A Maigret le llevó algún tiempo sortear los coches, porque era la hora de salida de las oficinas. Una vez en la acera de enfrente, levantó la cabeza hacia el apartamento que acababa de dejar. El balcón de hierro se extendía todo a lo largo de la casa, partido en dos en el centro por una reja. Había caído la noche, y había luces tras la mitad de las cortinas.
La contraventana del quinto estaba entreabierta, y un hombre que se inclinaba para mirar la calle, con el cigarrillo en los labios, se echó rápidamente hacia atrás al ver al comisario.
Era el que acababa de subir y que había fruncido las cejas al cruzarse con Maigret en la puerta del ascensor, el llamado Jacques Sainval, que se dedicaba a publicidad cinematográfica.
Volvió a meterse hacia dentro. La contraventana se cerró. ¿Qué estaba en trance de decir a Véronique Lachaume, ocupada en poner la mesa?
Había un bar frente al edificio; no una taberna, sino uno de esos bares americanos, de taburetes altos y discreta iluminación, como se encuentran cada vez más en los alrededores de los Champs Elysées.
Maigret entró, y encontró, pese a la afluencia de gente, un taburete arrimado a la pared. Hacía calor. Había mucho ruido, risas femeninas, humo de cigarrillos. Una linda muchacha, de traje negro y delantal blanco, esperaba sonriente el sombrero y el abrigo de Maigret.
Cuando el barman se volvió hacia él, también con aspecto de recordar dónde lo había visto, Maigret, después de una corta vacilación, pidió:
—¡Un grog!
Luego preguntó.
—¿El teléfono?
—Abajo.
—¿Tiene usted una ficha?
—Pídasela a la encargada.
Aquélla no era la clase de sitios que frecuentaba con gusto, y en ellos se encontraba siempre un poco desorientado, porque esa clase de bares no existían en su tiempo. El revestimiento de las paredes estaba adornado con escenas de cacerías, con jinetes de chaqueta roja, y, justo encima de la barra, había suspendido un auténtico cuerno de caza.
Mientras se dirigía hacia la escalera, al fondo de la sala, notó que lo miraban. El barman lo había reconocido al fin. Tal vez, también, algunos otros. La mayor parte de las mujeres eran jóvenes. Los hombres, aunque menos jóvenes, no pertenecían a la generación del comisario.
Él también había identificado algunas caras, y se acordó de que en aquella calle, un poco más lejos, había unos estudios de televisión.
Bajó la escalera de roble; encontró, junto al guardarropa, otra linda muchacha delante de una cabina telefónica.
—Una ficha, por favor.
Había tres cabinas de cristal, pero los aparatos no eran automáticos.
—¿Qué número desea?
Tuvo que darle el de la P. J.; y la muchacha, a su vez, lo reconoció y lo miró con más detenimiento.
—Cabina 2.
—Policía Judicial al habla.
—Aquí, Maigret. Póngame con Lucas, ¿quiere?
—Un momento, señor comisario…
Tuvo que esperar; Lucas comunicaba. Al fin oyó su voz.
—Perdone, jefe. Era precisamente el juez de instrucción. Telefonea por tercera vez desde que usted ha salido, y se extraña de que le haya dejado sin noticias.
—Continúe.
—Me ha hecho una buena cantidad de preguntas…
—¿Cuáles?
—Ante todo, me preguntó si había vuelto usted al muelle de la Estación… Le dije que no lo creía… Quería saber si había usted interrogado a otros testigos… En fin, hace unos minutos, me dejó un encargo para usted… No tiene más remedio que volver a su casa para arreglarse, pues cena en la ciudad… pasará toda la noche en Balzac 23.74…
Era en el barrio de Champs Elysées, donde Maigret se encontraba en aquel momento.
—Pretende —continuó— que los interrogatorios, si piensa usted hacerlos, se lleven a cabo en su despacho…
Lucas parecía fastidiado.
—¿Eso es todo?
—No. Me preguntó dónde estaban los inspectores, lo que hacían, qué habían descubierto…
—¿Se lo has dicho?
—No. Hice como si no lo supiese. Él no parecía contento.
