Maigret no conseguía disimular su mal humor, y lo que casi le ponía furioso era pensar que el juez no sólo se daba cuenta, sino que, fatalmente, debía de atribuirlo a su presencia, lo que no era cierto más que en parte. ¿No sería que, desde el bulevard Richard-Lenoir, había desencadenado una serie de pensamientos morosos?
Aquel Angelot, tan ágil, tan espabilado, recién salido de la escuela, o era un tipo excepcional, uno de esos que se cuentan con los dedos en cada generación, o estaba recomendado por personas influyentes, sin las cuales, en lugar de haber sido nombrado para París, se hubiera estancado durante años en algún tribunal de subprefectura.
Hacía un momento, al presentarlos, el magistrado se había limitado a estrechar la mano de Maigret con un vigor que podía pasar por cordial, pero no había pronunciado ninguna de las frases a las que el comisario estaba habituado. Claro que no podía decir, como los veteranos:
—Me alegro mucho de volverle a ver.
Los había, sin embargo, que no dejaban de añadir:
—Encantado de trabajar con usted.
Era difícil imaginar que Angelot no hubiera oído nunca hablar de él. Sin embargo, no había exteriorizado ni satisfacción ni curiosidad.
¿Era una actitud voluntaria, una manera de dar a entender a Maigret que no le impresionaba su popularidad? ¿O bien falta de curiosidad, la característica indiferencia de la nueva generación?
Ciertas miradas que sorprendió hicieron preguntarse al comisario si no se trataba más bien de timidez, de pudor. Y le embarazaba más la supuesta timidez del juez que su posible habilidad. Se sentía observado, y trataba de serenarse. Dijo a Lapointe en voz baja:
—Ocúpate de la rutina…
Ambos sabían lo que esto quería decir.
Luego se volvió hacia Armand Lachaume, que ni se había afeitado ni llevaba corbata.
—Supongo que habrá una habitación en la que se pueda hablar más a gusto.
Y agregó, advirtiendo la crudeza del ambiente:
—Una habitación caliente, si es posible.
Al tocar el radiador, un antiguo modelo, acababa de comprobar que la calefacción central no funcionaba.
Tampoco Lachaume perdía el tiempo en cumplidos. Luego pareció reflexionar, y, encogiéndose de hombros, como resignándose, dijo:
—Por aquí…
Había algo de equívoco, no sólo en la atmósfera de la casa, sino en la actitud de sus habitantes. Como había observado el comisario de Ivry, en lugar de llantos, idas y venidas desordenadas, personas que hablaban todas a la vez, no se oían más que pasos furtivos, no se veían más que puertas entreabiertas, no se adivinaban más que rostros espiando.
Fue así como, en el pasillo mal alumbrado, Maigret sorprendió, por la rendija de una puerta, un ojo, unos cabellos oscuros, una silueta que parecía de mujer.
Llegaron al hall del segundo piso; Armand Lachaume empujó una puerta, a la izquierda; se abría a un extraño salón donde dos viejos estaban sentados ante una estufa de hierro.
El hijo no habló, no hizo ninguna presentación. El padre tenía lo menos setenta y cinco años, tal vez ochenta. Contrariamente a Armand, estaba recién afeitado, y llevaba una camisa limpia y una corbata negra.
Se levantó, tan tranquilo y digno como si estuviese en un consejo de administración, e inclinó ligeramente la cabeza; luego se dirigió hacia su mujer que debía tener su misma edad: la mitad de su rostro estaba rígido, el ojo, quieto, parecía de cristal.
La ayudó a levantarse de la butaca, y ambos, sin una palabra, desaparecieron por otra puerta.
Estaban en la habitación donde la familia acostumbraba reunirse. Se notaba en la disposición de los muebles, en los objetos revueltos. Maigret se sentó en una silla y se volvió hacia el juez Angelot.
—¿Quiere preguntar usted, o lo hago yo?
—Hágalo.
El juez se apoyó en el quicio de la puerta.
—¿No le sería mejor sentarse, M. Lachaume? —continuó Maigret.
Hubiera podido, desde este mismo momento, manejar la situación; pero no había prisa, y la realidad se reducía a la lluvia que continuaba cayendo fuera.
—¿Quiere decirme lo que sepa usted?
—No sé nada.
