Capítulo siete

La jornada del martes fue muy dura. Sin embargo, Maigret llegó a su despacho muy alegre. La primavera era tan hermosa que había hecho el recorrido a pie, comenzando por el bulevar Richard-Lenoir, respirando el aire, el aroma de las tiendas, y volviéndose algunas veces para admirar los vestidos claros y alegres de las mujeres…

—¿Hay algo para mí?

Eran las nueve.

—Nada, jefe…

Dentro de algunos minutos, de media hora, uno de los directores o de los redactores jefe le llamarían para anunciarle sin duda la llegada de una nueva carta escrita con letra de imprenta.

Aquél tenía que ser un día decisivo. Se había preparado y comenzó a ordenar las pipas que estaban sobre su mesa. Al escoger una con cuidado se dispuso a encenderla ante la ventana mientras contemplaba el Sena, donde reverberaba el sol matinal.

En el momento de redactar el informe, hizo que Janvier se quedara en el despacho.

—Si telefonea, hazlo esperar y ven a buscarme en seguida…

—Sí, jefe…

No hubo muchas llamadas de teléfono mientras se encontraba en el despacho del director. No la hubo a las diez. A las once, seguía sin producirse.

Maigret abrió el correo, rellenó unos formularios con la mente ausente y alguna vez, como para engañar el tiempo, iba a pasar algunos instantes en el despacho de los inspectores teniendo mucho cuidado en dejar su puerta abierta. Todos se daban cuenta de que estaba nervioso e inquieto.

Aquel teléfono que no llamaba creaba una especie de vacío que le ponía de mal humor. Algo parecía faltarle.

—¿Está segura que no ha habido ninguna llamada telefónica para mí, señorita?

Fue él quien acabó por llamar a los periódicos.

—¿No han recibido nada esta mañana?

—Esta mañana, no…

La víspera anterior, la primera llamada del hombre de la calle Popincourt había tenido efecto a las doce y diez. Al mediodía Maigret no bajó con los demás. Esperó hasta las doce y media y otra vez le pidió a Janvier, que era el que mejor estaba al corriente del caso, que le relevara en su puesto de espera.

Su mujer no le hizo pregunta alguna: la respuesta era más que evidente.

¿Había perdido acaso la partida? ¿Habría hecho mal en fiarse demasiado de su instinto? El día siguiente, a la misma hora, se vería obligado a acudir al juez de instrucción y confesarle su derrota. Se difundiría el retrato en todos los periódicos.

¿Qué diablo estaría haciendo aquel idiota? Sentía ráfagas de cólera al preguntárselo.

—No ha buscado más que hacerse el interesante y ahora me deja caer. ¿Tal vez se estaba burlando de mi ingenuidad…?

Volvió al Quai más temprano que de costumbre.

—¿Nada? —preguntó maquinalmente a Janvier.

Este último hubiera dado cualquier cosa para poder darle una buena noticia, ya que le resultaba penoso ver al jefe en ese estado.

—Todavía nada…

La tarde se hizo aún más larga que la mañana. Maigret intentó en vano interesarse en los trabajos de rutina, aprovechándose para liquidar papelorios que arrastraban desde hacía tiempo. Su mente estaba lejos de allá.

Sopesaba todas las hipótesis imaginables e iba rechazándolas una tras otra. Llegó incluso a telefonear a la policía de urgencia.

—¿No les han avisado a ustedes de un suicidio?

—Espere un instante… Hubo uno durante la noche, una anciana que se suicidó con el gas en la Porte d’Orleans… Un hombre se ha arrojado al Sena esta mañana a las ocho… Pero han podido salvarle…

—¿Qué edad?

—Cuarenta y dos años… Neurasténico…

¿Por qué estaba tan preocupado? Había hecho todo lo que había podido. Ya era hora de mirar la realidad de frente. No se sentía molesto por haber sido engañado, sino por ver que su intuición le había engañado. Aquello sí que era grave. Significaba que no era ya capaz de establecer el contacto y en tal caso…

—¡Caramba, caramba y caramba!…

Lanzó esas palabras en voz alta, en la soledad de su despacho, y cogió su sombrero, dirigiéndose sin abrigo y solo hacia el restaurante «Dauphine», donde se bebió uno tras otro dos vasos de cerveza.

—¿Alguna llamada telefónica? —preguntó al regresar.

