La secretaria que desconfía y la esposa que no intenta comprender
Lucas entró con unos documentos en la mano, esparciendo olor a medicinas. Maigret, que aún no había vuelto a sentarse a su mesa de despacho, le preguntó malhumorado:
—¿Le has visto?
—¿A quién, jefe?
—Al tipo que ha salido de aquí.
—He estado a punto de tropezármelo, pero no lo he mirado.
—Has hecho mal. O mucho me equivoco, o va a proporcionarnos más disgustos que la inglesa.
Maigret había usado un término más fuerte que disgustos. No sólo estaba molesto, sino inquieto, con un peso sobre los hombros. Le inquietaba ver surgir de aquel modo, de un lejano pasado, a un muchacho por el que siempre había sentido repugnancia y cuyo padre hiciera tanto daño al suyo.
—¿Quién es? —preguntó Lucas extendiendo sus documentos sobre la mesa del despacho.
—Fumal.
—¿El de las carnes?
—¿Conoces eso?
—Mi cuñado ha trabajado, como ayudante de contabilidad, en una de sus oficinas durante dos años…
—¿Qué es lo que piensa tu cuñado de él?
—Prefirió irse.
—¿Quieres ocuparte de esto?
Maigret empujó hacia Lucas las cartas amenazadoras.
—En primer lugar súbelas a Moers, por si hubiese algo.
Era raro que la gente del laboratorio no encontrara algo que sacar de un documento. Moers conocía todas las calidades de papel, todas las tintas, probablemente también todas las clases de lápices. ¿Tal vez, además, se revelarían sobre las cartas huellas digitales clasificadas?
—¿Qué haremos para protegerle? —preguntaba Lucas después de haber leído las cartas.
—No lo sé. Empieza por mandar a alguien al bulevar de Courcelles. A Vacher, por ejemplo.
—¿Dentro de la casa o fuera?
Maigret no respondió en seguida.
La lluvia acababa de cesar, pero el tiempo no mejoraba. Un viento frío, húmedo, se había levantado y obligaba a los transeúntes a sujetarse el sombrero y les pegaba las ropas al cuerpo. Algunos, sobre el puente de Saint-Michel, caminaban inclinados hacia atrás como si se les empujara.
—Fuera. Que vaya alguien con él para informarse por los alrededores. Tú, podrías ir a echar una ojeada a las oficinas de la calle Rambuteau y de la Villette.
—¿Cree usted en una verdadera amenaza?
—En todo caso, por parte de Fumal. Si no se obra como desea, recurrirá a todos sus amigos políticos.
—¿Qué es lo que desea?
—No lo sé.
—Aquello era cierto. ¿Qué es lo que el carnicero en gran escala quería exactamente? ¿A qué se debía su visita?
—¿Regresas a almorzar a tu casa?
Era pasado mediodía. Desde hacía una semana, cada dos días, Maigret almorzaba en la plaza Dauphine, debido no a su trabajo, sino a que su mujer estaba citada en casa del dentista a las once y media. Y se daba el caso que no le gustaba comer solo.
Lucas le acompañó. Como siempre, se hallaban algunos inspectores en la barra y los dos hombres penetraron a la pequeña pieza posterior donde aún se daba aires de superioridad una verdadera estufa de carbón de las que gustaban al comisario.
—¿Qué dirían de un guisado de ternera? —propuso el patrón.
—Para mí, estupendo.
Una joven, en los peldaños del Palacio de Justicia, intentaba desesperadamente bajarse la falda que la borrasca había alzado como si fuera un paraguas.
Algo más tarde, cuando les servían los entremeses, Maigret repitió como para sí mismo:
—No lo comprendo.
Suele suceder que algunos maniáticos, o medio locos, escriben cartas del género de las que Fumal había recibido. A veces incluso realizan sus amenazas. Son seres humildes que casi siempre han rumiado mucho tiempo sus agravios sin atreverse a dejarlo entrever.
Un hombre como Fumal había dejado malparados a centenares de individuos. Su arrogancia debió de ir a otros.
Lo que Maigret no comprendía era el carácter de su visita, el modo agresivo con que se había comportado.
¿Fue el comisario quien empezó? ¿Había obrado mal dejando traslucir un viejo rencor fechado en el pueblo de Saint-Fiacre?
—¿El Yard no le ha telefoneado hoy, jefe?
—Aún no. Ya lo hará.