Hasta la voz era neutra, impersonal, mientras que su mirada evitaba la del comisario.
—El muerto es su hermano mayor, ¿no?
—Mi hermano Léonard, ya se lo he dicho a su colega.
—¿La galletería existe todavía?
—Desde luego.
—¿Era él quien la dirigía?
—El presidente del consejo de administración sigue siendo nuestro padre.
—Pero de hecho, ¿quién la dirigía?
—Mi hermano.
—¿Y usted?
—Tengo a mi cargo la expedición de mercancías y la manutención.
—¿Hace mucho tiempo que murió la mujer de su hermano?
—Ocho años.
—¿Está usted al corriente de su vida privada?
—Ha vivido siempre aquí, con nosotros.
—Supongo, sin embargo, que fuera de la casa tendría una vida personal, amigos, amigas, relaciones…
—No lo sé.
—Usted ha declarado al comisario de policía la desaparición de una cartera.
Dijo que sí con la cabeza.
—¿Qué cantidad podía haber en esa cartera?
—Lo ignoro.
—¿Mucho dinero?
—No lo sé.
—¿Acostumbraba su hermano guardar cientos de miles de francos?
—No lo creo.
—¿Era él quien manejaba los fondos de la empresa?
—Él y el contable.
—¿Dónde está el contable?
—Supongo que abajo.
—¿Y dónde se guardaba el dinero que ingresaba en el negocio?
—En el Banco.
—¿Todos los días?
—No todos los días entra dinero.
Maigret se había propuesto permanecer tranquilo, cortés, bajo la mirada indiferente del joven magistrado.
—Sin embargo, habría dinero en alguna parte…
—En la caja fuerte.
—¿Dónde está?
—En la planta baja, en el despacho de mi hermano.
—¿No lo ha tocado?
—No.
—¿Lo ha comprobado usted?
—Sí.
—¿Cree que el asesino de su hermano ha venido de fuera con la intención de robarle?
—Sí.
—¿Algún hombre o mujer que no conocía?
—Supongo.
—¿Cuántos empleados tiene la fábrica?
—De momento, unos veinte. Hubo un tiempo en que tuvimos más de cien, entre obreros de los dos sexos.
—¿Los conoce usted a todos?
—Sí.
—¿No sospecha de nadie?
—No.
—La noche pasada, pese a que su habitación no está más que a unos metros de la de su hermano, ¿no se ha enterado usted de nada?
—No he oído nada.
—¿Tiene usted el sueño pesado?
—Tal vez.
—Lo bastante pesado para no ser turbado por un disparo hecho a menos de diez pasos de usted.
—No lo sé.
En aquel momento se oyó un estruendo, y la casa, a pesar del grosor de las paredes, pareció temblar. Maigret tropezó con la mirada del juez de instrucción.
—¿Es un tren?
—Sí. La vía se encuentra muy cerca.
—¿Pasan muchos trenes por la noche?
—No los he contado. Unos cuarenta, aproximadamente, sobre todo largos trenes de mercancías.
Llamaron a la puerta. Era Janvier, que hizo señas a Maigret de que tenía algo que decirle.
—Pasa. Habla.
—Hay una escalera en el patio, tirada a unos metros de la pared. Encontré la marca de los largueros en el soporte de la ventana.
—¿Qué ventana?
—La del hall, al lado de esta habitación. La ventana da al patio. La escalera ha debido de utilizarse recientemente y han roto un cristal después de haberlo untado de jabón.
—¿Lo sabía usted, M. Lachaume?
—Ya lo había comprobado.
—¿Por qué no me lo ha dicho?
—No he tenido ocasión.
—¿Dónde suele estar esa escalera?
—En el patio, a la izquierda, arrimada al pabellón de manutención.
—¿Estaba allí ayer tarde?
—Lógicamente, debería estar.
—¿Me permite?
Maigret salió de la habitación, tanto para verlo por sí mismo como para estornudar, y aprovechó para llenar una pipa. El hall, por encima de la escalera, estaba iluminado por dos ventanas, una que daba al muelle, y la del otro lado, al patio. Uno de los cristales de esta última estaba roto, y se veían algunos trozos de vidrio por el suelo.
Las abrió de par en par, y advirtió, sobre la piedra gris, dos señales más claras que correspondían con dos montantes de una escalera.
