—¿No olvidas el paraguas?
—No.
La puerta se iba a cerrar y Maigret miraba ya hacia la escalera.
—Será mejor que te pongas la bufanda.
Su mujer corrió a buscarla, sin sospechar que aquella frasecita iba a estropearle un buen momento y a inspirarle pensamientos melancólicos.
No era más que noviembre —el 3 de noviembre— y no hacía demasiado frío. Solamente caía, de un cielo nublado y uniforme, una de esas lluvias que, sobre todo a primera hora de la mañana, parecen más fluidas y traicioneras que otras.
Había sido él quien hacía un momento, al saltar de la cama, había puesto mala cara al advertir que le dolía el cuello cuando volvía la cabeza. No se podía hablar de torticolis, sino más bien de cierta rigidez, de exagerada sensibilidad.
La víspera, al salir del cine, habían paseado largo rato por los bulevares, y ya estaba lloviendo.
Nada de eso tenía importancia. Sin embargo, a causa de aquella bufanda, quizá porque fuese una enorme bufanda tejida por su mujer, se sentía viejo.
Al bajar la escalera, en la que había huellas húmedas de pisadas, y luego, caminando bajo el paraguas, se acordó de lo que la víspera le había dicho su mujer. Pasados dos años lo jubilarían.
La idea les había alegrado. Habían estado hablando larga, reiteradamente, del lugar en el campo adonde irían a vivir, de la región de Meung-sur-Loire, que tanto les gustaba a ambos.
Un chico que pasaba con la cabeza descubierta le empujó sin pedir excusas.
Matrimonios jóvenes, que probablemente trabajaban cerca el uno del otro, caminaban bajo el mismo paraguas cogidos del brazo.
Aquel domingo había transcurrido más vacío que otros, quizá por coincidir con el Día de Difuntos. Esta mañana hubiera jurado que todavía respiraba el olor a crisantemos. Desde su ventana había visto cómo las familias se dirigían a los cementerios, y ninguno de los dos tenía muertos en París.
En la esquina del bulevar Voltaire, en que solía esperar su autobús, le resultó todavía más desagradable ver la llegada del enorme armatoste sin plataforma, lo que no sólo le impedía permanecer de pie, sino que además le obligaba a apagar la pipa.
Todo el mundo tiene días como éste, ¿no?
Pronto finalizarían aquellos dos años y no tendría más necesidad de ponerse una bufanda para salir bajo la desagradable lluvia de la mañana, a través de un París como el de hoy, en blanco y negro, como las películas mudas.
El autobús estaba repleto de jóvenes, unos que le reconocían y otros que no se ocupaban de él.
Por los muelles la lluvia caía más fría y oblicua. Se metió en el portal de la P. J.,[1] donde soplaba una corriente de aire; avanzó hacia la escalera, y entonces, inmediatamente, reconociendo el olor como sui generis de la casa, la luz verdosa de las bombillas todavía encendidas, se estremeció ante la idea de que, en poco tiempo, no volvería allí cada mañana.
El viejo Joseph, que por misteriosas razones se había librado de la jubilación, le saludó con un gesto de complicidad, y murmuró:
—El inspector Lapointe le espera, señor comisario.
Como todos los lunes, había mucha gente en la sala de espera y en el enorme corredor. Algunos, desconocidos; dos o tres mujeres jóvenes, cuya presencia allí hubiera podido sorprenderle, y sobre todo parroquianas, las que periódicamente se podían ver ante una de las puertas.
Entró en su despacho, colgó el abrigo en el armario, el sombrero, la famosa bufanda, dudó si abrir el paraguas y ponerlo a secar en una esquina como madame Maigret le aconsejaba, y terminó por dejarlo en un rincón del armario.
Eran apenas las ocho y media. La correspondencia le esperaba encima de su carpeta. Abrió la puerta del despacho de inspectores, saludó con la mano a Lucas, a Torrence y a dos o tres más.
—Avisen a Lapointe que ya he llegado.
Había corrido de boca en boca la voz de que el patrón estaba de mal humor, lo que no era exacto. Con frecuencia, los días en que se ha estado gruñón, malhumorado, susceptible, son los que después se recuerdan como más dichosos.