Les trajeron un guiso de ternera que la señora Maigret no habría hecho, más espeso, y un instante después el patrón acudía a anunciar que llamaban a Maigret al teléfono. Sólo los del Quai sabían dónde encontrarlo.
—Sí. Escucho… ¿Janin?… ¿Qué quiere?… Dile que espere un momento… Un cuarto de hora, que… Sí… En la sala de espera, es preferible…
Cuando volvió a sentarse, fue para anunciar a Lucas:
—Su secretaria quiere hablar conmigo. Está en el Quai.
—¿Sabía ella que su jefe iba a visitarle a usted?
Maigret se encogió de hombros y se puso a comer.
No tomó queso ni fruta, se contentó con un humeante café que bebió mientras llenaba su pipa.
—No tengas prisa. Haz lo que te he dicho y tenme al corriente.
Con seguridad él también cogería un constipado. Bajo la bóveda de la P. J. el viento le quitó su sombrero que el vigilante de servicio recogió al vuelo.
—Gracias, amigo.
Miró curiosamente en el piso primero, a través de los cristales de la sala de espera, a una muchacha de unos treinta años, rubia, de facciones regulares, que esperaba con las dos manos colocadas sobre su bolso, sin manifestar impaciencia.
—¿Es usted quien desea hablar conmigo?
—¿El comisario Maigret?
—Sígame… Siéntese…
Él se quitó el abrigo y sombrero, se sentó en su sitio y la observó de nuevo. Sin esperar a que le preguntara, ella empezó con una voz que en seguida cobró aplomo. Encontraba con rapidez su diapasón:
—Me llamo Louise Bourges y soy la secretaria particular del señor Fumal.
—¿Desde cuánto tiempo?
—Tres años.
—¿Creo saber que usted vive en el bulevar de Courcelles, en el hotel particular de su jefe?
—Corrientemente, sí. No obstante, he conservado un pequeño apartamento en el quai Voltaire.
—La escucho.
—El señor Fumal ha debido venir a verle esta mañana.
—¿Le ha hablado de eso?
—No. Le he oído telefonear al Ministro del Interior.
—¿En su presencia?
—No lo hubiera sabido de otro modo, pues no escucho tras las puertas.
—¿Es de esa visita de la que usted desea hablarme?
La muchacha aprobó con la cabeza y tardó un rato en contestar, midiendo lo que iba a decir.
—El señor Fumal ignora que yo estoy aquí.
—¿Dónde se encuentra él en este momento?
—En un gran restaurante de la Rive Gauche, donde ha invitado a varias personas a almorzar. Tiene casi todos los días almuerzo de negocios.
Maigret no la ayudaba, aunque tampoco la desanimaba. A decir verdad se preguntaba, mirándola, por qué, con un cuerpo armonioso, bien formado, de facciones regulares, y siendo más bien bonita, carecía de seducción.
—No quiero hacerle perder su tiempo, señor comisario. No sé exactamente lo que el señor Fumal le ha contado. ¿Supongo que le ha traído las cartas?
—¿Las ha traído usted?
—La primera y otra, por lo menos. La primera, porque fui yo quien la abrió, la otra porque la dejó olvidada sobre la mesa de su despacho.
—¿Cómo sabe usted que ha habido más de dos?
—Porque todo el correo pasa por mis manos y he reconocido los caracteres de imprenta así como el papel amarillo de los sobres.
—¿El señor Fumal le ha hablado de ello?
—No.
Ella vacilaba aún, sin turbarse no obstante, a pesar de la insistente mirada del comisario.
—Creo que es mejor que sepa usted que ha sido él quien las ha escrito.
Sus mejillas se habían puesto más encarnadas y parecía aliviada de haber pasado el difícil trance.
—¿Qué le hace pensar así?
—En primer lugar, una vez le sorprendí escribiendo. Nunca llamo antes de entrar en su despacho; así me lo tiene ordenado. Creía que yo había salido. Pero había olvidado algo. Entré en el despacho y le vi trazar caracteres de imprenta en una hoja de papel.
—¿Qué día fue eso?
—Anteayer.
—¿Pareció contrariado?
—Colocó inmediatamente un papel secante sobre la hoja. Ayer me pregunté dónde se habría procurado el papel y los sobres. No los tenemos semejantes en el bulevar de Courcelles, ni en las oficinas de la calle de Rambuteau, ni en otro sitio. Como usted habrá podido comprobar, es papel vulgar que se vende en las tiendas de ultramarinos y en los estancos. En su ausencia, me puse a buscar.
