La mujer ebria y el fotógrafo de pasos silenciosos
Cerca de treinta años antes, cuando Maigret, recién casado, era aún secretario de la comisaría de Rochechouart, su mujer solía ir a buscarle al despacho, a mediodía. Los dos se contentaban con una rápida comida a fin de pasear a lo largo de las calles y bulevares y Maigret se acordaba de haber ido, en primavera, a este mismo Parque Monceau que en aquel momento veía en blanco y negro bajo las ventanas.
Había más niñeras entonces que ahora, casi todas con pimpantes uniformes. Los cochecitos de los bebés daban una impresión de exquisito lujo, las sillas de hierro estaban recién pintadas de amarillo y una vieja señora con sombrero guarnecido de violetas echaba migas de pan a los pajarillos.
—Cuando yo sea comisario… —había bromeado él.
Y los dos miraban por entre las rejas, cuyos hierros en forma de lanzas doradas brillaban al sol, los inmuebles ricos del alrededor, las ventanas tras las cuales imaginaban una existencia elegante y armoniosa.
Si alguien en París había adquirido experiencia de lo brutal de la realidad, si alguien, día tras día, estaba en estado de descubrir la verdad escondida bajo las apariencias, era desde luego él, y no obstante no se había resignado nunca completamente a dejar de creer en determinadas imágenes de su infancia o de su adolescencia.
¿No dijo una vez que hubiera querido ser «arregladestinos», acuciado por el deseo de devolver a la gente a su verdadera situación, a la que en realidad les correspondía, si el mundo se hubiera parecido al de las imágenes de Epinal?
Probablemente, en ocho de cada diez casas suntuosas que rodeaban el parque habría más drama que armonía. Raramente, sin embargo, había respirado una atmósfera tan penosa como la reinante entre aquellos muros. Todo parecía falso, rechinante, desde la garita del ayuda de cámara que no era ni portero ni ayuda de cámara, sino, a pesar de su chaleco rayado, un antiguo cazador furtivo, un asesino transformado en perro guardián.
¿Qué hacía aquel sospechoso alguacil, el señor Joseph, en las habitaciones abuhardilladas del edificio?
La misma Louise Bourges, la que soñaba con casarse con el chófer para comprar una casa en Giens, no le tranquilizaba.
El ex carnicero de Saint-Fiacre quedaba más desplazado que cualquier otro, y los exquisitos artesanos, los muebles verosímiles adquiridos al mismo tiempo que la vivienda, parecían desambientados, como las dos estatuas que flanqueaban el descansillo.
Lo que tal vez turbaba más al comisario era la ruindad que adivinaba detrás de todos los hechos y gestos de Fumal, a pesar de haber sido siempre reacio a creer en la ruindad pura.
Serían pasadas las diez cuando dejó el primer piso donde sus colaboradores continuaban trabajando, para desaparecer en la escalera, que subió lentamente. En el segundo, ninguna sirvienta le impidió empujar la puerta del salón de los quince o dieciséis butacones vacíos y tosió para indicar su presencia.
Nadie acudió. Nada se movió. Se adelantó hacia una puerta entreabierta que daba a un salón más pequeño, donde sobre un velador aparecía una bandeja de desayuno.
Llamó a una tercera puerta, escuchó, tuvo la impresión de oír una voz ahogada y acabó por dar la vuelta al pomo.
Era la habitación de la señora Fumal, quien, con los ojos alelados, le miraba adelantarse desde la cama.
—Le pido perdón, señora. No he encontrado a ningún criado para anunciarme. Supongo que todos están abajo con mis inspectores.
No se había lavado ni peinado. Su camisón descubría con largueza un hombro de un blanco pálido. La víspera, Maigret habría podido dudar. En aquel momento estaba seguro de encontrarse frente a una mujer que había bebido, no sólo antes de acostarse, sino la misma mañana, y un fuerte relente a alcohol flotaba en el dormitorio.
La esposa del carnicero le observaba de un modo indefinible, como si, aunque no completamente tranquilizada, no dejara de experimentar un cierto alivio, hasta una sorda alegría.