—Buenos días, patrón.
Lapointe estaba pálido, los ojos enrojecidos por falta de sueño, pero brillantes de satisfacción. Temblaba de impaciencia.
—¡Ya está! ¡Ya lo tengo!
—¿Dónde?
—Encerrado, al fondo del pasillo, bajo la vigilancia de Torrence.
—¿A qué hora?
—A las cuatro de la mañana.
—¿Cantó?
—He ordenado que le subiesen un café; después, hacia las seis, encargué un desayuno para ambos y estuvimos charlando como viejos amigos.
—Ve a buscarlo.
Era un buen golpe. Desde hacía años, Gregorio Brau, llamado el Paciencia, llamado también el Canónigo, operaba sin que se le hubiese cogido con las manos en la masa.
Sólo una vez, hacía doce años, lo habían trincado por haberse quedado dormido y, cumplida la condena, había vuelto a las andadas sin cambiar para nada sus costumbres.
Entró en el despacho, precedido de un Lapointe que se pavoneaba como si hubiera pescado la más grande de las truchas o el mayor de todos los lucios, y el hombre, con aire molesto, permaneció de pie ante Maigret, que hurgaba en sus papeles.
—Siéntate.
El comisario agregó, al acabar de leer una carta:
—¿Tienes cigarrillos?
—Sí, M. Maigret.
—Puedes fumar.
Era un tipo corpulento de cuarenta y tres años, que probablemente era ya gordo y fofo cuando iba a la escuela. Tenía la tez clara, de un rosa que se volvía rojo con facilidad; el mentón, doble, carnosa la nariz, ingenua la boca.
—Entonces, pese a todo, te han cogido.
—Me han cogido.
Había sido Maigret quien lo detuviera la primera vez; después, habían vuelto a encontrarse con frecuencia, y se saludaban sin rencor.
—¿Todavía no has devuelto eso? —decía el comisario aludiendo al botín de un apartamento robado.
En lugar de negar, el Canónigo sonreía modestamente. Nada se le podía probar. Sin embargo, aunque jamás dejaba huellas, parecía como si sus robos tuviesen firma.
Actuaba solo, preparaba cada golpe con una paciencia increíble. Era el hombre tranquilo por excelencia, sin vicios, sin pasiones, sin nervios.
Pasaba la mayor parte de su tiempo sentado en el rincón de un bar, de un café o de un restaurante, dedicado aparentemente a la lectura de un periódico, o amodorrado, pero con el oído atento y sin perder nada de lo que se decía a su alrededor.
También era gran lector de semanarios, en los que estudiaba atentamente los ecos de sociedad, manteniéndose al corriente, mejor que nadie, de los viajes de la gente importante.
Y un buen día, la P. J. recibía la llamada telefónica de alguien muy conocido, a veces de un actor o de una vedette de cine que, a la vuelta de Hollywood, de Londres, de Roma o de Cannes, se había encontrado con el apartamento desvalijado.
Maigret no tenía necesidad de escuchar hasta el final; preguntaba:
—¿Y la nevera?
—Vacía.
La bodega también. Se podía estar seguro, además, de que la cama estaría deshecha y de que habrían sido utilizados el pijama, la bata y las zapatillas del dueño de la casa.
Ésa era la firma del Canónigo, una simple manía adquirida desde sus comienzos, a los veinte años, tal vez porque entonces tenía verdaderamente hambre y ansia de una buena cama. Cuando estaba seguro de que un apartamento quedaba vacío por varias semanas, de que no quedaban en él criados, de que la portera no estaba encargada de ventilar la casa, se introducía en él sin necesidad de utilizar ganzúas, pues conocía el secreto de todas las cerraduras.
Una vez dentro, en lugar de reunir a toda prisa los objetos de valor, joyas, cuadros, bibelots, se instalaba allí por cierto tiempo; el tiempo, en general, que le duraban las provisiones.
Se habían encontrado, tras su paso, hasta veinte latas de conserva vacías, así como también cierto número de botellas. Leía. Dormía. Utilizaba el cuarto de baño con una especie de voluptuosidad insospechable en otros inquilinos.
