Más molesto que nunca por la actitud del magistrado y por la presencia del abogado, Maigret comenzó, con voz carente de seguridad, como si tantease el terreno:
—Me han dicho que desde hace cuarenta años está usted en esta casa, ¿no?
Creyó que la halagaría, que la complacería. En lugar de eso, ella chilló:
—¿Quién se lo ha dicho?
Y mientras se preguntaba si se habían invertido los papeles, si era él quien iba a responder a las preguntas de la vieja, ella continuó:
—No hace cuarenta, sino cincuenta años que estoy aquí. Entré al servicio de los señores cuando la pobre madame tenía apenas veinte años y estaba esperando a Mr. Léonard.
Maigret hizo un cálculo rápido. La vieja señora Lachaume, que aparentaba tener la misma edad de su marido, no debía pasar de los setenta años. ¿Cómo sería la casa cuando Catherine, criadita sin duda llegada del campo, había llegado a ella, y cuando su joven señora estaba embarazada de su primer hijo?
En la imaginación de Maigret se agolpaban preguntas absurdas. En aquella época debía de haber ya unos viejos Lachaume, otra pareja de viejos, porque él había leído en la placa de cobre: «Casa fundada en 1817». No mucho después de Waterloo.
Algunos muebles del salón no ocuparían el mismo sitio que hoy; el sofá imperio, por ejemplo, que habría sido muy bonito si no lo hubieran tapizado con un terciopelo azul chillón.
Los leños debían arder en todas las chimeneas de mármol. Otra generación había instalado la calefacción central, que ya no funcionaba, por economía, o porque la caldera estaba en mal estado.
La estufa le fascinaba, una estufa redonda, de hierro carcomido, como las que antiguamente se veían en algunas estaciones rurales y en alguna administración.
Todo estaba deteriorado, tanto las cosas como las personas. La familia y la casa, replegados sobre sí mismos, habían adquirido un rostro hostil.
La vieja Catherine añadió unas palabras, que situaban la época con más claridad que las otras. Al hablar de Léonard cuando era niño, soltó con orgullo:
—¡Fui yo quien lo crió!
De modo que no había sido en calidad de criada, sino de nodriza, como había venido a París, y Maigret, a su pesar, miraba su pecho plano y sus colgantes faldas, negras y sucias.
Porque estaba sucia. Todo allí estaba sucio o lo parecía; cascado, gastado, remendado de cualquier modo.
Preocupado por estas imágenes, Maigret hizo una pregunta que el joven juez Angelot repitió más tarde a sus compañeros, sorprendido por su inoportunidad.
—¿Fue también usted quien crió a Armand?
—¿De dónde iba a sacar la leche?
—¿Los Lachaume no tienen más hijos?
—La señorita Véronique.
—¿No está aquí?
—Hace mucho tiempo que falta.
—Supongo que la pasada noche no habrá usted oído nada, ¿verdad?
—No.
—¿A qué hora acostumbraba levantarse Mr. Léonard?
—Se levantaba cuando le parecía.
—¿Conoce usted sus amigos, sus relaciones?
—Yo no me metí jamás en la vida privada de mis señores, y sería mejor que hiciese usted lo mismo. Usted está aquí para encontrar el criminal que mató a Mr. Léonard, y no para meterse en la historia de la familia.
Dándole la espalda, se dirigió hacia la puerta del comedor.
Maigret estuvo a punto de llamarla. ¿Para qué? Si tenía necesidad de interrogarla lo haría cuando no estuviesen ni el juez de instrucción ni el abogado para mirarlo con divertido silencio.
Metía la pata. Sea. Pero habría que ver quién diría la última palabra.
¿Iba a hacer venir al viejo Félix Lachaume y a su mujer medio paralítica? Hubiera sido lógico interrogarles a su vez, pero temió dar de nuevo el espectáculo de un Maigret que no estaba a la altura de la situación.
Apenas hubo salido la criada, encendió la pipa, se dirigió hacia el hall, donde, por la ventana, echó una mirada a la escalera tumbada a lo largo del patio. Como esperaba, el juez y el abogado le siguieron.
