Capítulo tres

El pasado del ayuda de cámara y el inquilino del tercero

Mientras se afeitaba, Maigret sentía escrúpulos de conciencia. ¿Esto no era consecuencia de alimentar, con relación a Fumal, una animosidad personal? De repente, se preguntó si había cumplido del todo con su deber. El carnicero en gran escala había acudido a pedirle protección. Se había comportado de un modo agresivo, sea; se hizo recomendar por el ministro y usado, con respecto al comisario, amenazas veladas.

Pero no por eso debía éste dejar de cumplir con su cometido. ¿Había hecho todo lo que podía? Fue al bulevar de Courcelles, pero no se tomó la molestia de reconocer todas las puertas, todas las salidas, dejando aquella tarea, como la de interrogar a los criados, para el día siguiente.

Envió a un inspector a montar la guardia delante de la casa. Desde las siete y media, si Fumal no hubiera sido asesinado, Lapointe se habría encontrado a su lado mientras que Lucas, en la calle Rambuteau y en otros sitios, hubiera proseguido su encuesta.

¿Habría obrado de otro modo si el hombre no le hubiera sido antipático, si no hubiera tenido una vieja cuenta que saldar con él, si hubiera sido cualquier otro gran hombre de negocios de París?

Antes de tomar el desayuno, telefoneó al juzgado, después al Quai des Orfèvres.

—¿No pides que te envíen un coche? —preguntó la señora Maigret.

—Tomaré un taxi.

Los bulevares estaban casi vacíos, con siluetas oscuras que escapaban de las bocas del metro y se precipitaban hacia las puertas cocheras. Enfrente del 58 bis, del bulevar de Courcelles, se estacionaba un automóvil, el de un médico, y cuando el comisario llamó a la puerta, ésta se abrió inmediatamente.

El ayuda de cámara de la víspera no había tenido tiempo de afeitarse, pero llevaba ya su chaleco rayado de amarillo y negro. Tenía las cejas muy espesas y Maigret le observó un instante intentando acordarse de algo.

—¿Dónde está? —preguntó.

—En el primero, en el despacho.

Mientras subía la escalera, se prometió ocuparse más tarde de aquel Víctor que le intrigaba. Lapointe se le presentó en el descansillo que servía de sala de espera.

—Me he equivocado, jefe. Le pido perdón. Tal como estaba cuando le vi, era imposible ver la herida.

—¿No ha sido envenenado?

—No. El doctor, al volverlo, ha descubierto una herida abierta en la espalda, a la altura del corazón. El disparo ha sido hecho a quemarropa.

—¿Dónde está su mujer?

—No lo sé. No ha bajado.

—¿Y la secretaria?

—Debe estar por allí. Venga. Empiezo ahora a conocer la casa.

En la parte de la fachada frente a las verjas del Parque Monceau, había un vasto salón que parecía no haber sido habitado nunca y que, a pesar de la calefacción central, resultaba húmedo.

Tomando un pasillo recubierto de una alfombra roja, se encontraba a la derecha, sobre el patio, un primer despacho no muy grande, donde Louise Bourges permanecía de pie ante la ventana. Junto a ella una criada. Ambas estaban calladas y la primera miró a Maigret con inquietud, preguntándose sin duda cómo después de su visita de la víspera al Quai des Orfèvres, iba a reaccionar el comisario con respecto a ella.

—¿Dónde está? —se contentó éste con preguntar.

Louise señaló una puerta.

—Allí.

Era un segundo despacho más espacioso, de alfombra también roja, con mobiliario Imperio. Una forma humana figuraba extendida cerca de un butacón y un médico, al que Maigret no conocía, estaba arrodillado junto a él.

—Me han dicho que se trata de un disparo a quemarropa.

El doctor afirmó con la cabeza. El comisario había observado que el muerto no iba vestido de etiqueta sino que llevaba las mismas ropas del día anterior.

—¿A qué hora se ha producido?

—Según lo que puedo juzgar a primera vista, hacia el final de la velada, entre las once y medianoche.

Sin querer, Maigret pensaba en el pueblo de Saint-Fiacre, en el patio de la escuela, en el muchacho gordo que nadie estimaba y a quien llamaban Boum-Boum, o también Bola de Goma.

Al volverlo, el doctor lo había colocado en una postura extraña y un brazo extendido parecía designar un rincón de la pieza en donde, por otra parte, no había más que una ninfa de mármol amarillo sobre un pedestal.

