En el fondo —y su mujer debía de sospecharlo desde hacía tiempo—, si Maigret, cuando estaba metido en una investigación, volvía a su casa raramente a la hora de las comidas, no era tanto por ganar tiempo como para permanecer metido en sí mismo, al modo de un dormilón que, por la mañana, se enrosca, envuelto en las mantas, para mejor impregnarse de su propio calor.
Era la intimidad de los otros, en resumidas cuentas, lo que Maigret respiraba, y ahora, por ejemplo, en la calle, con las manos en los bolsillos de la gabardina, la lluvia en la cara, permanecía sumido en la deprimente atmósfera del Muelle de la Estación.
¿No era natural que le repugnase volver a su casa, volver a encontrar su habitación, su mujer, sus muebles, todo un orden de cosas definitivo y sin la menor relación con unos Lachaume más o menos degenerados?
Ese replegamiento sobre sí mismo y otras manías, incluido su legendario mal humor de aquellos momentos, su espalda abombada y su aspecto malhumorado, formaban parte de una técnica que había perfeccionado inconscientemente con los años.
Por ejemplo, si acabó por entrar en una cervecería alsaciana, donde se sentó en una mesa cercana al ventanal, no era por casualidad. Necesitaba, aquella tarde, sentir los pies bien sentados en la tierra. Le hubiera gustado sentir su peso, saberse impermeable al exterior.
Le gustaba que la camarera, en traje regional, fuese fuerte y sana, sonriente, con cabello rubio y ondulado, libre de complicaciones psicológicas. En el mismo orden de ideas, encontraba natural pedir chucrut, que allí servían abundante y bien guarnecido, con salchichas relucientes y ensaladilla de un rosa inocente.
Hecho su pedido —incluida la cerveza, que era de cajón—, fue a telefonear a su mujer, cuya curiosidad se reducía a tres breves preguntas.
—¿Asesinato?
—Algo parecido.
—¿Dónde?
—Ivry.
—¿Difícil?
—Creo.
No le preguntó si iría a comer, sabiendo de antemano que tal vez iba a estar uno o dos días sin volver a verlo.
Comió maquinalmente, vació dos medios bocks, bebió su café mirando la lluvia, que seguía cayendo, oblicua, casi horizontal, y a los transeúntes que caminaban inclinados hacia delante y sostenían sus paraguas como si fueran escudos.
Había olvidado la rigidez de su cuello. Debía de haberse disipado con el movimiento. Cuando, poco después de dos horas, regresó a su despacho, le esperaban varias noticias.
Tuvo tiempo de ponerse cómodo, de llenar una nueva pipa. La estufilla de hierro del Muelle de la Estación le hizo echar de menos la estufa casi idéntica que había tenido en su despacho mucho tiempo después de que se instalase la calefacción central en el Quai des Orfèvres. La administración había terminado por llevársela.
Durante años se había sonreído de su manía de atizarla veinte veces al día; porque le gustaba ver la lluvia de cenizas incandescentes, lo mismo que le gustaban los ruidos provocados por las ráfagas de viento.
La primera noticia que cayó bajo sus ojos procedía de uno de los inspectores de Ivry.
Una tal Mélanie Cacheux, asistenta, que vivía en la casa vecina de los Lachaume, había ido a ver a su hermana, la víspera, a la calle de Saint-Antoine. Había comido allí y había vuelto en metro a las nueve de la noche.
Ya cerca de su domicilio, había visto el Pontiac azul delante de la galletería. Léonard Lachaume trataba de abrir la puerta de dos hojas, y, mientras ella buscaba la llave en el bolso, él se había sentado en el coche y lo había llevado hacia el patio.
No le había hablado porque, aunque vivía en el muelle desde hacía quince años, no mantenía ninguna relación con los Lachaume, a quienes sólo conocía de vista.
El inspector había insistido. Mélanie Cacheux estaba segura de que se trataba de Léonard, el mayor de los hijos. Agregó lo que Maigret sabía ya:
—Además, su hermano no conduce nunca.
¿Había vuelto a salir Léonard Lachaume?
En todo caso, no en aquel momento. La mujer vivía en el primer piso. Su habitación daba al muelle. Había aprovechado su salida para ventilarla. A la vuelta, se había dirigido hacia la ventana y había oído cómo las pesadas hojas del portal vecino se cerraban, y también el rechinamiento familiar de los cerrojos. Maquinalmente, había echado un vistazo a la acera, y no había visto a nadie.
