Los codos pesadamente apoyados en el escritorio, la frente en la mano izquierda, Maigret escribía algunas palabras, dando golpecitos a la pipa; luego quedó durante un rato mirando fijamente el rectángulo verdoso de la ventana.
Como la víspera de un examen en el tiempo en que cursaba los dos primeros años de medicina, había releído tres veces todos los informes, incluso el famoso inventario que comenzaba a descorazonarle.
Sin embargo, se comparaba menos con un estudiante que con un boxeador, que, en menos de una hora, tal vez en unos minutos, iba a jugarse su reputación y su carrera, y a provocar aclamaciones o silbidos.
El paralelo, sin embargo, era inexacto. El juez Angelot no tenía ninguna influencia sobre una carrera que, de todas maneras, se acabaría pronto con la jubilación. Los periodistas, por su parte, no sabrían nada de lo que iba a pasar entre las cuatro paredes de despacho del Palacio de Justicia.
No era, pues, cuestión de aclamaciones. Todo lo que Maigret arriesgaba era una censura, y, en el futuro, las miradas irónicas o apiadadas de algunos jóvenes magistrados a quienes Angelot no dejaría de contar la historia.
«—A propósito de Maigret y su olfato, ¿le han contado…?»
Desde su vuelta al despacho, había llamado a Lucas para darle instrucciones y todos los inspectores disponibles hacían en este momento un trabajo de piernas, como suele decirse, esta vez en los alrededores del Palais Royal, interrogando a los comerciantes, a los vendedores de periódicos, molestando en su casa o en su despacho a los clientes que, la noche del domingo, cenaban en el piso bajo, Chez Marcel, y habían podido ver algo por las ventanas.
No se trataba más que de un pequeño detalle que, sin embargo, en el último momento podía resultar importante, si no decisivo.
Maigret había escrito sus preguntas la primera vez a mano; después, por no juzgar su letra lo bastante legible, las había vuelto a copiar.
A las once y diez, no sin vacilación, había metido el papel en un sobre y lo había hecho llevar al Palacio de Justicia.
Era una gentileza por su parte. Así daba tiempo al juez Angelot para prepararse, a la vez que le descubría sus triunfos.
Por lo demás, no lo hacía tanto por generosidad como por poder llegar en el último momento y evitar, de este modo, una nueva conversación con el magistrado antes del interrogatorio.
—Si me llaman por teléfono, no estoy, a menos que sea uno de los nuestros.
Antes de la comparecencia de Paulette no hablaría con el juez, ni siquiera por teléfono. Ahora daba vueltas en su despacho, se paraba un momento para mirar el Sena de un gris cruel, las hormigas negras que gravitaban en el puente de Saint-Michel y se deslizaban entre los autobuses.
De cuando en cuando cerraba los ojos, para recordar mejor la casa del muelle de la Estación, y llegaba a decir algunas palabras a media voz.
Once y veinte… once y veintitrés… once y veinticinco…
—Voy para allá, Lucas. Si hay alguna novedad, que me avisen y que insistan en hablarme personalmente.
Mientras el comisario se alejaba, macizo, por el pasillo, los labios de Lucas dibujaron en cierto modo una palabra que no se entendía y que empezaba con «m».
De lejos, Maigret divisó a Radel, que conducía a Paulette Lachaume al despacho del juez; iba vestida con un abrigo de castor y una gorra de la misma piel; entraron los tres casi al mismo tiempo, lo que hizo poner mala cara al magistrado. ¿Se figuraba que Maigret le había engañado, entrevistándose previamente con la mujer y su consejero?
Radel, sin proponérselo, le tranquilizó:
—¡Caray! ¿Venía usted detrás de nosotros?
—Entré por la puerta falsa.
El juez se había levantado; no fue, sin embargo, al encuentro de su visitante.
—Perdóneme, señora, que la haya convocado…
Paulette parecía cansada. Al mismo tiempo que buscaba maquinalmente una silla, dijo:
—Lo comprendo…
—Siéntese, por favor. Usted también, abogado…
Ya no se tuteaban; parecían no haber tenido jamás otras relaciones que las estrictamente profesionales.
—Creo que conoce usted ya al comisario Maigret…
—Sí, nos hemos visto en el muelle de la Estación…
Esperó a que Maigret se instalase, a su vez, cerca de la puerta, un poco en segundo término. Tardaron unos momentos en colocarse.
