La vieja dama de Kilburn Lane y el carnicero del parque Monceau
Joseph, el ordenanza, rozando la puerta con los nudillos, hizo un ruido tan ligero como el de un ratón corriendo. Entreabrió la misma sin un crujido, y surgió tan silenciosamente en el despacho de Maigret, con su cráneo calvo aureolado de cabellos blancos casi inmateriales, que habría podido tomársele por un fantasma.
El comisario, inclinado sobre unos expedientes, la mandíbula cerrada apretando la boquilla de su pipa, no levantó la cabeza y Joseph permaneció inmóvil.
Hacía ocho días que Maigret estaba a punto de estallar y que sus colaboradores no entraban en su despacho más que de puntillas. Por otra parte, no era el único con tal talante en París, o en otro lugar de Francia, pues jamás se había visto un mes de marzo tan húmedo, tan frío, tan lúgubre.
A las once de la mañana, se filtraba aún en los despachos la misma grisácea claridad; las lámparas permanecían encendidas en pleno mediodía y el crepúsculo empezó a las tres de la tarde. No se podía ya decir que llovía: se vivía en las mismas nubes, con agua por todas partes, regueros por los suelos y gentes incapaces de pronunciar tres palabras sin sonarse.
Los periódicos publicaban fotografías de habitantes de los suburbios que regresaban a sus casas en barca por las calles transformadas en riachuelos.
Al llegar por la mañana, el comisario preguntaba:
—¿Ha llegado Janvier?
—Enfermo.
—¿Lucas?
—Su mujer ha telefoneado diciendo que…
A todos los inspectores les ocurría lo mismo, uno tras otro, a veces por hornadas enteras, de modo que sólo se disponía de un tercio de efectivos para el trabajo.
La señora Maigret no tenía la gripe, pero sí la boca mala. A pesar del dentista, todas las noches el dolor la atenazaba hacia las dos o las tres de la madrugada y ya no pegaba ojo hasta el amanecer.
Era valiente, no se quejaba ni gemía. Esto era lo peor. Porque, de repente, en algún intervalo de sueño, Maigret se daba cuenta de que ella estaba despierta. Advertía que su mujer contenía el dolor hasta reprimir la respiración.
Durante un rato él no decía nada, espiando en cierto modo su sufrimiento; después no podía evitar un susurro:
—¿Por qué no tomas un calmante?
—¿No dormías?
—No. Toma un calmante.
—Ya sabes que no me hacen ningún efecto.
—Toma uno a pesar de todo.
Él se levantó y, descalzo, fue a buscar la cajita.
Le ofreció un vaso de agua sin conseguir ocultar una lasitud rayana en el mal humor.
—Te ruego me perdones —suspiró ella.
—No es culpa tuya.
—Podría ir a dormir a la habitación de la criada.
Tenían un cuarto deshabitado en el sexto piso, que no hacían servir casi nunca.
—Déjame ir a dormir allá arriba —continuó.
—No.
—¡Mañana estarás cansado, y tienes tanto que hacer!
Había más preocupaciones que verdadero trabajo. Era en efecto el momento elegido por la vieja inglesa de la que hablaban los periódicos, Mrs. Muriel Britt, para desaparecer.
Desapariciones de mujeres las había todos los días, pero eran sucesos que, se las encontrase o no, se trataban con discreción, y ocupaban a lo sumo tres líneas en los periódicos.
La desaparición de Muriel Britt, por el contrario, causó sensación. Había llegado a París con cincuenta y dos personas, en uno de esos grupos que las agencias de viajes organizan en Inglaterra, Estados Unidos, Canadá u otro sitio y pasean por un precio irrisorio a través de París.
Fue precisamente la noche en que recorrieron el «París de noche». Un autocar llevó a hombres y mujeres, casi todos de una cierta edad, por Les Halles, Pigalle, la calle Lappe y los Campos Elíseos, y los billetes daban derecho a una consumición en cada uno de los lugares visitados.
Hacia el final todo el mundo estaba muy alegre y había mejillas sonrosadas y ojos brillantes. Un hombrecito de relamido mostacho, contable en la Cité, se perdió en la última parada, pero se le encontraría por la tarde del día siguiente en su cama, a la que discretamente había podido llegar.