—¿Encontró?
Ella abrió su bolso y sacó una hoja de papel rayado y un sobre amarillento, entregándoselos.
—¿De dónde lo ha cogido?
—De un mueble en el que no hay más que viejos expedientes arrinconados.
—¿Puedo preguntarle, señorita, por qué se ha decidido usted a venir a verme?
Notóse que encajaba el golpe; no obstante recobró en seguida su seguridad y con voz clara respondió con un asomo de desafío:
—Para protegerme.
—¿Contra quién?
—Contra él.
—No comprendo.
—Porque usted no le conoce como le conozco yo.
¡No podía sospechar que Maigret le había conocido mucho antes que ella!
—Explíquese.
—No hay nada que explicar. Él no hace nada sin una determinada razón, ¿comprende usted? Si se toma la molestia de enviarse a sí mismo cartas amenazadoras, es con algún fin. Con mayor motivo si molesta al Ministro del Interior además y viene a verle a usted.
Un razonamiento lógico.
—¿Cree, señor comisario, que pueden existir gentes inmensamente perversas, quiero decir perversas por el placer de serlo?
Maigret prefirió no responder.
—¡Pues bien, éste es su caso! Da trabajo, directa o indirectamente, a centenares de personas y se encarniza en hacerles la vida imposible. Es astuto, además. Es imposible ocultarle algo. Sus gerentes, a los que paga mal, intentan todos, más o menos, trampearle y es para él un placer sorprenderles en el momento en que menos se lo esperan.
»En la calle de Rambuteau, el señor Fumal tuvo un viejo cajero al que detestaba, sin motivo alguno. Le conservó alrededor de treinta años porque sus servicios le eran eficaces. Era una especie de esclavo, que temblaba cuando se aproximaba el jefe. Su salud estaba muy quebrantada y tenía seis o siete hijos.
»Cuando su estado se agravó, el señor Fumal decidió desembarazarse de él sin pagarle el despido, sin manifestarle ningún reconocimiento. ¿Sabe usted cómo lo hizo?
»Fue una noche a la calle Rambuteau y sacó de la caja fuerte —cuya llave sólo poseían él y el cajero— un cierto número de billetes.
»Al día siguiente, en el despacho, deslizó algunos en la chaqueta que el cajero, al llegar, colgaba de un clavo antes de ponerse otra más usada.
»Con un pretexto cualquiera el señor Fumal hizo abrir la caja. Puede usted adivinar el resto. El viejo empleado lloró como un niño, se echó de rodillas. Parece ser que la escena fue atroz y, hasta el último minuto, el dueño amenazó con llamar a la policía, de modo que fue el pobre hombre quien al marcharse tuvo aún que darle las gracias.
»¿Comprende ahora por qué tengo interés en protegerme?
Maigret murmuró, pensativo:
—Lo comprendo.
—Y no le he puesto más que un ejemplo. Existen otros. No hace nada por nada y sus motivos son siempre imprevisibles.
—¿Cree usted que teme por su vida?
—Seguramente. Siempre ha tenido miedo. Por eso, aunque parezca curioso, me prohibió golpear a la puerta. Oír de repente golpes dados a una puerta le sobresalta.
—Según usted, existe un cierto número de personas que tienen suficientes razones para odiarle.
—Muchas, sí.
—¿Todos los que trabajan para él, en, suma?
—Y también las gentes con las que negocia. Ha arruinado a docenas de pequeños carniceros empeñados en salvaguardar sus legítimos intereses. Recientemente ha arruinado al señor Gaillardin.
—¿Le conoce usted?
—Sí.
—¿Qué tal hombre es?
—Un buen hombre. Vive en un bonito piso de la calle François I con una amiga veinte años más joven que él. Tenía un buen negocio y se desenvolvía prósperamente hasta el día en que el señor Fumal decidió fundar los «Carniceros Asociados». Es una larga historia. Lucharon durante dos años y, al fin, el señor Gaillardin se vio obligado a pedir clemencia.
—¿No quiere usted a su jefe?
—No, señor comisario.
—¿Por qué permanece a su servicio?
Ella se sonrojó por segunda vez, pero sin turbarse.
—A causa de Félix.
—¿Quién es Félix?
—El chófer.
—¿Son ustedes buenos amigos?