—¿Hay novedades?
Por el cristal veía a la encargada de teléfonos, que le miraba mientras se pintaba los labios, y a una clienta que sujetaba sus ligas delante de un espejo.
—No. Lapointe acaba de llegar. Se impacienta y querría hacer algo.
—Ponme con él.
Le venía de perlas.
—¿Lapointe? Vas a coger el coche y dirígete a Ivry. Justo enfrente del Pont National verás, en una esquina, una tienda de comestibles. No recuerdo el nombre de la mujer. Algo así como Chaudais, Chaudon o Chaudois… Lleva moño y extravía un poco un ojo. Sé amable con ella, muy cortés.
»Dile que la necesitamos un momento. Querrá ponerse de tiros largos. Encárgate tú de que no tarde demasiado. La traes a la calle de Francisco I, frente al 17 bis. Encontrarás probablemente un coche rojo al borde de la acera. Colócate cerca. Quedaos ambos en el coche hasta que yo os avise…
—Bien, jefe.
Salió de la cabina, pagó su comunicación.
—Gracias, Mr. Maigret.
Hacía tiempo que aquello ya no le hacía gracia. Arriba, los clientes habían aumentado, y una pelirroja tuvo que apartarse para dejarle sitio en su banqueta. Sentía el calor de sus caderas y el olor de su perfume.
En una mesa, un hombre de su edad, con las sienes grises y un poco calvo, rodeaba con su brazo el talle de una muchacha regordeta de apenas veinte años, y Maigret, por primera vez se sorprendió. Tal vez a causa del juez de instrucción recién salido de la escuela tenía de pronto la impresión de ser ya viejo, de ser alguien que pertenecía al pasado.
Todas aquellas muchachas que fumaban, que bebían whisky y cocktails, no eran ya para los de su generación. Algunas, hablando en voz alta, volvían la cabeza con más o menos discreción para mirarlo con curiosidad.
No tenía necesidad de inclinarse para ver las ventanas del quinto encendidas, allá arriba, detrás de las cuales pasaba a veces una sombra.
Había calculado los pros y los contras. Su primera idea había sido esperar a que Jacques Sainval saliese. La amable y gruesa Véronique Lachaume estaba enamorada, de eso no cabía duda. ¿No iba a causarle un disgusto? ¿No se arriesgaba a enemistar a los enamorados?
No era la primera vez que le detenían escrúpulos de ese tipo. Sin embargo, si su intuición era exacta, ¿no sería mejor que ella estuviera al corriente?
Bebió su vaso lentamente, tratando de imaginar lo que estaría sucediendo en el apartamento. La comida estaría servida. La pareja se habría sentado a la mesa. Les dejaría tiempo para que comiesen y, de paso, para que la tendera y Lapointe se pusiesen en camino.
—Otro… —pidió.
Todo cambia. Como en el caso de los niños que crecen, uno no se da cuenta al producirse la transformación, sino cuando ya se ha cumplido.
Su enemigo íntimo, como le gustaba llamar al juez Coméliau, estaba retirado y no era ya más que un viejo que paseaba su perro por la mañana del brazo de una señora con el cabello teñido de malva.
Maigret había empezado por ver, a su alrededor primero, después a sus órdenes, inspectores que jamás habían trabajado en la calle ni en las estaciones, sino que salían formados de las escuelas. Hoy, algunos de esos colegas, iguales a él en grado y en sueldo, apenas tenían cuarenta años. Era cierto que se habían licenciado en Derecho, generalmente con dos o tres títulos universitarios más. Ésos salían raramente de su despacho, se limitaban a enviar a sus subordinados al lugar del delito e interpretar los resultados así obtenidos.
A lo largo de su carrera habían limitado poco a poco las prerrogativas de la policía, y, en estos momentos, entre los jueces de instrucción, se llevaba a cabo un relevo. Un equipo de jóvenes deportivos reemplazaban a los Coméliau y pretendían, como el juez Angelot, dirigir la investigación desde el principio al fin.
—¿Cuánto le debo?
—Seiscientos[3].
Los precios eran también diferentes. Maigret suspiró, buscó con los ojos el abrigo; tuvo que esperar cerca de la puerta a la muchacha del vestuario.