—¿Supongo que la muerte ha sido instantánea?

La herida, en la que casi se habría podido hundir el puño, hacía fútil la pregunta, pero el comisario no razonaba con serenidad. Aquél no era un asunto como otro cualquiera.

—¿Han avisado a su mujer?

—Eso creo.

Pasó a la habitación vecina, repitió la pregunta a la secretaria:

—¿Han avisado a su mujer?

—Sí. Noemí subió a decírselo.

—¿Y no ha bajado?

Empezaba a darse cuenta de que en aquella casa no sucedían las cosas como en un hogar normal.

—¿Cuándo le vio usted por última vez?

—Ayer a las nueve.

—¿La llamó él?

—Sí.

—¿Para qué?

—Para dictarme unas cartas. La taquigrafía está en mi bloc. No las he pasado aún a máquina.

—¿Cartas importantes?

—Ni más ni menos que otras. Se le ocurría a menudo dictar por la noche.

Sin que ella tuviera necesidad de añadir nada, Maigret comprendía el pensamiento de la muchacha: si su jefe la hacía subir de aquel modo después de su jornada, era por puro fastidio. ¿Ferdinand Fumal no se había pasado la vida fastidiando a la gente?

—¿Recibió visitas?

—Mientras yo estuve aquí, no.

—¿Las esperaba?

—Creo que sí. Recibió una llamada telefónica y me dijo que me fuera a acostar.

—¿Qué hora era?

—Las nueve y media.

—¿Fue usted a acostarse?

—Sí.

—¿Dónde está su habitación?

—Con las de los criados, encima de las cuadras que ahora sirven de garaje.

—¿El señor Fumal y su señora eran los únicos que dormían en la casa?

—No. Víctor duerme en la planta baja.

—¿Es el ayuda de cámara?

—Es al mismo tiempo portero, guarda la casa y hace los recados.

—¿No está casado?

—No, que yo sepa. Ocupa una pequeña habitación con un tragaluz que da a la bóveda.

—Gracias.

—¿Qué debo hacer?

—Esperar. Cuando llegue el correo, me lo trae. Me pregunto si todavía habrá una carta anónima.

Le pareció que la muchacha se sonrojaba, pero no estuvo seguro. Se oían pasos en la escalera. El ayudante del fiscal iba acompañado de un joven juez de instrucción que se llamaba Planche y con quien Maigret no había tenido, hasta entonces, ocasión de trabajar. El secretario del juzgado que les seguía estaba constipado. Casi inmediatamente después de su llegada, la puerta cochera se abría de nuevo para dejar paso a los de la Identificación Judicial.

Louise Bourges seguía en su despacho, cerca de la ventana, esperando instrucciones, y fue a ella a quien Maigret se dirigió un poco más tarde.

—¿Quién ha avisado a la señora Fumal?

—Noemí.

—¿Es su doncella particular?

—Ella es quien se ocupa del segundo piso. El señor Fumal tenía su habitación en este piso, en el cuarto que se encuentra a continuación de su despacho.

—Vaya a ver allá arriba lo que pasa.

Y como vacilara:

—¿De qué tiene miedo?

—De nada.

Resultaba curioso que la mujer del muerto no hubiera bajado aún y que no se oyera ningún ruido arriba.

Después de la llegada de Maigret, Lapointe, sin decir nada, ojeaba un poco por todas partes a la busca de un arma. Había abierto la puerta del dormitorio, que era grande, amueblado también al estilo Imperio; un pijama y una bata estaban preparados sobre la cama abierta.

A pesar de las altas ventanas, la atmósfera de la casa era gris y no se habían encendido más que algunas lámparas; los fotógrafos, por todas partes, instalaban sus aparatos; la gente del juzgado cuchicheaba esperando la llegada del médico forense.

—¿Tiene usted alguna idea, Maigret?

—Ninguna.

—¿Le conocía?

—Le conocí en la escuela de mi pueblo y vino a verme ayer. Habló con el Ministro del Interior para obtener nuestra protección.

—¿Contra quién?

—Desde hacía algún tiempo recibía amenazas anónimas.

—Un inspector se ha pasado la noche delante de la puerta y otro le iba a vigilar durante todo el día.

—Parece ser que el asesino se ha llevado el arma.