El caso de Mrs. Britt era diferente. Los periódicos ingleses destacaban la sinrazón de su desaparición. De cincuenta y ocho años, delgada, enjuta, con el rostro y el cuerpo fatigado de mujer que ha trabajado toda su vida, tenía una pensión familiar en Kilburn Lane, en algún sitio al oeste de Londres.
Maigret ignoraba a qué podía parecerse Kilburn Lane. Según las fotografías de la prensa, imaginaba una casa triste, habitada por mecanógrafas y empleadillos que sólo se veían a las horas de las comidas alrededor de una mesa redonda mientras daban cuenta de sus alimentos.
Mrs. Britt era viuda. Tenía un hijo en África del Sur y una hija casada en algún sitio por el Canal de Suez. Se hacía hincapié en que aquéllas eran en verdad las primeras vacaciones que la pobre mujer se había tomado en su vida.
¡Un viaje a París, claro está! En grupo. A precio fijo. Ella estaba hospedada con los demás en un hotel de la estación de Saint-Lazare especializado en aquella clase de tours.
Dejó el autocar al mismo tiempo que sus compañeros y subió a su habitación. Tres testigos habían oído cómo cerraba la puerta.
Al día siguiente, no estaba allí y, después, fue imposible encontrar de nuevo su pista.
Llegó un sargento del Yard[1]. Con aire cohibido, tomó contacto con Maigret e inició por su lado una discreta encuesta.
Menos discretos, los periódicos ingleses proclamaban la ineficacia de la policía francesa.
Ahora bien, existía un cierto número de detalles que a Maigret le repugnaba dar a la prensa. En primer lugar que, en la habitación de Mrs. Britt, se habían encontrado botellas de licores por todas partes, bajo el colchón, bajo la ropa blanca de un cajón e incluso encima del armario de luna.
Además que, apenas publicada la fotografía por un periódico de la noche, el tendero que le había vendido aquellas botellas se había presentado en el Quai des Orfèvres.
—¿Le encontró usted algo de especial?
—¡Hum!… Ella estaba entre dos vinos[2]… Si se puede hablar de vino… Por lo que me compró, debía de ser sobre todo ginebra…
¿Acaso Mrs. Britt se entregaba a copiosas y furtivas libaciones en la pensión familiar de Kilburn Lane? Los periódicos ingleses evitaban mencionarlo.
El vigilante nocturno del hotel también había declarado:
—Yo la vi bajar de nuevo sin hacer ruido. Iba algo alegre y me hizo carantoñas.
—¿Salió?
—Sí.
—¿Qué dirección tomó?
—No lo sé.
Un agente la había visto dudando de entrar a un bar de la calle Amsterdam.
Aquello era todo. No se había recogido ningún cuerpo del Sena. No se había encontrado ninguna mujer cortada en trozos en un terreno baldío.
El superintendente Pike, del Yard, al cual conocía bien Maigret, telefoneaba desde Londres cada mañana.
—Sorry, Maigret. ¿Ninguna pista?
Aquello, la lluvia, las ropas húmedas, los paraguas que escurrían en todos los rincones y, de propina, las muelas de la señora Maigret, formaban un todo bastante desagradable y se notaba que el comisario no esperaba más que una ocasión para estallar.
—¿Qué pasa, Joseph?
—El jefe desea hablarle, señor comisario.
—Voy en seguida.
No era la hora del informe. Cuando el director de la Policía Judicial llamaba de aquel modo a Maigret a su despacho, durante el día, generalmente pasaba algo importante.
No por eso dejó inconcluso el expediente que tenía entre manos; llenó una nueva pipa y se dirigió hacia el despacho del jefe.
—¿Nada, como siempre, Maigret?
Maigret se contentó con encogerse de hombros.
—Acaban de traerme una carta del ministro.
Cuando se decía el ministro a secas, significaba el Ministro del Interior, del cual depende la P. J.
—Escucho.
—Un tipo va a llegar a las once y media…
Eran las once y cuarto.
—Un tal Fumal, que es, según parece, un personaje importante en su esfera. En las últimas elecciones, ha vertido no sé cuántos millones en las cajas del partido…
—¿Qué es lo que ha hecho su hija?
—No tiene hija.
—¿Su hijo?
—Tampoco tiene. El ministro no me dice de qué se trata. Parece ser simplemente que ese señor quiere verle en persona y que es preciso disponerlo todo a fin de darle satisfacción.