La segunda nota era del inspector Bonfils, enviado por Maigret al canal de Saint-Martin. Había vuelto a encontrar al Twee Gebroeders, que descargaba ladrillos. Bonfils, después de recorrer muchas tabernas, encontró a Jef Van Cauwelaert, que parecía dispuesto a continuar la fiesta de la noche anterior.
Jef había subido muchas veces al puente durante la tarde y la noche. No era él, sino su hermano, quien tocaba el acordeón. Una de las veces había oído ruido en el muelle. Un ruido extraño, que le había hecho levantar la cabeza mientras vomitaba.
—Como si se aplastasen cristales, ¿no es así?
Venía del muro de la galletería. No había visto nadie en la acera, nadie a lo largo de la tapia.
Sí, estaba seguro de haber visto una cabeza que sobresalía; la cabeza de alguien que, en el patio, estaba sin duda subido a una escalera.
¿A qué distancia de la casa? A unos diez metros, poco más o menos. Y, en aquel momento, Jef Van Cauwelaert no llevaba ingeridos más de cinco o seis vasos de ginebra.
Maigret buscó el plano que el gabinete de Identificación Judicial había trazado. El sitio donde aparecieron rotos los vidrios de botella, sobre el caballete del muro, estaba marcado con una cruz, a unos doce metros de la casa. Ahora bien, había un farol a menos de tres metros, lo que hacía verosímil la declaración del marinero.
Bonfils había insistido en la cuestión de la hora, queriendo asegurarse de que no había sido ninguna de las otras veces que el hombre había subido al puente cuando había presenciado el incidente.
—Es fácil de saber, porque aún no se había servido la cena.
Bonfils había vuelto a bordo para interrogar a la mujer de Jef. La cena se había servido hacia las diez y media.
Maigret tomaba nota, sin tratar de poner las informaciones en orden y sacar sus consecuencias.
Ojeó un tercer mensaje, también de Ivry, algunos minutos posterior al primero. Estos pedazos de papel, en que no había escritas más que unas líneas, representaban muchas horas de trabajo, idas y venidas bajo la lluvia, y un número impresionante de personas a quienes se hacían preguntas que les parecían ser absurdas.
A las seis de la tarde, siempre la víspera —había que volver atrás—, una tal madame Gaudois, que tenía una tienda de ultramarinos de barrio justo enfrente del Pont National, había visto un coche deportivo de color rojo, estacionado a unos metros de su tienda. Se había dado cuenta de que el limpiaparabrisas funcionaba, y de que había un hombre sentado al volante. El hombre, que leía un periódico, había encendido la luz interior. Parecía esperar a alguien.
El coche permaneció allí mucho tiempo. Madame Gaudois, echando cuenta de los clientes que había despachado durante el estacionamiento del coche, calculaba una espera de veinte minutos.
No. El hombre no era muy joven. Unos cuarenta años. Llevaba una gabardina amarillenta. Lo había visto mejor cuando, impaciente, había salido del coche y había paseado por la acera. Incluso se había parado en determinado momento, ante el escaparate de ultramarinos.
Llevaba un sombrero marrón. Tenía bigotito.
No era uno de los Lachaume; ni Mr. Léonard ni Mr. Armand. Ella conocía a ambos de vista. Incluso la vieja Catherine compraba a veces en su tienda, y le debía dinero. Esa gente tenía deudas en todas las tiendas del barrio.
La tendera había oído los pasos de una mujer con zapatos de tacón muy alto. La luz del escaparate iluminaba una parte de la acera, y ella estaba segura de que era Paulette Lachaume quien se había reunido con el hombre, incluso de que llevaba un abrigo de pieles y un sombrero beige.
El del automóvil había abierto la portezuela. Paulette Lachaume se había agachado para entrar, porque el coche era muy bajo.
—¿No recuerda la marca?
Ella no entendía de marcas. Nunca había tenido coche. Era viuda y…
El inspector había llevado su celo profesional hasta mostrarle prospectos de coches diferentes.
—¡Se parecía a éste! —había dicho la tendera, señalando un Panhard.
Eso era todo, además de un periódico de la tarde en el que Lucas había encuadrado de azul una información de unas líneas.