Lapointe no la había encontrado. Los demás, tampoco. Maigret, con las manos en los bolsillos, desapareció por la escalera y alcanzó la planta baja, donde pegó el rostro al tragaluz del que le habían hablado.

Existía allí una habitación que se parecía a una garita de portería, con una cama en desorden, un armario de luna, una estufa de gas, una mesa, libros sobre una estantería. Sentado a horcajadas, los codos en el respaldo de su silla, el ayuda de cámara miraba fijamente ante sí.

El comisario dio unos suaves golpecitos en el cristal y el hombre se sobresaltó, le miró pestañeando antes de levantarse y dirigirse hacia la puerta.

—¿Me ha reconocido usted? —preguntó con el rostro a la vez temeroso y desconfiado.

Maigret tuvo la víspera la impresión de haberle visto en alguna parte, pero seguía sin poder saber dónde.

—Yo en cambio le he reconocido en seguida.

—¿Quién eres tú?

—No me ha reconocido ahora porque ya no soy joven… Cuando nací, usted ya se había marchado.

—¿Marchado, de dónde?

—¡De Saint-Fiacre, hombre! ¿No se acuerda de Nicolás?

Maigret se acordaba muy bien. Era un viejo borracho que iba de una granja a otra, trabajando en el verano en la trilla, y el domingo tocaba las campanas de la iglesia. Vivía en una cabaña a la orilla del bosque y tenía la especialidad de comer cuervos y turones.

—Era mi padre.

—¿Ha muerto?

—Hace mucho tiempo.

—Y tú, ¿desde cuándo estás en París?

—¿No leyó los periódicos? Sin embargo publicaron mi fotografía. En el pueblo tuve contratiempos. Terminaron por comprender que yo no lo había hecho adrede.

Su pelo era espeso, su frente estrecha.

—Cuenta.

—Yo cazaba furtivamente, esto es cierto, jamás lo he negado.

—¿Mataste a un guarda?

—¿Lo ha leído?

—¿Qué guarda?

—Uno joven que usted no ha conocido. Estaba siempre detrás de mí. Y le juro que aquella vez no lo hice adrede. Acechaba a un corzo y cuando oí ruido en el soto…

—¿Cómo se te ocurrió la idea de venirte aquí?

—Yo no tuve la idea.

—¿Fumal fue a buscarte?

—Sí. Tenía necesidad de un hombre de confianza. Usted no ha vuelto jamás al pueblo, donde no obstante no le han olvidado y, bien puedo decirlo, están orgullosos de usted. Pero él, cuando tuvo dinero, rescató el castillo de Saint-Fiacre…

A Maigret se le encogió el corazón. Había nacido en las dependencias, cierto, pero no obstante había nacido allí y la condesa de Saint-Fiacre fue durante mucho tiempo la personificación ante sus ojos de la mujer ideal.

—Comprendido —murmuró.

¿No se rodeaba Fumal sino de personas sobre las que tenía poder? Necesitaba no ya un ayuda de cámara, sino una especie de guardaespaldas, un perro de presa, y llevaba a París a un mozo que acababa de escapar del presidio, por pelos.

—¿Fue él quien pagó a tu abogado?

—¿Cómo lo sabe?

—Cuéntame lo que pasó ayer por la noche.

—No pasó nada. El señor no salió.

—¿A qué hora entró?

—Un poco antes de las ocho, para cenar.

—¿Solo?

—Con la señorita Louise.

—¿El coche fue enviado al garaje?

—Sí. Allí sigue. Están los tres.

—¿La secretaria come con los criados?

—Eso le gusta, por Félix.

—¿Todo el mundo está el corriente de sus relaciones con Félix?

—No es difícil apercibirse.

—¿Tu jefe lo estaba también?

Víctor se calló y Maigret afirmó:

—¿Tú se lo dijiste, no es eso?

—Él me preguntó…

—¿Tú se lo dijiste?

—Sí.

—¿Si comprendo bien, tú le informabas de todo lo que pasaba entre el servicio?

—Él me pagaba para eso.

—Volvamos a ayer por la noche. ¿Dejaste tu garita?

—No. Germaine me trajo la comida aquí.

—¿Como todas las noches?

—Sí.

—¿Quién es Germaine?

—La más vieja.

—¿Vino alguien?

—El señor Joseph regresó hacia las nueve y media.

—¿Quieres decir que vive en la casa?

—¿No lo sabía usted?