En el patio, como le había anunciado Janvier, había una escalera tumbada en el suelo. La alta chimenea humeaba ligeramente. En el edificio, a la izquierda, se veían mujeres inclinadas sobre una mesa larga.
Iba a reunirse con los demás, cuando oyó un ruido y vio a una mujer que acababa de abrir una puerta.
—¿Puedo rogarle, señora, que venga un momento al salón?
Ella pareció titubear; se apretó el cinturón de la bata y, por último, se adelantó.
Era joven. No se había maquillado aún y la cara le brillaba un poco.
—Pase, se lo ruego.
Y dirigiéndose a Armand Lachaume:
—Supongo que será su mujer.
—Sí.
Los esposos no se miraban.
—Siéntese, señora.
—Gracias.
—¿Tampoco usted ha oído nada esta noche?
—Tomo todas las noches un somnífero antes de acostarme.
—¿Cuándo se enteró de la muerte de su cuñado?
Ella miró un instante al vacío, como si reflexionase.
—No he mirado la hora.
—¿Dónde estaba?
—En mi habitación.
—¿Es también la habitación de su marido?
Ella volvió a dudar.
—No.
—Su habitación, ¿no da al pasillo, casi delante de la de su cuñado?
—Sí. Hay dos habitaciones a la derecha del pasillo, la de mi marido y la mía.
—¿Cuánto tiempo hace que duermen ustedes separados?
Armand Lachaume tosió, se volvió hacia el juez de instrucción, todavía de pie, y dijo con voz insegura, la voz de un tímido que se ve obligado a hacer un esfuerzo:
—Me pregunto si el comisario tiene derecho a hacernos preguntas referentes a nuestra vida privada. Mi hermano fue muerto esta noche por un ladrón y, hasta ahora, son nuestras idas y venidas lo que parece preocuparle.
Por los labios de Angelot pasó una sombra de sonrisa.
—Supongo que si el comisario Maigret les interroga de esa forma es en calidad de testigos.
—No me gusta que molesten a mi mujer, y desearía que a ella la dejasen al margen de todo esto.
Era una cólera tímida, también de un hombre que se exterioriza raras veces; sus mejillas se habían coloreado.
Maigret continuó suavemente:
—¿Quién era considerado hasta ahora jefe de familia, M. Lachaume?
—¿De qué familia?
—Digamos de todos los que viven en esta casa.
—Eso no nos incumbe más que a nosotros. No conteste, Paulette.
Maigret advirtió que no la tuteaba; pero eso era corriente en ciertos medios, muchas veces por esnobismo.
—Si esto continúa, pronto será a mi padre y a mi madre a quienes importunará usted. Después, a los empleados, al personal…
—Ésa es mi intención.
—No conozco exactamente sus derechos…
El magistrado propuso.
—Puedo aclararle este aspecto de la cuestión.
—No. Prefiero que esté presente nuestro abogado. Supongo que me estará permitido llamarle.
El juez de instrucción vaciló antes de responder:
—Ningún texto prohíbe la presencia de su abogado. Le advierto, sin embargo, una vez más, que es a título de testigos por lo que usted y los miembros de su familia serán interrogados, y no es costumbre, en este caso, llamar a…
—No hablaremos mientras él no esté delante.
—Como usted quiera.
—Voy a telefonearle.
—¿Dónde está el teléfono?
—En el comedor.
Era la habitación contigua. Al abrir la puerta, se entrevieron los dos viejos sentados delante de la chimenea, en que ardía escasa leña. Creyendo en una nueva invasión, hicieron ademán de levantarse para marchar de nuevo, pero Armand Lachaume cerró tras sí.
—Su marido, señora, parece haberse afectado mucho.
Ella miró al comisario con expresión dura.
—Es natural, ¿no?
—¿Los dos hermanos no eran gemelos?
—Había siete años de diferencia entre ellos.
Sus facciones, sin embargo, eran iguales; y hasta los bigotes eran idénticos, delgados y caídos. Se oía un murmullo de voces en la habitación de al lado. El juez no manifestaba ni impaciencia ni deseo de sentarse.
—¿No tiene ninguna sospecha, ninguna idea personal sobre…?
—Mi marido le ha manifestado que no contestaremos como no sea en presencia de nuestro abogado.
—¿Quién es?
—Pregúnteselo a mi marido.
