Maigret abrió el armario y colgó en él su abrigo y su sombrero húmedos. Vio de pasada su rostro en el espejo del lavabo, y poco le faltó para sacar la lengua a su propia imagen: lo que veía en el espejo se acercaba a su caricatura. Claro que el espejo deformaba tanto las imágenes. El comisario no dejaba por eso de tener la impresión de haber traído del muelle de la Estación una cara semejante a las de los que habitaban la pasmosa mansión.
Después de tantos años en la policía, no se cree ya en Papá Noel, ni en el mundo de los libros edificantes y de las imágenes de Epinal, con los ricos a un lado y los pobres a otro, los hombres de bien y los golfantes, las familias modelo reunidas, como en las fotografías, alrededor de un patriarca sonriente.
Sin embargo, le sucedía que, a su pesar, se recreaba en recuerdos de la infancia y, ante ciertos hechos, se sorprendía como un adolescente.
Pocas veces había experimentado más nítidamente esta sensación como en casa de los Lachaume. En determinado momento había notado como si verdaderamente perdiese pie, y, todavía ahora, conservaba en la boca cierto regusto amargo, y sentía la necesidad de volver a su despacho, dejarse caer pesadamente en su sillón y acariciar sus pipas, para asegurarse de que existía una realidad cotidiana.
Era un día de ésos en que las luces permanecen encendidas y las gotas de agua zigzaguean en los cristales. Janvier había entrado detrás de él; esperaba instrucciones.
—¿No es Loreau ese que he visto en el pasillo?
Loreau era un periodista que frecuentaba ya el despacho de la P. J. cuando Maigret no era más que un simple inspector.
—Podías pasarle el informe…
Por lo general, evitaba avisar a la prensa al comienzo de una investigación, porque, en su celo por descubrirlo todo lo más rápidamente posible, la gente de los periódicos llegaba a embarullar las pistas, e incluso a prevenir a los sospechosos.
No era por venganza contra los Lachaume ni contra el juez de instrucción por lo que, esta vez, enviaba periodistas al muelle de la Estación, pero, ante aquella casa hermética en la que todo el mundo se callaba y donde obligaban a uno a ponerse los guantes, Maigret se sentía indefenso y no le molestaba ver mezclados en el asunto a los periodistas, quienes no tenían por qué guardar la misma prudencia que él. Ni llevaban un magistrado a cuestas, ni tenían un Radel que convirtiese en hecatombe el más mínimo abuso de poder o la más pequeña irregularidad.
—No le des detalles. Los encontrará solo. Después, vuelve a verme.
Descolgó el teléfono, pidió la comisaría de policía de Ivry.
—Alló! Aquí Maigret. Usted me ha ofrecido esta mañana la ayuda de sus inspectores. La acepto de buena gana. Me gustaría que se informasen sobre lo que haya podido pasar esta noche alrededor de la casa. ¿Comprende? Sobre todo, entre medianoche y las tres de la madrugada. Tal vez pueda usted encontrar en sus libros la dirección actual de Véronique Lachaume, la hermana del muerto, que abandonó la casa del muelle de la Estación hace algunos años. ¿Querría usted telefonearme en cuanto tenga esos datos? Gracias.
Hubiera podido llamar también a Lucas por teléfono, pero, cuando se trataba de uno de sus inspectores, prefería levantarse de su sillón y abrir la puerta que comunicaba con su despacho. Y no para vigilarlos mejor, sino para tomar el pulso de la casa.
—¿Vienes un momento, Lucas?
Había por lo menos seis aquella mañana en la enorme habitación, demasiados para un lunes.
—¿El Canónigo? —preguntó de sopetón en cuanto se hubo sentado.
—He procedido a las formalidades del registro.
—¿Cómo han ido las cosas?
—Muy bien. Hemos sido un poco indiscretos. ¿Sabe lo que he descubierto, patrón? Que en el fondo está más bien satisfecho de haber sido denunciado, aunque fuese por su mujer. No lo ha reconocido abiertamente, pero he comprendido que le habría molestado más que le hubiéramos puesto las manos encima por nuestros propios medios, o por algún error cometido por él.
Era casi refrescante, después de la casa Lachaume. A Maigret no le extrañaba. No era la primera vez que observaba, en los hombres como el Canónigo, verdadero orgullo profesional.