Maigret no se lo había imaginado.

—Dame detalles. ¿Dónde está su habitación?

—No es una habitación, sino todo un departamento en el tercer piso. Las piezas son abuhardilladas, pero más espaciosas que las de encima del garaje. Antes eran las habitaciones de los criados.

—¿Desde cuándo vive en la casa?

—No lo sé. Vivía antes que yo.

—Y tú, ¿desde cuándo estás aquí?

—Desde hace cinco años.

—¿Dónde come el señor Joseph?

—Casi siempre en la cervecería del bulevar de Batignolles.

—¿Es soltero?

—Viudo, según lo que me han dicho.

—¿Nunca pasa la noche fuera de casa?

—Salvo cuando está de viaje, naturalmente.

—¿Viaja mucho?

—Es quien va a comprobar las cuentas en las sucursales de provincia.

—¿A qué hora dices que regresó?

—Alrededor de las nueve y media.

—¿No volvió a salir?

—No.

—¿No vino nadie más?

—El señor Gaillardin.

—¿Cómo es que lo conoces?

—Porque con frecuencia le he abierto la puerta. Antes era un buen amigo del jefe. Luego tuvieron sus cosas y ayer fue la primera vez desde hacía mucho tiempo que…

—¿Le dejaste subir?

—El señor me telefoneó para que le dejara entrar. Existe un teléfono interior entre el despacho y mi garita.

—¿A qué hora?

—Alrededor de las diez. Por la costumbre de leer la hora por el sol no pienso a menudo en mirar el reloj. Sobre todo cuando ése adelanta siempre por lo menos diez minutos.

—¿Cuánto tiempo permaneció arriba?

—Tal vez un cuarto de hora.

—¿Cómo le abriste la puerta cuando se marchó?

—Apretando la pera, aquí, como en todas las porterías.

—¿Le viste pasar?

—Claro está.

—¿Le miraste?

—Bien…

Vacilaba, empezaba a estar inquieto.

—Eso depende de lo que usted llame mirar. No hay demasiada luz bajo la bóveda. Y no he pegado mi rostro al cristal. Le vi, naturalmente. Le reconocí. Estoy seguro que era él.

—Pero tú no sabes de qué humor estaba.

—Claro que no.

—¿Tu jefe te telefoneó luego?

—¿Por qué?

—Responde a la pregunta.

—No… No creo… Espere… No… Me acosté. Leí parte del periódico en la cama y apagué la luz.

—¿Lo que significa que después de la marcha de Gaillardin no entró nadie en la casa?

Víctor abrió la boca, se arrepintió.

—¿No es exacto? —insistió Maigret.

—Eso es exacto, claro está… Pero tal vez no sea exacto… Es difícil, así, en algunos minutos contar la vida de la gente. Incluso ignoro lo que usted sabe…

—¿Qué quieres decir?

—¿Qué le han contado arriba?

—¿Quiénes?

—¡Pues la señorita Louise, Noemí o Germaine!…

—¿Alguien ha podido entrar la noche última sin que tú lo sepas?

—¡Desde luego!

—¿Quién?

—El jefe, en primer lugar, que ha podido salir y volver a entrar. ¿No ha visto la puertecita de la calle de Prony? Es la antigua entrada de servicio y él tiene la llave.

—¿Se servía a veces de ella?

—No lo creo. No lo sé.

—¿Quién tiene llave, además?

—El señor Joseph, estoy seguro, pues me ha ocurrido verle salir de la casa por la mañana cuando no le había visto entrar por la noche.

—¿Quién más?

—Probablemente la amiga.

—¿A quién llamas así?

—A la amiga del jefe, una morenita cuyo nombre ignoro y que vive por la plaza de l’Étoile.

—¿Vino la noche última?

—Le repito que no sé nada. Ya una vez, comprende usted, cuando la cuestión del guarda, me marearon con tantas preguntas que me hicieron decir cosas que no eran verdad. Incluso llegué a firmarlas y, más tarde, me las restregaron por las narices.

—¿Querías a tu jefe?

—¿Qué puede importar eso?

—¿Rehúsas contestar?

—Digo tan sólo que eso no tiene nada que ver y que no le importa a nadie sino a mí.

—Como quieras.

—Si le hablo así…

—Comprendido.

Maigret no insistió y subió de nuevo al primer piso.

—¿La señora Fumal sigue sin bajar? —preguntó a la secretaria.

