Maigret soñó con ello, como un niño al que le obsesiona su examen del día siguiente. Y, aunque ante el juez Angelot no se materializase, aunque en ningún momento viese Maigret su cara, su presencia no estaba por eso menos difusa en el último plano. No había sido más que un solo sueño, o, más bien, un rosario de sueños con períodos intermedios de semiconsciencia, a veces de lucidez, durante los cuales el comisario continuaba haciendo el mismo esfuerzo.
Había empezado de una manera bastante pretenciosa. Le decía al juez de instrucción invisible:
—Voy, pues, a enseñarle mi método…
Se trataba de una especie de reiteración. Seguramente hablaba de método con ironía, siendo así que él venía diciendo, desde hacía treinta años, que carecía de método. ¡Aunque así fuera! No le molestaba explicarse ante el magistrado, porque era como si se explicase ante la insultante juventud.
Maigret se encontraba absolutamente solo en el edificio destartalado del muelle de la Estación: le parecía tan inmaterial que sentía la posibilidad de pasar a través de sus muros. El decorado no era por eso menos exacto, con todos sus detalles, comprendidos los que el comisario había olvidado en estado de vigilia.
—Durante años se sentaban aquí por las tardes…
Estaba en el salón, y Maigret recargaba la estufita cuyo hierro tenía una hendidura más roja, parecida a una cicatriz. Colocaba a los personajes en su sitio: los dos viejos, que parecían tallados en madera; Léonard, que había de tratar de imaginar vivo y a quien daba una ligera sonrisa de amargura; una Paulette impaciente, que se levantaba a cada instante, hojeaba revistas, y era la primera en anunciar que se iba a dormir: por último, un Armand cansado, que tomaba un medicamento.
—Comprenda, señor juez, es el punto capital…
No sabía qué punto.
Cada noche, durante años… Jean Paul ya en la cama… Los otros, excepto Paulette, piensan todos lo mismo. Léonard y su hermano cambian de cuando en cuando una mirada… Es Léonard quien habla, porque es el mayor y porque Armand no tiene valor…
Hablar, en el sueño, significaba pedir dinero a la hija de Zuber.
La casa Lachaume se desploma; la más vieja galletería de París, una institución importante, preciosa como esos cuadros que se cuelgan en los museos y que necesitan de años para adquirir calidades.
Alguien disponía de una buena pila de dinero, de cochino dinero, tan cochino que Zuber padre había sido feliz al dar su hija a un Lachaume, con el fin de que tuviera una posición honorable.
—¿Comprende usted?
Porque este trabajo a cartas vistas se realizaba siempre ante un Angelot invisible. Un trabajo difícil. Como cuando, en otros sueños, se levantaba en el aire sobre sus manos.
No había que dejar que los personajes se evaporasen. Los viejos se van; luego, Armand, para dejar a los otros frente a frente. Sería más sencillo que ella le diese de golpe una buena cantidad, pero Paulette se obstina en no hacerlo; tal vez su padre, un viejo astuto, le había aconsejado antes de morir que obrase de esta manera. Sólo pequeñas sumas, a fines de mes. De manera que la situación nunca se acababa de resolver.
Los Lachaume habían debido de mentir al principio, haciendo creer que con algunos millones el negocio volvería a prosperar y la casa a ser confortable y alegre, sirviendo de marco a cenas y recepciones, como en casa de los grandes burgueses. Paulette lo había creído así, pero ya no lo creía.
Nueva entrevista, cada mes, con Léonard.
—¿Cuánto?
Después de lo cual cada uno se encerraba en una de aquellas habitaciones. En una de aquellas celdas. Y continuaba pensando…
El corredor… Las puertas… El cuarto de baño, al fondo; un viejo cuarto de baño con surcos sobre el esmalte en el lugar donde goteaba el agua…
Los Lachaume estaban acostumbrados… Tal vez en casa de Zuber, pese a los millones, no hubiese cuarto de baño…
—Eso es, señor juez, lo que usted debe asimilar…
Y repetía, martilleando las sílabas: «A-si-mi-lar».