CRIMEN DE UN LADRÓN
La noche pasada, un ladrón se introdujo en una casa del muelle de la Estación, en Ivry, habitada por la familia Lachaume, y, sorprendido por el mayor de los hijos, Léonard Lachaume, disparó sobre él.
Hasta esta mañana la familia no descubrió el cadáver, y…
Los detalles vendrían más tarde. A estas horas, debía de rodear la casa de Ivry su buena docena de periodistas.
Maigret, tranquilo en su despacho, donde el humo de la pipa empezaba a formar una nube azul a la altura de su frente, ponía estas informaciones en su sitio.
A las seis, y esto venía a confirmar lo que ya sabía, Paulette Lachaume había dejado la casa del muelle vestida con un abrigo de pieles y sombrero beige. No había usado su coche, sino que se había dirigido, apresuradamente y a pie, al Pont National, a unos doscientos metros, donde la esperaba un hombre en un coche deportivo rojo que parecía ser un Panhard.
Aproximadamente hacia la misma hora, su coche, el Pontiac azul, estaba delante de la galletería.
No había ninguna indicación precisa sobre el momento en que este coche había sido utilizado.
Se sabía solamente que a las siete ya no estaba allí y que, alrededor de las nueve, Léonard Lachaume lo había conducido al garaje del fondo del patio, y lo había dejado allí.
… ¿A qué hora cenaban los Lachaume? Normalmente, debían de ser seis a la mesa, puesto que Jean Paul todavía se hallaba internado en el colegio.
Seguramente que Paulette faltó aquella noche. Léonard también, casi seguro.
No había, pues, en el comedor, más que los dos viejos, Armand y el muchacho.
Alrededor de las diez, el marinero del Twee Gebroeders oyó un ruido de cristal machacado encima de la tapia, y divisó una cara.
Paulette volvió a las once y media, se ignoraba por qué medios. ¿Había cogido un taxi? ¿Le había vuelto a llevar el coche rojo hasta su casa?
Cuando se encontraba en el pasillo del primer piso, su cuñado, en bata y pijama, entreabrió su puerta y le dio las buenas noches.
¿Estaba ya dormido Armand? ¿Había oído regresar a su mujer?
Una vez en camisón y bata, Paulette se había dirigido hacia el cuarto de baño común, al final del pasillo, y había visto luz por la rendija de la puerta de Léonard.
Después, según costumbre, había tomado un somnífero y no se había despertado hasta por la mañana, sin haber oído nada.
El resto era más hipotético, salvo la hora de la muerte de Léonard, que el doctor Paul situaba entre dos y tres de la mañana.
¿Cuándo y cómo había bebido la cantidad considerable de alcohol que indicaban el examen del estómago y el análisis de sangre?
Maigret buscó el primer informe de los técnicos. Contenía un inventario minucioso de lo que había en la habitación del muerto, incluyendo una descripción de los muebles, tapicerías y objetos. No se hacía mención de botellas ni de vasos.
—Póngame con el doctor Paul, por favor. A estas horas debe de estar en su casa.
Estaba de vuelta de un almuerzo en la ciudad, que le había puesto de excelente humor.
—Aquí Maigret. Me pregunto si podría usted aclararme un punto. Se trata del alcohol encontrado en el cuerpo de Léonard Lachaume.
—Por lo menos el del estómago era coñac —respondió Paul.
—Lo que me interesaría saber es hacia qué hora fue ingerido ese alcohol. ¿Tiene usted idea?
—Podría incluso precisarlo, con media hora de error, según las fórmulas científicas, porque el organismo elimina alcohol a un ritmo regular, aun cuando este ritmo varíe un poco según las personas. Parte del alcohol encontrado en la sangre fue ingerido a primera hora de la tarde, o quizá antes, pero es la menos considerable. En cuanto al coñac que se encontraba todavía en el estómago en el momento de la muerte, había sido tomado bastante después de la última comida. Yo diría, para dejar un margen bastante grande, entre once de la noche y una de la madrugada. En fin, si me pide usted que fije la cantidad, no puedo hacerlo con tanta precisión, pero calculo, sin embargo, hacia un cuarto de litro.
Maigret quedó un momento silencioso, asimilando esta información.
—¿Es eso todo lo que quería usted saber?
—Un momento, doctor. Después de la autopsia, ¿diría usted que Léonard era un buen bebedor, o quizá un borracho?
—Ni lo uno ni lo otro. El hígado y las arterias están perfectamente. He descubierto tan sólo que el hombre estuvo un poco tuberculoso en su niñez, tan vez sin saberlo, como ocurre con más frecuencia de lo que se cree.