—¿Hay más hermanos o hermanas?
Ella lo miró en silencio. Y, sin embargo, parecía de una raza diferente al resto de la familia. Se notaba que, en otras circunstancias, debía ser una mujer bella y deseable; había en ella una vitalidad latente que se veía obligada a reprimir.
Resultaba inesperado encontrársela en aquella casa donde todo estaba fuera del tiempo y de la vida.
Armand Lachaume reapareció. Una vez más, vieron a los dos viejos, quienes, delante de la chimenea, hubieran podido ser figuras de cera.
—Estará aquí dentro de unos minutos.
Se estremeció al oír pasos de gente en la escalera. Maigret lo tranquilizó.
—Vienen a buscar el cadáver —añadió—. Le pido perdón por ello, pero el juez de instrucción puede decirle que es una norma, y que es indispensable trasladarlo al instituto médico-legal para hacerle la autopsia.
Lo curioso era que no parecía sentir dolor alguno, sino un extraño abatimiento, una especie de estupor.
Varias veces, a lo largo de su vida, Maigret se había encontrado en circunstancias más o menos parecidas, obligado a entrometerse en la existencia de una familia donde se acababa de cometer un crimen.
Pero jamás había experimentado semejante sensación de irrealidad.
Encima, un juez de instrucción de una generación distinta complicaba las cosas al seguirle paso a paso.
—Voy a ver a esos señores —murmuró—. Tengo que dar algunas órdenes.
Ellos no tenían necesidad de órdenes ni de consejos. Los hombres que habían llegado con la camilla conocían su oficio. Maigret se limitó a mirar cómo trabajaban; levantó la sábana que cubría la cara del muerto, para verlo una vez más.
Descubrió en el dormitorio una puerta lateral; la empujó: era una habitación polvorienta, desordenada, que debía servir de despacho personal a Léonard Lachaume.
Janvier, que se encontraba allí inclinado sobre una mesa, se sobresaltó.
—¡Ah! Es usted, jefe…
Abrió uno a uno los cajones de un viejo escritorio.
—¿Has encontrado algo?
—No. Ese cuento de la escalera no me gusta.
A Maigret tampoco. No había tenido ocasión de merodear por la casa ni por los alrededores, pero aquella escalera tenía a sus ojos algo incongruente.
—Comprenda usted —prosiguió Janvier—; hay una puerta de cristal justo debajo de la ventana cuyo vidrio ha sido roto. Se halla debajo de la bóveda, desde donde se puede subir aquí sin obstáculo. Siguiendo este camino, no había la menor necesidad de romper el ladrillo, puesto que hay uno, roto anteriormente, reemplazado por un cartón. ¿Para qué transportar a través del patio una escalera tan pesada y…?
—Ya sé, ya.
—¿Se nos va a pegar todo el tiempo?
Se refería, evidentemente, al juez de instrucción.
—No sé ni una palabra.
Esta vez fueron dos a entrometerse, porque alguien se detuvo en el umbral, una viejecita casi encorvada, que los miraba con ojos indignados y sombríos.
Era la criada de quien había hablado el comisario de policía. Su mirada iba de los hombres a los cajones abiertos, a los papeles esparcidos, y terminó por decir, dominándose visiblemente para no cubrirlos de insultos:
—Esperan al comisario Maigret en el salón.
Janvier preguntó en voz baja:
—¿Continúo, patrón?
—En el punto en que estamos, ya no lo sé. Haz lo que quieras.
Siguió a la jorobada, que le esperaba y que le abrió la puerta del salón, donde había un nuevo personaje. Éste se presentó:
—El abogado Radel…
¿Es que iba a hablar de sí mismo en tercera persona?
—Mucho gusto, abogado.
Otro joven, aunque menos que el magistrado. En aquella mansión de otro tiempo, Maigret hubiera esperado encontrarse con un viejo abogado sucio y astuto.
Radel no tenía más de treinta y cinco años, y era casi tan cuidadoso de su persona como el mismo juez de instrucción.
—Señores, no sé lo que Armand Lachaume ha querido explicarme por teléfono, y pretendo ante todo disculpar las reacciones de mi cliente. Haciendo un esfuerzo por ponerse en su lugar, quizá puedan comprenderlo. Yo he venido más bien en calidad de amigo que de abogado, y con el fin de disipar cualquier mal entendido. Armand Lachaume no está bien de salud. La muerte de su hermano, que era el alma de la casa, le ha conmovido fuertemente y no es de extrañar que, desconocedor de los procedimientos policíacos, se haya mostrado reticente ante algunas preguntas.