Maigret se contentó con mover los labios y era fácil adivinar que la palabra que no pronunciaba empezaba por la letra m.
—Le ruego me perdone, amigo mío. Yo también comprendo que es una lata. Haga, no obstante, lo imposible. Hemos tenido bastantes contratiempos últimamente.
Maigret se detuvo en la antecámara, cerca de Joseph.
—Cuando Fumal venga, le introducirás directamente en mi despacho.
—¿Quién?
—¡Fumal! Es su apellido.
Un apellido que por otra parte le recordaba algo. Curiosamente, habría jurado que era un recuerdo desagradable, pero tenía preocupaciones suficientes para buscar otras en su memoria.
—¿Está Aillevard? —preguntó en el umbral del despacho de los inspectores.
—No ha venido esta mañana.
—¿Enfermo?
—No ha telefoneado.
Janvier había vuelto ya al trabajo, la nariz encarnada aún y la tez del color de la goma de borrar.
—¿Los niños?
—¡Todos con gripe, claro!
Cinco minutos más tarde golpeaban de nuevo a la puerta del despacho y Joseph anunciaba, con aspecto de pronunciar una palabra no muy correcta:
—El señor Fumal.
Maigret, sin mirar a su visitante, murmuró:
—Siéntese.
Después, levantando la cabeza descubrió un personaje enorme y fofo que cabía con dificultad en el butacón. Fumal le observaba con malicia, como si esperara del comisario una determinada reacción.
—¿De qué se trata? Me han dicho que deseaba usted hablar conmigo personalmente.
Había sólo algunas gotas de lluvia sobre el abrigo del visitante, que debía de haber llegado en coche.
—¿No me reconoce?
—No.
—Inténtelo.
—No tengo tiempo.
—Ferdinand.
—Ferdinand ¿qué?
—El gordo Ferdinand… ¡Boum-Boum!…
De golpe Maigret se acordó y había tenido razón al creer, un poco antes, que se trataba de un recuerdo desagradable. Aquello se remontaba muy atrás, a la escuela de su pueblo, Saint-Fiacre, en el Allier, donde la señorita Chaigné era maestra.
En aquel tiempo, el padre de Maigret era administrador del castillo de Saint-Fiacre. Ferdinand era el hijo del carnicero de los Quatre-Vents, un caserío situado a dos kilómetros.
Hay siempre en la escuela un muchacho como él, más alto, más gordo que los demás, de un grosor que se diría malsano.
—¿Ya?
—Desde luego.
—¿Qué efecto le hace encontrarme de nuevo? Yo sabía que había terminado policía, pues he visto su fotografía en los periódicos. Oye, antaño nos tuteábamos.
—Ahora, no —dejó caer el comisario vaciando la pipa.
—Como quiera. ¿Ha leído usted la carta del ministro?
—No.
—¿No le han dicho nada?
—Sí.
—En suma, los dos nos hemos abierto camino en la vida. No el mismo. Mi padre no era administrador, sino un simple carnicero de pueblo. En el liceo de Moulins me echaron a la calle después del quinto…
Se notaba en él una intención agresiva y que no apuntaba sólo a Maigret. Era de la clase de hombres que se muestran duros y huraños con todo el mundo, con la vida, con el más allá.
—Lo cual no impide que hoy Oscar me dijera…
Oscar era el Ministro del Interior.
—«Ve a ver a Maigret, puesto que es él a quien quieres ver, y se pondrá a tu entera disposición… Por otra parte, yo cuidaré de…»
El comisario no se movió, continuó mirando pesadamente el rostro de su visitante.
—Yo me acuerdo muy bien de su padre… —continuaba Fumal—. Tenía bigotes de un rubio rojizo, ¿no es eso?… Era delgado… No estaba fuerte del pecho… No han debido pasarlo mal mi padre y él…
Maigret tuvo dificultad en permanecer impasible, pues se le tocaba un punto sensible, uno de los recuerdos más penosos de su infancia.
Como muchos de los carniceros de pueblo, el padre de Fumal, que se llamaba Louis, era más o menos tratante en ganado. Había incluso alquilado algunos prados bajos que le servían de dehesas y, poco a poco, fue extendiendo su radio de acción en la región.
A su mujer, la madre de Ferdinand, se la llamaba «la bella Fernande». Según los rumores, no llevaba ropa interior, y ella decía cínicamente que era por evitar el trabajo de quitársela.