Luego, de vuelta a su casa, reanudaba sus costumbres habituales; no frecuentaba más que por la tarde un bar de bastante mala reputación que había en la avenida de Ternes, donde, como trabajaba solo y no hablaba jamás de sus fechorías, se le miraba con una mezcla de desconfianza y respeto.
—¿Le ha telefoneado ella, o le ha escrito?
Hizo esta pregunta con una melancolía que se asemejaba a la de Maigret cuando, un momento antes, había salido de su casa.
—¿De qué estás hablando?
—Lo sabe de sobra. Sin eso, no me hubieran cogido. Su inspector (se volvió hacia Lapointe) estaba en la escalera del inmueble antes de mi llegada, y yo supuse que sería un colega en funciones. ¿No es cierto?
—Es cierto.
No había sido una, sino dos, las noches que Lapointe había pasado en la escalera del inmueble de Passy, donde un tal M. Alevard tenía un apartamento. Dicho señor se había ido a Londres a pasar dos semanas. Los periódicos habían anunciado el viaje, pues tenía algo que ver con una película y una vedette muy conocidas.
El Canónigo no entraba nunca en las casas inmediatamente después de haber quedado vacías. Lo hacía al cabo de un tiempo, con calma, precavidamente.
—Me pregunto cómo no habré visto al inspector. ¡En fin!… Esto me enseñará… ¿Le ha telefoneado ella?
Maigret alzó la cabeza.
—¿Le ha escrito?
Maigret hizo ademán de que sí.
—Supongo que no podrá enseñarme la carta, ¿verdad? Claro que habrá desfigurado la letra, ¿no?
Ni siquiera. Pero era inútil decírselo.
—Yo me figuraba, sin quererlo creer, que esto llegaría un día u otro. Es una ramera, con perdón, y, sin embargo, no le guardo rencor… Al menos lo he pasado bien durante dos años, ¿no le parece?
No se le conocían aventuras femeninas, y, a causa de su físico, algunos le tomaban el pelo diciéndole que había buenas razones para ello.
Y de pronto, a los cuarenta y tres años, se había puesto a vivir con una tal Germaine, veinte años más joven, quien poco antes del encuentro había estado haciendo la carrera por la avenida Wagram.
—¿Te has casado?
—También en la iglesia; ella es bretona. Supongo que estará ya viviendo en casa de Henri.
Se trataba de Henri-mon-Oeil, un chulo.
—Es él quien se ha instalado en tu apartamento.
El Canónigo no se indignó, no culpaba a la suerte, no se inculpaba más que a sí mismo.
—¿Cuánto me va a caer?
—De dos a cinco años. ¿Te ha tomado declaración Lapointe?
—Apuntó todo lo que le decía.
Sonó el teléfono.
—Alló! Comisario Maigret.
Escuchó, frunció las cejas.
—Repita el nombre, por favor.
Acercó un bloc de notas, y escribió: Lachaume.
—¿Muelle de la Estación?… ¿En Ivry?… Bien… ¿Hay un médico cerca?… ¿Está muerto?
De pronto el Canónigo dejó de interesar, y se hubiera dicho que él se lo olía. Se levantó, sin que lo invitasen a ello.
—Supongo que tendrá usted otra cosa que hacer…
Maigret se dirigió a Lapointe.
—Llévalo al calabozo, y acuéstate.
Abrió el armario para coger el abrigo y el sombrero; después, rectificando, le tendió la mano al hombretón de la cara rosada.
—No es culpa nuestra, amigo.
—Ya lo sé.
No cogió la bufanda. En el despacho de inspectores eligió a Janvier, que acababa de llegar y que no se había puesto aún al trabajo.
—Ven conmigo.
—Sí, jefe.
—Tú, Lucas, telefonea al Parque. Un hombre murió de un balazo en pleno pecho, en el muelle de la Estación, en Ivry. Se llama Lachaume. La galletería Lachaume…
Esto le trajo a la memoria recuerdos que remontaban a su infancia campesina. En aquella época, en todos los ultramarinos mal alumbrados de pueblo, donde lo mismo se vendían legumbres secas que zuecos e hilo de coser, podía uno estar seguro de encontrar paquetes envueltos en celofán cuyo marbete llevaba las palabras: Galletería Lachaume.