… Léonard en su despacho, abajo; Armand en el suyo, frente al contable; las galletas que se embalan en la cantina de la fábrica; un ridículo hilillo de humo saliendo de la alta chimenea que imitaba a las chimeneas de las fábricas… Paulette en su coche…
La jornada, la noche de la víspera. La tendera en su tienda. Era domingo, pero el día anterior había sido fiesta y a los comerciantes modestos de barrio no les gusta cerrar durante dos días seguidos. El Panhard rojo, hacia las seis de la tarde, con el falso Sainval de impermeable. Léonard, que les seguía. En el Pontiac azul. El Palais Royal. El restaurante…
Hubiera sido necesario superponer imágenes, como se hace con algunas fotografías; mostrar a los agentes de Ivry, a los inspectores, Janvier, Lucas, a todos los que interrogaban a la gente, una chalupa en Corbeil, otra en el canal de Saint-Martín, y Paul que despedazaba músculos y vísceras y colocaba las muestras en tubos, la gente del laboratorio que medía, analizaba, miraba con lupa y microscopio…
Maigret sonreía irónicamente.
—Lo que importa, sin embargo…
No decía, por modestia, lo que importaba, e iba de una habitación a otra a través de las paredes.
Cuando la señora Maigret lo sacudió, estaba extenuado, y le dolía otra vez la nuca.
—Esta noche has hablado mucho…
—¿Qué he dicho?
—No lo he comprendido. Mezclabas las sílabas…
Ella no había insistido. Maigret comió sin dirigirle la palabra, como si hubiera olvidado que estaba en su casa y que su mujer se sentaba frente a él.
Jacques Sainval, la víspera por la tarde, pareció sorprenderse de que se le dejase en libertad poniendo como única condición no salir de París.
Ya en su casa, el comisario había telefoneado a Lapointe, quien, durante toda aquella semana, hacía servicio nocturno; le había mandado llevar a cabo ciertas pesquisas y formalizar un expediente.
Ya no llovía, pero el cielo no estaba más claro ni más alegre, y la gente, en el autobús, mostraba su mal humor.
Maigret había ordenado que lo despertasen antes que de costumbre, y las oficinas del Quai des Orfèvres estaban casi desiertas cuando llegó.
Ante todo encontró, muy a la vista, las notas del juez de instrucción, que insistía en que el comisario le telefonease desde primera hora, lo que, para la gente del Parque, debía de significar las nueve.
Le quedaba tiempo por delante. Comenzó por estudiar las estadísticas que Lapointe había dejado en el escritorio antes de irse a dormir. No tomó ninguna nota, se limitó a escribir algunas cifras, no sin sonreír de satisfacción, porque apenas se había equivocado.
Después, se inclinó sobre el plano de la casa de Ivry trazado por el gabinete de Identidad Judicial.
El plano iba acompañado de un informe grueso y minucioso: aquella gente no acostumbraba omitir los más pequeños detalles. Se mencionaba, por ejemplo, la rueda vieja, mohosa y torcida, de una bicicleta de niño, hallada en un rincón del patio.
¿Había pertenecido a la bicicleta de Jean Paul, o acaso a otra, utilizada tiempo atrás por Armand o por Léonard? ¿O bien alguien del barrio se había desembarazado de ella lanzándola por encima de la tapia en lugar de arrojarla al Sena?
El detalle era significativo, pero había muchos más, demasiados para poderlos retener todos.
Lo que estudió atentamente fue el inventario de lo que se había encontrado en la habitación de Léonard.
Ocho camisas blancas, de las cuales seis estaban muy usadas, reparadas en el cuello y en los puños… Seis calzoncillos remendados… Diez pares de calcetines de algodón y cuatro pares de lana… Cinco pijamas…
Todo estaba anotado, el número de pañuelos, el estado del peine, del cepillo de la cabeza y del de la ropa, con croquis que señalaban el lugar de cada objeto. Como le había sucedido mientras soñaba, Maigret se esforzaba por vislumbrar la habitación y colocar en su sitio los diversos artículos descritos en el inventario.