—Gracias, Mr. Maigret.
¿Se habría mostrado el juez de instrucción tan cuidadoso de la legalidad si se hubiera tratado, por ejemplo, del Canónigo o de cualquier otro ladrón profesional, o de un descuidero del muelle de Javel?
Incluso reducidos a aquella miseria casi repugnante que había sido el espectáculo del muelle de la Estación, los Lachaume continuaban siendo patricios, una familia de grandes burgueses cuyo nombre, durante más de un siglo, se había pronunciado con respeto.
¿Continuarían los jóvenes teniéndolo en cuenta?
No eran éstas las preguntas que se hacía, pero no podía evitar que su imaginación diese vueltas alrededor de algunos puntos que le preocupaban. Hay días en que uno es más sensible que otros a ciertos aspectos del mundo: la víspera había sido Día de Difuntos.
Maigret se encogió de hombros y atravesó la calle. A través de las cortinas de tul vio a la portera y a su marido sentados delante de una mesa redonda; hizo un gesto al pasar, sin estar seguro de haber sido visto.
El ascensor le dejó en el quinto, y apretó el timbre; oyó primero voces, después pasos. Le abrió la puerta la gruesa Véronique, más sonrosada que antes, porque acababa de comer la sopa caliente, según después advirtió Maigret.
Se sorprendió de verle otra vez, pero no parecía inquieta.
—¿Ha olvidado usted algo? ¿Traía paraguas?
Miraba maquinalmente al perchero del corredor.
—No. Querría solamente decirle unas palabras a su amigo.
—¡Ah!
Véronique cerró la puerta.
—Pase. Por aquí.
No lo condujo al salón, sino a la cocina. También era blanca, con aparatos eléctricos cromados, como los que se veían en las exposiciones de objetos caseros. Estaba dividida en dos por una especie de balaustrada y, a un lado, se había dispuesto un comedor miniatura. La sopera, humeante, estaba aún sobre la mesa. Jacques Sainval tenía la cuchara en la mano.
—Es el comisario Maigret, que te quiere hablar…
El hombre se levantó, evidentemente de mala gana, y dudó si tenderle la mano. Por fin, se decidió.
—Encantado.
—Siéntese. Continúe usted comiendo…
—Iba a retirar la sopa.
—No se preocupe usted de mí.
—Haría mejor en quitarse el abrigo. Hace mucho calor.
Véronique lo llevó a la entrada. Maigret se sentó, con una pipa apagada en la mano y con la sensación de que el juez Angelot lo hubiera desaprobado severamente.
—Sólo quería hacerle un par de preguntas, monsieur Sainval. He visto su coche abajo. Es el Panhard rojo, ¿no?
—Sí.
—¿No estuvo este coche ayer por la tarde, a eso de las seis, frente al Pont National?
¿Esperaba Sainval la pregunta? No se movió; parecía buscar en la memoria.
—¿El Pont National? —repitió.
—Es el último puente antes de Ivry, un puente de ferrocarril…
Véronique, ya de vuelta, los observaba a ambos con extrañeza.
—No creo… No… Espere… Ayer tarde…
—Hacia las seis.
—No… Seguro que no…
—¿No ha prestado a nadie su coche?
El comisario tenía sus razones para ayudarle.
—Propiamente hablando, no lo presté; pero es posible que lo haya utilizado alguno de mis compañeros…
—¿Acostumbra usted dejarlo frente a su despacho?
—Sí.
—¿Con la llave de contacto?
—Es correr un riesgo, ¿no? No es corriente que roben coches tan llamativos y, por lo tanto, fácilmente identificables.
—¿Usted y sus compañeros van en domingo a la oficina?
—Ocurre con frecuencia…
—¿Estás seguro de que no mientes, Jacquot?
Fue Véronique quien le interrogó, mientras ponía el asado sobre la mesa.
—¿Por qué iba a mentir? Tú sabes que es el despacho quien paga el garaje y la gasolina… Si alguno lo necesita con urgencia y no tiene coche a mano…
—O sea que usted no conoce a Paulette.
—¿Paulette qué?