El juez, por fin, se volvió a sentar, y se aseguró de que su secretario estaba dispuesto a tomar taquigráficamente la conversación. Después, tosió débilmente.
Ahora le tocaba a él sentirse molesto, porque esta vez, los papeles se habían invertido: era a él a quien correspondía dirigir la acción, mientras que Maigret se había convertido en mero espectador, en testigo.
—Algunas de mis preguntas, abogado, podrán parecerle extrañas, lo mismo que a su cliente… Creo, sin embargo, que debe responderlas con toda franqueza, aun cuando se refieran a su vida privada.
¿Lo esperaba? Maigret, nada más mirarla, lo tuvo por seguro. Nada le cogería, pues, de improviso. Radel había debido prevenirla de que la policía seguramente había olfateado sus relaciones con Sainval.
—La primera de estas preguntas, abogado, le concierne también a usted; pero insisto en que sea la señora Lachaume quien responda… ¿En qué fecha, señora, ha tenido usted necesidad de acudir a un abogado?…
Radel estuvo a punto de protestar. Una mirada de su camarada le hizo reflexionar, y se volvió hacia su cliente, quien, por su parte, se había vuelto hacia él, diciendo con acento tímido:
—¿Debo responder?
—Valdría más.
—Tres semanas.
Mirando la mesa de escritorio donde el juez, a propósito, había amontonado papeles, incluyendo las copias de los informes y del inventario, Maigret advirtió que la lista de preguntas de que se servía el magistrado no era la suya, sino que había sido trasladada a otra hoja.
A partir de aquel momento, Angelot iba a tomar la costumbre de volverse hacia su secretario cada vez que iba a hablar, como para asegurarse de que a éste le había dado tiempo de registrar las frases pronunciadas.
La atmósfera se mantenía neutra, oficial, y no se olía nada emocionante.
—En el momento de morir su padre, fue su notario habitual, el letrado Wurmster, quien se ocupó de la sucesión, ¿no es así? ¿Y no era entonces asistente de este notario el letrado Tobías, abogado también de su padre de usted?
Paulette aprobaba con la cabeza, pero el juez esperaba una respuesta articulada.
—Sí.
—¿Tenía usted algún motivo, hace tres semanas, para no dirigirse al abogado de su padre, ni siquiera al letrado Tobías, sino precisamente a otro miembro del Barreau?
—No veo la relación —intervino Radel— entre este asunto y lo ocurrido en el muelle de la Estación.
—Lo verá usted en seguida, abogado. Le ruego a su cliente que tenga a bien responderme.
Y, Paulette Lachaume, con voz poco inteligible:
—Creo que sí.
—¿Quiere decir usted que tenía alguna razón para cambiar de abogado?
—Sí.
—¿No sería porque deseaba usted dirigirse a un especialista?
Radel iba a protestar de nuevo, cuando el juez se le anticipó.
—Por especialista entiendo un abogado particularmente reputado por sus éxitos en determinado campo del Derecho…
—Tal vez.
—En este caso, ¿no fue a propósito de un eventual divorcio por lo que fue usted a consultar al letrado Radel?
—Sí.
—Su marido, entonces, ¿estaba al corriente?
—Yo no se lo había dicho.
—¿Podía sospechar las intenciones de usted?
—No creo.
—¿Y su cuñado?
—Tampoco, al menos en ese momento.
—¿Ayudó usted, con una entrega de dinero, a los últimos gastos mensuales?
—Sí.
—¿Ha firmado usted sin discusión el cheque que se le pedía?
—Sí. Esperaba que fuese el último. No quería líos.
—¿El proceso del divorcio estaba en marcha?
—Sí.
—¿En qué momento cree usted que alguien de su familia sospechó de sus intenciones?
—No lo sé.
—Pero ha existido esa sospecha, por lo menos en estos últimos días, ¿no?
—Creo que sí.
—¿Qué fue lo que se lo hizo pensar?
—Una carta del letrado Radel que no me ha llegado.
—¿Cuánto tiempo hace que debería haber recibido esa carta?
—Una semana.
—¿Quién se ocupa de examinar el correo?
—Mi cuñado.