Había galletas Lachaume a la mantequilla, y barquillos Lachaume que, por lo demás, tenían el mismo sabor un poco acartonado.
Después no había oído hablar más de ellas. No había vuelto a ver los almanaques en que las galletas Lachaume se anunciaban. Se representaba en ellos un muchachuelo de carrillos coloreados y sonrisa idiota, que comía un barquillo de la marca en otro tiempo famosa. Y no era raro encontrar, en algún rincón perdido de la campiña, este nombre, escrito con letras casi borradas en la superficie de una tapia.
—Avisa también al Departamento de Identidad Judicial, por supuesto.
—Sí, jefe.
Lucas tenía ya el teléfono en la mano. Maigret y Janvier bajaban la escalera.
—¿Cogemos el coche?
La melancolía de Maigret se había disipado en la atmósfera cotidiana de la P. J. Metido otra vez en la rutina, ya no pensaba en contemplar su propia vida ni en plantearse problemas.
Los domingos son perniciosos. En el coche, mientras encendía una pipa cuyo sabor reconocía, preguntó:
—¿Conoces las galletas Lachaume?
—No, jefe.
—Eres demasiado joven, claro.
Además, tal vez no se hubieran vendido nunca en París. Hay muchos productos que no se fabrican más que para las provincias. Se ven también marcas pasadas de moda que, sin embargo, subsisten para una clientela determinada. Recordaba aperitivos, famosos en su juventud, que ahora no se encontraban más que en hosterías alejadas de las carreteras importantes.
Atravesado el puente, no pudieron seguir por los muelles a causa de la dirección única, y Janvier dio una serie de rodeos antes de ganar de nuevo el Sena por la parte de Charenton. Al otro lado del agua se divisaba un puente de hierro por encima del río.
Allí donde antiguamente no había más que pabellones y talleres, se levantaban ahora viviendas de alquiler de seis o siete pisos, con comercios y tabernas en la planta baja, pero quedaban, por aquí y por allá, huecos entre los edificios, solares sin edificar, talleres, y dos o tres casas bajas.
—¿Qué número?
Maigret se lo dijo, y se pararon ante una construcción que había debido de ser opulenta, con sus dos pisos de piedra y ladrillo y, detrás, una alta chimenea parecida a la de una fábrica. Ante la puerta había un coche aparcado. Un agente paseaba por la acera. Era difícil decir si todavía estaban en París o si ya se encontraban en Ivry, puesto que, sin duda alguna, la calle ante la cual acababan de pasar constituía la frontera entre los dos municipios.
—Buenos días, señor comisario. La puerta está abierta. Le esperan arriba.
Era una puerta cochera pintada de verde, con un postigo. Maigret y Janvier se encontraron en un portal parecido al del Quai des Orfèvres, con la diferencia de que, al otro extremo, estaba cerrada por una puerta de vidrios deslucidos. Faltaba uno de los cristales, que había sido reemplazado por un cartón. Había puertas a ambos lados, y Maigret se preguntó cuál de ellas debía empujar; optó por la de la derecha, y acertó, puesto que se divisaba una especie de hall con una escalera al fondo.
Las paredes, en otro tiempo blancas, se habían vuelto amarillas, con vetas más oscuras, y el yeso, resquebrajado, se había desconchado por partes. Los tres primeros escalones eran de mármol; los otros, de madera, que no se debían barrer desde hacía tiempo, crujían bajo las pisadas.
Todo esto le recordaba ciertos locales administrativos donde, al entrar, se tiene siempre la impresión de haberse equivocado de puerta. Si entonces uno de los dos hubiera hablado, el eco le habría devuelto la voz.
Alguien que en el primer piso caminaba, se inclinó sobre la barandilla: un hombre todavía joven, con aspecto cansado, que se presentó cuando Maigret hubo alcanzado el descansillo.
—Legrand, secretario de la Comisaría de Ivry… El comisario le espera…
Un hall con baldosas de mármol; una ventana sin cortinas a través de la cual se veían el Sena y la lluvia.
La casa era amplia, con puertas a todos lados; los pasillos, como los de una oficina, y siempre el mismo color grisáceo, el mismo olor a polvo viejo.