—No se puede decir que esté encantado de ir a la cárcel, ni de saber que fue su mujer quien lo ha vendido para jugar con otro al amor perfecto. Sin embargo, ni se rebeló ni habló de vengarse al salir de la trena. En el gabinete antropométrico, una vez en cueros, me miró de una forma extraña, y me dijo:
«—¡Se necesita ser c… para casarse cuando se está fichado!».
Maigret había llamado a Lucas para darle instrucciones.
—Telefoneas a Corbeil, y les pides que la brigada móvil averigüe en la fábricas de harinas si la chalana Nôtre-Dame ha llegado. Si todavía no está, la encontrarán en la última esclusa. El barco estuvo amarrado esta noche en el puerto de Ivry, justo frente a la casa Lachaume. Ha habido a bordo una fiestecita que duró hasta tarde. Es posible que alguien haya visto luces en la casa, o idas y venidas. Había otros marineros en la fiesta, y me gustaría saber su nombre, el de sus barcos, el lugar donde se les puede encontrar. ¿Comprendido?
—Sí, patrón.
—Eso es todo, viejo.
Janvier había regresado ya.
—Y yo, ¿qué hago?
Ése era el momento más desagradable de cualquier investigación, aquél en que no se sabe hacia qué lado encaminar las pesquisas.
—Telefonea a Paul, que debe de haber terminado ya con la autopsia. Tal vez tiene que darte algún detalle suplementario antes de enviar su informe. Vete en seguida al laboratorio. Mira si han descubierto algo.
Maigret se quedó solo con sus pipas y escogió una, la más vieja, que empezó a llenar lentamente, mirando resbalar la lluvia por los cristales.
—¡Trescientos millones!… —se le ocurrió murmurar al recordar la casa destartalada del muelle de la Estación, la estufita del salón, los viejos muebles que habían sido hermosos y que habían tapizado con telas disparatadas, los radiadores fríos, el gran salón de la planta baja, la biblioteca y la sala del billar, donde uno esperaba encontrarse fantasmas.
Evocaba también el rostro un poco deformado de Armand Lachaume, que era evidentemente apocado, tal vez cobarde, y que parecía haber vivido a la sombra de su hermano.
—¿Quién queda libre ahí dentro? —preguntó en el umbral de la puerta del despacho de inspectores.
Torrence se levantó el primero, como en el colegio.
—Venga aquí, Torrence. Siéntese. Va usted a ir al muelle de la Estación, en Ivry. Preferiría que no entrase en la casa ni en los talleres ni en el despacho. Supongo que, a mediodía, el personal, por lo menos en parte, saldrá a comer.
»A ver lo que saca usted en limpio como respuesta a las siguientes preguntas:
»Primo: ¿Tienen los Lachaume un coche y de qué marca?
»Secundo: ¿Quién lo conduce corrientemente? Esta persona, ¿salió ayer tarde?
»Tertio: ¿Paulette Lachaume suele cenar en París? ¿Se sabe con quién? ¿Se tiene idea de lo que suele hacer después?
»Quarto: ¿Cuáles son sus relaciones con su marido? Le anticipo que duermen separados.
»Quinto: ¿Qué clase de relaciones tenía con su cuñado?
»¿Ha tomado nota? Por último, no me parecería mal saber quién era la mujer de Léonard Lachaume. Murió hace aproximadamente ocho años. Su nombre de soltera. Su familia. ¿Era rica? ¿De qué murió…?
El gordo Torrence, sin equivocarse, anotaba en su cuadernillo.
—Creo que eso es todo. Por supuesto, es cosa urgente.
—Salgo pitando.
¿No había olvidado nada? Sin la presencia del juez de instrucción y del abogado, se hubiera demorado en el muelle de la Estación y hubiera hecho él mismo, directamente, algunas preguntas. También le hubiera gustado, aunque sólo por curiosidad, visitar la habitación de Armand Lachaume, y, sobre todo, la de su mujer.
Esta heredera de trescientos millones, ¿vivía con la misma mezquindad que el resto de la familia?
Era casi mediodía, y había prometido al juez que le telefonearía. Telefoneó.