Véronique Lachaume ya no reía. Incluso se había puesto extremadamente seria.
—Mi cuñada —precisó.
—¡Ah, sí!… Recuerdo vagamente que tú me has hablado de ella…
—¿La conoce?
—De nombre.
—¿Y sabía usted que vive en el muelle de la Estación?
—Usted me lo recuerda… Había olvidado su dirección…
Maigret recordaba haber visto un teléfono en la portería. Había también uno en el salón de Véronique.
—¿Me permite dar un telefonazo?
—¿Sabe dónde está?
Dejó a Véronique en la cocina y llamó a la portería.
—Aquí, Maigret. Estoy en el quinto… Sí… ¿Quiere usted ir a la calle y mirar si ha llegado un cochecito negro?… Dentro debe de haber un hombre bastante joven y una mujer de cierta edad… Dígales, de mi parte, que hagan el favor de subir…
No había bajado la voz. La pareja, desde la cocina, había oído perfectamente. No era trabajo agradable, y él se esforzaba en hacerlo lo más limpiamente posible.
—Perdone, pero me veo obligado a hacer una comprobación…
Le pareció que los grandes ojos de Véronique, tan alegres hacía un momento, se habían humedecido. Su pecho no se agitaba al mismo ritmo. Se esforzaba por comer, pero ya no le apetecía.
—Jura que no me ocultas nada, Jacquot.
Incluso aquel «Jacquot» se había vuelto molesto.
—Te aseguro, Nique…
Era la primera vez, Véronique se lo había confesado, que tenía unas relaciones serias, y, pese a su cinismo aparente, ella debía de desear aquella clase de amor. ¿Lo había ya amenazado? ¿Había tenido siempre sus dudas sobre la sinceridad del publicista? ¿Se había cegado intencionadamente, porque a los treinta y cuatro años estaba ya cansada de jugar a la mujer de smoking y ardía en deseos de casarse como todo el mundo?
Maigret estaba pendiente del timbre. Cuando sonó, se precipitó hacia el pasillo y fue a abrir la puerta.
Como se imaginaba, la tendera se había puesto su traje de los domingos, un abrigo negro con cuello de martas y un complicadísimo sombrero. Lapointe se contentó con guiñar un ojo a su patrón, mientras decía:
—Lo hice lo más rápidamente posible.
—Pase, señora. ¿Es usted, no es cierto, quien ayer por la tarde vio un coche rojo estacionado frente a su tienda?
—Sí, señor.
—Sígame…
La tendera se detuvo a la puerta de la cocina, sin decir nada; luego, se volvió hacia el comisario, preguntándole:
—¿Qué es lo que tengo que hacer?
—¿Reconoce usted a alguien?
—Desde luego.
—¿A quién?
—A ese señor que está comiendo.
Maigret fue a descolgar el impermeable y el sombrero de Sainval.
—También los reconozco. Además, ya en la calle reconocí su coche. Tiene una abolladura en el ala derecha.
Sin llorar, con los dientes apretados, Véronique Lachaume se levantó y fue a colocar su plato en el fregadero. Su amigo también dejó de comer; dudó si permanecer sentado; luego, se levantó murmurando:
—¡De acuerdo!
—¿De acuerdo en qué?
—Era yo.
—Gracias, señora. Lapointe, puedes llevártela. Procura que firme a toda prisa una declaración.
Cuando no hubieron quedado más que tres, Véronique, con voz un poco ronca, dijo:
—¿No les daría igual, a ambos, ir a discutir sus asuntillos fuera de la cocina? En el salón, si quieren…
Maigret comprendió que ella tenía ganas de quedarse sola, tal vez para llorar. Él le había estropeado la noche, sin duda para mucho tiempo. La cena para dos había terminado mal.
—Venga…
Evitó cerrar la puerta, considerando que la señorita Lachaume tenía derecho a escuchar.
—Siéntese, Mr. Sainval.
—¿Me permite fumar?
—Se lo ruego.
—¿Se da usted cuenta de lo que acaba de hacer?
—¿Y usted?
El amante de Véronique tenía todo el aspecto de un colegial que, sorprendido en la preparación de una trastada, adquiere un semblante mohíno y socarrón.