—No quiere ver al muerto hasta que esté arreglado.

—Y ella, ¿cómo se encuentra?

—Como siempre.

—¿Le ha afectado?

Louise Bourges alzó los hombros. Estaba más nerviosa que la víspera y Maigret la sorprendió varias veces mordiéndose las uñas.

—No encuentro ninguna arma, jefe. Preguntan si pueden transportar el cuerpo al Instituto Médico Legal.

—¿Qué dice el juez de instrucción?

—Está de acuerdo.

—En ese caso yo también.

Víctor, en aquel momento, subía el correo y dudaba si dirigirse a Louise Bourges.

—¡Dame! —intervino Maigret.

Las cartas era menos numerosas de lo que había creído.

¿Acaso Fumal recibía la mayor parte de la correspondencia en sus diferentes oficinas? Allí se trataba, sobre todo, de facturas, dos o tres invitaciones a fiestas benéficas, una carta de un procurador de Nevers y, por último, un sobre que el comisario reconoció inmediatamente. Louise Bourges le observaba desde lejos.

La dirección estaba escrita a lápiz. En una hoja de papel barato, había sólo escritas dos palabras:

Último aviso

¿No resultaba aquello un tanto irónico?

En aquel momento, Ferdinand Fumal, extendido sobre una camilla, dejaba el hotel particular del bulevar de Courcelles, justo enfrente de la entrada principal del Parque Monceau en el que goteaban los árboles.

—Búscame, en la guía telefónica, a un tal Gaillardin, en la calle François I.

Fue la secretaria quien tendió la guía a Lapointe.

—¿Roger? —preguntó éste.

—Sí. Llámale.

No fue un hombre quien contestó al inspector.

—Perdóneme, señora, por molestarla. Desearía hablar con el señor Gaillardin… Sí… ¿Dice usted?… ¿No está en casa?

Con la mirada, Lapointe interrogaba a Maigret.

—Es muy urgente… ¿Sabe usted si está en su despacho?… ¿Lo ignora? ¿Cree que está de viaje?… Un instante… No se retire…

—Pregúntele si ha dormido en la calle François I la noche última.

—Oiga. ¿Puede decirme si el señor Gaillardin ha dormido en su casa la noche última?… No… ¿Cuándo lo ha visto por última vez?… ¿Comieron juntos?… ¿En el Fouquet’s?… ¿Y él la dejó a…? No entiendo… Un poco antes de las nueve y media… Sin decirle adónde iba… Comprendo… Sí… Gracias… ¡No! No hay recado…

Explicó a Maigret:

—Por lo que he podido comprender, se trata de su amiga a la que no parece tener costumbre de rendir cuentas.

Dos inspectores, que habían llegado hacía mucho rato, ayudaban a los de la Identidad Judicial.

—Tú, Neveu, vas a ir a la calle François I… La dirección está en la guía de teléfonos… Gaillardin… Intentarás saber si el tipo se ha llevado equipaje, si parecía tener premeditada su marcha, ¿qué sé yo?… Encontrarás una fotografía… Ante todo cursa su descripción a las estaciones y aeropuertos…

Aquello parecía demasiado simple y Maigret no osaba creerlo.

—¿Sabía usted —preguntó a Louise Bourges— que Gaillardin debía venir ayer por la noche a ver a su jefe?

—Como le he dicho, sé que alguien telefoneó y que éste contestó algo parecido a: «De acuerdo».

—¿De qué humor estaba?

—El habitual.

—¿El señor Joseph bajaba con frecuencia a verle por la noche?

—Eso creo.

—¿Dónde está el señor Joseph en este momento?

—Arriba, sin duda.

Si se encontraba allí un minuto antes, ya no podía decirse lo mismo, pues se le veía atravesar el descansillo mirando estupefacto a su alrededor.

Resultaba algo incongruente, después de todas las idas y venidas que habían trastornado la casa, ver al grisáceo hombrecito emerger de la escalera como si nada supiera y preguntar con voz natural:

—¿Qué pasa?

—¿No ha oído nada? —preguntó Maigret, áspero.

—¿Oído, qué? ¿Dónde está el señor Fumal?

—Ha muerto.

—¿Cómo dice?

—Digo que ha muerto y que ya no está en la casa. ¿Está aún dormido, señor Joseph?

—Suelo dormir en la cama.