—Aquí, Maigret, para informarle, como usted me ha pedido. Nada importante que señalar, salvo que Paulette Lachaume es hija de un negociante de pieles llamado Zuber, que le ha dejado un mínimo de trescientos millones.
Silencio al otro lado del hilo. Luego, la voz tranquila del joven magistrado:
—¿Está usted seguro?
—Casi, casi. Tendré en seguida la confirmación.
—¿Hace mucho que ella dispone de esa suma?
—Aproximadamente un año, si mis informes son exactos. Zuber, cuando se vio desahuciado por los médicos, le hizo a su hija una donación en vida con el fin de pagar al fisco lo menos posible.
—Paulette Lachaume se casó bajo el régimen de separación de bienes, ¿no es así?
—Eso es lo que se nos ha dicho esta mañana. No lo he comprobado aún.
—Se lo agradezco. Continúe teniéndome al corriente. ¿No tiene otra cosa que decirme?
—Mis hombres se entretienen en un trabajo de rutina.
Acababa de colgar, cuando descolgó de nuevo.
—Póngame con el abogado Radel, hágame el favor.
Le respondieron que el abogado no estaba en casa, pero que se le esperaba para comer.
—Llame a casa de los Lachaume, en el muelle de la Estación. Tal vez esté allí todavía.
Estaba, en efecto, lo que no dejaba de dar que pensar a Maigret.
—Tengo dos o tres puntos que aclarar, abogado Radel. Como sé que a usted no le gusta que se importune demasiado a sus clientes, he preferido dirigirme a usted. Ante todo, ¿cómo se llama el notario de la familia Lachaume?
—Un momento…
Hubo una espera bastante larga, durante la cual el abogado debió poner cuidadosamente la mano sobre el aparato.
—Alló! ¿Comisario Maigret? ¿Está usted todavía ahí? No veo adónde va usted a parar, pero mis clientes no se oponen a que le diga que es el letrado Barbarin, en el muelle Voltaire.
—Supongo que si Léonard Lachaume ha dejado testamento, habrá sido depositado en manos de ese notario.
—Yo también lo creo, aunque dudo de la existencia de este testamento del que la familia no ha hablado.
—El hijo de Léonard Lachaume… Se llama Jean Paul, ¿no?… ¿Ha vuelto del colegio?
—Un momento, por favor.
Otra espera. La mano del abogado cubría peor el aparato, y a Maigret le llegaba un zumbido de voces.
—No volverá. Su tío arregló por teléfono lo necesario para que se quede en el colegio.
—¿Interno?
—Hasta nueva orden, sí. Dentro de un momento le llevarán sus cosas. ¿Es todo lo que desea usted saber?
—¿Quiere usted preguntar a madame Lachaume, la joven, por supuesto, el nombre de su notario particular, el que se ocupó de la herencia de su padre y, probablemente, de su contrato matrimonial?
Esta vez el silencio duró tanto tiempo que Maigret se preguntaba si no habrían colgado al otro extremo de la línea. Sólo una vez, Maigret percibió la voz del abogado, que parecía encolerizada y que decía fuertemente:
—Puesto que yo les digo que…
Un nuevo silencio. ¿Se resistían los Lachaume? ¿Trataba Radel de convencerles de que, de todas maneras, la policía conseguiría saber lo que quería? ¿Quién discutía con el abogado? ¿Armand Lachaume? ¿Su mujer? Y los dos viejos, que parecían ya retratos de familia, ¿presenciaban la disputa?
—Alló!… Perdón, señor comisario… Hemos sido interrumpidos y no me he podido ocupar inmediatamente de su asunto… La herencia de Zuber ha sido liquidada por su notario, el letrado Léon Wurmster, calle de Rivoli… ¿Ha comprendido el nombre?… Wurmster… Léon… Insisto, porque hay un George Wurmster, notario de Passy… Para el contrato matrimonial, fue el abogado Barbarin quien se encargó de él…
—Se lo agradezco.
—Alló!… No cuelgue… Estoy dispuesto a darle cualquier otro informe que considere usted útil… Contrariamente a lo que pueda pensar, mis clientes no tratan de ocultar nada a la policía… ¿Qué es lo que desea usted saber?
—Ante todo, el contrato matrimonial…
—Separación de bienes.