—Luego, hay todas las posibilidades de que Léonard Lachaume haya interceptado la carta del letrado Radel. A partir de aquel momento, ¿tuvo la impresión de que algo había cambiado en la actitud de los Lachaume respecto a usted?
—No estoy segura —respondió, dudosa.
—¿Tuvo usted la impresión?
—Me parecía que mi marido procuraba evitarme. Una noche, al volver…
—¿Cuándo?
—El viernes último.
—Continúe. Decía usted que el último viernes, al volver… ¿Qué hora era?
—La siete de la tarde… Había estado de compras en la ciudad… A mi regreso, encontré a todos en el salón…
—¿Incluso a la vieja Catherine?
—No.
—Estaban, pues, sus suegros, Léonard y su marido. ¿Estaba Jean Paul?
—No lo vi. Supongo que estaría en su habitación.
—¿Qué fue lo que ocurrió a su llegada?
—Nada. Yo solía volver más tarde. Ellos no me esperaban, y quedaron callados. Creí advertir que estaban molestos. Mi suegra no cenó a la mesa aquella noche, y subió en seguida a su habitación…
—Jean Paul, si no me equivoco, ocupaba hasta estos últimos tiempos, en el primer piso, la habitación contigua a la de su padre, que en otro tiempo había sido de su madre… ¿Cuándo se trasladó al segundo piso, donde se encuentra ahora entre los tres viejos?
—Hace una semana.
—¿Fue el chico quien propuso el cambio?
—No. Él no quería.
—¿La idea fue de su cuñado?
—Pretendía convertir la habitación de Jean Paul en despacho personal, para trabajar allí por las noches.
—¿Suele hacerlo?
—No.
—¿Cómo reaccionó usted?
—Me inquieté.
—¿Por qué?
Paulette miró a su abogado, quien, nervioso, encendió un cigarrillo. Maigret, inmóvil en su rincón, hubiera querido encender la pipa, que guardaba cargada en su bolsillo; pero no se atrevió.
—No sé. Tenía miedo…
—¿Miedo de qué?
—De nada concreto… Hubiera preferido que las cosas sucedieran sin escándalos, sin discusiones, sin lágrimas, sin súplicas…
—¿Se refiere usted al divorcio?
—Sí. Yo sabía que para ellos era una catástrofe…
—Porque, a partir de su boda, fue usted quien sostuvo la casa, ¿no es así?
—Sí. Por otra parte, tenía la intención de dejarle a mi marido una buena cantidad. Lo había hablado ya con el letrado Mr. Radel. Sólo pretendía marcharme de la casa el día en que Armand recibiese los papeles…
—¿Jacques Sainval estaba al corriente?
Paulette, al oír este nombre, parpadeó y, sin manifestar de otro modo su sorpresa, se limitó a decir:
—Evidentemente…
El juez permaneció unos instantes en silencio, la mirada en sus notas. Antes de continuar, no sin cierta solemnidad, no pudo evitar echar a Maigret una ojeada.
—En resumen, señora Lachaume, su partida significaba, tanto para la familia como para la galletería, la ruina definitiva.
—Le he dicho ya que les hubiera dejado dinero.
—¿Para aguantar cuánto tiempo?
—Alrededor de un año.
Maigret se acordó de la inscripción grabada en la placa de cobre: Casa fundada en 1817.
Casi siglo y medio. ¿Qué era un año, en comparación? Durante siglo y medio, los Lachaume se habían mantenido a flote y, de golpe, porque una Paulette había encontrado un agente de publicidad con los dientes largos…
—¿Ha redactado usted testamento?
—No.
—¿Por qué?
—Al principio, porque no tenía familia. Después, porque contaba con volverme a casar en el momento en que se me permitiese.
—¿Su contrato matrimonial prevé que la fortuna pasará al cónyuge superviviente?
—Sí.
—¿Cuánto tiempo hace que tenía usted miedo?
Radel trató de ponerla en guardia; demasiado tarde, porque ella respondía ya, sin advertir el peligro:
—No sé… Unos días…
—¿Miedo de qué?
Por esta vez, ella reaccionó; se vio cómo sus dedos se crispaban y la angustia se exteriorizaba en su rostro.
—No veo adónde quiere usted llegar. ¿Por qué me interroga usted a mí, y no a ellos?