… Un reloj de bronce y mármol negro cuyo mecanismo ya no funcionaba… Dos candelabros de mármol y bronce, de tres brazos… Una papelera de mimbre que contenía un periódico arrugado… Una llave inglesa de 36 centímetros, como las empleadas por los fontaneros.
La descripción de la cama no era menos precisa.
Una de las sábanas, de tela fina y en excelente estado, tenía bordada una «P» de unos cuatro centímetros…
Maigret separó dos de sus dedos, imaginó la letra bordada, suspiró y, mientras continuaba con la lectura, descolgó el teléfono.
—Póngame con el letrado Radel… El abogado… No, no sé su número…
Unos instantes después estaba al otro extremo del teléfono.
—Alló! Aquí Maigret… Me gustaría que hiciera usted dos preguntas a sus clientes, lo que nos evitaría ir al muelle de la Estación… Alló! ¿Está usted ahí?
—Sí. Le escucho.
El abogado debía de estar sorprendido de la amabilidad de Maigret.
—Ante todo, quería interrogarles a propósito de una llave inglesa… Una llave inglesa de 36 centímetros… Se encontró en la habitación de Léonard Lachaume actualmente sellada… Me gustaría saber por qué estaba allí… ¿Cómo?… Sí… Hay tal vez una razón mucho más simple, y me gustaría conocerla…
»Otra cosa… Cuántas sábanas hay en la casa… Sí, sí, le pido perdón; demasiado vulgar, en efecto… ¡Un momento!… Pregunte si todas las sábanas están marcadas con la letra «P» o, si no, a quién pertenecen las que están marcadas de esa manera… Cuántas sábanas marcadas y cuántas sin marcar, o con una marca diferente… ¿Cómo?… Eso es todo, sí… O si no… Preveo que se va a escudar usted tras el secreto profesional… ¿Desde cuándo es abogado de los Lachaume?
Silencio al otro lado del hilo. Radel duda; Maigret, la víspera, se había sorprendido de encontrar un abogado tan joven, desconocido, por así decirlo, en una casa donde hubiera esperado encontrar un viejo zorro de las leyes.
—¿Cómo dice?… ¿Una semana?… ¿Puede decirme de quién es usted abogado?… ¿Le llamó alguien hace una semana? ¿Dónde se encontró con usted?
Escuchó, se encogió de hombros, y, por fin, cuando la voz se hubo callado, colgó. Radel, como Maigret imaginaba, se había negado a responder a aquella pregunta.
Alargaba la mano hacia una de sus pipas, cuando sonó el teléfono. Era ya el juez Angelot, llegado mucho antes de las nueve a su despacho.
—¿El comisario Maigret?
—Sí, señor juez.
—¿Ha encontrado usted mis avisos?
—Sí. Los he leído con atención.
—Me gustaría verle lo antes posible.
—Ya sé. Estoy pendiente de una comunicación telefónica, y espero estar en casa de usted dentro de unos minutos.
Esperó, en efecto, sin hacer nada como no fuese fumar y colocarse delante de la ventana. Pasaron seis minutos. Radel había obrado con rapidez.
—Me he informado ante todo de lo de la llave inglesa… La vieja Catherine lo recuerda muy bien… Hace aproximadamente dos semanas, Léonard Lachaume estaba molesto por un olor de gas que salía en su habitación… Ahora no se usa más que en la cocina, pero, antiguamente, las habitaciones se alumbraban con gas y la instalación permanece allí; se limitaron a tapar las tuberías con pernos. Léonard fue, pues, a buscar una llave inglesa al taller de la planta baja… Se olvidó de devolverla y quedó en un rincón de la habitación…
—¿Las sábanas?