—Por lo pronto, puedo asegurarle que está usted equivocado.
Maigret se sentó frente a él y se puso a llenar la pipa. Callaba, evitando así dar más facilidades a su interlocutor. Se daba cuenta de que esto era un poco injusto. El juez de instrucción no estaba delante, y Sainval, por su parte, no exigía la presencia de su abogado.
Debía de pasar por buen mozo a los ojos de algunas mujeres, pero de cerca, y sobre todo en aquel momento, estaba avejentado. Sin la seguridad que generalmente fingía, se le notaba débil e indeciso. Hubiera estado más a gusto y en su sitio en el bar americano de enfrente.
—He leído el periódico, como todo el mundo, y me imagino lo que usted piensa.
—No pienso todavía nada.
—Entonces, ¿por qué ha hecho subir a esa mujer a quien no conozco?
—Para obligarle a usted a reconocer que estuvo ayer en el muelle de la Estación.
—Y eso, ¿qué prueba?
—Nada, sino que conoce usted a Paulette Lachaume.
—¿Y qué más?
Recobraba la seguridad. Más exactamente, se esforzaba en aparentarlo.
—Conozco cientos de mujeres, y jamás he oído decir que eso sea un delito.
—Yo no le acuso a usted de ningún delito, monsieur Sainval.
—Sin embargo, usted ha venido aquí a casa de mi amiga, sabiendo que…
—Que le ponía en una situación embarazosa. Porque presumo que usted no le había hablado de sus relaciones con Paulette Lachaume, ¿no?
El otro se calló, y bajó la cabeza. De la cocina venían ruidos de platos, de cubiertos. Aparentemente, Véronique no escuchaba.
—¿Desde cuándo la conoce usted?
Sainval buscó una respuesta; se preguntaba aún si debía o no debía mentir. Entonces fue Véronique quien intervino, probando así que había estado siguiendo la conversación.
—Fue culpa mía, Mr. Maigret. Ahora ya lo sé. No he sido más que una grandísima boba, y hubiera debido esperar lo que me ocurre…
¿Había estado llorando en la cocina? No mucho; lo suficiente, sin embargo, para enrojecerle los ojos. Tenía un pañuelo en la mano, y su nariz continuaba húmeda.
—Cuando usted vino la primera vez, yo le he dado, sin saberlo, la respuesta a su pregunta. Recordará usted que, hace un mes y medio o dos meses, me pareció reconocer a mi cuñada en la sala. Jacques me había ido a buscar aquella tarde, como suele hacer con frecuencia.
»No sé por qué le hablé de ella, ya que nunca le había contado nada de mi familia.
»No recuerdo exactamente cómo fue. Me parece que le dije:
»—Mi hermano se sorprendería si supiera los lugares que frecuenta su mujer…
»O algo parecido… Jacques me preguntó lo que hacía mi hermano, y yo creí gracioso responder:
»—Galletas.
»Estábamos muy alegres. Caminábamos, en la noche, cogidos del brazo.
»—¿Es pastelero?
»—No exactamente. ¿No has oído hablar nunca de las galletas Lachaume?
»Y como aquello no le dijera nada, agregué:
»—Su mujer vale lo menos doscientos millones; puede que más.
»¿Comprende usted, ahora?
Maigret comprendía, pero necesitaba saber más.
—¿Le hizo preguntas sobre su cuñada?
—Inmediatamente, no. Eso vino después, un pregunta por aquí, otra por allá, sin darle importancia…
—¿Habían hablado ya de casarse?
—Desde hacía unas semanas y, más o menos, seriamente.
—¿Continuaron hablando del asunto?
—Yo daba por descontado que aquello estaba decidido de una vez por todas.
Sainval, tratando de ser convincente, murmuró:
—Yo no he cambiado nunca de parecer.
—Entonces, ¿por qué te las has arreglado para conocer a mi cuñada?
—Por curiosidad… Sin ninguna razón… Y, además, está casada… Por lo tanto…
—Por lo tanto, ¿qué?