—Muchas gracias, doctor.
Léonard Lachaume había dejado la casa del muelle en un momento indeterminado, en cualquier caso después de su cuñada, puesto que el Pontiac estaba aún arrimado a la acera en el momento en que ella salió para reunirse con un desconocido.
Podía haber salido inmediatamente después que ella, o más tarde. Sin embargo, con toda seguridad, a las nueve estaba de vuelta.
A aquella hora, no todos debían de estar acostados en la casa. ¿Jean Paul, tal vez? No era seguro. También era poco probable que Léonard se hubiera ido a su habitación sin pasar antes por el salón.
Por consiguiente, había habido contacto entre él, su hermano, y los dos viejos, al menos durante cierto tiempo, mientras que en la cocina Catherine se ocupaba en lavar la loza.
¿Había empezado Léonard a beber a partir de aquel momento? ¿De qué habían hablado? ¿Cuándo habían subido los padres al piso superior?
Sin el celo y la obstinación del juez Angelot, que le había impedido interrogar a la familia a su gusto, Maigret lo sabría, sin duda.
¿Se habían quedado solos los dos hermanos? ¿Qué hacían en aquellas ocasiones? ¿Leía cada uno en su rincón? ¿De qué charlaban?
No era en su habitación donde Léonard había bebido coñac, puesto que no se había encontrado ni vaso ni botella.
O Armand se había ido a acostar el primero, dejando al mayor en el salón, o este último había vuelto al salón más tarde.
Léonard no era un borracho; Paul, que había despedazado miles de cadáveres en el curso de su carrera, lo había asegurado, y Maigret había llegado a tener confianza en él.
Ahora bien, entre once de la noche y dos de la madrugada, el mayor de los Lachaume se había bebido su buen cuarto de litro de coñac.
¿Dónde se guardaba el alcohol en la casa? ¿En el mueble del salón o del comedor? ¿Había bajado Léonard a la bodega?
A las once y media o doce, cuando regresó su cuñada, él estaba en su habitación.
¿Había bebido ya? ¿Lo había hecho después?
Los inspectores, diez por lo menos, continuaban yendo y viniendo bajo la lluvia, tocando timbres, preguntando a la gente y esforzándose por reavivar recuerdos.
Otras informaciones vendrían a añadirse a las que Maigret poseía ya, que casarían o no con las primeras.
Le vinieron ganas de levantarse, de ir a dar una vuelta al despacho de inspectores para intercambiar ideas, cuando sonó el timbre del teléfono.
—Una tal madame Boinet insiste en hablarle personalmente.
El nombre no le decía nada.
—Pregúntale de qué se trata.
Como su nombre aparecía con demasiada frecuencia en los periódicos, algunos desconocidos pretendían hablarle en persona a toda costa, para cuestiones que no le concernían en nada, como un perro perdido o una renovación de pasaporte.
—Alló! Dice que es la portera de la calle Francisco I.
—Que se ponga… Alló!… Buenos días, señora… Aquí Maigret.
—No es nada fácil llegar hasta usted, señor comisario, y temía que no le diesen el recado. Quería decirle que ella acaba de llegar.
—¿Sola?
—Sí. Con las manos llenas de provisiones, lo cual quiere decir que tiene intención de comer en su casa.
—Voy en un vuelo.
Volvió a preferir tomar un taxi a uno de los coches negros demasiado conocidos de la P. J. Comenzaba a oscurecer. Dos embotellamientos le demoraron en la calle de Rivoli, y tardó diez minutos en atravesar la plaza de la Concorde, donde los techos mojados de los coches parecía que se tocaban.
Después, cuando hubo entrado en el portal del 17 bis, la portera entreabrió la puerta.
—Quinto izquierda. Puedo adelantarle que, entre otras cosas, ha comprado puerros.
Maigret le dirigió una mirada de complicidad, y evitó entrar en la portería, porque le había parecido ver al marido y no tenía ganas de perder el tiempo en charlas.
La casa era lujosa; el ascensor lento, pero silencioso. En el quinto no se veía ninguna indicación sobre la puerta izquierda; Maigret pulsó el timbre y oyó pasos que venían de bastante lejos, atenuados por la moqueta.
Le abrieron sin desconfianza. No era a él a quien se esperaba. La mujer que lo recibió frunció las cejas, como buscando un rostro en su memoria.