—¿Supongo que la habrán puesto al corriente?
Afirmó con la cabeza y no era de pesar que sus ojos brillaban.
—Su marido ha muerto. Alguien lo ha asesinado.
Entonces, con voz un poco cascada contestó:
—Siempre pensé que terminaría así.
Y echóse a reír; estaba más ebria de lo que él había creído al entrar.
—¿Esperaba usted un asesinato?
—Con él, me lo esperaba todo.
Ella designó la cama en desorden, la habitación sin arreglar a su alrededor y balbuceó:
—Le pido perdón…
—¿No ha tenido la curiosidad de bajar?
—¿Para qué?
De repente, su mirada se hizo más aguda.
—Está verdaderamente muerto, ¿no es verdad?
Maigret afirmó con la cabeza. La mujer deslizó la mano bajo las sábanas, sacó de allí una botella de licor y llevó el gollete a sus labios.
—¡A su salud! —bromeó.
No obstante, incluso muerto, Fumal seguía dándole miedo, pues la mujer miró hacia la puerta con temor, preguntando a Maigret:
—¿Sigue en la casa?
—Acaban de llevárselo al Instituto Médico Legal.
—¿Para qué?
—La autopsia.
¿Fue el saber que iban a abrir el cuerpo de su marido lo que la hizo sonreír con una maliciosa sonrisa? ¿Constituía aquello a sus ojos una especie de venganza, de compensación por todo lo que él le había hecho sufrir?
Debió ser una muchacha, una mujer como las demás. ¿Qué existencia le había dado Fumal para llevarla a un estado tan lamentable?
Maigret había encontrado despojos humanos como ella, pero era casi siempre en ambientes sórdidos, en barrios míseros, en los cuales el ambiente era invariablemente la base de su degradación.
—¿Vino a verla anoche?
—¿Quién?
—Su marido.
Denegó con la cabeza.
—¿Venía a veces?
—A veces sí, pero yo habría preferido no verle.
—¿No ha bajado usted a su despacho?
—Nunca bajaba a su despacho. Fue allí donde vio a mi padre por última vez y, tres horas más tarde, le encontraban ahorcado.
Parecía haber sido ése el vicio de Fumal: arruinar a los demás, no sólo a los que se interponían en su camino o le hacían sombra, sino a cualquiera, para afirmar su poderío, para persuadirse de su fuerza.
—¿No sabe usted qué visitas recibió la noche última?
Más tarde sería necesario que Maigret encargara a un inspector registrar las habitaciones. Le repugnaba hacerlo él mismo. Ahora bien, era preciso. Nada probaba que aquella mujer no se hubiera armado al fin de valor para matar a su marido y no era imposible que se encontrara el arma en su cuarto.
—No sé… No quiero saber nada… ¿Sabe lo que quiero?… Quedarme completamente sola y…
Maigret no había oído ruido alguno. Siempre de pie no lejos de la cama, vio la mirada de la señora Fumal fijarse sobre un punto tras él. Hubo un resplandor de «flash» y, en el mismo momento, la mujer, apartando las sábanas, se lanzaba con energía insospechada hacia el fotógrafo que, sigilosamente, había logrado situarse en la puerta.
Éste intentó batirse en retirada, pero ella ya había cogido el aparato, lo tiraba rabiosamente al suelo, y lo recogía para lanzarlo de nuevo con redoblada energía.
Maigret reconoció al reportero de uno de los periódicos de la noche y frunció el ceño. Alguien, ignoraba quién, había avisado a la prensa, que estaría ya abajo.
—Un momento… —pronunció con autoridad.
Recogió el aparato, del que retiró la película.
—Salga, muchacho… —dijo al joven.
Y a la señora Fumal:
—Vuelva a acostarse. Presento mis excusas por lo ocurrido. Velaré para que de ahora en adelante la dejen tranquila. Será preciso, no obstante, que uno de mis inspectores registre el aposento.