—¿No ha oído nada desde las siete y media de la mañana?

—He oído a alguien que entraba en las habitaciones de la señora Fumal, en el piso debajo del mío.

—¿A qué hora se acostó usted ayer por la noche?

—Alrededor de las diez y media.

—¿Cuándo dejó a su jefe?

El hombrecillo no parecía comprender lo que sucedía.

—¿Por qué me hace esas preguntas?

—Porque Fumal ha sido asesinado. ¿Bajó a verle ayer después de la cena?

—No bajé, pero pasé a verle al regresar.

—¿A qué hora?

—Hacia las nueve y media. Un poco después, tal vez.

—¿Y luego?

—Luego, nada. Subí a mis habitaciones, trabajé una hora y me acosté.

—¿No ha oído disparo alguno?

—Desde allí arriba no se oye nada de lo que pasa en este piso.

—¿Tiene usted un revólver?

—¿Yo? No he tocado un arma en mi vida. Incluso me salvé del servicio militar, por inútil.

—¿Sabía usted que Fumal tenía uno?

—Él me lo enseñó.

Se había encontrado al fin, debajo de unos documentos, en el cajón de la mesilla de noche, una pistola automática de fabricación belga que no había sido utilizada desde hacía años y que por tanto nada tenía que ver con el drama.

—¿Sabía también que Fumal esperaba una visita?

En aquella casa nadie respondía directamente. A continuación de cada pregunta se sucedía un lapso de tiempo, como si los interpelados tuvieran necesidad de repetírsela dos o tres veces antes de comprenderla.

—¿Visita de quién?

—No se haga el tonto, señor Joseph. A propósito, ¿cuál es su verdadero nombre?

—Joseph Goldman. Se lo dijeron ayer al presentarnos.

—¿Cuál era su profesión antes de entrar al servicio del señor Fumal?

—He sido alguacil durante veintidós años. En cuanto a lo de estar a su servicio no es completamente exacto. Usted habla de mí como de un criado o de un empleado. En realidad yo era un amigo, un consejero.

—¿Quiere decir que usted es quien procuraba disfrazar sus canalladas de legalidad?

—Cuidado, señor comisario. Hay testigos.

—¿Y qué?

—Podría pedirle cuentas de las imprudentes palabras que pronuncia.

—¿Qué sabe de la visita de Gaillardin?

El viejecillo apretó los labios, ya de por sí delgados.

—Nada.

—¿Debo suponer que tampoco sabe nada de una tal Martine que vive en la calle de l’Étoile y que probablemente posee, como usted, una llave de la portezuela?

—Jamás me ocupo de mujeres.

Hacía apenas hora y media que Maigret estaba en la casa y tenía ya la impresión de ahogarse, deseaba encontrarse fuera respirando aire libre por muy húmedo que estuviera.

—Me interesaría que se quedase aquí.

—¿No puedo ir a la calle de Rambuteau? Me esperan allí para cuestiones importantes. Parece olvidar que aseguramos una octava parte, por lo menos, del abastecimiento de carne de París y que…

—Uno de mis inspectores le acompañará.

—¿Qué significa eso?

—Nada, señor Joseph. ¡Absolutamente nada!

Maigret estaba a punto de estallar. En el gran salón los del juzgado acababan de redactar los atestados. El juez Planche preguntó al comisario:

—¿Ha subido usted a verla?

Evidentemente, hablaba de la señora Fumal.

—Todavía no.

Era preciso hacerlo. Precisaba también interrogar a Félix y a los otros criados. Necesitaba hallar a Roger Gaillardin y cerciorarse de si aquella Martine Gilloux tenía una llave de la portezuela.

Era preciso, en fin, buscar también en las oficinas de la calle de Rambuteau, así como en las de La Villette, todos los testimonios susceptibles de…

Maigret estaba desanimado de antemano. Sentía que había empezado mal. Fumal fue a reclamar su protección. El comisario no le creyó y Fumal había sido asesinado de un balazo en la espalda. Sin duda, a no tardar, el Ministro del Interior telefonearía al director de la P. J.

Y por si esto no bastara, la inglesa se había volatilizado.

Louise Bourges le miraba desde lejos, como si intentara adivinar lo que pensaba; y Maigret, precisamente, pensaba en ella, preguntándose si había verdaderamente visto a su jefe escribir una de las notas anónimas.

Porque, de no ser así, eso lo cambiaría todo.