—¿No es usted…?
—Comisario Maigret.
—Ya me parecía haber visto su cara en alguna parte. En el primer momento creí que había sido en el cine; pero fue en los periódicos. Pase.
Maigret estaba confundido, porque el aspecto de Véronique Lachaume no coincidió sino lejanamente con la descripción hecha por la portera. Aunque era metidita en carnes, incluso francamente gruesa, no llevaba traje masculino, sino una bata muy vaporosa, y la habitación a donde le llevó, más que un salón, parecía un tocador.
Todo era blanco, las paredes, el raso de los muebles; alterado por el azul de alguna porcelana y el rosa viejo de la gruesa alfombra de lana: armonía que hacía pensar en un cuadro de Marie Laurencin.
—¿Qué es lo que le asombra? —preguntó ella señalándole una butaca.
No se sentaba, a causa de su abrigo mojado.
—Quítese el abrigo, y démelo.
Fue a colgarlo a la entrada. En un punto, al menos, la portera no se había equivocado: de la cocina venía ya un fuerte olor a puerros.
—No esperaba que la policía estuviese aquí tan pronto —advirtió ella sentándose frente a Maigret.
Su gordura, en lugar de afearla, la hacía apetecible y muy simpática, y Maigret se imaginó que muchos debían encontrarla deseable. Ella no coqueteaba ni se tomaba el trabajo de taparse las piernas, que habían quedado al descubierto.
Sus pies, con las uñas pintadas, hacían juego con las babuchas adornadas de blanco.
—Puede usted fumar su pipa, señor comisario.
Ella cogió un cigarrillo de una cajita, se levantó para buscar las cerillas, y volvió a sentarse.
—Lo que me sorprende un poco es que la familia le haya hablado de mí. Tuvo que haberlos acribillado a preguntas para que se hayan resignado, porque, para ellos, yo soy la oveja negra, y supongo que mi nombre debe de ser tabú en la casa.
—¿Está usted al corriente de lo que sucedió la noche pasada?
Ella le señaló un periódico abierto, abandonado en una silla.
—No sé más que lo que acabo de leer.
—¿Fue al llegar aquí cuando lo ha hojeado usted?
No dudó más que un instante.
—No. En casa de mi amigo.
Añadió, sin darle importancia:
—Como usted sabe, tengo treinta y cuatro años y soy una solterona.
Se hubiera dicho que su pecho grande, cubierto apenas por la bata blanca, estaba animado por una vida personal y vibraba a medida de su humor. Maigret hubiera hablado de buena gana de un pecho alegre e infantil, más que voluptuoso.
Los ojos eran prominentes, de un azul constante, llenos, al mismo tiempo, de malicia e ingenuidad.
—¿No le sorprendió que no haya corrido al muelle de la Estación? Le confieso que probablemente no iré al entierro. No me han invitado al matrimonio de mis hermanos, ni a los funerales de mi primera cuñada. Ni se me anunció el nacimiento de mi sobrino. Como usted ve, es una ruptura completa.
—¿No lo había querido usted así?
—Marché por mi voluntad, desde luego.
—¿Por una razón concreta? Si no me equivoco, tenía usted dieciocho años.
—Y la familia quería casarme con un metalúrgico. Le advierto que, aun sin eso, hubiera marchado de todas maneras, quizá algo más tarde. ¿Estuvo usted allí?
Maigret dijo que sí con la cabeza.
—Me imagino que la casa seguirá igual. ¿Es todavía tan siniestra? Lo que más me sorprende es que el ladrón no hubiera cogido miedo. O estaba borracho, o no había visto la casa a plena luz.
—¿Usted cree en el ladrón?
—El periódico… —contestó ella.
Su frente se arrugó.
—¿Es que no es así?
—No estoy seguro. Su familia no es muy explícita.
—Yo conocí tardes, cuando era joven, en las que no se habían pronunciado diez frases. ¿Cómo es mi cuñada?
—Bastante bonita, en lo que he podido juzgar.
—¿Es cierto que es muy rica?
—Mucho.
—¿Sabe usted ya lo que pasa?
—Espero que acabaré por saberlo todo.
—He leído lo que los periódicos decían de ella cuando se casó. He visto fotografías. Compadecí a la pobre chica, después de haberme puesto a reflexionar.
—¿A qué conclusiones ha llegado usted?