Maigret suspiró, tomándolo con paciencia, y volvió a encender su apagada pipa.
—Asistiré, pues, como él me lo pide, a los interrogatorios que ustedes decidan hacer; pero insisto para que mi presencia no dé un carácter defensivo a la actitud de la familia…
Se volvió hacia el juez de instrucción, después hacia el comisario.
—¿A quién desean ustedes interrogar?
—A madame Lachaume —dijo Maigret señalando a la mujer.
—Le ruego solamente que no hay que olvidar que madame Lachaume está tan impresionada como su marido.
Maigret tomó de nuevo la palabra.
—Me gustaría interrogar a cada persona por separado.
El marido frunció las cejas. El abogado Radel le dijo algo en voz baja, y él se resignó a salir.
—¿Tiene usted idea, señora, de si su cuñado recibió últimamente cartas amenazantes?
—Seguro que no.
—¿Se lo hubiera dicho a usted?
—Supongo.
—¿A usted y a los otros miembros de la familia?
—Nos lo hubiera dicho a todos.
—¿También a sus padres?
—Tal vez no, dada su avanzada edad.
—Así, pues, se lo hubiera dicho a su marido, e incluso a usted misma.
—Lo encuentro natural.
—¿Las relaciones entre los hermanos eran íntimas, amistosas?
—Muy íntimas y muy amistosas.
—¿Y con usted?
—No sé lo que quiere decir.
—¿Cuáles eran exactamente las relaciones con su cuñado?
—Perdone que le interrumpa —dijo el abogado Radel—, pero, de esta manera, la pregunta podría parecer tendenciosa. Supongo, M. Maigret, que no está en su intención insinuar…
—Yo no insinúo absolutamente nada. Pregunto solamente si entre madame Lachaume y su cuñado las relaciones eran cordiales.
—Por supuesto —respondió ella.
—¿Afectuosas?
—Supongo que como en todas las familias.
—¿Cuándo le ha visto usted por última vez?
—Pues… Esta mañana…
—¿Quiere usted decir que lo ha visto esta mañana muerto en su habitación?
Ella dijo que sí con la cabeza.
—¿Cuándo lo ha visto vivo por última vez?
—Ayer noche.
—¿A qué hora?
Ella dirigió a su pesar una breve mirada al abogado.
—Debían ser aproximadamente las once y media.
—¿Dónde fue eso?
—En el pasillo.
—¿El pasillo al que dan su habitación y la de él?
—Sí.
—¿Salía usted de este salón?
—No.
—¿Estaba usted en compañía de su marido?
—No. Había salido sola.
—¿Su marido se había quedado en casa?
—Sí. Él sale poco. Sobre todo desde que una pleuresía estuvo a punto de llevárselo. Su salud ha sido siempre delicada y…
—¿Cuándo ha salido usted?
—¿Debo responder? —preguntó ella al abogado.
—Se lo aconsejo, aunque estas preguntas no conciernen más que a su vida privada y no tienen evidentemente relación alguna con el drama.
—A eso de las seis.
—¿De la tarde?
—No de la mañana, por supuesto.
—¿Su abogado le permitirá, tal vez, decirnos qué es lo que ha hecho usted hasta las once y media?
—Cené en la ciudad.
—¿Sola?
—Eso es cosa mía.
—¿Y después?
—Me fui al cine.
—¿En el barrio?
—En los Campos Elíseos. A mi vuelta, ya no había luz en la casa, al menos del lado del muelle. Subí, me metí en el pasillo y vi abrirse la puerta de mi cuñado.
—¿La esperaba?
—No veo la razón. Tenía la costumbre de leer hasta muy tarde, en el despachito contiguo a su habitación.
—¿Fue del despacho de donde salió?
—No. De su dormitorio.
—¿Cómo iba vestido?
—En bata. En pijama y en bata. Dijo:
»—¡Ah! Es usted, Paulette…
»—Buenas noches.
»Eso fue todo.
—¿Cada uno de ustedes entró en su habitación?
—Sí.