—No he podido averiguar el número exacto, porque hay algunas en el lavadero… Las hay con diferentes marcas… Las más viejas, muy usadas, llevan las letras «N.F.», y datan del matrimonio de los viejos… En aquella época, cuando una mujer se casaba, aportaba sábanas suficientes para toda una vida… Son de grueso hilo de Holanda, y quedan algunas parejas… Hay también sábanas marcadas con «M. L.», pertenecientes a la difunta mujer de Léonard… Doce pares, me han dicho… Seis pares de sábanas casi nuevas, de algodón, sin iniciales… Finalmente, dos docenas más finas, procedentes de Paulette Lachaume…
—¿Marcadas con una «P»?
—Sí.
—Supongo que, en principio, no las usará nadie más que ella.
—No me he atrevido a insistir en ese punto. Me han dicho, solamente, que son sábanas personales.
—Se lo agradezco.
—¿Puedo preguntarle…?
—Nada, abogado… Todavía no sé nada… Perdóneme…
Sin llevar ningún papel consigo, abrió la puerta del despacho de inspectores; Lucas acababa de llegar.
—Si me llaman, estoy con el juez de instrucción.
Tenía la llave de la puerta que comunicaba la P. J. con el Palacio de Justicia, y que se usaba desde que un detenido la había utilizado para escaparse.
Reconoció, como siempre, algunos clientes en los banquillos; algunos estaban entre dos gendarmes. Vio también al Canónigo, que esperaba cerca de la puerta de un juzgado y que, sin decir palabra, le enseñó las esposas que le habían puesto, encogiéndose después de hombros, como para decir:
«Vea usted cómo son los de este lado».
Era, en efecto, un mundo diferente, que tenía un olor sórdido, de administración y papelotes.
Llamó a la puerta de Angelot, y lo encontró sentado frente a su mesa, recién afeitado, desprendiendo un ligero olor de Lavanda. Su secretario, al extremo de la mesa, apenas era mayor que él.
El secretario permanecía allí, lápiz en mano, dispuesto a tomar notas; pero, felizmente, no las tomaba.
—¿Ha vuelto usted al muelle de la Estación?
—Personalmente, no.
—¿Entonces no ha vuelto a ver a ninguno de los miembros de la familia o del personal?
—No.
—Supongo, sin embargo, que usted y sus ayudantes se habrán ocupado del asunto. Yo, por mi parte, lo he estado pensando mucho y reconozco que, pese a la poca importancia de lo robado, vuelvo de nuevo a la hipótesis del robo…
Maigret callaba, pensando en su sueño tan diferente de la realidad. Lo que valía verdaderamente la pena era explicarse, tratar de que el magistrado comprendiese que…
Esperaba las preguntas precisas.
—¿Qué es lo que opina usted? —le preguntó por fin el juez.
—¿De un robo?
—Sí.
—He hecho que me diesen algunas cifras en atención a usted. ¿Sabe cuántos robos nocturnos ha habido en París durante diez años en apartamentos o en hoteles particulares habitados, estando allí los inquilinos?
El juez lo miraba, sorprendido e intrigado.
—Treinta y dos —continuó Maigret en un tono indiferente—. Poco más de tres por año. Hay que añadir aún más de una docena a cargo de una especie de artista o maniático que hemos detenido hace tres años y que continúa en la cárcel; un chico de veinticinco años que vivía con su hermana, que no tenía ni amantes ni amigos, y cuya única pasión consistía en llevar a cabo los golpes más difíciles, como entrar en la habitación de una pareja dormida y apoderarse de las joyas sin que se despertasen. Por supuesto, no iba armado.
—¿Por qué dice usted por supuesto?
—Porque los ladrones profesionales nunca van armados. Conocen el Código por experiencia, y reducen el riesgo al mínimo.