A las siete, no había tenido ninguna llamada y se resignó a volver a su casa. Se encontraba confuso y no demasiado en paz consigo mismo. Tomó un taxi. Ya no saboreaba el sol ni el colorido de las calles. Ni siquiera se fijó en el tiempo que hacía.

Se metió pesadamente en las escaleras y se detuvo dos veces para tomar aliento. Faltaban algunos peldaños para llegar a su rellano, cuando vio a su mujer que le miraba subir.

Le esperaba como se espera a un niño que vuelve del colegio y estuvo a punto de sentirse irritado. Cuando estuvo a su nivel, ella se contentó con decirle en voz baja:

—Está ahí…

—¿Seguro que es él?

—Me lo ha dicho él mismo…

—¿Hace rato?…

—Casi una hora…

—¿No has tenido miedo?

Maigret sintió de pronto, por su mujer, un temor de efecto retroactivo.

—Sabía que no corría peligro alguno…

Cuchicheaban ante la puerta ante la cual estaban.

—Hemos estado charlando…

—¿De qué?

—De todo… De la primavera… De París… De los restaurantes de camioneros que van desapareciendo…

Maigret entró por fin en la sala de estar que servía a la vez de comedor y vio a un hombre todavía joven, que se levantó al verle entrar. La señora Maigret le había invitado a quitarse la gabardina y había colocado el sombrero sobre una silla. Iba vestido con un traje de color azul marino y aparentaba menos edad de la que tenía.

Se esforzó en sonreír.

—Perdóneme usted, pero he venido aquí —dijo—. Allí, en su despacho, temía que no me dejasen verle en seguida… Se explican tantas cosas…

Había tenido, seguramente, miedo de que le golpearan. Su aspecto era cohibido y buscaba palabras para romper el silencio. No se dio cuenta que el comisario estaba tan cohibido como él. En cuanto a la señora Maigret, había vuelto a sus quehaceres en la cocina.

—Es usted tal como me imaginaba…

—Siéntese…

—Su mujer ha tenido mucha paciencia conmigo…

Como si hubiese olvidado de hacerlo hasta entonces, sacó de su bolsillo un cuchillo sueco y se lo tendió a Maigret.

—Puede usted ordenar que analicen la sangre… No la he limpiado…

Maigret lo dejó descuidadamente sobre un mueble y se sentó en una butaca frente a su interlocutor.

—No sé cómo empezar… Me resulta muy difícil…

—Voy en principio a hacerle algunas preguntas… ¿Cómo se llama usted?…

—Robert Bureau… Bureau, igual que un «bureau»[1]. Parece simbólico, puesto que mi padre y yo…

—¿Dónde vive?

—Tengo un pequeño apartamento en la calle de L’Êcole de Medicina, en un edificio muy viejo que está al fondo del patio… Trabajo en la calle Laffitte, en una compañía aseguradora… Bueno, mejor dicho, trabajaba… Todo ha terminado, ¿verdad?

Pronunció la última frase con una especie de resignación melancólica. Se sentía tranquilizado mirando todo lo que le rodeaba, como si quisiera integrarse en ello.

—¿Dónde nació usted?

—En Saint-Amand-Montrond, a orillas del Cher… Hay allí una gran imprenta, la imprenta Mamin y Delvoye, que trabaja para varios editores de París… Mi padre está empleado en esa imprenta, y en su boca los apellidos Mamin y Delvoye son algo sagrado… Vivíamos —mis padres viven todavía— en una pequeña casa, cerca del canal del Berry…

Maigret no quería forzar su confesión y llegar con demasiada rapidez a las preguntas esenciales.

—¿No le gustaba su ciudad?

—No.

—¿Por qué?

—Sentía impresión de ahogo… Todo el mundo se conoce. Al pasar por las calles, pueden verse las cortinas que se mueven tras las ventanas… He oído siempre murmurar a mis padres la misma pregunta: «¿Qué diría la gente…?».

—¿Era usted buen alumno?

—Hasta la edad de los catorce años, fui primero en clase… Mis padres estaban tan acostumbrados que cuando tenía una nota inferior, me reñían.

—¿Cuándo comenzó usted a tener miedo?

Maigret tuvo la impresión que su interlocutor palidecía, que las aletas de su nariz se dilataban. Se pasó la lengua por los labios resecos.