Una vez al menos, en su profesión, había tenido que trabajar de aquella misma manera, ante un testigo atento a sus menores gestos y hechos, en un asunto por lo demás infinitamente menos desagradable. Un tal inspector Pyke, de Scotland Yard, había conseguido autorización para seguir una de sus investigaciones con el fin de iniciarse en sus métodos, y Maigret pocas veces en su vida se había sentido tan incómodo.
Muchos se imaginaban que aquellos famosos métodos eran algo así como una receta de cocina, establecida de una vez para siempre, que bastaba con seguir al pie de la letra.
—Supongo que tiene usted la intención de interrogar a Armand Lachaume, ¿no?
Había hablado el abogado. Maigret le miró, sin saber qué contestar; después, levantó la cabeza.
—No. Voy a dar una vuelta por abajo.
—¿No le molesta que le siga? Dado que mis clientes…
Maigret se encogió de hombros y bajó la escalera de la que había sido una hermosa y elegante mansión patricia.
Abajo, empujó al azar una puerta de dos hojas, y descubrió un enorme salón sumido en la oscuridad, pues los postigos estaban cerrados. Olía a cerrado, a moho. Buscó el conmutador y se encendieron dos de las doce bombillas de una araña de cristal, de la que colgaban, rotos, los adornos de abalorios.
Había un piano en un rincón, un viejo clavecín en el otro, y alfombras enrolladas junto a las paredes. En medio de la habitación, se habían amontonado revistas, legajos verdes de cartón y cajas de galletas de hojalata.
Si en otro tiempo se había interpretado música en esta habitación, y si se había bailado, hacía mucho que no se ponían los pies en ella, y la seda carmesí que tapizaba las paredes estaba despegada por partes.
Una puerta entreabierta daba paso a una biblioteca con estanterías casi vacías, exceptuando los premios escolares encuadernados en rojo y algunas obras desgualdrajadas, como las que se encuentran en algunos puestos de los Quais.
El resto, ¿había sido vendido? Era verosímil. También los muebles, sin duda, porque no los había, sino sólo, en una tercera habitación más húmeda todavía que las otras, un billar de fieltro enmohecido.
La voz de Maigret resonó extrañamente, como en una cripta, cuando dijo, más para sí mismo que para los que le seguían aún:
—Supongo que las oficinas estarán al otro lado del portal.
Lo atravesaron; oyeron voces en la acera, donde los agentes mantenían a distancia a dos docenas de curiosos.
Frente al salón, encontraron por fin una habitación menos muerta que las otras, un despacho que parecía un despacho, aunque estuviese anticuado. Las paredes estaban empapeladas de madera, con dos retratos al óleo que databan del siglo anterior, y varias fotografías, la última de las cuales debía ser la de Félix Lachaume a los cincuenta o sesenta años. La dinastía de los Lachaume, donde todavía no figuraba Léonard.
Los muebles vacilaban entre el gótico y el estilo renacimiento, como se ve todavía en las sedes de viejos negocios comerciales de París. En una vitrina estaban expuestas cajas de las diversas galletas fabricadas por la casa.
Maigret llamó a una puerta, a la derecha.
—Pase —dijo una voz.
Se llegaba a otro despacho, tan viejo como el primero, pero más desordenado, donde un hombre de unos cincuenta años, con la cabeza calva y brillante, se inclinaba sobre un librote.
—Supongo que usted será el contable.
—Justin Brême, sí.
—Comisario Maigret.
—Ya sé.
—Mr. Angelot, juez de instrucción, y Mr. Radel, abogado de la familia.
—Encantado.
—Supongo, Mr. Brême, que estará usted al corriente de lo sucedido la noche pasada.
—Siéntense, señores…
Frente a su mesa de trabajo había otra mesa, vacía.
—¿Es ésta la mesa de Mr. Armand Lachaume?
—Sí, señores. La casa Lachaume es un negocio de familia, desde hace muchas generaciones, y, no hace mucho tiempo, Mr. Félix ocupaba aún la mesa vecina, que su padre y su abuelo habían ocupado antes que él.
Era gordo, un poco amarillento. Por una puerta abierta se divisaba un nuevo despacho, donde trabajaban un hombre de camisa gris y una mecanógrafa entrada en años.