—Sin embargo, casi todas las semanas…
—Casi todas las semanas se lee en los periódicos que una vieja tendera, una mercera, los gerentes de una farmacia de barrio o del extrarradio, han sido aporreados… Los autores de esos crímenes suelen ser jóvenes granujas más o menos frustrados y frecuentemente idiotas… He querido averiguar también cuántos verdaderos robos han ido acompañados o seguidos de asesinato durante diez años… Tres, señor juez. Uno con la ayuda de una llave inglesa, que el ladrón llevaba en el bolsillo. El segundo con una badila hallada a mano y de la que el ladrón se sirvió al verse sorprendido y amenazado… Y la tercera, finalmente, con un arma de fuego, una Luger traída de la guerra…
Repitió:
—¡Uno solo!… Y no se trata de una automática del 6,35… No creo que se encuentre en todo París un profesional o un muchacho descarriado que utilice una de esas armas que las buenas gentes guardan en el cajón de su mesilla de noche, o que las mujeres celosas llevan en su bolso…
—Si le he comprendido bien, no admite la hipótesis del robo.
—No.
—¿Ni siquiera por un miembro o por un antiguo miembro del personal?
—Un marinero belga, que mis hombres han podido localizar, ha visto, por la noche, alguien que, en el interior del patio, estaba encaramado a una escalera y machacaba los trozos de botella de encima de la tapia.
—¿Por la noche, o pasadas las dos de la madrugada?
—Hacia las diez de la noche.
—O sea, cuatro horas antes de cometerse el crimen.
—Cuatro horas antes de cometerse el crimen.
—Si eso es exacto, ¿qué deduce usted?
—Nada. Usted me rogó que lo tuviese al corriente.
—¿Ha hecho algún otro descubrimiento?
—Paulette Lachaume tiene un amante.
—¿Se lo ha dicho ella? Yo creía que usted…
—No, no la he visto. Ella no me ha dicho nada. Fue su cuñada quien me puso sobre la pista…
—¿Qué cuñada?
—Véronique Lachaume.
—¿Dónde la encontró usted?
—En su casa, en la calle de Francisco I. Es encargada del bar en un cabaret bastante caro de la calle Marbeuf, el Amazone. Su amante, con quien contaba casarse próximamente, es también amante de Paulette.
—¿Lo ha confesado él?
—Sí.
—¿Qué clase de hombre es?
—Un tipo de los que se encuentran muchos por los alrededores de los Campos Elíseos… Agente de publicidad… Deudas por todas partes… Al principio contaba casarse con Véronique, que es propietaria de su apartamento y posee algunos ahorrillos… Cuando oyó hablar de los millones de su cuñada, se las arregló para conocerla, para hacerse su amante y, aún anteayer, cenaron juntos antes de irse a un apartamento de la isla de Saint-Louis que le presta un amigo inglés.
A propósito, no sin cierta satisfacción maliciosa, Maigret arrojaba desordenadamente aquellas informaciones que el juez se esforzaba por ordenar en su cabeza.
—¿Lo ha llevado usted al Quai des Orfèvres?
—No. Lo he dejado en libertad.
—¿Adónde nos lleva todo esto?
—Lo ignoro. Si se descarta la hipótesis de un robo o de un loco, y si se le da fe a la declaración del marinero, debe admitirse que el crimen fue cometido por alguien de la casa. Ahora bien, los hombres del gabinete de Identidad Judicial encontraron una llave inglesa de 36 en el dormitorio de Léonard Lachaume.
—El asesino se ha servido de un revólver…
—Ya lo sé. Esta llave pesa sus buenos dos kilos. Según la criada, Catherine, se encuentra en la habitación de Léonard desde hace dos semanas, que la utilizó para apretar un perno que cerraba el tubo del gas…
—¿Qué otras informaciones tiene usted?
Al juez le irritaba la complacencia irónica de Maigret. Era evidente, hasta para el secretario que bajaba la cabeza con aire consternado, que el comisario había adoptado deliberadamente una actitud que, si no era hostil ni abiertamente agresiva, carecía de cordialidad.