¿Habrá siempre en los recuerdos de infancia de cada uno, como una mancha de sombra?
Como administrador, Evariste Maigret estaba encargado de vender el ganado del castillo. Durante mucho tiempo rehusó entrar en tratos con Louis Fumal. No obstante, un día se decidió. Fumal había ido al despacho, con su cartera usada repleta como siempre de billetes.
En aquella época, Maigret debía de tener siete u ocho años y no había ido a la escuela. No tenía la gripe como los niños de Janvier, sino paperas. Su madre vivía aún. Hacía mucho calor en la cocina, todo era gris y el agua clara corría sobre los cristales.
Su padre había entrado con violencia, muy agitado, descubierto, cosa rara, y con los bigotes humedecidos.
—Ese sinvergüenza de Fumal —había murmurado.
—¿Qué ha hecho?
—No me he dado cuenta en seguida… Cuando ha salido, he puesto el dinero en el cofre, después he telefoneado, y ha sido más tarde cuando me he dado cuenta de que había deslizado dos billetes debajo de mi caja de tabaco…
¿De qué suma se trataba? Maigret, después de tantos años no tenía la menor idea, pero recordaba la cólera de su padre, su humillación…
—Voy a correr tras él…
—¿Se ha ido en calesa?
—Sí. En bicicleta le alcanzaré y…
El resto se esfumaba. Desde entonces, no obstante, se pronunciaba el nombre de Fumal en la casa empleando un tono especial. Los dos hombres ya no se saludaban. Hubo otro acontecimiento sobre el que Maigret poseía menos informes aún. Fumal debió de intentar despertar en el conde de Saint-Fiacre (era aún el viejo conde) la desconfianza con respecto a su administrador y éste se había visto obligado a defenderse.
—Le escucho.
—¿Usted ha oído hablar de mí, después de la época de estudiante?
La voz de Ferdinand contenía en aquel momento una sorda amenaza.
—No.
—¿Conoce usted las «Carnicerías Reunidas»?
—De nombre.
Eran tablajerías instaladas un poco por todas partes —había una en el bulevar Voltaire, no lejos de la casa de Maigret— contra las cuales los pequeños carniceros habían protestado sin obtener resultado.
—Soy yo. ¿Ha oído hablar de las «Carnicerías Económicas»?
—Vagamente. Otra «cadena», en los barrios más populares y en los suburbios.
—Soy yo también —afirmaba Fumal con una mirada de desafío—. ¿Sabe cuántos millones representan esos dos negocios?
—Eso no me interesa.
—Igualmente estoy detrás de las «Carnicerías del Norte», cuya sede social está en Lille, y de los «Carniceros Asociados» que tienen sus despachos en la calle Rambuteau.
Maigret estuvo a punto de comentar zumbón, apreciando el volumen del hombre instalado en la butaca:
—¡Eso representa mucha carne!
No lo hizo. Presentía un asunto mucho más enojoso aún que la desaparición de Mrs. Britt. Detestaba ya a Fumal, y no sólo a causa del recuerdo de su padre. El hombre estaba demasiado seguro de sí, con una seguridad insolente, injuriosa para el común de los mortales.
Y no obstante se adivinaba, bajo aquella apariencia, una cierta inquietud, tal vez incluso pánico.
—¿No se pregunta usted lo que he venido a hacer aquí?
—No.
Ésta es la manera de sacar a esa clase de gente de sus casillas: oponerles una calma total, la fuerza de la inercia. No había ni curiosidad, ni interés en la mirada del comisario y el otro empezaba a rabiar:
—¿Sabe que tengo el brazo lo bastante largo para hacer trasladar a un alto funcionario?
—¡Ah!
—Incluso a un funcionario que se crea importante.
—Continúo escuchándole, señor Fumal.
—Observará usted que me he presentado en plan de amigo.
—¿Qué más?
—Usted ha elegido inmediatamente una actitud…
—Cortés, señor Fumal.
—¡Sea! Como quiera. Si es a usted a quien he pedido ver, ha sido porque pensaba que debido a nuestra antigua amistad…
Jamás habían sido amigos, jamás habían jugado juntos. Por otra parte, Ferdinand Fumal no jugaba con nadie y se pasaba los recreos solo, en un rincón.