—Me gustaría hacerle algunas preguntas.
Maigret señalaba una caja fuerte de antiguo modelo, que, pese a su peso y tamaño, no hubiera podido resistir a un ladrón principiante.
—¿Es ahí donde guarda usted el dinero líquido?
Mr. Brême cerró primero la puerta del despacho vecino y regresó, con aire embarazado. Después dirigió una mirada al abogado, como para pedirle consejo.
—¿Qué dinero líquido? —preguntó al fin, a la vez cándido y astuto.
—Aquí hay gente que trabaja. Tendrá usted, pues, que pagarles…
—Hélas! Eso sucede muy a menudo.
—Debe de tener usted un fondo de reserva…
—¡Debería, señor comisario! Desgraciadamente, hace tiempo que vivimos al día, y esta mañana no hay más de diez mil francos en la caja. Incluso los necesitaré luego para pagar una factura.
—¿Los obreros y obreras están al corriente de sus jornales?
—A veces tienen que esperar varios días su salario, e incluso sucede que no se les puede pagar más que una parte.
—Entonces, a ninguno de ellos se le ocurriría la idea de robar la casa.
Ante semejante ocurrencia, Mr. Brême sonrió.
—Seguramente no.
—¿La gente del barrio conoce la situación?
—La tendera, el carnicero, la lechera, vienen hasta tres y cuatro veces para que se les pague…
Era desagradable seguir hasta el final. Aquello se parecía a un desnudo indecente; y, sin embargo, era indispensable.
—¿No poseen los Lachaume fortuna personal?
—Ninguna.
—¿Cuánto, según usted, podría contener la cartera de Mr. Léonard?
—No gran cosa —aseguró el contable.
—Sin embargo, el negocio continúa —objetó Maigret.
Mr. Brême miró de nuevo al joven abogado.
—Me parece —intervino éste— que se interesa usted más por los asuntos personales de mis clientes que por hallar al asesino.
Y Maigret, gruñón:
—Habla usted como la vieja Catherine, abogado. ¿Cómo quiere que encuentre al asesino si no descubro los motivos que lo han impulsado? Se nos asegura que se trata de un robo…
—La escalera lo prueba…
El comisario murmuró, escéptico:
—¡Sí! ¡Y la desaparición de la cartera! ¡Y el hecho de que todavía no se haya encontrado el arma!…
No se había sentado. Los otros tampoco, pese a la invitación del contable, de quien, de pie, miraba de reojo su silla guateada.
—Dígame, Mr. Brême; usted, pese a todo, acaba pagando al personal, puesto que el trabajo continúa…
—Pagamos de milagro.
—¿Y de dónde viene ese milagroso dinero?
El hombre empezaba a ponerse nervioso.
—Me lo daba Mr. Léonard.
—¿En dinero contante?
El abogado Radel insinuó:
—No está usted obligado a responder, Mr. Brême.
—Se averiguará de todas maneras al examinar las escrituras, o al dirigirse al Banco… El dinero se me solía enviar en forma de cheque…
—¿Quiere usted decir que Mr. Léonard tenía en el Banco una cuenta corriente, aparte de la del negocio Lachaume, y que era de esa cuenta de donde extendía los cheques cuando la necesidad se hacía apremiante?
—No. Se trata de madame Lachaume.
—¿La madre?
—Madame Paulette.
Se llegaba por fin a algo, y, satisfecho, Maigret se sentó.
—Siéntese en su sitio, Mr. Brême. Respóndame tranquilamente. ¿Desde cuándo madame Paulette, como usted la llama, es decir, la mujer de Armand Lachaume, hace de providencia de la casa?
—Por así decirlo, desde que forma parte de ella.
—¿Cuándo se llevó a cabo el matrimonio?
—Hace seis años. Dos después de la muerte de madame Marcelle.
—¡Perdón! ¿Quién era madame Marcelle?
—La mujer de Mr. Léonard.
—Hace seis años, pues, que Armand Lachaume se casó con Paulette… ¿Paulette qué?
—Paulette Zuber.
—¿Tenía fortuna?
—Mucha.