—¿Es eso todo?
—La fortuna de madame Lachaume irá a parar a sus hijos eventuales.
—¿Y a falta de hijos?
—Al último vivo.
—Se trata, si no me equivoco, de una suma que sobrepasa los trescientos millones.
—Un momento.
La espera fue cortísima.
—Hay cierta exageración, pero la cifra no por eso deja de ser aproximada.
—Gracias.
—¿No tenía usted otros puntos que aclarar?
—Por el momento, no.
Llamó al letrado Barbarin y tardó mucho tiempo en hablar con él, porque el notario comunicaba.
—Comisario Maigret. Supongo que sabe usted ya que uno de sus clientes, Léonard Lachaume, ha muerto esta noche.
El notario, cogido de sorpresa, respondió:
—Me acabo de enterar.
—¿Por teléfono?
—Sí.
—No le pido que quebrante las reglas del secreto profesional. Necesito saber si Léonard Lachaume ha dejado testamento.
—No, que yo sepa.
—Luego, ¿no ha redactado en presencia de usted ni ha enviado documento alguno de este tipo a su despacho?
—No. Seguramente no se había preocupado de hacerlo.
—¿Por qué?
—Porque no poseía fortuna alguna, sino sólo una parte de acciones en la galletería Lachaume, y estas acciones carecen de valor.
—No cuelgue todavía, Barbarin. No he terminado aún. Léonard Lachaume era viudo. ¿Podría darme el nombre de su mujer?
—Marcelle Donat.
No había tenido necesidad de consultar sus archivos.
—¿A qué clase de familia pertenecía?
—¿Ha oído hablar de la casa Donat y Moutier?
Maigret había visto con frecuencia esos nombres en las vallas y en los edificios en construcción. Eran importantes contratistas de obras públicas.
—¿Tenía dote?
—Por supuesto.
—¿Puede decirme el montante?
—No, sin orden del juez de instrucción.
—No insisto. Dada la fortuna de su familia, supongo que sería importante.
Silencio.
—El matrimonio se ha llevado bajo el régimen de separación de bienes, ¿no?
—Mi respuesta es la misma.
—¿Puede usted informarme de cuándo murió madame Léonard Lachaume?
—Sobre este punto, la familia le responderá más exactamente que yo.
—Se lo agradezco, abogado.
Los perfiles del drama empezaban a precisarse. La mayor parte de los personajes permanecían inconcretos, indecisos, aunque aquí y allá apareciesen algunos contornos claros.
Hacía cierto número de años, los hermanos Lachaume, Léonard primero y Armand después, se habían casado cada uno con una rica heredera.
Ellas habían aportado dotes probablemente importantes, de las que parecía no quedar nada.
¿No era gracias a esas aportaciones sucesivas por lo que la galletería fundada en 1817 y antiguamente próspera existía aún?
La casa amenazaba ruina, es cierto. Maigret se preguntaba si ni siquiera en pleno campo se encontrarían hoy, como en el tiempo de su niñez, los barquillos de regusto acartonado.
Los dos viejos, en el salón caldeado con una estufa de hierro, casi no existían más que para sí mismos; como el billar de la planta baja, como la araña de cristal, no eran más que testigos del pasado.
Armand Lachaume, por último, ¿no era un tipo inconsistente y no parecía la sombra de su hermano, un doble parcialmente borrado?
Sin embargo, se había realizado un milagro que duraba desde hacía años: por arruinada que estuviera, la casa Lachaume continuaba allí, y el humo salía aún de la alta chimenea.
La galletería no correspondía a ninguna necesidad, a ninguna norma económica. Si había sido próspera, e incluso célebre, en la época de las pequeñas empresas, los organismos modernos se habían adueñado del mercado, que hoy se disputaban dos o tres grandes marcas.
Lógicamente, la galletería del muelle de la Estación hubiera debido quebrar hacía tiempo.
¿Qué voluntad la había mantenido en vida, pese a todo?
Era difícil creer que fuera Félix Lachaume, el viejo digno y silencioso, que ya no parecía darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor.
¿Desde cuándo estaba reducido a no ser más que un elemento decorativo?