—Puede llamarlo así, si quiere. En realidad somos novios y nos casaremos en cuanto hayamos ahorrado bastante dinero para comprar una casita en los alrededores de Giens.
—¿Por qué de Giens?
—Porque los dos somos de allí.
—¿Se conocían antes de venir a París?
—No. Nos conocimos en el bulevar de Courcelles.
—¿El señor Fumal está enterado de sus proyectos?
—Espero que no.
—¿Y de sus relaciones?
—Como le conozco, es probable. No es hombre a quien se le pueda ocultar algo, sea lo que sea, y estoy persuadida de que ha llegado a espiarnos. Tiene cuidado en no decir nada. Sólo habla en el momento en que le puede servir.
—¿Supongo que Félix comparte sus sentimientos con respecto al patrón?
—Ciertamente.
No se podía reprochar a la muchacha falta de franqueza.
—¿Existe una señora Fumal, no es eso?
—Sí. Se casaron hace mucho tiempo.
—¿Cómo es ella?
—¿Cómo quiere usted que sea con un hombre como ése? La aterroriza.
—¿Qué quiere decir?
—Que ella vive en la casa como una sombra. Su marido va y viene, entra y sale, lleva amigos o relaciones de negocios. No se preocupa más de ella que de una sirvienta, no la lleva jamás al restaurante ni al teatro, y durante el verano se contenta con enviarla a pasar sus vacaciones a un poblacho de la montaña.
—¿Ha sido hermosa?
—No. Su padre era uno de los carniceros más importantes de París, en la calle del Faubourg Saint-Honoré, y en aquella época el señor Fumal no era aún rico.
—¿Cree que ella sufre?
—Ni eso. Se ha vuelto indiferente a todo. Duerme, bebe, lee novelas y a veces se va completamente sola al cine más próximo.
—¿Es más joven que su esposo?
—Probablemente, pero no lo parece.
—¿Eso es todo lo que tenía que decirme?
—Será mejor que me vaya, a fin de llegar antes que él vuelva.
—¿Come usted allí?
—Casi siempre.
—¿Con los criados?
Por tercera vez se sonrojó afirmando con la cabeza.
—Se lo agradezco, señorita. Pasaré sin duda por allá esta tarde.
—No le dirá que…
—Tranquilícese.
—Es tan astuto…
—¡Yo también!
La contempló mientras se alejaba por el largo pasillo, tomando la escalera por donde desapareció.
¿Por qué diablo Ferdinand Fumal se enviaba cartas amenazadoras e iba a reclamar la protección de la policía? Una explicación surgía rápida en su mente, pero a Maigret no le gustaban las explicaciones demasiado sencillas.
Fumal tenía enemigos en cantidad. Algunos le odiaban lo suficiente como para atentar contra su vida. ¿Quién sabe si últimamente no había dado aún motivos de odio más poderosos?
No se atrevería a presentarse a la policía y declarar:
—Soy un puerco. Una de mis víctimas podría tener la intención de matarme. Protéjanme.
Se las arreglaba no yendo por el camino recto, enviándose cartas anónimas que blandía bajo la nariz del comisario.
¿Sería eso? ¿O bien era preciso creer que la señorita Bourges había mentido?
Maigret, un tanto indeciso, se fue por la escalera que conducía al laboratorio. Moers estaba trabajando y le tendió la hoja de papel y el sobre que la secretaria acababa de entregarle.
—¿Has encontrado algo?
—Huellas.
—¿De quién?
—De tres personas. En primer lugar las de un hombre que no conozco, de dedos largos y robustos, después las suyas y las de Lucas.
—¿Eso es todo?
—Sí.
—¿Esta hoja y este sobre son idénticos a los otros?
Moers no tuvo necesidad de un largo examen y fue afirmativo.
—Claro está que no he observado las huellas de los sobres. Suelen ser numerosas, incluso las del cartero.
Cuando Maigret volvió a su despacho, estuvo tentado de enviar a paseo a Fumal con su historia. ¿Cómo proteger a un hombre que circula por todo París, a menos de movilizar una buena docena de inspectores?
Le telefonearon con relación a Mrs. Britt. De nuevo una pista que se seguía desde la víspera no conducía a ningún sitio.
—Si me llaman —anunció en el despacho de los inspectores—, estaré de vuelta dentro de una o dos horas.
Bajó, eligió uno de los coches negros.
—Bulevar de Courcelles. Al 58 bis.