Tenía deseos de hallarse fuera de la habitación y hubiera preferido no volver nunca a la casa. El fotógrafo le esperaba en el descansillo.
—He creído que podría…
—Ha sido usted demasiado audaz. ¿Sus compañeros están aquí?
—Algunos.
—¿Quién les ha avisado?
—No lo sé. Hace alrededor de media hora que mi redactor jefe me ha llamado y…
El empleado del Instituto Médico Legal sin duda. Los hay como éste en todas partes, gentes que están en contacto con los periódicos.
No eran cuatro, sino siete u ocho los representantes de la prensa, y acudirían aún en mayor número.
—¿Qué ha pasado exactamente, comisario?
—Si lo supiera, hijos míos, ya no estaría aquí. Les pido que nos dejen trabajar en paz y les prometo, si descubrimos algo…
—¿Podemos sacar unas fotografías?
—Háganlo, de prisa.
Eran demasiadas personas a las que interrogar para llevarlas al Quai des Orfèvres. Se disponía de varias habitaciones vacías. Lapointe se puso manos a la obra, así como Bonfils; Torrence acababa de llegar en compañía de Lesueur.
Fue a Torrence a quien encargó inspeccionar las habitaciones del segundo piso, mientras enviaba a Bonfils al alojamiento del señor Joseph. Éste no había vuelto todavía de la calle Rambuteau.
—Cuando regrese, interrógale en seguida, aunque dudo hable mucho.
Los señores del juzgado se habían ido, la mayoría de los especialistas de la Identidad Judicial también.
—Que se deje subir a una criada, una sola, Noemí, a quien corresponde el servicio, para que se ocupe de la señora Fumal y que los demás esperen en el salón.
Cuando el timbre del teléfono sonó en el despacho del muerto, fue Louise Bourges quien descolgó con toda naturalidad:
—Aquí la secretaria del señor Fumal… Sí… Claro, está aquí… Se lo paso…
Se volvió hacia Maigret.
—Es para usted… Del Quai des Orfèvres…
—Oiga… sí…
Hablaba con el director de la P. J.
—El Ministro del Interior acaba de telefonearme…
—¿Ya lo sabe?
—Sí. Todo el mundo está al corriente.
¿Uno de los periódicos habría avisado a la radio? Bien, podría ser.
—¿Furioso?
—Ésa no es la palabra. Mejor, fastidiado. Pide que se le tenga al corriente de la encuesta a medida que… ¿Tiene usted alguna idea?
—Ninguna.
—Se espera que cause sensación. Ese hombre era más importante de lo que aparentaba.
—¿Se lamenta su pérdida?
—¿Por qué pregunta eso?
—Por nada. Hasta ahora, la gente parece más bien aliviada.
—¿Usted actúa con toda diligencia, no?
¡Claro! Y, no obstante, jamás tuvo tan pocas ganas de descubrir al asesino. Cierto es que tenía curiosidad por saber quién se había decidido por fin a suprimir a Fumal, qué hombre o mujer, ya hasta la coronilla, había arriesgado el todo por el todo. Pero lo cierto es que no deseaba perjudicar al artífice. ¿No le oprimiría el corazón tener que ponerle las esposas?
En raras ocasiones se encontró, como ahora, ante tantas hipótesis de crimen, tan plausibles unas como otras.
Estaba la señora Fumal que, evidentemente, no habría tenido sino que bajar un piso para vengarse de veinte años de humillación; sin duda, además de reconquistar su libertad, heredaría toda o una parte de la fortuna.
¿Tendría ella algún amante? Al verla, parecía improbable, pero aquél era un tema sobre el que raras veces se decidiría a poner la mano en el fuego.
¿El señor Joseph?
Viviendo en la sombra, parecía consagrado por entero al difunto. ¡Dios sabe qué manejos se llevarían entre ambos! ¿No le tendría Fumal a su merced como parecía tener a todos los que le servían?
¡Incluso los seres como el señor Joseph se rebelan, reaccionan!
¿Louise Bourges, la secretaria, que fue a visitarle al Quai des Orfèvres?