—No se puede llamar a eso informaciones… Acabo de averiguar, por ejemplo, el número de sábanas utilizadas en la casa…
—¿Sábanas?
—Sólo una de ellas, encontrada en la habitación de Léonard, está manchada de sangre… Ahora bien, dicha sábana está marcada con la letra «P», y pertenece a Paulette…
—¿Eso es todo?
—Paulette salió de la casa a pie, bajo la lluvia, anteayer, alrededor de las seis, con el fin de reunirse con su amante, que la esperaba un poco más allá en un coche rojo, frente a una tienda de ultramarinos. Hacia la misma hora, Léonard Lachaume salió al volante del coche de su cuñada, un Pontiac azul… La pareja se dirigió a un restaurante discreto del Palais Royal, Chez Marcel… Léonard estaba de vuelta a las nueve… Una hora más tarde, alguien rompía desde el interior, con un objeto pesado, probablemente un martillo, los vidrios de botella que protegen el muro…
»Paulette, después de una visita al apartamento del inglés, en el muelle de Bourbon, regresó en taxi…
—¿Por qué no en el coche de su amante?
—Porque temía ser vista.
—¿Se lo ha dicho ella?
—Me lo ha dicho su amante. En el pasillo saludó a Léonard, que estaba en bata…
Las facciones de Maigret se endurecieron de repente y, por un momento, pareció ausente.
—¿En qué piensa?
—Todavía no lo sé. Hará falta que compruebe…
Nada de aquello se parecía a su sueño, cuando le hacía una demostración brillante de sus métodos a un juez de instrucción invisible. Y no estaban en el muelle de la Estación. Faltaba la atmósfera de la casa, los objetos, el pasado y el futuro, lo visible y lo invisible.
No por eso representaba menos un papel, conscientemente. Con el pobre Coméliau, que había sido mucho tiempo su enemigo personal, se trataba de una batalla abierta, la vieja lucha jamás reconocida pero siempre latente entre el Parque y el Quai des Orfèvres.
Otros jueces preferían dejarle obrar a su gusto y esperar a que les aportase un expediente completo, incluido en él, de ser posible, la confesión de un culpable.
Frente al juez Angelot, Maigret alardeaba, a su pesar, interpretando, si se puede decir así, el personaje Maigret tal como muchos lo imaginaban.
No se enorgullecía de hacerlo, pero era más fuerte que él. Dos generaciones estaban presentes, y a él no le molestaba manifestar a este joven inexperto…
—¿En conclusión…?
—No he deducido aún la conclusión, señor juez.
—Si, como parece usted afirmar, se trata de alguien de la familia…
—De la familia, o de la casa.
—Parece querer usted incluir a la vieja y encorvada criada entre los sospechosos.
—No elimino a nadie. No voy a citarle de nuevo las estadísticas. Hace tres meses, un hombre mató a su vecino, precisamente con un revólver del 6,35, porque dicho vecino se obstinaba en poner alta la radio.
—No veo la relación.
—A primera vista, parece un crimen idiota, inexplicable. Ahora bien, el asesino es un inválido de guerra, trepanado dos veces, que se pasa los días sufriendo en una butaca. No tiene más que su pensión para vivir. El vecino era un sastre de origen extranjero que había tenido dificultades después de la liberación y que consiguió zafarse de ellas…
—Todavía no veo…
—Pretendo llegar a ello… Lo que, a primera vista, parece ser un motivo ridículo, ¡un poco más o un poco menos de música!, si se reflexiona se convierte, para un inválido de guerra, en una cuestión capital… Dicho de otro modo, dadas las circunstancias, el crimen es explicable, casi fatal.
—No veo ninguna situación similar en el muelle de la Estación.
—Debe existir una, sin embargo, por lo menos en el ánimo de quien mató a Léonard Lachaume. Exceptuando rarísimos casos patológicos, el hombre no mata más que por razones precisas, imperiosas.
—¿Ha encontrado usted esa razón en el caso que nos preocupa?