Maigret sintió la necesidad de dirigir al juez dubitante una mirada de aliento.
—¿Su decisión de divorcio era definitiva?
—Sí.
—¿Ningún argumento de los Lachaume hubiera podido detenerla?
—No. Me había sacrificado demasiado tiempo…
Por una vez, aquella palabra no tenía nada de exagerado en boca de una mujer. ¿Durante cuánto tiempo, una vez casada, había podido hacerse ilusiones acerca del papel que desempeñaba en la casa patricia del muelle de la Estación?
No se había rebelado. Había hecho cuanto había podido para mantener a flote el negocio o, al menos, para tapar los agujeros y evitar la ruina definitiva.
—¿Amaba usted a su marido?
—Al principio, así lo creí.
—¿No ha tenido relaciones íntimas con su cuñado?
El juez leyó esta pregunta tímidamente, y reprochaba a Maigret el haberle obligado a hacerla.
Como ella vacilase, el juez agregó:
—¿No lo ha intentado?
—Una vez, hace mucho tiempo…
—¿Un año, dos, tres años después de su boda?
—Un año, aproximadamente, cuando Armand y yo separamos nuestros dormitorios.
—¿Rechazó usted las insinuaciones de Léonard?
—Sí.
El silencio que siguió fue más grave, más oprimente que los anteriores. La atmósfera había cambiado insensiblemente, y se notaba que las palabras contarían en lo sucesivo, que se acercaban a una verdad terrible de la que nadie había hablado aún.
—¿Quién usaba las sábanas marcadas con las iniciales de usted?
Paulette respondió demasiado rápidamente. Radel no tuvo tiempo de advertirle el peligro.
—Yo, desde luego.
—¿Nadie más?
—No creo. Puede ser que, en ocasiones, mi marido.
—¿Nunca su cuñado?
Como ella guardase silencio, el juez repitió:
—¿Nunca su cuñado?
—Normalmente, no.
—¿Había en la casa suficientes sábanas para todas las camas de la familia?
—Lo supongo.
—¿Le había confesado usted a Jacques Sainval que tenía miedo?
Paulette empezaba a perder pie, sin saber adónde mirar; tenía las manos tan apretadas que los nudillos blanqueaban.
—Quería que abandonase inmediatamente la casa…
—¿Por qué no lo hizo?
—Esperaba a que estuviesen listos los papeles del divorcio. No faltaban más que dos o tres días.
—Dicho de otra manera, de no haber sido por la muerte de su cuñado hubiera usted dejado la casa hoy o mañana, ¿no?
Ella suspiró.
—¿No se le ha ocurrido a usted que podrían tratar de impedir esa partida?
Paulette se volvió hacia su abogado.
—Deme un cigarrillo…
Y Angelot insistió:
—¿… de impedir esa partida por cualquier medio?
—No lo sé, no lo sé. Usted me confunde.
Encendió el cigarrillo, devolviendo el mechero al bolso.
—¿No le aconsejó Sainval que estuviese prevenida, sobre todo después de comprobar que les había seguido su cuñado de usted?
Ella levantó rápidamente la cabeza.
—¿Cómo lo sabe?
—¿Cuándo les siguió?
—Anteayer.
—¿Antes, no?
—No estoy segura. El jueves último me pareció verle en el muelle de Bourbon…
—¿Estaba usted en el apartamento del amigo de Sainval?
Paulette miró a Maigret con gesto de reproche, como si supiese que aquellos descubrimientos procedían de él.
—¿Había cogido Léonard el coche de usted?
—Yo se lo permitía.
—¿Y usted lo vio pasar desde la ventana?
—Marchaba despacio, y miraba la fachada…
—¿Fue entonces cuando Sainval le entregó a usted un revólver?
—Señor juez…
Radel agitó la mano, se levantó.
—En el punto en que nos encontramos, pido permiso para tener una conversación con mi cliente.
Las miradas de Maigret y del juez de instrucción se encontraron. Maigret movió los párpados, en señal de aprobación.
—A condición de que sea verdaderamente corta. Pueden quedarse ustedes en esta misma habitación.
Hizo señas a su secretario. Los tres hombres pasaron al pasillo, donde Maigret encendió la pipa. El juez y él daban vueltas por el pasillo, mientras el secretario se sentaba en un banco, cerca de la puerta.