Hasta entonces, sólo ella pretendía que su jefe había escrito él mismo las cartas anónimas.
Félix, el chófer, era su novio. Los dos tenían deseos de casarse y de establecerse en Giens.
¿No cabía suponer que ella o Félix hubieran robado a Fumal, o intentado estafarle, someterle a chantaje?
Todos parecían tener en aquel asunto razones para matar, incluso Víctor, el antiguo cazador furtivo, al que su jefe tenía bien amarrado.
Habría que examinar la vida de los demás criados. Quedaba aún Gaillardin, que no había regresado a la calle François después de haber visitado a Fumal.
—¿Se va, jefe?
—Volveré dentro de unos minutos.
Tenía sed y necesitaba respirar otro ambiente.
—Si preguntan por mí, que Lapointe tome los encargos.
En el descansillo tuvo que desembarazarse de los periodistas y, abajo, encontró varios coches de prensa y uno de la radio al borde de la acera. Ésta era la razón por la que algunos transeúntes se estacionaban y un agente de uniforme se mantenía delante de la puerta.
Con las manos en los bolsillos, Maigret caminó con rapidez hacia el bulevar de Batignolles, donde penetró en la primera taberna.
—Una cerveza —pidió—. Y una ficha.
Telefoneó a su mujer.
—Desde luego, no regresaré a almorzar… ¿Cenar? Sí, creo… Tal vez… ¡No! No hay complicaciones.
A lo mejor el ministro también estaba bastante contento al verse desembarazado de un amigo comprometedor. No debía ser el único en alegrarse. Los empleados de la calle Rambuteau, por ejemplo, los de La Villette, y todos los gerentes de carnicería a quienes Fumal hiciera la vida difícil.
Aún ignoraba que los periódicos de la noche iban a insertar en primera página:
«El rey de las carnicerías, asesinado»
A los periódicos les gustaba mucho la palabra «rey», como «multimillonario». Uno de ellos precisaba que, según los expertos, Fumal controlaba la décima parte del comercio de carnicería en París y además la cuarta parte de determinadas regiones del Norte.
¿Quién iba a heredar aquel imperio? ¿La señora Fumal?
En el momento en que salía de la taberna, Maigret vio un taxi libre y esto le dio la idea de dirigirse a la calle François I. Había enviado ya a Neveu, del cual no tenía noticias, pero deseaba enterarse por sí mismo y sobre todo no le resultaba desagradable escapar por un rato a la descorazonadora atmósfera de la calle de Courcelles.
El edificio era moderno, la portería casi lujosa.
—¿El señor Gaillardin? Tercero izquierda, pero no creo que esté en casa.
Maigret tomó el ascensor, llamó. Una joven en bata fue a abrirle; mejor dicho, hasta que no dijo quién era, sólo entreabrió la puerta.
—¿Sigue usted sin noticias de Roger? —preguntó ella, introduciéndole a un salón tan claro como podía serlo una habitación en París con aquel tiempo.
—¿Y usted?
—No. Desde que ha venido su inspector estoy preocupada. Hace un momento he oído la radio…
—¿Hablan de Fumal?
—Sí.
—¿Sabía que su marido fue a verle ayer noche?
Era bonita, de agradable silueta; apenas debía de haber pasado la treintena.
—No es mi marido —replicó ella—. Roger y yo no estamos casados.
—Lo sé. He empleado la palabra sin darme cuenta.
—Tiene mujer y dos hijos, pero no vive con ellos. Ya hace años de eso… espere… cinco años, exactamente…
—¿Está usted al corriente de sus contratiempos?
—Sé que está casi arruinado y que es ese hombre…
—Dígame. ¿Gaillardin posee un revólver?
Al palidecer tan visiblemente, no pudo mentir.
—Ha tenido siempre uno en su cajón.
—¿Quiere asegurarse de que sigue allí? ¿Permite que le acompañe?
La siguió al dormitorio, donde se notaba que ella había dormido sola en una cama inmensa y muy baja. La mujer abrió dos o tres cajones y pareció sorprendida. Abrió otros, cada vez más febrilmente.