—No podía tener ningún interés en…
—¿Me permite? —interrumpió Maigret—. Me gustaría hacer, por mi parte, algunas preguntas más precisas. Dígame, Mr. Sainval, ¿dónde y cuándo ha hablado usted con Paulette Lachaume?
—¿Desea la fecha exacta?
—Paso por alguna inexactitud.
—Fue un jueves, hace aproximadamente cuatro semanas, en un salón de té de la calle Royal…
—¿Frecuentas los salones de té, ahora? —dijo Véronique con sorna.
Ella no se hacía ilusiones. No se agarraba a un clavo ardiendo. Sabía que aquello había terminado, y no le guardaba rencor a su compañero. Sólo se acusaba a sí misma.
—No creo que la haya encontrado allí por azar —insistió Maigret—. Ha tenido que seguirla, tal vez desde su domicilio. ¿Cuánto tiempo llevaba usted acechándola?
—Era el segundo día.
—O, dicho de otro modo, se había puesto usted en guardia, desde mediodía, en su coche, en el muelle de la Estación, con el fin de conocerla.
Sainval no negaba.
—Paulette salió, probablemente en su Pontiac azul, y usted la siguió.
—Dejó el coche en la plaza Vendôme, y se fue a hacer sus compras a la calle Saint-Honoré.
—¿Se acercó a ella en el salón de té?
—Sí.
—¿Pareció sorprendida?
—Mucho.
—De lo que usted dedujo que no tenía la costumbre de que se le hiciera la corte, ¿no?
Todo aquello era verosímil.
—¿Cuándo la llevó a su casa?
—No la llevé a mi casa —protestó Sainval.
—¿A una casa de citas?
—No. Un amigo me dejó su apartamento.
Véronique intervino de nuevo, con ironía.
—¿Comprende, Mr. Maigret? Para mí, la calle Ponthieu era suficiente. Pero, para una mujer dueña de algunos cientos de millones, se necesitaba un lugar más elegante. ¿Dónde era eso, Jacques?
—En casa de un inglés que no conoces, en la Isla de Saint-Louis.
—¿Se vieron allí con frecuencia?
—Con bastante frecuencia.
—¿Todos los días?
—Sólo al final.
—¿Por la tarde?
—A veces también por la noche.
—¿Ayer?
—Sí.
—¿Qué sucedió ayer por la tarde?
—Nada de particular.
—¿De qué se habló entre ustedes?
Otra vez Véronique:
—¿Cree que habrán tenido tiempo para hablar?
—Responda, Sainval.
—¿La ha interrogado usted a ella?
—Todavía no.
—¿Lo va a hacer?
—Mañana por la mañana, en el despacho del juez de instrucción.
—Yo no maté a su cuñado. Por lo demás, no tenía ninguna razón para hacerlo.
Calló un momento, preocupado, y añadió en voz baja:
—Ella tampoco.
—¿Había visto usted alguna vez a Léonard Lachaume?
—Lo vi salir de su casa una vez que estaba esperando a Paulette en el muelle.
—Y él, ¿le vio a usted?
—No.
—¿Dónde cenó usted ayer con Paulette?
—En un restaurante del Palais-Royal. Puede usted comprobarlo. Teníamos una mesa en el entresuelo.
—Conozco el sitio —interrumpió Véronique—. Se llama Chez Marcel. Me llevó también a mí, también al entresuelo, tal vez a la misma mesa, en el rincón de la izquierda. ¿Es así, Jacques?
Él no respondió.
—Al abandonar ayer el muelle de la Estación, ¿no notó usted que le iba siguiendo otro coche?
—No. Estaba lloviendo. No miré siquiera por el retrovisor.
—¿Se dirigieron inmediatamente al apartamento de la Isla de Saint-Louis?
—Sí.
—¿Volvió a llevar a Paulette a su casa?
—No. Se empeñó en tomar un taxi.
—¿Por qué?
—Porque por la noche, en el muelle desierto, un coche rojo destaca demasiado.
—¿Tenía mucho miedo de que la vieran con usted?
Parecía que Sainval no sabía adónde iba a parar Maigret, o, más exactamente, se preguntaba qué trampa podían ocultar sus preguntas.