—¿Cree usted aún, Mr. Maigret, que no se pueden obtener los mismos resultados sin ruido, sin gritos, sin escenografía, en el despacho de un juez de instrucción y no en el Quai des Orfèvres?
¿Para qué responderle que él no había hecho más que recitar las preguntas preparadas por el comisario?
—Si las cosas suceden como empiezo a creer, Radel le va a aconsejar que hable… Es lo que le conviene… Debió habérselo exigido desde un principio… A menos que ella le haya ocultado la verdad… Suponga, ahora, que no hubiera respondido a mis preguntas, o que fuese capaz de mentir. ¿Dónde nos encontraríamos?
Maigret le tocó un brazo, porque acababa de divisar, bastante lejos en la perspectiva del inmenso corredor, una silueta vacilante.
Era Armand Lachaume, visiblemente perdido en el laberinto del Palacio de Justicia, que miraba los letreros de las puertas.
—¿Lo ha visto? Entremos, antes de que…
Lachaume no los había descubierto aún, y el juez, después de haber llamado a su propia puerta, entró en el despacho, seguido de Maigret y de su secretario.
—Ustedes perdonen. Circunstancias imprevistas me obligan a…
Paulette Lachaume, que habían sorprendido de pie, se volvió a sentar; estaba más pálida, pero más tranquila que hacía un momento; como aliviada. Radel parecía prepararse para pronunciar una defensa. En el momento en que iba a abrir la boca, sonó el teléfono; el juez descolgó, escuchó, y empujó el aparato hacia el comisario.
—Es para usted.
—Aquí Maigret, sí… ¿Dos personas vieron el coche?… Bueno… ¿Coincide la descripción?… Gracias. No… Hasta ahora…
Colgó el teléfono y, con voz neutra, anunció:
—Léonard Lachaume se encontraba anteayer delante del restaurante del Palais Royal.
El abogado Radel alzó los hombros, como si aquellas historias estuviesen ya de más. El interrogatorio presentaba un aspecto diferente, pero la información no era por eso menos interesante.
—Mi cliente, señor juez, está dispuesta a decir toda la verdad, y por ella podrá usted ver que los hechos son más abrumadores para otros que para la señora Lachaume. Comprenderá también, y yo quisiera que esto constase por escrito, que, si mi cliente ha callado hasta ahora, no fue por escapar a sus responsabilidades, sino por piedad hacia una familia de la que ha formado parte durante muchos años…
»Un jurado tendrá, en su día, que emitir su veredicto. Nosotros no hacemos aquí el proceso de los Lachaume; pero ella, que los conoce mejor que nosotros, ha podido, al menos durante algunos días, encontrarles circunstancias atenuantes…
Se volvió a sentar, satisfecho de sí mismo, y se arregló la corbata.
Paulette, no sabiendo por dónde empezar, murmuró:
—Desde hace una semana, desde que se me interceptó la carta y, sobre todo, después de haber visto a Léonard en el muelle Bourbon, tuve miedo…
En el Quai des Orfèvres, Maigret le hubiera evitado una confesión difícil, porque él mismo hubiese hecho el relato de los acontecimientos, y ella no hubiera tenido más que aprobar o corregir en caso de necesidad.
—Continúe, señora…
Paulette no tenía costumbre de hablar en presencia de un taquígrafo que anotaba lo que decía. Aquello le impresionaba. Ella buscaba las palabras y, la mayoría de las veces, Maigret tuvo que contenerse para no intervenir. Había olvidado apagar la pipa, que, sin darse cuenta, continuaba fumando en su rincón.
—Era Léonard, sobre todo, quien me asustaba; porque era él quien, a toda costa, mantenía la casa en pie… Un día, hace tiempo, como yo vacilase en entregarle una suma mayor que las otras, me había largado un discurso en el que comparaba los grandes negocios comerciales con las viejas familias de la nobleza…
»Nosotros no tenemos derecho, decía con mirada dura, a dejar extinguir una casa como la nuestra… Yo haría lo que fuese por evitarlo…
»Eso me vino recientemente a la memoria… Debía abandonar la casa sin decir nada, e instalarme en un hotel en espera de que el divorcio se solucionase…
—¿Qué fue lo que se lo impidió?
