lámpara, proyectando uno a uno los documentos sobre una pantalla.
Moers, con voz monótona, daba su informe, confirmando que en todas las cartas amenazadoras, salvo una, no se encontraban más que las huellas de Fumal, Maigret y Lucas. En la primera, además, las de Louise Bourges.
Aquello parecía confirmar lo dicho por ésta, puesto que ella pretendía haber abierto la primera carta pero no las siguientes.
Por otra parte, esto no probaba nada, pues la muchacha era lo bastante inteligente, si hubiera escrito las notas, para hacerlo con las manos enguantadas.
—¿La escritura?
—Seguimos trabajando en ella. A causa de los caracteres de imprenta, es difícil. Hasta ahora, nada indica que Fumal no haya escrito las cartas él personalmente.
Seguía el interrogatorio del personal en la pieza vecina, se les careaba unos con otros, después se les volvía a tomar declaración a solas. Había ya escritas páginas y páginas de aquel interrogatorio cuando Maigret lo pidió para hojearlo.
Félix, el chófer, reforzaba la declaración de Louise Bourges.
Era un hombre no muy alto, fornido, de pelo negro, en cuya mirada asomaba la arrogancia.
Pregunta.—¿Es usted el novio de la señorita Bourges?
Respuesta.—Sí. Somos novios.
Pregunta.—¿Cuándo piensan casarse?
Respuesta.—En cuanto sea posible.
Pregunta.—¿Qué esperan?
Respuesta.—Tener bastante dinero para instalarnos.
Pregunta.—¿Qué hacía usted antes de entrar al servicio del señor Fumal?
Respuesta.—Trabajaba como mozo en una carnicería.
Pregunta.—¿Cómo entró a su servicio?
Respuesta.—Compró la carnicería donde yo trabajaba, como las compraba sin cesar. Me vio y me preguntó si sabía conducir. Le dije que era yo quien hacía los repartos con la camioneta.
Pregunta.—¿Louise Bourges estaba ya a su servicio?
Respuesta.—No.
Pregunta.—¿Usted no la conocía?
Respuesta.—No.
Pregunta.—¿Su jefe iba a pie alguna vez por París?
Respuesta.—Tenía tres coches.
Pregunta.—¿No conducía él mismo?
Respuesta.—No. Yo iba con él a todas partes.
Pregunta.—¿Incluso a la calle de l’Étoile?
Respuesta.—Sí.
Pregunta.—¿Sabía usted a quién iba a ver?
Respuesta.—A una amiga suya.
Pregunta.—¿La conocía usted?
Respuesta.—He llevado a ambos en el coche. Iban a veces juntos al restaurante o a Montmartre.
Pregunta.—¿En estos últimos tiempos, Fumal no ha intentado darle esquinazo?
Respuesta.—No comprendo.
Pregunta.—¿De hacer que le lleve a algún sitio, por ejemplo, y tomar luego un taxi para dirigirse a otro lugar?
Respuesta.—No me he dado cuenta.
Pregunta.—¿No le mandó alguna vez detenerse delante de una papelería o puesto de periódicos? ¿No le ha encargado que comprara papel de cartas?
Respuesta.—No.
Había páginas y páginas. En una de ellas se leía:
Pregunta.—¿Le consideraba un buen jefe?
Respuesta.—No existen buenos jefes.
Pregunta.—¿Le detestaba usted?
Ninguna respuesta.
Pregunta.—¿Louise Bourges ha tenido relaciones amorosas con el jefe?
Respuesta.—Por muy Fumal que fuera, yo le habría roto la cara, y si usted insinúa…
Pregunta.—¿Él no lo ha intentado?
Respuesta.—Afortunadamente para él.
Pregunta.—¿Le robaba usted?
Respuesta.—¿Cómo?
Pregunta.—Le pregunto si usted le sisaba en la gasolina, por ejemplo, en las reparaciones…
Respuesta.—Se ve que usted no le conocía.
Pregunta.—¿Era tacaño?
Respuesta.—No quería que le tomaran por primo.
Pregunta.—¿De modo que usted no tenía más que su salario?
En otro expediente, de Louise Bourges, Maigret leía:
Pregunta.—¿Su jefe no intentó hacerle el amor?
Respuesta.—No.
Pregunta.—¿No sostenía ya relaciones con su mujer?
Respuesta.—Eso no me importa.
Pregunta.—¿Nadie le ha ofrecido nunca dinero para que influenciara, por ejemplo, o para que usted revelara algunos de sus proyectos?
Respuesta.—No se le podía influenciar y no confiaba sus proyectos a nadie.
Pregunta.—¿Cuántos años contaba usted con permanecer a su servicio?
Respuesta.—Los menos posible.
Germaine, la sirvienta que hacía las labores más rudas de la limpieza, nació en Saint-Fiacre, donde su hermano era aparcero. Fumal había comprado la granja, así como casi todas las granjas que antaño pertenecieron a los condes de Saint-Fiacre.
Pregunta.—¿Cómo entró usted a su servicio?
Respuesta.—Yo era viuda. Trabajaba en casa de mi hermano. El señor Fumal me propuso venir a París.
Pregunta.—¿Es usted feliz aquí?
Respuesta.—¿He sido yo feliz alguna vez?
Pregunta.—¿Apreciaba a su señor?
Respuesta.—Él no quería a nadie.
Pregunta.—¿Y usted?
Respuesta.—Yo, yo no he tenido tiempo de hacerme preguntas.
Pregunta.—¿Sabía que el hermano de la señora Fumal venía a menudo a dormir en el segundo piso?
Respuesta.—Eso no es asunto mío.
Pregunta.—¿Jamás se le ocurrió contárselo a su señor?
Respuesta.—Los asuntos de los señores no nos importan.
Pregunta.—¿Piensa continuar trabajando para la señora Fumal?
Respuesta.—Haré lo que he hecho toda mi vida. Iré allí donde requieran mis servicios.
El timbre del teléfono sonaba en el despacho. Maigret descolgó. Era la comisaría de la calle de Maistre, en Montmartre.
—El tipo que usted busca lo tenemos aquí.
—¿Qué tipo?
—Emile Lentin. Le hemos encontrado en una taberna, cerca de la plaza Clichy.
—¿Ebrio?
—Flotando.
—¿Qué es lo que dice?
—Nada.
—Llévenlo al Quai des Orfèvres. Le veré luego.
Seguía sin encontrarse el arma en la casa ni fuera de ella.
El señor Joseph, sentado en uno de los inconfortables butacones Renacimiento de la antecámara, se mordía las uñas en espera de que un inspector le interrogara por tercera vez.