—¿Le queda alguna familia?
—Su padre murió hace cinco meses, y ella es hija única. En cuanto a su madre, no la llegó a conocer.
—¿Quién era Zuber?
Aquel nombre le era familiar, y le parecía haberlo oído en el terreno profesional.
—Frédéric Zuberski, llamado Zuber, el negociante de pieles.
—Tuvo dificultades, ¿no es así?
—El fisco se cebó en él algún tiempo. También se le reprochó, después de la guerra…
—Ya sé.
Zuberski, que se hacía llamar Zuber, había tenido su momento de celebridad. Había empezado por recoger cueros y pieles sin curtir entre los aldeanos, con un carricoche; más tarde se le había visto montar un almacén, precisamente en Ivry, no lejos, sin duda, de la casa Lachaume.
Ya antes de la guerra su negocio era importante, y Zuber poseía cierto número de camiones, así como almacenes en provincias.
Más tarde, dos o tres años después de la Liberación, había corrido el rumor de que había hecho una fortuna considerable, y se habló de su próxima detención.
Si los periódicos se habían interesado en él, era sobre todo a causa de lo pintoresco de su personalidad; era un tipejo contrahecho, mal vestido, que hablaba francés con fuerte acento extranjero y que apenas sabía leer ni escribir.
Manejaba millones, hay quien dice que miles de millones, y se pretendía que poseía de hecho, directamente o por intermediarios, el monopolio de las pieles crudas.
Había sido la sección financiera, no Maigret, quien se había cuidado del asunto. El silencio acabó echándole tierra al asunto, y Maigret ignoraba cuál había sido su desenlace.
—¿De qué murió Zuber?
—De cáncer; le operaron en la clínica Saint-Joseph.
—Si he comprendido bien, el negocio Lachaume se mantenía, bien que mal, gracias al dinero de Zuber.
—No exactamente. Madame Paulette, al casarse, aportó una dote considerable.
—¿Una dote que invirtió en las galletas Lachaume?
—Más o menos. Pongamos que se acudía a ella en caso de necesidad.
—¿Y después, cuando la dote se hubo agotado? Porque se agotó rápidamente, ¿no?
—Sí.
—¿Cómo se las arreglaban entonces?
—Madame Paulette iba a ver a su padre.
—¿Él no venía por aquí?
—No recuerdo haberle visto. De venir, sería por la noche, arriba; pero no estoy seguro.
—Verdaderamente, señor comisario, yo no veo a dónde quiere usted ir a parar —protestó una vez más el abogado.
El juez, en cambio, parecía muy interesado; incluso había un brillo divertido en sus ojos claros.
—Yo tampoco —confesó Maigret—. Compréndalo usted, abogado: al principio de una encuesta, se está a oscuras y no se puede hacer más que tantear. En resumen, Ferdinand Zuber, padre de una sola hija, la cedió en matrimonio al más joven de los Lachaume, Armand, provista de una buena dote. ¿Conoce usted la cifra?
—Protesto…
Otra vez Radel, por supuesto, que no estaba tranquilo.
—Bien. No insisto. Las galletas se han comido la dote. Después, periódicamente, se enviaba a Paulette junto a su padre, a quien no se recibía…
—Él no ha dicho eso.
—Corrijo. A quien no se recibía o que no se consideraba amigo de la casa… Zuber padre escupía…
Era sobre todo en señal de protesta contra la presencia del magistrado y del joven abogado por lo que Maigret decía ordinarieces.
—Después, murió Zuber. ¿Fueron los Lachaume al entierro?
Mr. Brême esbozó una leve sonrisa.
—No es cosa mía…
—Y usted, ¿fue?
—No.
—Supongo que existe un contrato matrimonial, ¿no? Un viejo zorro como Zuber no ha debido…
—Se casaron bajo la cláusula de separación de bienes.
—Y Paulette Lachaume, desde hace algunos meses, heredó la fortuna de su padre. ¿No es así?
—Sí, así es.
—De modo que es ella quien, en este momento, tiene la llave de la caja. Es a ella a quien deben dirigirse cuando no hay dinero para saldar cuentas con los proveedores, o para pagar al personal, ¿no?