—Si hubiera sido fea, me lo explicaría mejor. Fue su padre, en definitiva, quien me ha dado tal vez la clave. Tuvo algunas contrariedades, ¿no es así? Salió de la nada. Cuentan que, en sus comienzos, conducía un carricoche de granja en granja, y que no sabía leer ni escribir. Ignoro si su hija se educó en un convento. Fuese en un convento, o en cualquier otra escuela, la hija ha debido de llevar una vida dura.
»Para algunos, sobre todo en Ivry, Lachaume es todavía un apellido respetable. La casa del muelle sigue siendo una especie de fortaleza. ¿Comprende usted lo que le quiero decir?
»Los Zuber, padre e hija, se introdujeron de golpe en la alta burguesía…
Maigret lo había pensado ya.
—Supongo que lo pagó caro —continuó—. ¿No quiere usted un trago?
—Gracias. ¿No ha vuelto usted a ver, en estos últimos tiempos, a ningún miembro de la familia?
—A ninguno.
—¿No ha vuelto usted por allí?
—Más bien daría un rodeo para no pasar delante de una casa que me trae tan malos recuerdos. Sin embargo, tal vez mi padre sea un buen hombre. Él no tiene la culpa de haber nacido Lachaume y de ser como es.
—¿Y Léonard?
—Léonard era mucho más Lachaume que él. Fue Léonard el que quería a toda costa que me casase con el negociante de metales, un tipo horrible, y me hablaba de aquella boda en el tono de un rey que explica a sus hijos su deber de asegurar la continuación dinástica.
—¿Conocía usted a su primera cuñada?
—No. En mis tiempos, mi hermano, pese a sus esfuerzos, aún no había encontrado un buen partido. Yo fui la primera a quien se le pidió el sacrificio. En cuanto a Armand, era la época en que estaba enfermo. Nunca estuvo bien de salud. No obstante, durante aquel tiempo, joven todavía, era ya una mala copia de Léonard. Se imponía la obligación de imitar sus gestos, sus actitudes, su voz. Yo me burlaba de él. En el fondo, es un pobre diablo…
—¿Usted no tiene idea de lo que ha podido pasar la noche última?
—Ninguna. No olvide que yo sabía menos que usted. ¿Es que no fue verdaderamente un ladrón?
—Lo dudo cada vez más.
—¿Quiere usted decir que el crimen ha sido cometido por alguien de la casa?
Ella reflexionó, y su conclusión fue, al menos, inesperada:
—¡Es risible!
—¿Por qué?
—No sé. Se necesita cierto valor para matar, y yo no veo que en la familia…
—¿Dónde estuvo usted la última noche?
Ella no se ofuscó.
—Me extraña, ahora, que no me haya hecho la pregunta antes. Estaba detrás del mostrador del Amazone. Supongo que estará usted al corriente. ¿Tal vez es por eso por lo que ha parecido sorprenderse al encontrarme con un atuendo que una revista calificaría de vaporoso? El Amazone es el trabajo: smoking de terciopelo negro y monóculo. Aquí soy yo misma. ¿Conforme?
—Sí.
—En mi casa tengo tendencia a exagerar el sentido contrario, como para vengarme de estar obligada a jugar a la mujer enérgica una parte de mi tiempo.
—Incluso tiene usted un amante.
—He tenido muchos. Le voy a confesar un secreto que provocó hace tiempo cierto revuelo en mi familia, y que precipitó mi decisión: a los dieciséis años fui amante de mi profesor de dibujo. No tenía dónde escoger, porque era el único varón que enseñaba en nuestro colegio.
—¿No ha llegado nunca a pisar el Amazone ninguno de sus hermanos, o su cuñada?
—Desde luego, no deben de saber que trabajo allí, porque no les he dado nunca mi dirección, y no se me conoce más que en un círculo muy restringido y bastante especial. Además, dudo que tengan ganas de contemplar a un Lachaume detrás de la barra de un cabaret nocturno. Sin embargo…
Titubeó, insegura de sí misma.
—No conozco personalmente a mi cuñada Paulette. Hace años apareció su fotografía en los periódicos con motivo de su boda. Una tarde, tuve la impresión de reconocerla en una de las mesas del Amazone; pero no es más que una impresión, por eso he vacilado al hablar de ella. Lo que me sorprendió fue la manera que aquella mujer tenía de mirarme, con insistencia, con una curiosidad difícil de explicar. Se daba también la circunstancia de que estaba sola.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—Hace, quizá, mes y medio. Tal vez dos meses.