Quedaba Léonard. El hecho de que fuera Léonard el que había muerto explicaba, en parte, el desarreglo de la familia, sus reticencias, o, más bien, su silencio y su llamada absurda al abogado.
¿No se podía suponer que, hasta su última noche, fuese Léonard quien pensaba, quien decidía por todo el mundo?
¿Incluso por Paulette Lachaume?
La última pregunta era más turbadora, y Maigret se esforzaba por ver a la mujer tal como se le había aparecido por la mañana, con el pelo revuelto, vestida con una bata azul cualquiera.
Si se había sorprendido había sido por encontrar, en aquella casa, en aquella familia, una mujer joven animada de cierta vitalidad, incluso de una vitalidad animal. No hubiera podido decir si era bonita; hubiera jurado, sin embargo, que era deseable.
Decididamente, le hubiera gustado ver su habitación, y se preguntaba si sería diferente del resto de la casa.
Se preguntaba también cómo Paulette había entrado allí, por qué se había casado con un hombre tan grotesco como Armand, con quien no hacía vida marital.
Había otras preguntas, tantas en realidad, que prefería dejar para más tarde el trabajo de planteárselas.
Como el teléfono sonaba, descolgó.
—Aquí Maigret…
Era Lucas.
—Tengo a Corbeil al otro extremo de la línea. Han interrogado ya a los marineros. ¿Le paso la comunicación?
Dijo que sí, y escuchó la voz de un inspector de la brigada móvil de Corbeil.
—Encontré el Nôtre-Dame en la presa, señor comisario. El patrón y su hijo tienen dos caras que asustan y no recuerdan gran cosa. Tocaron y cantaron casi toda la noche, mientras bebían y comían.
»Todos tuvieron que subir al puente en un momento u otro para volver al Sena el líquido que les sobraba. No se han fijado en lo que pudiera suceder en el muelle.
»Han visto luces en algunas ventanas de una casa grande, pero ignoran si la casa estaba exactamente frente a la chalana.
»Sus camaradas Van Cauwelaert y su barco, Twee Gebroeders, lo que parece significa Dos Hermanos, son flamencos. Deben de estar a punto de descargar en alguna parte a lo largo del canal de Saint-Martin. Dudo que pueda usted sacar mucho de ellos, porque uno de los hombres, al menos, estaba tan borracho que hubo necesidad de transportarlo a bordo.
—¿Hacia qué hora?
—Alrededor de las cuatro de la mañana.
Maigret abrió una vez más la puerta del despacho vecino. No quedaban más que tres inspectores.
—¿Está usted muy ocupado, Bonfils?
—Estoy terminando un informe que no corre prisa.
—Vaya usted al canal de Saint-Martin y busque una chalana belga que se llama los Twee Gebroeders…
Le dio instrucciones y volvía a su despacho, decidido a irse a comer, cuando sonó el teléfono una vez más.
—Aquí Janvier, jefe. No tengo muchos detalles, pero he creído preferible tenerle al corriente. Los Lachaume tienen un coche, además de dos camionetas viejas, que sirven para entregar los pedidos, y un camión en desuso desde hace varios años. Es un Pontiac azul, inscrito a nombre de Paulette Lachaume. Su marido no conduce. Ignoro si el informe será exacto, pero en el barrio se dice que le dan crisis de epilepsia.
—¿Solía conducir Léonard el Pontiac?
—Usaba el coche tanto como su cuñada.
—¿Y ayer tarde?
—Paulette no utilizó el coche. Sin embargo, hacia las seis, cuando salió, el Pontiac estaba ante la puerta.
—¿No sabes si cogió un taxi?
—No estoy seguro. Es probable. Por lo que me han dicho, no es mujer que viaje en metro o en autobús.
—Y Léonard, ¿salió?
—Los inspectores de Ivry se cuidan de ello y preguntan a los vecinos del muelle. Según los agentes de servicio, el coche azul ya no estaba a las ocho delante de la puerta. Uno de ellos cree haberlo visto regresar hacia las diez de la noche, pero estaba a cierta distancia de la casa y no lo había visto entrar.
—¿Quién iba al volante?
—No puso atención. Se acuerda solamente de un Pontiac azul que venía de la ciudad y se dirigía hacia el muelle.
—¿Eso es todo?