—No sé. Quería que todo marchase bien hasta el final, que todo sucediese con normalidad… Es difícil de explicar… Se necesita haber vivido durante años en esa casa para comprenderlo… Armand es débil, está enfermo, no es más que la sombra de su hermano… En cuanto a Jean Paul… Yo le había cogido afecto… Al principio, esperaba tener niños… Ellos también lo esperaban, espiaban las señales de embarazo… Les desolaba que yo no fuese madre…
»Me pregunto si no fue por eso por lo que Léonard…
Cambió de tema:
—Es cierto que Jacques me ha dado un revólver… Yo no quería cogerlo… Temía que lo encontrasen… Por la noche lo guardaba en mi mesilla y, durante el día, lo escondía en el bolso…
—¿Dónde está ahora?
—No sé lo que habrán hecho de él. Lo que sucedió después ha sido tan desordenado y alucinante…
—Háblenos de lo de antes.
—Volví hacia medianoche… Serían las doce y media… No me fijé en la hora… Había decidido que, de cualquier manera, aquélla sería mi penúltima noche… Me sobresalté al ver abrirse la puerta de Léonard… Me miró entrar en mi habitación, sin decir palabra, sin darme siquiera las buenas noches, y aquello me impresionó… Cuando, vestida para dormir, me dirigí al cuarto de baño, vi luz bajo su puerta… Todavía tuve más miedo… Tal vez era un presentimiento… Decidí no dormir, instalarme en una butaca y esperar, a oscuras, a que amaneciera…
—¿No tomó usted el somnífero?
—No. No me atreví… Terminé por echarme sobre la cama, con el revólver al alcance de la mano, decidida a no dormir. Escuchaba, con los ojos abiertos, los menores ruidos de la casa…
—¿Lo oyó usted venir?
—La espera duró más de una hora… Creo que me amodorré durante un momento… Después oí crujir el parquet del corredor… Me senté en la cama…
—¿La puerta estaba cerrada con llave?
—No tiene llave, como la mayor parte de las puertas de la casa, y la cerradura no funciona desde hace tiempo… Tuve la impresión de que alguien hacía girar el picaporte y, entonces, me levanté con precaución y me pegué a la pared, a un metro de la cama.
—¿Había luz en el pasillo?
—No. Alguien entró. Yo no veía nada. Temía disparar antes de tiempo, convencida de que si erraba…
No podía continuar sentada. Prosiguió de pie, vuelta, no hacia el juez, sino hacia el comisario Maigret.
—Se aproximaba una respiración extraña. Un cuerpo me rozó. Estaba segura de que un brazo se levantaba para golpear el lugar de la cama donde debía encontrarse mi cabeza. Entonces, sin darme cuenta, apreté el gatillo…
Maigret acababa de fruncir el ceño. De pronto, sin importarle la jerarquía del juez, dijo:
—¿Me permite, señor juez?
Sin esperar respuesta, prosiguió:
—¿Quién encendió la luz?
—No fui yo… En todo caso, no lo recuerdo… Me precipité hacia el pasillo, sin saber adónde iba… sin duda hubiera corrido en camisón por las calles…
—¿Con quién tropezó?
—Con mi marido… Supongo que fue él quien encendió…
—¿Estaba completamente vestido?
Paulette lo miró, abriendo mucho los ojos. Hizo un esfuerzo, como si tratase de encontrar la imagen precisa, y, después, murmuró:
—Sí… Y, entonces, no me sorprendió…
—¿Y qué sucedió?
—Debí de gritar… En cualquier caso, yo no recuerdo haber abierto la boca para hacerlo… Después, me desmayé… Hasta más tarde no empezó la pesadilla… Había bajado mi suegro… Catherine también… Su voz era la que más se destacaba… Desde lejos, la oía gritar a Jean Paul, para que subiese a su habitación… Entonces vi a Armand salir de la mía, con una enorme llave inglesa en la mano…
—¿La llave inglesa con que Léonard había intentado golpearla?
—Supongo… Ellos me ordenaron callar…
—¿Quiénes son ellos?
—Mi suegro… Esa bruja de Catherine… ¡ella, sobre todo!… Fue también ella quien advirtió que había sangre en mi sábana, porque Léonard había caído atravesado en la cama deshecha…
—¿Parecían sorprenderse de lo ocurrido? —preguntó a su vez el juez de instrucción.