—¿No la ha vuelto usted a ver?
—No. ¿Me permite ir a echar un vistazo a la comida?
Se quedó un buen rato en la cocina, de donde llegaban ruidos de cacerolas, de platos, de cubiertos.
—Me aproveché para meter el asado en el horno. No hay que decírselo a la propietaria del Amazone, ni a los clientes, porque dejarían de tomarme en serio y me arriesgaría a perder el puesto: me encanta cocinar.
—¿Para usted sola?
—Para mí sola, y, a veces, para dos.
—Esta tarde, ¿es para dos?
—¿Cómo lo sabe?
—Acaba de hablarme de un asado.
—Es cierto. Mi amigo debe de estar a punto de llegar.
—¿Se trata, esta vez, de relaciones serias?
—¿Quién se lo ha dicho? ¿Una compañera del Amazone? Poco me importa, porque no lo oculto. Imagínese, señor comisario, que a los treinta y cuatro años me he enamorado, y me pregunto si no será cosa de mandarlo todo a paseo para casarme. Me gusta arreglar la casa, ir al mercado, a la carnicería, a la mantequería. Me gusta ajetrear en el apartamento y hacer repostería. Todo eso es más agradable aún cuando se espera a alguien y se pone la mesa para dos. Entonces…
—¿Quién es él?
—Un hombre, evidentemente. No joven. Cuarenta y cuatro años. Justo la edad que me conviene. No es muy guapo, que digamos; pero no es desagradable. Él, por su parte, está harto de restaurantes y pensiones. Es agente de publicidad. Como se ocupa sobre todo de publicidad cinematográfica, eso le obliga a estar todos los días en el Fouquet’s, en Maxim’s, en el Elysée-Club.
»Tiene a su alcance, en esos sitios, a todas las mujeres que quiera; pero resulta que son también mujeres de restaurantes y pensiones.
»Entonces empezó a pensar en una mujer como yo…
Se la notaba enamorada, tal vez apasionada, pese a su ironía a flor de piel.
—Vengo de su casa, y dentro de un momento comeremos juntos. Es hora de que ponga la mesa. Si tiene todavía alguna pregunta que hacerme, yo puedo trabajar escuchándole y respondiéndole.
—Deme solamente el nombre y la dirección de su amigo.
—¿Lo necesita?
—Es poco probable.
—Jacques Sainval, calle de Ponthieu, 23. Jacques Sainval no es su nombre verdadero. Se llama, en realidad, Arthur Baquet, que no suena tan bien para un publicista. Entonces, tomó un seudónimo.
—Muchas gracias por todo.
—¿Por qué?
—Me ha recibido usted muy cortésmente.
—¿Por qué no? ¡Ni siquiera ha aceptado usted un vaso! Claro que no hay gran cosa para beber en el apartamento. Bien es cierto que me veo obligada a beber champagne durante la noche, aunque generalmente me limito a mojar los labios y a vaciar el resto en el cubo.
Ella se reía de la vida.
—Perdone que no haya llorado. Tal vez debí de haberlo hecho, pero no me sale. Me urge saber quién mató a Léonard.
—A mí también.
—¿Me lo dirá?
—Prometido.
Se hubiera dicho que ambos se habían convertido en cómplices, porque Maigret había acabado por sonreír con tanta frivolidad como la gruesa Véronique, envuelta en una bata crujiente.
Se quedó solo en el descansillo de la escalera esperando el ascensor, y, cuando éste se detuvo, había alguien dentro, un hombre de cabello castaño que empezaba a calvear por las sienes.
Llevaba un impermeable claro, tenía en la mano un sombrero marrón.
—Perdón… —dijo al pasar delante del comisario.
Después se volvió para mirarlo mejor, como si también a él su cara le fuese familiar.
Bajó el ascensor. La portera estaba al acecho, detrás de su cristalera.
—¿Lo ha visto usted? Acaba de subir.
—Sí.
—¿Qué opina usted de ella?
—Es encantadora.
Maigret, sonriente, daba las gracias. Podía tener aún necesidad de la portera, y no había que decepcionarla. Estrechó también la mano del marido-chófer-de-taxi que le había servido varias veces.
Cuando llegó por fin a la acera, vio un Panhard rojo descapotable delante de la puerta.