—No. Tengo la dirección de la hermana. No ha sido fácil de conseguir, porque ha cambiado de domicilio cinco o seis veces a lo largo de todos estos años.
—¿Visita todavía a su familia?
—Parece más bien que no. Vive actualmente en la calle de Francisco I, en el 17 bis.
—¿Casada?
—No lo creo. ¿Quiere usted que vaya a la calle de Francisco I?
Maigret vaciló, pensó en la comida, en la mujer que lo esperaba en el bulevar de Richard-Lenoir, y se encogió de hombros.
—No. Yo lo haré. Continúa fisgando por ahí, y telefonea de cuando en cuando.
Tenía curiosidad por conocer el tercero de los Lachaume, que esperaba encontrar diferente, puesto que también era la única que había huido de la casa.
Se puso el abrigo todavía húmedo, dudó si coger uno de los coches de la Prefectura. Él no sabía conducir, lo mismo que Armand Lachaume, y se hubiera visto obligado a llevar a alguien consigo.
No tenía ganas de hablar. Una vez fuera, se dirigió hacia la plaza Dauphine, sabiendo que en el último momento terminaría por entrar en una cervecería para echar un trago. En el mostrador se tropezó con inspectores de otros servicios, ninguno del suyo, porque todos estaban en danza.
—¿Qué va a ser, M. Maigret?
—Un grog.
Puesto que había empezado con un grog, lo mismo le daba continuar, aunque no fuese la hora. Los clientes del bar no habían necesitado observarlo mucho tiempo para comprender que no era momento de dirigirle la palabra, e incluso hallaron en ello un buen pretexto para ponerse a hablar en voz baja.
Maigret, inconscientemente, se esforzaba por situar a los habitantes de la casa de Ivry cada cual en su lugar, de imaginarlos en su existencia cotidiana; pero no le resultaba fácil.
Parecía, por ejemplo, que almorzaban todos juntos. ¿Cómo se comportaría una Paulette en presencia de los dos viejos? ¿Cuál sería su actitud entre el hombre oscuro, replegado en sí mismo, que era su marido, y su cuñado, que parecía ser el alma de la familia?
¿Y por la tarde?… ¿Dónde permanecían?… ¿Qué hacían?… No había visto radio, ni televisión…
Para atender a esta inmensa casa, cuya mitad estaba ciertamente abandonada, no había más que una criada casi octogenaria.
Y no había que olvidar al muchacho, Jean Paul, a quien acababan de internar bruscamente, pero que, hasta entonces, regresaba del colegio todas las tardes.
¿Cómo se comportaba un chiquillo de doce años en aquella atmósfera?
—¡Taxi!
Mandó que lo llevasen a la calle de Francisco I, y, acurrucado en un rincón, continuó imaginando la casa a diferentes horas del día.
Sin la obstinación del juez de instrucción probablemente lo hubiera sabido antes. Tenía la impresión, en particular, de que preguntando a Armand Lachaume durante cierto tiempo, de cierta manera, le hubiera obligado a hablar.
—Hemos llegado, jefe.
Pagó, miró el edificio de seis pisos ante el que se habían detenido. La planta baja estaba ocupada por una tienda de modas, y en varias placas de cobre constaban los nombres de negocios conocidos. Entró en el portal, empujó la cristalera de una portería muy cuidada y casi lujosa. No había gato. No olía a cocina y la portera era joven y simpática.
Enseñó su placa, y dijo:
—Comisario Maigret.
Inmediatamente, ella le señaló una silla tapizada de terciopelo rojo.
—Mi marido le ha llevado muchas veces y me habla mucho de usted. Es taxista. Trabaja de noche…
Señaló una cortina que separaba la portería del dormitorio.
—Está ahí. Duerme…
—¿Tiene usted una inquilina que se llama mademoiselle Lachaume?
¿Por qué sonrió misteriosamente, divertida?
—Véronique Lachaume, sí. ¿Es ella quien le interesa?
—¿Hace mucho que vive aquí?
—Verá… Es fácil, porque ha renovado el contrato el mes último… Así que, hace poco más de tres años…
—¿Qué piso?
—En el quinto, uno de los dos apartamentos con balcón grande.
—¿Está arriba en ese momento?
Meneó la cabeza, suspirando.