Al final de un corredor más estrecho, a la izquierda, el secretario llamó a una puerta, la abrió, y se divisó un dormitorio tan oscuro que el comisario creyó necesario encender la luz.
Aquella habitación daba al patio y, a través de la muselina polvorienta de las cortinas, se divisaba la chimenea que Maigret había ya observado desde fuera.
Conocía vagamente al comisario de Ivry, que no era de su generación y que le estrechó la mano con respeto exagerado.
—He venido tan pronto como recibí la llamada de teléfono.
—¿Se ha ido el médico?
—Tenía prisa. No creí necesario retenerle ya que, de todos modos, el forense no ha de tardar…
El muerto estaba encima de la cama y, aparte del comisario de policía, no había nadie en la habitación.
—¿La familia?
—Los he enviado al salón o a sus habitaciones. Creí que usted preferiría…
Maigret sacó su reloj del bolsillo. Eran las nueve cuarenta y cinco.
—¿Cuándo le han avisado?
—Hace aproximadamente una hora. Acababa de llegar al despacho. Alguien ha telefoneado a mi secretario para pedirme que viniese.
—¿No sabe usted quién?
—Sí. El hermano, Armand Lachaume.
—¿Lo conoce?
—Sólo de nombre. Ha debido de venir alguna vez a la comisaría para legalizar una firma o para cualquier otra formalidad. Son personas de las que uno no se preocupa…
La frase sorprendió a Maigret. Personas de las que uno no se preocupa. Lo comprendía, porque la casa, como la marca de galletas Lachaume, parecía fuera del tiempo y de la vida contemporánea.
Hacía años que Maigret no había visto un dormitorio como aquél, que hasta en sus menores detalles debía permanecer como un siglo antes. Había incluso un lavabo de cajones, con tapa de mármol gris, que sostenía una palangana y un jarro de porcelana floreada, y platillos, del mismo mármol, para el jabón y los peines.
Los muebles, los objetos, no eran en sí particularmente feos. Algunos tal vez hubieran alcanzado buen precio en una almoneda o en un anticuario, pero, en su disposición, tenían algo de lúgubre y deprimente.
Se hubiera dicho que en un momento determinado, hacía ya mucho tiempo, la vida, allí, se había detenido; no la del hombre echado sobre la cama, sino la de la casa, la vida de la gente; incluso la chimenea de la fábrica, detrás de las ventanas, resultaba anticuada y ridícula, con su «L» de ladrillos negros.
—¿Robo?
Había dos o tres cajones abiertos. Las corbatas y la ropa interior rodaban por el suelo, delante del armario.
—Parece que ha desaparecido una cartera que contenía cierta suma.
—¿Quién es él?
Maigret señaló al muerto sobre la cama. Las sábanas y las mantas estaban revueltas. La almohada había caído al suelo. Un brazo le colgaba. Había sangre en el pijama, destrozado o desgarrado por la pólvora.
Si Maigret había pensado por la mañana en los blancos y negros muy contrastados de las películas mudas, en esta habitación, le vinieron de golpe a la memoria las ilustraciones de antaño en los periódicos dominicales, cuando aún no se publicaban fotografías, sino grabados que representaban el drama de esta semana.
—Léonard Lachaume, el hijo mayor.
—¿Casado?
—Viudo.
—¿Cuándo ocurrió?
—Esta noche. El doctor Voisin calcula que murió hacia las dos de la madrugada.
—¿Quién había en la casa?
—Verá… Los viejos, padre y madre, en el piso de arriba, en el ala izquierda… Esto hacen dos… El muchacho…
—¿Qué muchacho?
—El hijo del muerto. Un chico de doce años. De momento está en la escuela.
—¿A pesar del drama?
—Parece que no se habían enterado de nada cuando, a las ocho, salió para el colegio.
—Entonces, ¿nadie oyó nada?… ¿Quién hay, además, en la casa?
—La criada… Creo que se llama Catherine… Duerme arriba, cerca de los viejos y el muchacho… Se diría que es tan vieja como la casa, y está tan deteriorada como ella… Después, el hermano menor, Armand…
—¿Un hermano de quién?
—Del muerto… Duerme al otro lado del pasillo, con su mujer.
—¿Estaban aquí todos esta noche y a ninguno despertó el disparo?