—No sé cómo he podido guardar el secreto hasta este momento…

—¿Qué ocurrió cuando tenía usted catorce años?

—¿Conoce usted aquella región?

—Sí, la he atravesado…

—El Cher discurre paralelamente al canal… En algunos trechos llega a acercarse unos diez metros… Es ancho, poco profundo, con piedras y rocas que permiten atravesarlo a pie…

»Las orillas están recubiertas de cañizos y de sauces, de árboles de toda clase… Sobre todo, en el lado de Drevant, un pueblo situado a tres kilómetros de Saint-Amand…

»Los niños de los contornos tienen la costumbre de ir allá a jugar… Pero yo no jugaba con ellos…

—¿Por qué razón?

—Mi madre los llamaba golfillos… Algunos de ellos se bañaban completamente desnudos en el río… La mayoría eran hijos de los obreros de la imprenta y mis padres hacían una gran diferencia entre los obreros y los empleados…

»Eran siempre unos quince, tal vez veinte, los que iban a jugar… Dos chicas les acompañaban… Una de ellas, bastante formada para su edad. Yo estaba enamorado de ella…

»He reflexionado mucho sobre todo ello, señor comisario. Me pregunto si eso hubiera ocurrido de otra forma… Supongo que sí… No intentó ni tan siquiera buscar disculpas…

»Un chico, el hijo del tocinero, la besó entre los matorrales… Les sorprendí… Luego, fueron a bañarse con los demás… El chico se llamaba Raymond Pomel y era pelirrojo, como su padre, del que éramos clientes…

»Hubo un momento en que se alejó para hacer sus necesidades… Se había acercado a mí sin saberlo. Saqué mi cuchillo del bolsillo, hice salir la hoja…

»Le juro que no sabía lo que estaba haciendo… Asesté varios golpes, con la sensación de liberarme de algo… Para mí, aquel instante fue irresistible… No creía cometer un crimen y matar a un chico… Daba golpes. Continué hasta que le vi caer al suelo y después me alejé, con toda tranquilidad…

Se iba animando y sus ojos brillaban.

—No lo descubrieron hasta dos horas más tarde… No se dieron cuenta al principio que no estaba con la pandilla de los veinte chicos… Regresé a mi casa después de limpiar el cuchillo en el canal…

—¿Cómo tenía usted un cuchillo como ése a aquella edad?

—Se lo robé unos meses antes a uno de mis tíos… Tenía la manía de las navajas… En cuanto dispuse de un poco de dinero, me compré uno que llevaba siempre en el bolsillo… Un domingo, en casa de mi tío, vi aquel cuchillo sueco y lo cogí… Mi tío lo buscó por todas partes, sin pensar un solo instante en mí…

—¿Cómo no lo descubrió su madre?

—La fachada de nuestra casa, cerca del jardín, estaba cubierta de hiedra cuyo follaje oscuro enmarcaba mi ventana… Cuando no llevaba el cuchillo en mi bolsillo, lo escondía entre la hiedra…

—¿Nadie sospechó de usted?

—Fue lo que me sorprendió… Detuvieron a un marinero, que se vieron obligados a soltar de nuevo… Se pensó, en todos los sospechosos posibles, excepto en un niño…

—¿Cuál fue su estado de espíritu después?

—Para serle franco, no sentí remordimiento alguno… Escuchaba lo que las mujeres contaban por la calle, leía el periódico de Montluçon que hablaba del crimen, sin sentirme aludido.

»Vi pasar el entierro sin emoción… Para mí, en aquellos momentos, todo aquello era ya pasado… Algo inevitable… No me sentía involucrado en todo eso para nada… No sé si me entiende usted… Creo que debe ser imposible entenderlo si no se ha pasado por el trance.

»Seguí acudiendo al colegio, donde me volví distraído y mis notas se resintieron… Parece ser que estaba paliducho y mi madre me llevó al médico que me examinó sin gran atención.

»—Es la edad, señora Bureau… Este chico está un poco anémico…

»Creo que no me sentía del todo dentro de la realidad… Tenía ganas de huir… No huir de un castigo posible, sino de mis padres, de la ciudad, de ir lejos, a cualquier lugar…

—¿No tiene usted sed? —preguntó Maigret, que sí la sentía.

Sirvió dos copas de coñac con agua y tendió una a su visitante. La bebió, vaciando su vaso de un solo trago.

—¿Cuándo adquirió conciencia de lo que había ocurrido?