—¿Trabaja?
—Sí. Pero no a estas horas.
Maigret se equivocó.
—¿Quiere usted decir que ella…?
—No. No es lo que usted cree. ¿Conoce el Amazone, a dos pasos de aquí, en la calle Marbeuf?
Aunque sabía que existía un cabaret con ese nombre, Maigret no había puesto nunca los pies en él. Se acordaba solamente de una puerta de cristal, entre dos tiendas, de un letrero de neón, de fotografías de mujeres desnudas.
—¿Es dueña del establecimiento? —preguntó.
—No exactamente. Es la animadora y, al mismo tiempo, tiene el bar a su cargo.
—La clientela es un poco especial, ¿no?
La portera parecía divertirse mucho.
—Creo que allí no pueden ir hombres. Por el contrario, se ven mujeres de smoking…
—Comprendo. Siendo así, mademoiselle Lachaume no debe volver nunca antes de las cuatro de la madrugada.
—Cinco, cinco y media… Antes, esto era lo corriente… Desde hace algunos meses, a veces sucede que no vuelve…
—¿Tiene algún lío?
—Uno de verdad, con un hombre.
—¿Sabe usted quién es?
—Puedo decirle cómo es: un tipo joven, de unos cuarenta años, elegante, que conduce un Panhard descapotable.
—¿Suele pasar arriba parte de la noche?
—Eso sucedió dos o tres veces. Generalmente es ella quien se queda en casa de él.
—¿No sabe usted dónde vive?
—Tengo motivos para pensar que no muy lejos. Mademoiselle Véronique, como yo la llamo, va siempre en taxi. No le gusta el metro ni el autobús. Pero, cuando pasa la noche fuera de casa, la veo volver a pie, de donde deduzco que no viene de muy lejos.
—¿No recuerda el número del Panhard?
—Empieza por setenta y siete… Juraría que termina en tres, pero no estoy segura… ¿Por qué?… ¿Es urgente?
Al comienzo de una investigación todo es urgente, porque no se sabe nunca qué giro pueden tomar las cosas de improviso.
—¿Tiene teléfono?
—Por supuesto.
—¿Cómo es el apartamento?
—Tres bonitas habitaciones y un cuarto de baño. Lo ha amueblado con mucho gusto. Tengo motivos para creer que se gana bien la vida.
—¿Es persona agradable?
—¿Quiere decir si es bonita?
Los ojos de la portera volvieron a chispear.
—Tiene treinta y seis años y no trata de ocultarlos. Es gruesa, con casi dos veces más pecho que yo. Lleva el pelo corto como un hombre, y para salir se viste siempre con traje sastre. Sus facciones son bastante vulgares, y, sin embargo, gusta mirarla, tal vez porque está siempre de buen humor y parece tomarlo todo a broma.
Maigret comenzaba a comprender que la última de los Lachaume hubiera tenido prisa por abandonar el hogar paterno.
—Antes de estas últimas relaciones de que me ha hablado usted, ¿tuvo otras aventuras?
—Con bastante frecuencia, pero poco duraderos. Solía volver acompañada, hacia las cinco de la madrugada, como ya le he dicho. Generalmente, alrededor de las tres de la tarde, se veía salir un hombre que volvía la cabeza y procuraba pasar inadvertido…
—O sea, dicho de otro modo, que es su primer lío serio desde que vive aquí.
—Eso creo.
—¿Parece enamorada?
—Está más alegre que nunca.
—¿No sabe usted a qué hora tengo probabilidades de encontrarla?
—Todo es posible. Puede tanto volver después del mediodía como irse directamente al cabaret sin pasar por aquí. Eso ha sucedido un par de veces. ¿No cree que debo despertar a mi marido? Cuando sepa que ha estado usted aquí y que no le ha visto…
Maigret sacó el reloj de su bolsillo.
—Tengo prisa; pero tendré ocasión de volver…
Unos minutos más tarde estaba plantado ante las fotografías de mujeres expuestas a la entrada del Amazone. La puerta, que era una verja, estaba cerrada y no tenía timbre.
Un botones se volvió, irónico, hacia aquel señor maduro que parecía sumido en la contemplación de fotos sugestivas, y Maigret, dándose cuenta, se alejó refunfuñando.