—Eso dicen. Yo me limité a hacerles algunas preguntas. Es difícil. ¡Usted lo verá!
—¿Qué es lo que es difícil?
—Averiguar algo. Cuando llegué, ignoraba de qué se trataba. Armand Lachaume, el que me telefoneó, vino a abrirme la puerta de abajo en cuanto el coche se detuvo. Sin mirarme, con aspecto de hombre medio dormido, me dijo:
»—Han matado a mi hermano, señor comisario.
»Me trajo aquí y me señaló la cama. Yo le pregunté cuándo había sucedido, y me respondió que no tenía la menor idea.
»Yo insistí:
»—¿Estaba usted en la casa?
»—Por supuesto. He dormido en mi habitación.
El comisario de policía parecía descontento de sí mismo.
—No sé cómo decírselo. Por lo general, cuando en una familia acontece un drama como éste, se encuentra todo el mundo cerca del muerto, gente que llora, gente que explica, gente que más bien habla demasiado…
»En este caso, me fue necesario bastante tiempo para enterarme de que ni el muerto ni su hermano estaban solos en la casa…
—¿Ha visto usted a los demás?
—A la mujer.
—La mujer de Armand, el que le ha telefoneado, ¿no es eso?
—Sí. En un momento dado oí un ruido en el pasillo. Abrí la puerta y la encontré detrás. Tenía el mismo aspecto cansado de su marido. No pareció molesta. Le pregunté quién era y Armand respondió por ella.
»—Es mi mujer…
»Le he preguntado después si había oído algo durante la noche y me dijo que no, que tenía la costumbre de tomar comprimidos de no sé qué para dormir.
—¿Quién descubrió el cuerpo? ¿Cuándo?
—La vieja criada, a las nueve menos cuarto.
—¿La ha visto usted?
—Sí. Ha debido de volver a la cocina. Me huelo que es un poco sorda. Se inquietó al no ver al mayor de los hijos a la mesa, pues todos tienen costumbre de desayunar en el comedor. Por fin, vino a golpear la puerta. Después entró y fue a advertir a los demás.
—¿Y los viejos?
—No dicen nada. La mujer está medio paralítica y mira fijamente hacia delante, como si no estuviera en sus cabales. Su marido parece tan abatido que apenas comprende lo que se le dice.
El comisario repitió:
—¡Usted lo verá!
Maigret se volvió hacia Janvier.
—Ve a echar un vistazo.
Janvier se alejó y el comisario se acercó por fin al muerto, que estaba echado sobre el lado izquierdo, con la cara vuelta hacia la ventana. Alguien le había cerrado los ojos. Tenía la boca entreabierta, y del labio superior caía un mostacho oscuro, con canas. El cabello ralo le tapaba la frente y las sienes.
Era difícil sacar algo en limpio por la expresión de su rostro. No parecía haber sufrido y, lo que se destacaba, era, sin duda, el estupor. Pero el estupor ¿no se debía a la boca abierta? ¿Y no era la muerte la que la había abierto?
Maigret oyó pasos en el hall del primer piso, después en el corredor. Abrió la puerta, y recibió a uno de los suplentes del procurador, que conocía desde hacía tiempo y que le estrechó la mano sin pronunciar palabra, mientras miraba a la cama. Conocía también al escribano, a quien hizo un gesto de saludo; pero nunca había visto al muchachote sin abrigo ni sombrero que les seguía.
—Juez de instrucción Angelot…
El joven magistrado, a quien acababan de nombrar, tendió una mano cuidada y enérgica, mano de jugador de tenis, y Maigret pensó una vez más que una nueva generación estaba a punto para el relevo.
—¿Dónde está el macabeo?
Maigret advirtió cómo las pupilas azul grisáceas del juez de instrucción permanecían frías, y su frente se arrugaba, probablemente en señal de reprobación.
—¿Han terminado los fotógrafos? —preguntó el doctor Paul.
—Aún no han llegado. Creo que ya los oigo venir.
Era necesario esperar a que ellos terminasen, lo mismo que los especialistas del gabinete de Identidad Judicial, que en aquel momento invadían la habitación y se ponían a trabajar.