—Me cree usted, ¿no es cierto?

—Sí, le creo…

—He estado siempre persuadido de que nadie me creería… Llegó insensiblemente… A medida que el tiempo transcurría, me sentía diferente a los demás… Mientras acariciaba mi navaja en el bolsillo me repetía: «He matado… Y nadie lo sabe…».

»Sentía casi la necesidad de decírselo a todo el mundo, de revelárselo a mis condiscípulos, a mis profesores, a mis padres, igual que si se hubiera tratado de una gran hazaña… Y llegó un día en que de pronto me vi siguiendo a una chica a lo largo del canal… Era la hija de unos bateleros que regresaba a su gabarra… Era un día de invierno y la noche había caído pronto…

»Me dije que sólo necesitaba dar algunos pasos rápidamente, sacar mi cuchillo del bolsillo…

»De pronto, me puse a temblar. Di media vuelta sin reflexionar, y regresé corriendo hacia las primeras casas de la ciudad, como si allí me sintiese en más seguridad…

—¿Esto le ocurrió después algunas veces más?

—¿Siendo niño?

—No, en cualquier época…

—Unas veinte veces… La mayoría del tiempo no pensaba en una víctima determinada… De pronto, pensaba:

»—Le mataré…

»Me ocurría algunas veces que murmuraba incluso esas palabras a media voz… No iban dirigidas a nadie en particular… Se referían a cualquiera…

»—Le mataré…

»He recordado, más tarde, que siendo niño, cuando mi padre me daba una bofetada y me enviaba a mi habitación como castigo, murmuraba asimismo: “Le mataré…”. Pero no pensaba precisamente en mi padre… El enemigo era la humanidad entera, era el hombre… “Le mataré”. ¿No querría usted darme otra copa?

Maigret le sirvió, y se sirvió a su vez.

—¿A qué edad se marchó usted de Saint-Amand?

—A los diecisiete años… Sabía que no lograría acabar el bachillerato… Mi padre no acababa de comprender lo que ocurría y me observaba con inquietud… Quería que entrara en la imprenta… Una noche, me marché sin decir nada llevándome una maleta y algunos ahorros míos…

—¿Y su cuchillo?

—Sí… He tenido cien veces la intención de librarme del cuchillo sin lograrlo… Ignoro por qué… Ya ve usted…

Rebuscaba las palabras. Se adivinaba que le habría gustado ser sincero y lo más preciso posible, cosa que le resultaba muy difícil.

—En París, al principio, pasé hambre. Llegué, como otros muchos, a descargar verduras en los Halles. Leía los pequeños anuncios y me precipitaba donde había una colocación… Así ingresé en una compañía aseguradora…

—¿No tuvo usted jamás ninguna amiguita?

—No… Me contentaba, de vez en cuando, con acostarme con una mujer de la calle… Una de ellas intentó coger un billete suplementario de mi cartera y estuve a punto de sacar mi navaja… Sentí la frente inundada de sudor… Me marché vacilando…

»Me di cuenta que no tenía derecho a casarme…

—¿Se sintió tentado a ello?

—¿Ha vivido usted solo en París, sin familia y sin amigos? ¿Ha regresado por la noche, solo, a su apartamento?

—Sí…

—Entonces, lo comprenderá… Yo no quería tener amigos, ya que no podía llegar a intimar con ellos sin arriesgarme a ir a la cárcel para el resto de mis días…

»Fui a la biblioteca de Sainte-Geneviéve… Devoré cantidades de tratados sobre psiquiatría, esperando siempre descubrir alguna explicación… Sin duda no carecía de base… Pero cuando creía que mi caso correspondía a una enfermedad de tipo mental determinada, me daba cuenta seguidamente que no experimentaba ese o aquel síntoma…

»Cada día me sentía más angustiado…

»—Le mataré…

»Acabé por reprimir estas palabras en mis labios. Corría entonces a mi casa, me encerraba y me echaba sobre la cama… Parece ser que entonces gemía…

»Una noche, un vecino, un hombre de cierta edad, llamó a mi puerta. Maquinalmente saqué la navaja de mi bolsillo.

»—¿Qué ocurre? —pregunté sin abrir la puerta.

»—Quería saber si todo iba bien… ¿No está usted enfermo?… Me había parecido oír algunos gemidos… Perdóneme…

»Y se alejó…