—Supongo. Es bastante natural.
—Creo, sin embargo, que las relaciones con su marido eran más bien frías.
—No tenían relaciones íntimas desde hacía años, y dormían separados. Armand no está bien de salud.
—¿Ya le llama usted Armand?
—De alguna forma hay que llamarle.
—En resumidas cuentas, sin haber puesto nunca los pies en la casa de los Lachaume, usted se considera ya un poco de la familia, ¿no?
Véronique habló y esta vez lo hizo resueltamente:
—Escúchenme ambos. No vale la pena estar jugando al gato y al ratón. Ustedes, tanto uno como otro, saben lo que ha pasado. Yo también, desgraciadamente, y no soy más que una grandísima idiota.
»Aunque acostumbre frecuentar el Fouquet’s, el Maxim’s y los demás sitios “bien”, Jacques no es más que un buscador de ocasiones, y no posee más que su coche, en el caso de que lo haya pagado.
»Yo había advertido ya que tiene cuentas pendientes en bares y restaurantes. Cuando me encontró, se dijo que una chica a mi edad, que siempre había trabajado, debía tener algunos ahorros, y tuve la mala suerte de traerlo aquí y contarle que acababa de comprar el apartamento. Esto es cierto. Estoy en mi casa. Incluso estoy a punto de hacerme una casita a orillas del Marne.
»Esto le pareció magnífico, y entonces, sin que yo le pidiese nada, me habló de matrimonio.
»Mi error es que he tenido la estúpida idea de contarle la historia de mi cuñada y sus millones…
—Jamás he aceptado dinero de las mujeres —dijo Sainval con una voz infantil.
—Es como yo digo. A él no le interesaba sacarle pequeñas cantidades. En cambio, si se casaba con ella…
—Ella está casada.
—¿Para qué sirve el divorcio? Reconoce que habéis hablado de ello.
Sainval vacilaba, no sabiendo ya a qué santo encomendarse. ¿No le había anunciado Maigret que al día siguiente iba a interrogar a Paulette?
—Yo no lo tomé en serio. Sólo puse un dedo en el engranaje, por curiosidad…
—Luego, ella empezó a tramitar el divorcio… Y, para que no le fuese concedido con pronunciamientos en contra, evitaba que la viesen con él. ¿Ha comprendido usted, Mr. Maigret?… No le guardo rencor por haber provocado este desenlace… No es culpa suya… Usted buscaba otra cosa… A veces, persiguiendo un venado, sólo se caza un conejo.
»Tú, Jacquot, ¿serías tan amable de llevarte de aquí tu bata y tus zapatillas y enviarme mis cosas…?
»Pronto será hora de irme a trabajar y tengo todavía que vestirme. ¡Las señoras me esperan!
Rió con una risita nerviosa que sacudía su pecho.
—¡Esto me enseñará! Sin embargo, comisario, se equivocaría usted si sospechase que fue Jacques quien mató a Léonard… Ante todo, no veo por qué iba a haberlo hecho… Además, aquí entre nosotros, es un falso duro… Se hubiese desinflado antes de escalar el muro… Excúseme que no le haya ofrecido nada…
De repente, los ojos de Véronique se llenaron de lágrimas, contra su voluntad; no trató de volver la cabeza. Dijo de sopetón, con voz velada:
—Lárguense ambos… Ya es hora de arreglarme…
Los empujó hacia el pasillo, hacia el perchero. En el descansillo, Sainval se volvió.
—¿Mi bata y mis zapatillas?
Ella, en lugar de irlas a buscar, respondió:
—¡Ya te las enviaré, no pases cuidado! No le van a servir a nadie.
La puerta se cerró; Maigret juraría que había oído un sollozo, uno solo, seguido de pasos precipitados.
Sainval y él esperaron, en silencio, la llegada del ascensor. Sainval dijo, al entrar en la cabina:
—¿Se da usted cuenta de lo que ha hecho?
—¿Y usted? —respondió Maigret, al mismo tiempo que encendía la pipa.
¡Ese idiota de juez que hubiera querido seguir la encuesta de cabo a rabo! ¿Por simple gusto, quizá?