El procurador suplente, desde un rincón le preguntó a Maigret:
—¿Drama de familia?
—Parece que ha habido robo.
—¿Nadie ha oído nada?
—Dicen que no.
—¿Cuántos son en la casa?
—Déjeme contar… Los dos viejos y la criada, tres… El chico…
—¿Qué chico?
—El hijo del muerto… Van cuatro… Después, el hermano y su mujer… Seis. Seis personas, además del que asesinaron, y que no han oído nada…
El procurador suplente se aproximó al jambaje de la puerta y tanteó la pared.
—Las paredes son gruesas, pero ¡aun así!… ¿No se ha encontrado el arma?
—No sé… El comisario de policía de Ivry no me lo ha dicho… Yo espero a que terminen las formalidades para dar comienzo a la investigación…
Los fotógrafos buscaban enchufes para instalar sus proyectores y, no encontrándolos, se habían visto obligados a quitar la bombilla que pendía del centro de la habitación. Iban y venían, atropellándose, refunfuñando, haciéndose indicaciones, mientras el juez de instrucción, que tenía aspecto de estudiante deportista, permanecía inmóvil, vestido de gris, sin pronunciar palabra.
—¿Cree usted, que ya me puedo ir? —preguntó el comisario de policía—. Debe de haber mucha gente en mi antesala. En caso de que luego los mirones empiecen a amontonarse en la acera, puedo enviarle dos o tres agentes…
—Se lo ruego. Gracias.
—¿Quiere un inspector que conozca el barrio?
—Probablemente lo necesitaré más tarde. Ya le telefonearé. Gracias otra vez.
Y, al irse, el comisario repitió:
—¡Usted lo verá!
El procurador suplente preguntó en voz baja:
—¿Ver qué?
—La familia… El ambiente… Cuando llegó el comisario de policía no había nadie en la habitación… Cada cual permanecía en su cuarto, o en el comedor… Nadie se movió… Nadie oyó nada…
El procurador suplente observaba los muebles, el papel manchado de la humedad, el espejo de encima de la chimenea, donde generaciones de moscas habían dejado sus huellas.
—No me extraña.
Los primeros en irse fueron los fotógrafos, que despejaron un poco la habitación. El doctor Paul pudo entonces proceder a un examen somero, mientras los especialistas buscaban las huellas digitales y registraban los muebles.
—¿A qué hora, doctor?
—Seré más exacto después de la autopsia, pero en todo caso hace sus buenas seis horas que está muerto.
—¿Del tiro?
—Le han disparado a gusto. La herida exterior es grande como un platillo; la carne está quemada…
—¿Y la bala?
—La encontraré seguramente dentro, porque no hay orificio de salida, lo que hace suponer que han disparado con pistola de poco calibre.
Tenía las manos llenas de sangre. Fue al lavabo, pero la jofaina estaba vacía.
—Debe de haber un grifo en alguna parte…
Le abrieron la puerta. Armand Lachaume, el hermano menor, estaba en el pasillo, y fue él quien, sin decir palabra, lo metió en un cuarto de baño anticuado, con una bañera de patas torneadas, grande como un tronco, cuyo grifo goteaba, seguramente desde hacía años, pues había dejado huellas oscuras sobre la porcelana.
—Le dejo trabajar, Maigret —dijo el procurador suplente volviéndose hacia el juez de instrucción—. Me vuelvo a la oficina.
Y el juez murmuró:
—Discúlpeme si yo le acompaño.
Maigret se sobresaltó y faltó poco para que se sonrojase al advertir que el joven magistrado se había dado cuenta. Esto hizo que se apresurase a añadir:
—No debe tomarlo a mal, señor comisario. No soy más que un principiante, ya lo sabe, y, para mí, ésta es una buena ocasión de aprender.
¿No había en su voz un poco de ironía? Era cortés, incluso demasiado cortés. Y perfectamente frío bajo su aparente cordialidad.
Era uno de la nueva escuela, la que considera que una investigación corresponde al juez de instrucción desde el principio al final, y que el papel de la policía se reduce a proceder bajo las órdenes del magistrado.
Janvier, que se hallaba en ese momento en el umbral de la puerta y que lo había oído todo, cambió con Maigret una mirada elocuente.