Radel, siempre cargante, como una mosca azul, intervino:
—No veo a dónde nos conduce todo esto.
—Yo tampoco, abogado. Pero no veo tampoco a dónde me llevaría buscar por París a un ladrón lo bastante tonto como para entrar en una casa donde no hay dinero, sirviéndose de una pesada escalera y rompiendo un ladrillo cuando hay una cristalera en la planta baja; todo eso con el fin de introducirse en la habitación de un hombre dormido, de matarlo con un ruidoso disparo de revólver y apropiarse de una cartera poco menos que vacía.
—Usted no sabe nada de eso.
—¡En efecto! Léonard Lachaume pudo haber pedido ayer noche dinero a su cuñada. Tampoco es menos cierto que en este despacho existe una caja fuerte monumental, pero de una simplicidad para abrirla infantil, a la que tampoco se ha tocado. Por último, no es menos evidente que, en el momento de cometerse el crimen, había por lo menos seis personas en la casa.
—Se han visto robos más desconcertantes.
—Se lo concedo. Para entrar en el patio donde está la escalera, era necesario saltar el muro, que tiene aproximadamente tres metros y medio de altura, si he calculado bien. En fin, a unos pasos de la habitación donde ha sonado el disparo, dormían dos personas que no han oído nada.
—Estamos cerca de una línea de ferrocarril, donde los trenes se suceden sin descanso.
—No lo niego, Mr. Radel. Mi profesión consiste en buscar la verdad, y la busco. Su misma presencia me inclinará a no buscar demasiado lejos, porque es extraño que los padres de una persona que ha sido asesinada llamen a un abogado antes, incluso, de que la policía haya empezado a interrogarles.
»Le voy a hacer una pregunta a la que sin duda no me responderá usted. Armand Lachaume le ha telefoneado delante de mí, para pedirle que viniese. ¿Dónde vive usted, abogado?
—Plaza de Odeón. A dos pasos de aquí.
—Usted llegó, en efecto, antes de diez minutos. No manifestó mucha sorpresa. No hizo preguntas. ¿Está seguro de no estar al corriente antes que nosotros de lo que ha sucedido la noche anterior?
—Protesto enérgicamente contra…
—¿Contra qué? Por supuesto, yo no le acuso de haber entrado en la casa por la ventana durante la noche. Me pregunto solamente si no ha habido, esta mañana, una primera llamada telefónica para ponerle al corriente y pedirle consejo…
—Ante el juez de instrucción, me reservo el derecho de protestar a su debido tiempo por semejante acusación.
—No es una acusación, abogado, sólo una simple pregunta. Y, si usted lo prefiere, una pregunta que me hago a mí mismo.
A Maigret se le habían puesto los pelos de punta.
—En cuanto a usted, Mr. Brême, le doy las gracias. Probablemente tendré que volver a hacerle otras preguntas. Al señor juez le corresponde decidir si es necesario sellar las oficinas…
—¿Qué opina usted?
—No lo creo necesario, y, después de lo que nos ha dicho Mr. Brême, es probable que la contabilidad no nos revele nada.
Buscó el sombrero y se dio cuenta de que lo había dejado arriba.
—Yo se lo iré a buscar —le propuso el empleado.
—No se moleste.
Maigret, al subir la escalera, tuvo la sensación de una presencia, y, levantando la cabeza, divisó el rostro de Catherine, inclinada sobre la barandilla.
—¿Busca usted su sombrero?
—Sí. ¿No está arriba un inspector?
—Hace tiempo que se ha ido. ¡Cójalo!
Sin dejarle subir del todo, le arrojó el fieltro, y, mientras Maigret lo recogía del felpudo, ella escupió.
* * *
El abogado no les había acompañado a la calle. A causa de la lluvia pertinaz, tan fría y triste como la de la mañana, no quedaban más que algunos mirones, a quienes un guardia uniformado bastaba para mantener a distancia. Los periódicos, por milagro, todavía no se habían enterado.
Los dos coches negros, el de la P. J. y el del juez, continuaban estacionados al borde de la acera.
—¿Regresa usted al Quai des Orfèvres? —preguntó el magistrado, abriendo la puerta.