—No lo encuentro.
—¿Supongo que no lo llevaba nunca encima?
—No, que yo sepa. ¿No lo conoce usted? Es un hombre apacible, muy alegre, lo que se llama un buen camarada.
—¿No ha sentido preocupación al no verle regresar?
Ella no sabía qué contestar.
—Sí… Claro está… Se lo he dicho a su inspector… Pero, ya ve usted, él tenía confianza… Estaba seguro de que en el último momento encontraría el dinero… He pensado que habría ido a ver a algún amigo suyo, posiblemente fuera de la ciudad.
—¿Dónde vive su mujer?
—En Neuilly. Voy a darle su dirección.
Se la escribió en un trozo de papel. En aquel momento sonó el teléfono y ella lo descolgó, disculpándose. La voz que llamaba era tan sonora que Maigret podía entender:
—¡Oiga! ¿La señora Gaillardin?
—Sí… Es decir…
—¿Es el 26 de la calle François I?
—Sí.
—¿El domicilio de un tal Roger Gaillardin?
Maigret hubiera jurado que el interlocutor era el cabo de un puesto de policía.
—Sí. Aunque no soy su mujer.
—¿Quiere venir a la comisaría de Puteaux lo más rápidamente posible?
—¿Ha sucedido algo?
—Sí.
—¿Ha muerto Roger?
—Sí.
—¿No puede decirme lo que ha pasado?
—Ante todo es preciso que usted reconozca el cadáver. Se han encontrado documentos, pero…
Maigret indicó a la muchacha que le pasara el receptor.
—¡Oiga! Aquí el comisario Maigret, de la P. J. Dígame lo que sepa.
—A las nueve treinta y dos se ha encontrado un hombre muerto en la orilla escarpada del Sena, unos trescientos metros después del puente de Puteaux. A causa de un montón de ladrillos, descargados hace algunos días, los transeúntes no le han visto antes. Ha sido un marinero quien…
—¿Asesinado?
—No. Al menos no parece probable, pues tenía en la mano un revólver en el que sólo falta una bala. Parece ser que se ha pegado un tiro en la sien derecha.
—Se lo agradezco. Cuando el cadáver haya sido reconocido, envíelo al Instituto Médico Legal y haga llegar al Quai des Orfèvres el contenido de sus bolsillos. La persona que les ha contestado antes estará ahí dentro de un momento.
Maigret colgó.
—Se ha disparado un tiro en la cabeza —dijo él.
—Ya lo he oído.
—¿Su mujer tiene teléfono?
—Sí.
La mujer le dio el número y el comisario telefoneó.
—¡Oiga! ¿La señora Gaillardin?
—Aquí, es la criada.
—¿No está en casa la señora Gaillardin?
—Se marchó anteayer a la Costa Azul con los niños. ¿Quién está al aparato? ¿Es el señor?
—No. La policía. Desearía un informe. ¿Estuvo usted en el piso ayer por la noche?
—Naturalmente.
—¿Fue el señor Gaillardin?
—¿Por qué?
—Le ruego que conteste.
—Sí.
—¿A qué hora?
—Yo estaba acostada. Serían algo más de las diez y media.
—¿Qué quería?
—Hablar con la señora.
—¿Iba con frecuencia a visitarla por la noche?
—Por la noche, no.
—¿Durante el día?
—Venía a ver a los niños.
—¿Pero ayer, quería hablar con su mujer?
—Sí. Pareció quedar sorprendido de que se hubiese marchado.
—¿Estuvo mucho tiempo?
—No.
—¿Daba la impresión de estar nervioso?
—Seguramente, fatigado. Tanto, que le ofrecí una copa de coñac.
—¿La bebió?
—De un trago.
Maigret colgó y se volvió hacia la mujer.
—Puede usted ir a Puteaux.
—¿No me acompaña?
—Ahora no. Tendré sin duda ocasión de volver a verla.