—Yo no emplearía esa palabra… Aterrados, pero no sorprendidos… Era a mí a quien guardaban rencor…
El juez continuó:
—¿Fue entonces cuando se ocuparon de la escalera y del ladrillo de la ventana?
—No.
Maigret volvió a tomar la palabra:
—No olvide, señor juez, que hacia las diez de la noche se ha visto a alguien, probablemente a Léonard, machacar trozos de botella encima de la tapia… Hacia la misma hora debieron de ocuparse de la escalera, de las huellas, del alféizar de la ventana, de untar el cristal con jabón.
—Lo supongo —suspiró ella.
Radel comenzó:
—Vean ustedes, señores, cómo mi cliente…
—¡Un momento!
El juez habló con voz seca, severa.
—¿Quién le pidió callarse y dejar creer en la existencia de un robo?
—Nadie en particular.
—Temo no comprender.
¡Caray! No admitía la verdad si no era acomodada a las teorías de que le habían atiborrado: la verdad sólo era tal si entraba en esta o aquella categoría.
Paulette, sin preocuparse de llevarle la contraria al magistrado, replicó:
—Bien se ve que no ha vivido usted aquella noche… Yo no sabía ya lo que era real o no… Recuerdo, por ejemplo, sin estar segura de que haya sucedido verdaderamente, la voz de Catherine que decía:
»—¡Las ventanas!
»Porque, al principio, habían encendido todas las luces. No hay contraventanas, sino sólo cortinas, que no tapan bien… Catherine obligó a apagarlo todo…
»Supongo que también fue ella quien encontró una linterna en la cocina…
»Después, regresó con un cubo…
»—Haría usted mejor en irse a acostar, Mr. Armand… Usted también, Mr. Félix…
»Ambos quedaron allí. Poco después, pedí un poco de aguardiente; me dijeron que no, porque, a la mañana siguiente, el aliento me olería a alcohol…
—¿Qué pasó esa mañana? ¿Pusieron al corriente a Jean Paul?
—No. Le dijeron que su tío había tenido un ataque… Como él pretendía haber oído un disparo, todos le aseguraron que lo que él había oído mientras dormía había sido el ruido de un tren o de un coche.
»Una vez que hubo marchado a la escuela, se procedió a una especie de ensayo general…
Paulette miró al abogado. ¿Podía añadir que le había telefoneado para pedirle consejo? Radel le hizo señal de que callase.
Hacía un momento que Maigret ya no escuchaba, atento a algo que rozaba ligeramente la puerta.
De pronto, cuando Paulette Lachaume iba a continuar su relato, se oyó una detonación seguida de pasos precipitados, de rumor de voces.
En un instante, los cinco personajes del despacho del juez se quedaron paralizados, como si fueran figuras de museo.
Llamaron a la puerta. Maigret fue el primero en levantarse, sin prisa y, antes de abrir, murmuró:
—Creo, señora, que su marido ha muerto.
Armand estaba caído en el suelo polvoriento. Se había disparado una bala en la boca y, a unos centímetros de su mano crispada, se veía un revólver automático del 6,35.
Entonces, Maigret miró a la mujer, que no se movía; al abogado, empalidecido; al magistrado, que no había tenido tiempo de adoptar una actitud adecuada.
—Supongo, señor juez —se limitó a decir—, que ya no me necesita usted para nada.
No dijo nada más antes de retirarse y por el largo pasillo se dirigió hacia la puertecilla falsa que comunicaba con la Policía.
Tal vez si las cosas hubiesen sucedido allí, hubieran sido diferentes.
Paulette Lachaume había confesado con todas las de la Ley.
Su marido había muerto, también con todas las de la Ley.
¿Quién sabe si, para uno y para otro, no había sido mejor así?
Quedaban sólo tres viejos en la casa del muelle de la Estación, y el último descendiente de los Lachaume de 1817 estaba interno en un colegio.
En cuanto Maigret entró en su oficina, Lucas brotó del despacho vecino, con una pregunta en la boca. El comisario había cogido ya el teléfono para pedir el número de Véronique Lachaume, calle de Francisco I.
Véronique iba a conocer la verdad, tenía derecho a que le pusieran al corriente de lo sucedido.
Nolan, 3 de octubre de 1958.
FIN