—Todavía no lo sé. Estoy esperando a Janvier, que debe de estar por los alrededores.
—¿Por qué tiene usted necesidad de esperarle?
—Porque no sé conducir —respondió cándidamente Maigret, mientras señalaba el 4 HP de la policía.
—¿Quiere que le lleve?
—Gracias. Prefiero husmear por el barrio.
Maigret temía preguntas precisas, tal vez objeciones, consejos de prudencia, de moderación.
—Me gustaría, señor comisario, que me telefonease usted antes del mediodía, para tenerme al corriente. Tengo la intención de seguir este caso muy de cerca.
—Ya lo sé. Hasta la vista.
Los pocos curiosos que quedaban, les miraban, y una mujer le decía a otra:
—Es el famoso Maigret.
—¿Y el joven?
—No lo sé.
Maigret, levantando el cuello de la gabardina, echó a andar por la acera. Apenas había recorrido cincuenta metros cuando alguien le hizo señas desde la puerta de un cafetucho: Aux Copains du Quai. Era Janvier.
No había nadie más que la patrona detrás del mostrador; era una mujer gruesa y mal peinada, que vigilaba desde lejos, a través de la puerta de la cocina, una cacerola humeante en el hornillo, que despedía un fuerte olor a cebollas.
—¿Qué va usted a tomar, jefe?
Janvier añadió:
—Yo he tomado un grog[2]. Hace un tiempo como para atrapar la gripe.
Maigret pidió también un grog.
—¿Has descubierto algo?
—No sé. He creído conveniente sellar la puerta de la habitación, antes de irme.
—¿Has telefoneado al doctor Paul?
—Está todavía con la autopsia. Uno de sus ayudantes me ha dicho que se ha encontrado cierta cantidad de alcohol en el estómago. Van a establecer la proporción en la sangre.
—¿Nada más?
—Encontraron la bala, que han enviado al perito. Según el doctor, es de un calibre pequeño, probablemente un 6,35. ¿Qué piensa usted de esto, patrón?
La tabernera se había alejado para dar vueltas al estofado con una cuchara de madera.
—Me gustaba más el asunto de esta mañana.
—¿El del Canónigo?
—Esos tipos, por lo menos, no matan.
—Usted no se cree la historia del robo, ¿verdad?
—No.
—Yo tampoco. Los técnicos han buscado huellas en la escalera y en los cristales, sin encontrar nada. Solamente, en la escalera, antiguas huellas del capataz.
—El tipo podía llevar guantes. Eso no prueba nada.
—He examinado el muro exterior.
—¿Y qué?
—Está cubierto de cascos de botella. En cierto sitio, no lejos de la casa, los trozos de cristal han sido aplastados. He mandado hacer fotos.
—¿Para qué?
—Usted sabe, patrón, que un escalador prepara el golpe. Si sabe que una tapia está cubierta de cascos de botella, se provee de un saco viejo o de un trozo de hierro. En estos casos, el vidrio se rompe de una manera especial. Ahora bien, esta vez, parece que ha sido pulverizado a martillazos.
—¿Has preguntado a los vecinos?
—No han oído nada. Todos repiten, que los trenes hacen un ruido infernal, y que se necesitan años para acostumbrarse. Como he observado que no hay contraventanas ni en el primero ni en el segundo piso, fui a preguntar a los marineros de aquella chalana que está descargando. Me hubiera gustado saber si alguien había visto luces en la casa después de medianoche.
»Dormían, como me figuraba. Esta gente se acuesta y se levanta muy temprano. Sin embargo, la mujer me ha contado un detalle que pudiera resultar interesante. La noche pasada, un barco belga estuvo amarrado a su costado, y partió de prisa esta mañana. Se trata del Nôtre-Dame, que se dirige hacia la fábrica de harinas de Corbeil.
»Ayer fue el cumpleaños del patrón. Gente de otra chalana, belga también, atracada más arriba, pasó parte de la noche a bordo del Nôtre-Dame; entre ellos había uno con un acordeón…
—¿Sabes el nombre de la otra chalana?
—No. Según la mujer, también ha debido partir.