—He encontrado varias.
Pero al comisario le parecía que ya había representado bastante.
—Le pido perdón… —murmuró.
—¿Por qué?
—Por todo. Poco importa. Hace un momento se me ha ocurrido una idea, mientras le hablaba. Si usted me permite hacer una llamada telefónica, lo veríamos tal vez todo más claro.
El magistrado empujó el aparato hacia él.
—Póngame con el gabinete de Identidad Judicial, ¿quiere?… Alló!… Sí… Alló! ¿Quién está al aparato?… ¿Es usted, Moers? Aquí Maigret… Recibí el informe… Sí… No es de eso de lo que le quiero hablar, sino a causa del inventario… Supongo que estará completo, ¿no?… ¿Cómo?… Ya sé… No dudo del cuidado con que ha realizado… Sólo quiero asegurarme de que no hay ninguna probabilidad de omisión…
»… El que lo ha copiado a máquina podía haberse saltado una línea… ¿Tiene usted a mano la lista original?… Cójala… Bueno… Ahora, mire si no se menciona una bata de casa… Yo he ojeado la lista rápidamente en mi despacho, y podría habérseme escapado… Una bata de casa, sí… De hombre, eso es… Sigo a la escucha…
Oía a Moers leer la lista a media voz.
—No. No se menciona ninguna bata de casa. Además, yo estuve allí, y no he visto ninguna…
—Gracias, viejo.
El juez y él se miraron en silencio. Por fin, Maigret dijo, como si no estuviera muy seguro de sí mismo:
—Tal vez, en el punto en que nos hallamos, un interrogatorio supondría algo.
—¿Un interrogatorio, a quién?
—Es lo que me pregunto.
Y no solamente porque buscaba lo que a veces llamaba el punto de menor resistencia. Hoy interponía también una cuestión personal.
Estaba persuadido de que el juez Angelot exigiría que el interrogatorio se llevase a cabo en su despacho. Tal vez quería, incluso, hacerlo personalmente.
A Maigret le abrumaba la idea de hacer que compareciese el viejo Lachaume, con su aspecto de retrato de antepasado colgado en el salón de la planta baja. Habría que separarlo de su mujer, que apenas se podía mover. Incluso no estaba muy seguro de que el viejo Lachaume estuviese en sus cabales. Sus ojos parecían mirar al interior, y Maigret sospechaba que no vivía más que de recuerdos.
En cuanto a Catherine, se mostraría agresiva, porque era mujer de ideas fijas y no daría su brazo a torcer. Negaría contra toda evidencia, sin hacer caso, burlándose de la lógica. Bastaba con mirar su silueta encorvada, escuchar su voz demasiado aguda.
No conocía a Jean Paul; no había tenido ocasión de verle, ya que se habían apresurado a escamotearlo, metiéndole en un internado.
El muchacho, involuntariamente, hubiera podido suministrar preciosos datos, pero el comisario imaginaba la repugnancia del juez de instrucción a importunar un niño cuyo padre había muerto dos noches antes.
Quedaban Armand y Paulette.
En el caso de Armand, había que contar con sus crisis epilépticas. Arrinconado contra la pared, ¿no saldría del paso con un ataque, verdadero o falso?
—Creo que es a Paulette Lachaume a quien convendría interrogar —decidió por fin con un suspiro.
—¿Tiene usted preguntas concretas que hacerle?
—Algunas. Otras vendrán por sí solas.
—¿Desea usted que avise a su abogado?
Radel, desde luego, estaría presente. Con Angelot, sucedería todo como es debido. Maigret no renunciaba sin nostalgia a su despacho, a sus costumbres, a sus pequeñas manías, comprendida la de en un momento dado, mandar que le subiesen sandwiches con cerveza o café, o incluso ser sustituido por uno de sus inspectores y recomenzar inocentemente todo el interrogatorio.
Un día más o menos próximo todo aquello pertenecería al pasado, y el trabajo de Maigret sería llevado a cabo por Angelots educados y cubiertos de diplomas.