—Permítame hacerle observar a mi vez que tengo mucho trabajo esperándome.
—Yo estoy más ocupado que usted y no obstante me he molestado. Habría podido recibirle en uno de mis despachos…
¿Para qué discutir? Era cierto que conocía al ministro, al cual le había prestado servicios, como sin duda a otros políticos y que aquello podría tomar un cariz desagradable.
—¿Tiene usted necesidad de la Policía?
—Oficiosamente.
—Le escucho.
—Queda entendido que todo lo que voy a decirle no saldrá de nosotros.
—A menos que haya usted cometido un crimen…
—No me gustan las bromas.
Maigret, fuera de sus casillas, se levantó y fue a acodarse en la chimenea, conteniéndose para no echar a la calle a su visitante.
—Quieren matarme.
Estuvo a punto de decir:
—Lo comprendo.
Pero se esforzó en permanecer impasible.
—Desde hace ocho días recibo cartas anónimas a las que al principio apenas presté atención. La gente de mi importancia debe esperar provocar la envidia y a veces el odio.
—¿Lleva las cartas encima?
Fumal sacó de su bolsillo una cartera tan hinchada como la que su padre llevaba antaño.
—He aquí la primera. Tiré el sobre, pues ignoraba lo que contenía.
Maigret la tomó. Escritas a lápiz, leyó las siguientes palabras:
Vas a morir
No sonrió, puso el papel sobre la mesa de su despacho:
—¿Qué dicen las otras?
—Ésta es la segunda, recibida al día siguiente. He conservado el sobre, que, como usted verá, lleva el matasellos de una estafeta de correos de los alrededores de la Ópera.
La nota aquella vez decía, siempre a lápiz, en caracteres de imprenta:
Dispondré de tu pellejo
Había otras que Fumal tenía en la mano tendiéndolas una a una, sacándolas él mismo de los sobres.
—De ésta no consigo descifrar el matasellos.
Cuenta tus días, puerco
—¿Supongo que no tendrá usted ninguna idea acerca de la identidad del expedidor?
—Espere. Hay siete en total, la última llegada esta mañana. Una ha sido depositada en el bulevar Beaumarchais, otra en la oficina principal de la calle del Louvre, otra, finalmente, en la avenida de las Ternes.
Los textos variaban poco.
Te queda ya muy poco
Haz tu testamento
Crápula
Y por fin, la última repetía el texto del primer mensaje:
Vas a morir
—¿Me confia usted esta correspondencia?
Maigret había escogido la palabra «correspondencia» adrede, no sin intención irónica.
—Si eso puede ayudarle a descubrir al remitente.
—¿No cree que pueda ser una broma?
—La gente que frecuento, en general, no es bromista. Sea lo que fuere lo que piense, Maigret, yo no soy hombre que se asusta fácilmente. Comprenda que no se llega a la situación que ocupo sin crearse un determinado número de enemigos y yo siempre los he despreciado.
—¿Por qué ha venido?
—Porque es mi derecho de ciudadano estar protegido. No tengo ganas de que me liquiden sin saber tan siquiera de dónde procede el golpe. He hablado de ello al ministro y me ha dicho…
—Lo sé. En suma, ¿usted desearía que se organizase una discreta vigilancia a su alrededor?
—Me parece lo más indicado.
—¿Y también, sin duda, que nosotros descubramos al autor de esos billetes anónimos?
—Si es posible.
—¿Piensa en alguien en particular?
—En particular, no. Salvo…
—Veamos.
—Observe que no le acuso. Es un ser débil y, si tal vez es capaz de amenazas, no se atrevería a ponerlas en ejecución.
—¿Quién es?
—Un tal Gaillardin, Roger Gaillardin, de los «Mostradores Económicos».
—¿Tiene razones para odiarle?
—Lo he arruinado.
—¿Adrede?
—Sí. Después de haberle anunciado que lo haría.
—¿Por qué?
—Porque se interpuso en mi camino. Hoy día está en quiebra y espero enviarle a la cárcel, pues un asunto de cheques viene a mezclarse en su bancarrota.
—¿Tiene usted su dirección?
—Calle François I, número 26.
—¿Es un carnicero?
—No es de la profesión. Es un manipulador de dinero. Maneja el dinero de los demás, yo manejo mi propio dinero. Ésa es toda la diferencia.