Maigret llamó a la patrona, y pagó dos grogs.
—¿A dónde vamos? —preguntó Janvier.
—Date antes una vuelta por el barrio. Hay algo que quiero encontrar.
El pequeño coche negro no tuvo que recorrer más que unos cientos de metros por las calles vecinas.
—Párate. Es aquí.
Se veía una enorme tapia agrietada, un patio sin pavimentar, construcciones en madera y en ladrillo con los costados abiertos, como en los secaderos de tabaco. Sobre la fachada se leía:
F. ZUBER
Cueros y Pieles
Debajo, con pintura más reciente, de un amarillo chillón.
David Hirschfeld, sucesor.
Janvier, que no estaba al tanto, mantuvo el pie en el embrague.
—La vaca lechera de los Lachaume desde hace seis años —refunfuñó Maigret—. Ya te explicaré más tarde.
—¿Le espero?
—Sí. No tardaré más que unos minutos.
Encontró la oficina sin dificultad, porque la palabra Oficina estaba escrita encima del menor de los edificios, más bien una barraca, en donde una mecanógrafa tecleaba cerca de una estufa parecida a las que tenían ellos.
—¿Está el señor Hirschfeld?
—No. Está en los mataderos. ¿Para qué le quiere?
Maigret enseñó su placa de la P. J.
—¿Estaba ya usted en la casa en tiempos de Mr. Zuber?
—No. He trabajado siempre para Mr. Hirschfeld.
—¿Cuándo ha traspasado Mr. Zuber el negocio?
—Hace poco más de un año, cuando tuvo que entrar en la clínica.
—¿Le conocía?
—Fui yo quien mecanografió el acta de venta.
—¿Era viejo?
—No se le podía calcular la edad, porque estaba ya enfermo y muy delgado. Bailaba dentro de los trajes, y su piel estaba blanca como aquella tapia que ve usted allí. Sé que no tenía más que cincuenta y ocho años.
—¿No se ha encontrado usted nunca con su hija?
—No. He oído hablar de ella.
—¿En qué circunstancias?
—Cuando esos señores discutían de la venta, míster Zuber no se hacía ilusiones acerca de su salud. Sabía que iba a durar unos meses, un año todo lo más. El médico se lo había anunciado claramente. Por esta razón, prefirió hacer una donación en vida, sin guardar para sí más que lo necesario para pagar la clínica y los médicos, con lo cual evitaba los gastos de la sucesión.
—¿Puede usted citarme la cifra?
—¿Quiere decir lo que pagó Mr. Hirschfeld por el negocio?
Maigret dijo que sí.
—Se ha hablado mucho de ello en los medios profesionales para que crea cometer una indiscreción. Trescientos.
—¿Trescientos, qué?
—Millones, desde luego.
Maigret no pudo menos que mirar a su alrededor: el despacho cochambroso, el patio fangoso, las construcciones casi ruinosas de las que salía un olor insoportable.
—¿Y Mr. Hirschfeld pagó en dinero contante y sonante?
Ella sonrió con una pizca de compasión.
—No se paga nunca en efectivo semejante suma. Ha desembolsado una parte, no sé cuánto exactamente, pero puede usted preguntárselo. Lo demás se pagará en plazos anuales, hasta diez.
—¿Todo para la hija de Zuber?
—A nombre de madame Armand Lachaume, sí. Si quiere hablar con Mr. Hirschfeld, él suele volver de los mataderos hacia las once y media, excepto los días en que come en la Villette…
Janvier miró con curiosidad al Maigret soñador y como abatido que volvía hacia el coche con la cabeza baja y que, parándose al borde de la acera, llenó una pipa.
—¿Notas el olor?
—Apesta, patrón.
—¿Ves ese patio y esas casuchas?
Janvier esperaba la continuación.
—¡Pues bien, hijo mío, todo eso vale trescientos millones! ¿Y sabes a quién van a parar esos trescientos millones?
Se deslizó en el asiento y cerró la portezuela.
—¡A Paulette Lachaume! ¡Ahora, a casa!
Hasta el momento de entrar en su despacho, siempre seguido de Janvier, no dijo una sola palabra.