—Le he telefoneado esta mañana —confesó el comisario.
El juez frunció las cejas.
—¿A propósito del interrogatorio?
Estaba ya dispuesto a defender sus prerrogativas.
—No. Para pedirle los informes que le acabo de dar. He preferido recurrir a él con el fin de no molestar a la familia Lachaume.
—Alló!… Póngame con el despacho del abogado Radel, por favor… André Radel, sí… Alló!… ¿André?
La víspera, en el muelle de la Estación, Maigret no había advertido que se tuteaban.
—Dime… Tengo al comisario Maigret en mi despacho… La investigación ha llegado a un punto en que parece necesario proceder a ciertos interrogatorios… Aquí sí, desde luego… ¡No, no tengo la intención de molestar a los viejos!… A él tampoco, al menos por el momento… ¿Cómo?… ¿Qué dice el médico? ¡Ah!… Paulette Lachaume, sí… Es preferible por la mañana… De acuerdo… Espero tu llamada.
Colgó, y se creyó en la obligación de explicar:
—Hemos hecho la carrera juntos… Me dice que Armand está en la cama… Tuvo ayer tarde un ataque bastante violento… Han llamado al médico, y ahora está otra vez a su cabecera…
—¿Y Paulette?
—Radel volverá a llamar. Espera traérmela antes del mediodía.
El juez, molesto, tosía y jugaba con la plegadera.
—En el momento en que nos encontramos, me parece más legal que haga yo las preguntas y que usted no intervenga más que en caso de necesidad… Supongo que no tendrá inconveniente.
Maigret veía mil inconvenientes, pero ¿para qué hablar de ellos?
—Se hará como usted desee.
—Me parecería normal, por el contrario, que me indicase usted por escrito, antes de que llegue la testigo, los puntos sobre los cuales crea necesario insistir.
Maigret dijo que sí con la cabeza.
—Solamente una palabra en un pedazo de papel. Esto, desde luego, sin carácter oficial.
—Por supuesto.
—¿Ha recibido usted informaciones sobre la difunta mujer de Léonard Lachaume?
—Sirvió para el mismo fin que la hija de Zuber.
—¿Es decir?
—Para sostener, si es que se puede llamar así, durante cierto tiempo, la casa del muelle y la galletería. También un origen parecido. Su padre es un viejo negociante que hizo fortuna en Obras Públicas. La dote sirvió para tapar agujeros.
—¿Y la herencia?
—No ha habido herencia, porque el padre vive y es capaz de vivir todavía mucho tiempo.
Léonard primero, Armand después.
Aquel empeño de mantener a flote un negocio que, según todas las leyes económicas, hubiera debido irse a pique desde hacía tiempo, ¿no tenía algo conmovedor?
¿No existía una remota coincidencia con la actitud del inválido de guerra que había matado a su vecino porque le torturaba de la mañana a la noche poniendo la radio a viva voz?
Maigret no había citado este caso por casualidad. Había representado un papel frente al juez de instrucción, cierto; pero, en el fondo, no por eso había sido menos sincero consigo mismo.
—Alló!… Sí… ¿Qué ha dicho?… ¿Cuánto tiempo crees que le llevará eso?… ¿Hacia las once y media?… De acuerdo… ¡No! Será en mi despacho.
¿Tanto miedo tenía Radel de que el interrogatorio se llevase a cabo en el despacho de Maigret? Angelot lo había tranquilizado, como si le dijese:
«Aquí, todo sucederá en regla…».
El comisario suspiró y, levantándose, dijo:
—Estaré aquí un poco antes de las once y media.
—No se olvide de anotar las preguntas que…
—Voy a pensarlas.
El pobre Canónigo esperaba aún en el banco, resignado, entre dos policías, a que «su» juez tuviera a bien recibirle. Maigret le dirigió una mirada al pasar y, una vez en su despacho, cerró violentamente la puerta.