Llovía otra vez. Se leía en el rostro de los transeúntes lo hartos que estaban de chapotear en la fría lluvia y en el barro.
El hotel particular, construcción de fines del pasado siglo, era espacioso, con puerta cochera, rejas en los huecos de la planta baja y ventanas muy altas en el primer piso. Apretó un botón de cobre y un criado con chaleco a rayas salió a abrirle la puerta.
—El señor Fumal, por favor.
—No está aquí.
—En este caso veré a la señora Fumal.
—Ignoro si la señora puede recibirle.
—Anúnciele al comisario Maigret.
Antiguas cuadras, en el fondo del patio, servían de garajes y se veían allí dos coches, lo que indicaba que el antiguo carnicero poseía tres al menos.
—Si quiere seguirme…
Una escalera de barandilla esculpida conducía al primer piso donde dos estatuas de mármol parecían montar la guardia. Le rogaron que esperara y se sentó en una incómoda silla Renacimiento.
El criado subió al piso siguiente y tardó en reaparecer. Se percibían cuchicheos en el piso superior. Se oía también en algún sitio el repiqueteo de una máquina de escribir: la señorita Bourges debía de estar trabajando.
—La señora le verá en seguida. Le ruega que espere…
El criado bajó de nuevo a la planta y transcurrió casi un cuarto de hora antes de que una camarera bajara del segundo.
—¿El comisario Maigret?… Por aquí, por favor…
La atmósfera era tan triste como la de un palacio de justicia de una pequeña capital de provincia. Todo demasiado espacioso, inanimado, las voces resonaban en aquellas paredes pintadas imitando el mármol.
Maigret fue introducido a un anticuado salón donde un piano de cola estaba rodeado de por lo menos quince butacones de ajada tapicería. Esperó aún, y por fin la puerta dejó pasar a una mujer enfundada en un batín: con los ojos carentes de expresión, rostro hinchado y pálido, le hizo el efecto de una aparición.
—Le pido perdón por haberle hecho esperar…
Hablaba con voz neutra, como una sonámbula.
—Siéntese, se lo suplico. ¿Está usted seguro de que es a mí a quien desea ver?
Louise Bourges había dejado entrever la verdad hablando de la bebida, pero aquella verdad sobrepasaba las previsiones del comisario. La mirada de la mujer que tenía enfrente era de lo más resignado, sin tristeza, y daba la impresión de que vivía fuera de la realidad.
—Su marido me ha visitado esta mañana y tiene razones para creer que alguien desea matarle.
Ella no se sobresaltó, se contentó con mirarle con extrañeza apenas perceptible.
—¿Le ha puesto al corriente?
—No me tiene al corriente de nada.
—¿Le conoce usted enemigos?
Las palabras parecían tardar en alcanzar su cerebro y era preciso esperar para que la respuesta tomara forma.
—Supongo que los tendrá, ¿no es eso lo que usted quiere insinuar? —acabó ella por decir.
—¿Se casó usted enamorada?
Aquello sobrepasaba a su entendimiento y se contentó con responder:
—No lo sé.
—¿Tiene hijos, señora Fumal?
Denegó con la cabeza.
—¿Su marido habría deseado tenerlos?
Ella repitió:
—No lo sé.
Después añadió, indiferente:
—Lo supongo.
¿Qué otra cosa podía preguntarle? Parecía casi imposible entablar diálogo con aquella persona que daba la impresión de vivir en un mundo diferente, o como si ambos estuviesen separados por compartimientos estancos de una jaula de vidrio.
—¿Supongo que he interrumpido su siesta?
—No. No duermo la siesta…
—No me queda más…
No le quedaba más que retirarse, en resumidas cuentas, y eso es lo que iba a hacer cuando la puerta se abrió de golpe.
—¿Qué es lo que busca usted aquí? —preguntó Fumal con una mirada más dura que nunca.
—Ya lo ve. Estoy hablando con su señora.
—Me han dicho que abajo uno de sus agentes está interrogando a mis criados. En cuanto a usted, le encuentro aquí atormentando a mi mujer que…
—Un instante, señor Fumal. ¿Ha sido usted quien ha recurrido a mí, no es eso?
—Yo no le he autorizado para que husmeara en mi vida íntima.
Maigret saludó a la mujer, que les miraba sin comprender.
—Le pido perdón, señora. Espero no haberla molestado demasiado.
El amo de la casa le siguió al descansillo.
—¿De qué le ha hablado?
—Le he preguntado si le conocía enemigos.