En resumen, Gaillardin dejó la calle François I, la víspera, llevándose su revólver. En primer lugar se había dirigido al bulevar de Courcelles. ¿Esperaba que Fumal le concediera un plazo? ¿Contaba con algunos argumentos para hacerle ceder?
No debió de tener éxito. Un poco más tarde acudió al piso de su mujer, en Neuilly, y sólo encontró a la criada. El piso estaba cerca del Sena, y a trescientos metros del puente de Puteaux, que había franqueado.
¿Anduvo vagando mucho tiempo por los muelles antes de dispararse un tiro en la cabeza?
Maigret entro en un bar bastante elegante.
—Una caña y una ficha —pidió.
Era para llamar al Instituto Médico Legal.
—Aquí Maigret. ¿Ha llegado el doctor Paul?… ¿Cómo?… Maigret, sí… ¿Sigue ocupado?… Pregúntele si ha encontrado la bala… Un instante… Si la ha encontrado, vea si se trata de una bala de revólver o de pistola.
A través del teléfono oyó voces, y ruido de pasos.
—Oiga… ¿El comisario?… Parece ser que se trata de una bala de pistola… Está alojada en…
Poco importaba en dónde se había alojado la bala que había matado a Fumal.
A menos de suponer que Roger Gaillardin hubiera llevado dos armas aquella noche, no pudo ser él quien matara al hombre de las carnicerías.
* * *
Al atravesar el descansillo del primer piso, en el bulevar de Courcelles, fue de nuevo asaltado por los periodistas y, para desembarazarse de ellos, les puso al corriente del descubrimiento hecho en el muelle, en Puteaux.
Los inspectores, en los diferentes despachos, seguían ocupados en interrogar a la secretaria y a los criados. Sólo Torrence estaba sin hacer nada. Parecía esperar al comisario con impaciencia y le llamó inmediatamente a un rincón.
—He descubierto algo allá arriba, jefe —le dijo en voz baja.
—¿El arma?
—No. ¿Quiere venir conmigo?
Alcanzaron el segundo piso, penetraron en el salón de los numerosos butacones y el piano que no debía de usarse nunca.
—¿En la habitación de la señora Fumal?
Torrence, misterioso, sacudía la cabeza.
—El departamento es inmenso —murmuró éste—. Ya verá.
Como hombre que conocía los lugares, designaba a Maigret las diferentes habitaciones sin preocuparse de la señora Fumal, que seguía en la cama.
—No le he dicho nada aún. Creo preferible que se lo diga usted. Por aquí…
Atravesaron un dormitorio vacío, después otro, los cuales, con toda evidencia, mostraban no haber sido utilizados hacía tiempo. También un cuarto de baño aparecía destinado a otros menesteres y se veían allí cubos y escobas.
A la izquierda de un pasillo, un cuarto bastante espacioso figuraba repleto de polvorientos muebles amontonados, baúles y maletas.
Al final, al fondo del pasillo, Torrence abría la puerta de una pieza más pequeña que las demás, estrecha, con una sola ventana que daba al patio. Estaba amueblada como para habitación del servicio, con un diván recubierto de tela roja, una mesa, dos sillas y un armario barato.
El inspector, con una llamita de triunfo en los ojos, designaba un cenicero de propaganda en el que se veían dos colillas.
—Huela, jefe. Ignoro lo que Moers dirá, pero yo juraría que estos cigarrillos han sido consumidos hace no mucho tiempo. Ayer sin duda. Tal vez, incluso, esta mañana. Cuando he entrado, la habitación olía aún a tabaco.
—¿Has mirado en el armario?
—No hay nada más que colchas. Ahora, suba sobre la silla. Cuidado, no es muy sólida.
Maigret sabía por experiencia que la mayoría de la gente que quiere ocultar un objeto lo pone encima de un armario o de un guardarropa.
Lo que se encontraba allá arriba, sobre una espesa capa de polvo, era una maquinilla, un paquete de hojas y un tubo de jabón de afeitar.
—¿Qué me dice de eso?
—¿Has hablado de ello a los criados?
—He preferido esperarle a usted.