—¿Habló usted con su marido?
—No tenía nada que decirle.
—¿Sus habitaciones se comunican?
—Sí. Pero la puerta está casi siempre cerrada.
—¿Con llave?
El abogado intervino:
—Creo, señor comisario, que usted exagera.
La mujer se encogió de hombros, fastidiada.
—Con llave, no, de ninguna manera —dejó caer con acento despectivo.
—Luego, ¿no ha visto usted a su marido?
—No. Me desnudé y me metí en seguida en la cama.
—¿Tiene usted cuarto de baño propio?
—La casa es antigua. No hay más que uno en el piso, al fondo del pasillo.
—¿Estuvo allí?
—Ciertamente. ¿Tengo que darle más detalles?
—¿Se ha fijado usted si aún había luz en la habitación de su cuñado?
—Vi luz por debajo de la puerta.
—¿No oyó nada?
—Nada.
—¿Su cuñado solía hacerle confidencias?
—Depende de lo que usted entienda por confidencias.
—Sucede a veces que un hombre prefiere contar ciertas cosas a una mujer que a sus padres o hermanos. Una cuñada puede ser a la vez pariente y extraña…
Ella escuchaba sin impacientarse.
—Léonard Lachaume, viudo desde hacía años, ¿le hablaba a usted de sus relaciones femeninas?
—No sé siquiera si las tenía.
—¿Salía mucho?
—Muy poco.
—¿Sabe usted adónde iba?
—Eso no me atañía.
—¿Su hijo tiene doce años como me han dicho?
—Los hizo el mes pasado.
—¿Léonard se ocupaba de él personalmente?
—Ni más ni menos que todos los padres que trabajan. Léonard trabajaba mucho y le sucedía a veces que después de la cena tenía que bajar al despacho.
—Su suegra es casi paralítica, ¿no?
—No camina más que con bastón y necesita que alguien la ayude por la escalera.
—Su suegro tampoco es muy ágil, ¿verdad?
—Tiene setenta y ocho años.
—La criada, por lo que he visto, apenas oye. Sin embargo, si estoy bien informado, el niño vive en el ala izquierda del segundo piso, con otros tres ancianos.
Ella comenzó:
—Jean Paul…
Después, cambiando de idea, se calló.
—Iba usted a decir que Jean Paul, su sobrino…
—Ya no sé lo que iba a decir.
—¿Cuánto tiempo hace que vive en el segundo piso?
—No mucho.
—¿Años?… ¿Meses?… ¿Semanas?…
—Una semana aproximadamente.
Esto, Maigret estaba seguro, lo había dicho a su pesar, y el abogado lo comprendió igualmente, porque en seguida cambió de conversación.
—Me pregunto, señor comisario, si no podría usted hacer estas preguntas a otras personas de la casa. Madame Lachaume ha tenido una mañana dolorosa y no tuvo tiempo de arreglarse. Creo que su marido sería más apropiado para…
—De todas formas, licenciado Radel, ya he terminado con ella, al menos por el momento. A no ser que el juez de instrucción tenga preguntas que hacerle.
El juez se limitó a hacer una ligera señal.
—Excusándome por haberla entretenido, señora…
—¿Desea usted que le envíe a mi marido?
—De momento, no. Preferiría interrogar brevemente a esa criada vieja que se llama…
—Catherine. Hace más de cuarenta años que vive con mis suegros, y es casi de su misma edad. Voy a ver si está en la cocina.
Salió; el abogado estuvo a punto de decir algo, se arrepintió y encendió un cigarrillo.
Había ofrecido uno al magistrado, quien lo rechazó diciendo:
—Gracias. No fumo.
Maigret, que tenía sed, no se atrevía a pedir de beber y tenía prisa por salir de aquella casa.
Transcurrió demasiado tiempo antes de que se oyese un trotecillo y algo como unos arañazos en la puerta.
—¡Pase!
Era la vieja Catherine, que los miraba alternativamente con mirada todavía más negra que hacía un momento, en el despacho, y que dijo con agresividad:
—¿Qué es lo que quiere de mí? Y, ante todo, como continúe usted fumando como hasta ahora, Mr. Félix va a tener otro ataque de asma.
¿Qué hacer si no? Bajo la mirada irónica del juez, Maigret depositó, suspirando, la pipa en el velador.