—¿Qué ha respondido?
—Que debe usted tenerlos, pero que no los conoce.
—¿Con eso ha adelantado algo?
—No.
—¿Entonces?
—Entonces, nada.
Maigret estuvo a punto de preguntarle por qué se había enviado a sí mismo las cartas anónimas, pero le pareció que aún no había llegado el momento.
—¿Queda alguien a quien desee interrogar?
—Uno de mis inspectores se ocupa de ello. Usted acaba de anunciarme que está abajo. A propósito, sería tal vez preferible, si realmente tiene interés en ser protegido, que se dejara acompañar en sus idas y venidas por uno de nuestros hombres. Está bien vigilar la casa, pero cuando usted se encuentre en la calle de Rambuteau o en otro sitio…
Los dos estaban en la escalera. Fumal parecía reflexionar, observando a Maigret, como quien se pregunta si se le tiende una trampa.
—¿Cuándo empezaría eso?
—Cuando usted quiera.
—¿Mañana por la mañana?
—De acuerdo. Le enviaré a alguien mañana por la mañana. ¿A qué hora tiene costumbre de salir?
—Depende de los días. Mañana subo a La Villette a partir de las ocho.
—Un inspector estará aquí a las siete y media.
Oyeron abrir y cerrarse la puerta cochera. Cuando llegaban al primer piso vieron a un hombre que iba hacia ellos, pequeño, calvo, completamente vestido de negro, con el sombrero en la mano. Daba la impresión de ser de la casa; observó a Maigret, y después a Fumal con mirada interrogadora.
—El comisario Maigret, Joseph. Un asuntillo que tenía que arreglar con él.
Y, al comisario:
—Joseph Goldman, mi hombre de negocios, como si dijéramos mi brazo derecho. Todo el mundo le llama el señor Joseph.
El señor Goldman llevaba una cartera de cuero negro bajo el brazo y mostraba, con una especie de sonrisa, una hilera de dientes picados.
—No le acompaño, comisario. Víctor le abrirá.
Víctor era el criado de chaleco rayado que esperaba al pie de la escalera.
—Entendido, para mañana por la mañana.
—De acuerdo —repitió Maigret.
No recordaba haber tenido nunca una sensación tal de impotencia; más exactamente, de irrealidad. ¡Hasta el inmueble parecía no tener aspecto de tal! Y no escapó a la impresión de que el criado, al cerrar la puerta tras él, le dedicaba una sonrisa socarrona.
De regreso al Quai, se preguntó a quién enviaría al día siguiente para cuidar a Fumal y terminó por elegir a Lapointe, al que dio instrucciones.
—Estarás allí a las siete y media. Síguele a donde vaya. Te llevará en su coche. Es posible que intente hacerte rabiar.
—¿Por qué?
—Es igual. Pero procura andar con vista.
Tuvo que ocuparse de la vieja inglesa, de quien se señalaba ahora el paso por Maubeuge. Seguramente no sería ella. Eran incontables ya las falsas pistas de viejas inglesas vistas por todas partes de Francia.
Vachet telefoneó para pedir instrucciones.
—¿Qué hago? ¿Monto la guardia en la casa o fuera?
—Como quieras.
—A pesar del tiempo prefiero fuera.
Otro a quien no agradaba la atmósfera del inmueble del bulevar de Courcelles.
—Te haré relevar hacia medianoche.
—Conforme, jefe. Gracias.
Maigret comió en su casa. Aquella noche, al no padecer su mujer, pudo dormir de un tirón hasta las siete y media. Le llevaron, como siempre, una taza de café a la cama y su primera mirada fue para la ventana tras la cual el cielo estaba tan plomizo como los días anteriores.
Acababa de entrar en el cuarto de baño cuando el timbre del teléfono sonó. Oyó a su mujer que contestaba:
—Sí… sí… Un instante, señor Lapointe…
Aquello significaba la catástrofe. A las siete y media, en efecto, Lapointe debía estar de servicio en el bulevar de Courcelles. Si telefoneaba…
—Oiga… Soy yo…
—Escuche, jefe… Pasa…
—¿Muerto?
—Sí.
—¿Cómo?
—No lo sé. Tal vez envenenado. No he visto herida alguna. Aunque apenas he tenido tiempo de mirarlo. El médico aún no ha venido.
—¡Voy en seguida!
¿Se había equivocado al pensar que Fumal no podía originarle más… que disgustos?