—¿Está casado?
—Sí. Pero no es su mujer quien cuenta. Tiene una amiga.
—¿La conoce?
—A menudo hemos salido juntos los tres.
—¿Está usted casado, señor Fumal?
—Desde hace veinticinco años.
—¿Su señora le acompañaba en el curso de esas salidas?
—Hace mucho tiempo que mi mujer ya no sale.
—¿Está enferma?
—Si usted quiere. En todo caso, ella lo cree.
—Voy a tomar algunas notas.
Maigret se sentó, cogió una cuartilla.
—¿Su dirección?
—Vivo en un hotel particular, del cual soy propietario, en el 58 bis del bulevar de Courcelles, enfrente del Parque Monceau.
—Bonito barrio.
—Sí. Tengo en la calle Rambuteau, cerca de les Halles, y otras en la Villette.
—Comprendo.
—Y no hablo de los despachos en Lille y en otras ciudades.
—¿Supongo que usted emplea mucho personal?
—En el bulevar de Courcelles, cinco criados.
—¿Chófer?
—Jamás he podido aprender a conducir yo mismo.
—¿Secretaria?
—Tengo una secretaria particular.
—¿En el bulevar de Courcelles?
—Allí tiene su habitación y su despacho, pero me sigue cuando voy a las diversas sucursales.
—¿Joven?
—No lo sé. La treintena, supongo.
—¿La corteja?
—No.
—¿Corteja a alguien?
Fumal tuvo una sonrisa despreciativa.
—Me esperaba esa pregunta. ¡Pues bien!… sí, tengo una amiga. He tenido varias. Actualmente es una tal Martine Gilloux, que he instalado en la calle de la Étoile.
—A dos pasos de su casa.
—Claro está.
—¿Dónde la encontró?
—En un cabaret nocturno hace un año. Es tranquila y no sale casi nunca.
—¿Supongo que ella no tendrá ninguna razón para detestarle?
—Yo lo supongo también.
—¿No hay ningún hombre que desee quitársela?
Él gruñó, furioso:
—Si lo hay, lo ignoro. ¿Es eso todo lo que desea saber?
—No. ¿Su mujer está celosa?
—¿Debo entender, por el tacto que descubro en usted, que va a ir a preguntárselo?
—¿De qué clase de familia es ella?
—Hija de carnicero.
—Perfecto.
—¿Qué es lo que está perfecto?
—Nada. Me gustaría conocer más a los que le rodean. ¿Abre usted mismo el correo?
—El que llega al bulevar de Courcelles.
—¿Ése es el correo particular?
—Más o menos. El resto va dirigido a la calle de Rambuteau y a la Villette, en donde los empleados se ocupan de él.
—No es su secretaria quien…
—Ella abre los sobres y me los entrega.
—¿Le ha enseñado usted esas notas?
—No.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—¿A su mujer tampoco?
—No.
—¿A su amiga?
—Tampoco. ¿Eso es todo lo que desea saber?
—¿Supongo que me autorizará a ir al bulevar de Courcelles? ¿Bajo qué pretexto?
—Que he denunciado la desaparición de unos documentos.
—¿Puedo dirigirme también a sus diferentes oficinas?
—Del mismo modo.
—¿Y a la calle de la Étoile?
—Si se empeña.
—Se lo agradezco.
—¿Eso es todo?
—A partir de esta tarde, haré guardar su domicilio, pero me parece más difícil seguirle en el curso de sus desplazamientos a través de París. ¿Supongo que irá usted en coche?
—Sí.
—¿Va usted armado?
—No llevo armas encima, pero tengo un revólver en mi mesilla de noche.
—¿Su señora y usted duermen en la misma habitación?
—No. Desde hace diez años.
Maigret se había levantado y miraba la puerta, después lanzó una ojeada a su reloj. Fumal se levantó a su vez, no sin dificultad; buscaba algo que decir, y sólo encontró:
—No esperaba de usted esa actitud.
—¿Me he mostrado incorrecto?
—Yo no he dicho eso, pero…
—Me ocupo de su asunto, señor Fumal. Espero no le suceda nada enojoso.
En el pasillo, el hombre de las carnicerías, furioso, replicó:
—Yo lo espero también. ¡Por usted!
Tras lo cual Maigret volvió a cerrar la puerta, bruscamente.