—Vuelve al salón.
En cuanto a él, llamó a la puerta del dormitorio. No le contestaron, pero cuando empujó el panel encontró fija sobre su persona la mirada de la señora Fumal.
—¿Qué es lo que quiere, aún? ¿No pueden dejarme dormir?
No estaba ni mejor ni peor que por la mañana y, si había bebido más, apenas se le notaba.
—Siento en el alma importunarla, señora, pero es preciso que cumpla con mi obligación; tengo algunas preguntas que hacerle.
Ella seguía observándole, las cejas fruncidas, como si intentara adivinar lo que iban a preguntarle.
—Creo que todos los criados duermen en las habitaciones situadas encima del garaje, ¿no es eso?
—Sí, ¿por qué?
—¿Fuma usted?
Vaciló, no tuvo tiempo de mentir.
—No.
—¿Suele usted dormir siempre en esta habitación?
—¿Qué quiere decir?
—¿Puedo suponer que su marido nunca venía a dormir aquí?
Aquella vez era claro que había comprendido y, abandonando su actitud defensiva, se hundió más en las sábanas.
—¿Está aún ahí? —preguntó a media voz.
—No. Pero todo me induce a creer que ha pasado, por lo menos, una parte de la noche.
—Es posible. Ignoro cuándo se ha ido. Va y viene…
—¿Quién es?
La mujer pareció sorprenderse. Debió de suponer que Maigret sabía más del asunto, y en aquel momento, parecía lamentar haber hablado demasiado.
—¿No se lo han dicho?
—¿Quién habría podido informarme?
—Noemí… O Germaine… Las dos lo saben… Incluso, Noemí…
Una extraña sonrisa flotaba en sus labios.
—¿Es su amante?
Ella entonces se echó a reír con una risa silbante que debía de dolerle.
—¿Estoy para tener amantes? ¿Cree usted que algún hombre se fijaría en mí? ¿Me ha mirado usted, comisario? ¡Un amante! —continuó ella—. No, comisario. No tengo amantes. Hace mucho tiempo ya que…
Se daba cuenta de que iba delatándose.
—Lo tuve, es cierto. Hace tiempo. Y Ferdinand lo supo. Toda mi vida me lo ha hecho pagar. Con él, había que pagarlo todo, ¿comprende? Pero mi hermano jamás le hizo nada, sino ser el hijo de mi padre y ser mi hermano.
—¿Ha sido su hermano quien ha dormido en el cuarto del fondo?
—Sí. Suele ocurrir con frecuencia, varias veces por semana. Cuando es capaz de venir hasta aquí.
—¿Qué es lo que hace su hermano?
La señora Fumal le miró duramente a los ojos, con una especie de renacida cólera.
—¡Beber! —le lanzó—. ¡Como yo! No le queda otra cosa que hacer. Tenía dinero, una mujer, hijos…
—¿Le arruinó su marido?
—Le arrebató hasta el último céntimo. No obstante, si se imagina que ha sido mi hermano quien le ha matado, se equivoca. Ni tan siquiera es capaz de eso. Igual que yo.
—¿Dónde está en este momento?
La mujer alzó los hombros.
—En algún sitio donde haya una taberna. Ya no es joven. Tiene cincuenta y dos años y parece tener por lo menos sesenta y cinco. Sus hijos, que están casados, rehúsan verle. Su mujer trabaja en una fábrica de Limoges.
Su mano buscaba la botella.
—¿Es Víctor quien le introducía en la casa?
—Si Víctor lo hubiera sabido habría ido a decírselo a mi marido.
—¿Su hermano tenía una llave?
—Noemí le mandó hacer una.
—¿Cuál es el nombre de su hermano?
—Emile… Emile Lentin… No puedo decirle dónde le encontrará. Cuando sepa por los periódicos que Fumal ha muerto, no osará acercarse. En ese caso, terminarán por recogerle en los muelles o en el Ejército de Salvación.
Ella le lanzó una nueva mirada de desafío y con una mueca sardónica se puso a beber al gollete.